James Huberty se lió a tiros en un McDonald´s porque su hamburguesa le pareció una birria al lado de la de la foto del panel
“En 1998, en Estados Unidos, murieron en su puesto de trabajo más empleados de restaurantes de comida rápida que agentes de policía”
ERIC SCHLOSSER. Periodista.
James Huberty, gastrónomo diletante, superó la complicada adolescencia contándole sus penas a un perro, que le escuchaba con la lengua fuera y ojos de perplejidad. Mamá nunca le hizo mucho caso y acabó por abandonarle para irse a predicar el Mensaje de la Fe Bautista. Hasta los veinte años no caminó derecho y escoraba a estribor debido a que a los tres enfermó de poliomielitis, a los veintidós se licenció en Sociología en la Universidad Católica de Ohio y a los veintitrés conoció a una mujer que respiraba con normalidad mientras trabajaba embalsamando fiambres en una empresa de pompas fúnebres. Le hizo el cortejo y se casó con ella pero con el tiempo entendió que le hubiese ido mejor con cualquiera de sus clientas difuntas, porque aunque no dan una conversación decente, no tienen la mano tan larga. Etna, que así se llamaba su parienta, era gafosa y mofletuda, solía empinar el codo y cuando estaba trompa le atizaba unas zurras de campeonato. Le tiraba patadas a las colgaduras con cierta pericia. También le dio dos hijas a las que enseñó desde pequeñas a solventar las discrepancias a guantazos y en una ocasión la detuvieron por exhibir un pistolón del calibre nueve en la reunión de padres de alumnos. Por lo demás, la casa de los Huberty en Massillon, Ohio, era un hogar normal, con sus imancitos en la puerta de la nevera, sus cortinas de rayón y su perro pastor alemán, que cuando empezó a ladrar a la luna le pegaron un tiro en la cabeza (con la pistola de ir al colegio) y le enterraron en el jardín, debajo de un enano de terracota.
La amenaza roja
Aparte de la familia, a James Huberty le arruinó la vida el trabajo, la publicidad engañosa y la comida rápida. En 1971 Etna se fue a dormir la cogorza sin apagar el pitillo y prendió fuego a la casa. Lo que quedó sin freír cabía en un monedero y tuvieron que malvender el terreno, palmar pasta y trasladarse a la ciudad de Cantón, en donde James encontró un empleo de soldador en la Corporación del Sindicato Metalúrgico. Cuando escasea, el trabajo es tenido por bendición pero no deja de ser una molienda diaria que tenemos que sufrir los que no tenemos donde caernos muertos viéndonos en la obligación de madrugar y salir a la intemperie, con lo bien que se está en la cama, para fichar en un entorno hostil lleno de gente a la que detestamos. No se engañen, no es otra cosa, pero no hay alternativa, salvo la lotería o la mendicidad. James Huberty odiaba su trabajo con dedicación y además estaba expuesto a emanaciones de cadmio que le fueron volviendo majareta. Se aficionó a los charlatanes que echaban las cartas del tarot y le rompió la mandíbula a su mujer. Donde las dan, las toman, Etna. Estudió la sección de internacional de los periódicos y sacó sus propias conclusiones. Los rusos estaban a un cuarto de hora de empezar la guerra nuclear, así que se dedicó a almacenar en su garaje latas de atún, linternas y papel higiénico, y se compró una metralleta Uzi, una pistola semiautomática Browning y una escopeta del calibre doce. Sus vecinos decían que era comunista y Etna que era nazi y él hablaba de un contubernio gubernamental que perseguía la ruina financiera de la nación. Las cosas empeoraron cuando se compró una moto, se estampó contra un muro, se descoyuntó el hombro y perdió su empleo de soldador. Se acabó Cantón, en Ohio, para el matrimonio Huberty y sus dos regocijantes hijas pugilistas y es difícil discernir por qué pensó James que su futuro estaba en Tijuana, donde empieza Méjico Lindo.
Un almuerzo en condiciones
James Huberty no sabía una palabra de español y observaba el prejuicio gringo de suponer que los mejicanos eran una banda de vagos grasientos que se pasaban la jornada sentados en el quicio de sus chabolas de adobe blanco envueltos en un poncho de jarapa. Descubrió que era alérgico a los mariachis, a los ojos negros y a las enchiladas de mole, pensaba que los chamacos le sisaban en el cambio de sus dólares ventajosos y añoraba las cristianas digestiones de hamburguesas de carne de res, dobles con queso, y los sermones serenos de los protestantes. Trabajó escasamente dos semanas como vigilante de seguridad pero le despidieron y decidió regresar a su país; odiaba con intensidad el bravo verbo español y el cadmio le había destrozado los riñones y las entendederas. Se instaló en San Diego de California, en un barrio al suroeste de la ciudad que se llamaba San Isidro, enfrente de un tinglado de McDonald´s frecuentado por chicanos, y como nadie le escuchaba empezó a visitar el zoológico para contarles sus penas a los pumas enjaulados. El 18 de julio de 1984 cargó en el maletero de su Mercury la metralleta Uzi, la pistola y la escopeta del doce y le dijo a Etna que se iba a cazar seres humanos. Dadas las circunstancias Etna pensó que era un comentario relativamente trivial. Que levante la mano el que no haya ido a cazar prójimos una tarde después del tajo. Huberty acechó un supermercado y la oficina de correos pero como se le despertó la carpanta entró en el McDonald´s de San Isidro y pidió una hamburguesa doble con queso. Un camarero manito le puso debajo de la nariz un menú de circunstancias y Huberty abrió el zafarrancho porque entendió que le estaban timando. La foto de la publicidad enseñaba un bocadillo robusto, con sus perlitas de sésamo y rocío sobre la lechuga, con su sábana de queso cheddar arropando amorosamente el bistec, y lo que le querían endilgar era un chasco entre dos bollos. El manito, que era cholo y probablemente de Tijuana, pensó que le había tocado un gurmet y le mandó al diablo. Huberty se fue al coche, cogió la artillería y presentó la reclamación. Se colocó en la puerta, condenando la salida con su cuerpo, y disparó casi trescientas balas contra la parroquia del almuerzo dejando una propina de más de veinte muertos. Muchos de ellos eran niños y casi todos chicanos de la frontera que no se acabaron el Happy Meal.
La matanza duró una hora y media porque la poli se equivocó de McDonald´s y compareció en el que no era. Cuando llegó, Huberty, que no tenía experiencia militar, les gritó que había combatido en Vietnam; probablemente se quiso hacer el macho. El francotirador del SWAT Chuck Foster le dejó en el sitio de un tiro en el pecho que le acertó desde el tejado de la oficina de correos contigua al restaurante. El payaso Ronald McDonald se quedó sin chistes. Una semana después la cadena derribó la franquicia y cedió el terreno a la comunidad para que construyese un mausoleo y dos años más tarde Etna Huberty quiso sacar ventaja del río revuelto y demandó a McDonald´s por cinco millones de dólares argumentando que el glutamato de sodio que empleaba como aditivo alimentario en los nuggetts de pollo había exacerbado la agresividad de su marido. Como no les arrancó ni un céntimo hay que suponer que empezó a celebrar los cumples de sus niñas en el Burger King.
MARTÍN OLMOS
PUBLICADO EN EL CORREO (24 DE JUNIO DE 2012)