MARTÍN OLMOS MEDINA

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Naranjada para terminar

In Hazañas bélicas on 31 de agosto de 2012 at 22:35

Durante la Guerra Civil Española se dieron casos de resistencias numantinas en emplazamientos de nulo valor estratégico

“Con el salvamento del Alcázar, Franco ya había agotado su cuota de romanticismo”.
LORENZO SILVA

Camilo José Cela le decía a cualquiera que quisiera escucharle que el que resiste gana, pero el catecismo popular sostiene que el soldado que huye sirve para otra guerra. Se diga de la forma que se diga, una retirada a tiempo no es una victoria, es salvar los muebles y el mejor medio que se ha patentado hasta ahora para mantener la peladura con la menor cantidad posible de agujeros, porque es un hecho estadísticamente comprobado que los miedosos duran más. Gandhi decía que los cobardes mueren mil veces antes de morir del todo (esta frase tiene muchos padres y se la han atribuido también a Shakespeare y a Julio César), pero se le olvidó decir que los valientes la diñan antes y a veces no les da tiempo de fertilizar para echar al mundo otro relevo de estirpe brava y el andurrial se va quedando lleno de cagones. El cobarde piensa con los pies cuando empieza la pelea y tiene su excusa, dice que no retrocede sino que sigue avanzando en dirección contraria, y el valiente tiene su valor y el orgullo intacto pero poco futuro si los que tiene en frente son más. Las gestas perdidas de antemano, libradas hasta el último hombre, sirven para que los poetas les pongan rima y adornan los himnos que acaban cantando los futbolistas con mucho fervor y la mano en el corazón. Michel de Montaigne escribió que las derrotas triunfantes rivalizan con las victorias. Se acaba recordando El Álamo, las Termópilas y el asedio de Numancia y el tiempo va hermoseando los gestos para ver si cunde el ejemplo y dejando en el olvido quién llevaba más razón en la discordia para acentuar, en cambio, el valor con el que se peleó. El desfiladero de las Termópilas debió apestar a sudor y a orina, a campamento y a miedo, y sin embargo la memoria prefiere guardar al hoplita espartano Diéneces alegrándose por pelear a la sombra cuando los persas anunciaron que taparían el sol con una cortina de flechas, aunque suene a invento de Herodoto.

Durante la Guerra Civil Española corrió mucha sangre de Caín y algún rapto numantino. La rebelión contra la República fracasó en Andújar, como en el resto de la provincia de Jaén, pero los milicianos del Ejército Popular desarmaron los cantones de la Guardia Civil porque el tricornio de charol pintaba sospechoso de simpatizar con el alzamiento. Efectivamente, unos ciento setenta beneméritos de la comandancia de Jaén pretendían unirse a las tropas de Marruecos en su marcha hacia Madrid y consiguieron agruparse en el Santuario de Santa María de la Cabeza, en la Sierra Morena. El templo se levantaba en el cerro del Cabezo, a treinta kilómetros al norte de Andújar, sobre un otero de rocas graníticas rodeadas de vegetación silvestre de romero, de jara y de madroño. La leyenda decía que en 1227 Juan Alonso Rivas, pastor de borregos, granadino de Colomera, algo lerdo de entendederas y tonto del brazo izquierdo, se encontró en lo alto del cerro una imagen de la virgen que desprendía luminarias y que le pidió un templo. Las vírgenes siempre piden templos y eligen a sus heraldos entre los que peor pueden predicarlas, nunca escogen a homeros de expresión diáfana sino al primer menda que aparece en el descampado, que generalmente perora como un arreador de mulas. Pero como le recompuso el brazo tarugo los diocesanos erigieron el santuario en 1307, aunque siempre existió la duda de si la virgen era la madre de Dios o Santa María Toribia, que era de Guadalajara y esposa de San Isidro Labrador. Entre el centenar largo de guardias, cuatro sacerdotes, cincuenta civiles y las familias que les siguieron con el colchón, detrás de los muros del santuario se reunió una población del millar de almas, que mantuvo la esperanza de unirse a las tropas africanas hasta que, con la ocupación de Despeñaperros por los mineros republicanos de Linares y de La Carolina, comprendieron que se habían quedado aislados. Reunieron conciliábulo y dos camiones de refugiados se entregaron a las autoridades leales mientras que los que se quedaron se pusieron a las órdenes del capitán Santiago Cortés, que se impuso al comandante Nofuentes, superior en grado pero propenso a la duda metafísica, a soplar frío y caliente con el mismo aliento y a los consensos antes que a las peleas sin cuartel.

