En la clasificación mundial de miserables, Andrei Chikatilo, el Carnicero de Rostov, ocupa la tercera posición en número de víctimas, después de Harold Shipman y Javed Iqbal
“Chikatilo era un cero a la izquierda”
MIGUEL ÁNGEL LINARES. Escritor.
Al hermano de Andrei Chikatilo, que se llamaba Stepan, se lo zamparon los vecinos durante la gran hambruna de Ucrania. Aquello fue hambre y lo demás son ganas de comer. Los ucranianos concluyeron que cuando falta el pan para eso están los parientes y se merendaron unos a otros en la época en la que Stalin especuló con el grano y les mandó a la cama sin cenar. Chikatilo comprendió que la infancia, sobre todo por la parte de las nalgas, es tierna. La suya en cambio se le atragantó porque se meaba en la cama y no veía a tres en un burro y, sin embargo, no se puso gafas hasta los treinta años porque calculó que le salía más barato que le partiesen la cara –una vez al día, en el patio de la escuela- que las antiparras. Chikatilo acabó la secundaria anotando sopapos como una estera y señalado de meón y quiso celebrar la mancebía inaugurándose de macho, alquiló veinte minutos del tiempo de una fulana pero con uno escaso le sobró y recién la abrazó se le disparó la salva con los pantalones aún puestos y la golfa se rió de él por instantáneo. Fue pregonado de buey en el vecindario, la reputación se le puso a reptar y hasta la familia, además de comestible, le salió sin linaje y un día que echó la cuenta descubrió que mientras su padre combatía en el frente al alemán su madre se quedó preñada, con lo que o papá cultivaba por carta o con su hermana tuvo algo que ver la infantería de la Wehrmacht.
El pobre Andrei Romanovich Chikatilo, que se le reía la ramería en su cara de estera por mansurrón, que era medio ciego y meón, entendió que no podía enmendar el cartel en su pueblo de Yablochnoye, en Ucrania, y en 1955 se fue a levantar cabeza a Rostov del Don, donde no le conocía nadie.
El Ganso
Lo mismo que era flojo de apero salió concienzudo de codos y obtuvo tres licenciaturas universitarias -en lengua, ingeniería y literatura rusa- y, a pesar de tener poca gracia para el cortejo, en 1963 se casó con la hija de un minero que se llamaba Fayina y estaba dispuesta a conformarse con un marido que no llegase trompa a casa aunque no le diese noches cosacas. La suerte natural no le salía, porque arrugaba, pero era en cambio capaz de eyacular y por medio de un sistema de masturbación e inseminación la dio dos hijos. Con el tiempo se compró unas gafas, se afilió al Partido Comunista y sentó plaza de profesor en un instituto en el que los chavales le empezaron a llamar el Ganso, por cuellilargo, y terminaron por echarle una manta sobre la cabeza, darle una zurra y sacarle de la clase a patadas. Chikatilo les cogió tanto miedo a sus alumnos que empezó a llevar un cuchillo al trabajo. Al mismo tiempo se colaba en los vestuarios de las niñas y les hablaba con familiaridad mientras se metía las manos en los bolsillos. Las chiquillas le parecían tiernas como la carne de las nalgas de su difunto hermano Stepan, menú del día, y no se reían de su aparato estropeado ni de sus gafas de búho. Le acabaron poniendo de patitas en la calle por menorero.
…el carnicero
A Chikatilo se le despertó la bestia a los 42 años, cuando el resto de los hombres, generalmente, empiezan a perder interés por sus aficiones. En 1978 adecentó una cabaña vieja en un yermo forestal al lado del río Grushevka y consiguió un chicle, casi una excentricidad en la infancia de los niños soviéticos. Con él engatusó a una niña de nueve años que se llamaba Yelena Zakotnova y en su cueva la intentó abusar pero, como siempre, la infantería no se le puso firme y la acuchilló hasta matarla. El cadáver apareció unos días después cerca de un asilo para lunáticos y la policía llamó al suceso el Crimen de los Tontos y se puso a buscar a uno. Le tocó pasar por caja a Alexander Kravchenko, un medio lerdo de veinticinco años con antecedentes por agresiones sexuales, que confesó después de que le dieran lo suyo y acabó en el paredón.
Chikatilo encontró un trabajo de supervisor de suministros, que era un oficio de segunda para un intelectual con tres licenciaturas que leía a Dostoievski a través de sus gafas de búho, pero que le permitía visitar las empresas sin ceñirse a ningún control horario. Durante doce años madrugó, besó a Fayina en la frente y salió a depredar las estaciones de autobuses de los alrededores de Rostov para encontrar borrachuzas a las que engatusar con vodka, niños que querían chicles y putas de cinco rublos. Cuando conseguía la compañía la llevaba al bosque silencioso, la tumbaba a golpes y emprendía la carnicería. Descubrió que solo con la sensación de dominio su alfil alcanzaba renombre y no se iba al banquillo recién comenzaba el partido. Consumaba las violaciones, unas veces por sí mismo y otras con una estaca, y se daba al canibalismo, arrancaba los pezones de las mujeres a mordiscos y les despojaba del útero a cuchilladas para después comérselo porque lo encontraba, según dijo, tierno y rosa. Después volvía a casa y al lecho desbravado de Fayina, a hacer de buen marido y a dormir con los pies fríos. Chikatilo mató a 53 personas entre mujeres y niños pequeños y a una buena parte de ellas las sacó los ojos porque pensaba que sus retinas guardaban la última imagen que habían visto.
…y el circo
En 1990 le detuvieron por lascivia pública cuando le trincaron metiéndole mano a una del oficio en una estación de autobuses. Guardaba en su maletín un lazo de cuerda, un bote de vaselina y un cuchillo y llevaba el dedo vendado con las marcas de un mordisco que coincidieron con la dentadura de Svetlana Korostik, la última mujer a la que mató y a la que había arrancado a dentelladas los pezones y la lengua. Tenía cincuenta y cinco años que parecían diez más y se quejó de que tratasen así a un hombre de su edad. El juicio a Chikatilo no se celebró en el oscuro soviético del millón de funcionarios sino que lo echaron por la tele y se hizo circo. Compareció en la sala metido en una jaula de acero para que los familiares de las víctimas no le mataran a palos, le raparon la cabeza al cero para despiojarle y le pusieron una camisa horrorosa de las olimpiadas de Moscú en la que aparecía estampado el osito Misha. La Rusia roja iba cambiando de color y ya tenía su asesino en serie, que es cosa capitalista abundante en California; después llegaría el glásnost y los McDonald´s. Chikatilo se pasó las sesiones poniendo cara de loco y leyendo revistas pornográficas y echó la culpa a las circunstancias, a Stalin, a su grupo sanguíneo, al hambre y a las películas indecentes. En un lance del espectáculo se bajó los pantalones y agitó su cacharrito, que pendía como un jirón, casi como una lágrima, y le dijo a la concurrencia: “Mirad mi cosa inútil, ¿qué creéis que podía hacer con esto?”. El juez tardó dos días en leer la lista de acusaciones y le condenó a muerte. Chikatilo escuchó la sentencia y habló durante dos horas en las que dijo que era un error de la naturaleza, una bestia enfadada y un hombre al que le habían robado sus genitales. En febrero de 1994 le ejecutaron sin gastar mucho protocolo, le metieron en una celda privada y le pegaron un tiro en la nuca.
MARTÍN OLMOS