Santiago Cortés era de Valdepeñas y de los que reñía hasta el final. Empezó la carrera de medicina pero abandonó el estetoscopio para ceñir el sable y se alistó en el ejército en 1917. Sirvió en el moro, en Melilla y en Larache, en el Batallón de Cazadores del Regimiento Alba de Tormes, y se calzó el tricornio en 1925, en donde fue ascendido a capitán después de los levantamientos revolucionarios del 34. En el Santuario de la Cabeza eligió resistir, arrió la bandera tricolor y organizó un rudimentario sistema de defensas en las casas de labor, propiedad de la cofradía del templo, que se levantaban en las faldas del cerro. Quería a su lado a los bravos, “aquí nos espera una brega dura y difícil a cuantos permanezcamos defendiendo el honor del uniforme que vestimos”, les dijo a sus hombres, y para dar ejemplo presentó entre su hueste a sus dos hijos mayores. Franco miró para otro lado porque ya había librado una gesta propagandística con la liberación del Alcázar de Toledo, que le había desviado del camino de Madrid, y no pretendía pasarse la guerra peleando batallas sentimentales, así que abandonó a los atrincherados a sus recursos y a sus redaños, hasta que les durasen. El asedio, coordinado por la 16ª Brigada del comandante Pedro Martínez Cartón, en la que estaba integrado el poeta Miguel Hernández, y por el teniente coronel Pérez Gazzolo, Jefe del Estado Mayor del Ejército del Sur, empezó en septiembre de 1936 con fuego intenso de artillería y el apoyo de una docena de carros rusos T-26 B, que armaban cañón de 45 mm y ametralladoras del 7´62. Cortés contaba fusiles Mauser, que les decían naranjeros, y mejor puntería pero soportaba el hambre que condujo a sus hombres a envenenarse por comer raíces de madroño. El capitán Carlos Haya, bilbaíno romántico y as de la aviación que había sobrevolado el desierto del Sahara y la selva del Níger, consiguió el permiso de Franco para avituallar a los sitiados desde un avión Douglas DC-2, esquivando las defensas antiaéreas de los milicianos. Culminó 90 vuelos en los que proporcionó a los resistentes varias jaulas de palomas mensajeras y medicamentos que lanzaba atados a pavos vivos, que con su torpe aleteo, atenuaban el impacto de los paquetes al tocar el suelo.

El asedio duró siete meses largos y en el santuario murieron ciento cincuenta hombres, de enfermedad, metralla y hambre, los carros leales echaron abajo la fachada norte del templo y los 42 que quedaron en condiciones de sostener un naranjero se refugiaron en la hospedería de la fachada sur. Aunque ni Franco ni Queipo de Llano acusaron recibo de sus palomas mensajeras Cortés siguió en la brega y sus guardias, que ya eran jirones de hombres, llegaron a acometer con bayonetas las torres de los carros de combate. El primero de mayo de 1937 Santiago Cortés recibió dos heridas de metralla en el estómago y como era medio médico comprendió que estaba para el cura, así que pidió agua para que la peritonitis acelerase su final. Sin mando, los supervivientes se rindieron y el comandante Martínez Cartón ordenó que se les recibiese con formación de honor y les dijo: “Guardias civiles o no, sois unos valientes como el capitán que os manda. Con doscientos como vosotros, llegaba yo hasta Burgos”. El capitán Cortés murió a la mañana siguiente, en el hospital de Valdepeñas, le atendió el doctor Santos Laguna, que era ginecólogo, al que le dio 600 pesetas para que las entregase a los huérfanos de la Guardia Civil y le pidió un vaso de naranjada. Viendo que no había remedio, el doctor se lo concedió.

MARTÍN OLMOS

¿Quién teme al lobo feroz?

In El cañí, Vampiros y licántropos on 27 de agosto de 2012 at 14:01

Hace 200 años nació en una aldea de Orense Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo de Allariz, que fue el primer asesino en serie documentado de la historia de España

“Manuel Blanco Romasanta, el hombre lobo de Rebordechao en las montañas de Allariz era pariente de don Socorro, decía a las mozas que las llevaba a servir a Castilla en buenas casas y después las mataba a mordiscos”.
CAMILO JOSE CELA. “Madera de boj”.

El lobo necesita el bosque y necesita que las caperucitas lo crucen, confiadas, con la cesta de la merienda al brazo, cubierta con un paño de cuadritos rojos, camino de la casa de la abuelita. A veces, las caperucitas, para espantarse el miedo, van cantando: “¿quién teme al lobo feroz?”. El lobo, el lobo que avisó Pedro y nadie le creyó, de tanto avisarlo.

El lobo Manuel Blanco Romasanta no necesitaba acechar las veredas, aguzando el olfato y enconando las orejas, tergiversándose con los helechos. Al lobo Manuel Blanco Romasanta las caperucitas le esperaban en la linde de la aldea para seguirle como a un Moisés y alcanzar la Tierra Prometida. La Tierra Prometida pasaba, inevitablemente, por el bosque. Las caperucitas gallegas del Valle de Allariz, entre Orense y Portugal, aspiraban a mejor vida y para eso tenían que dejar el aldeón y su orvallo y servir en Santander, que olía a salitre de mar y en donde había casas de postín y quintos de permiso con los que bailar, ruborizadas, los domingos por la tarde. Las mozas salían de Rebordechao, o de Montederramo, con la incertidumbre de la aventura y la esperanza en el futuro, y al hombro cargaban su ajuar humilde con la ropa buena, la medallita del santo, desgastada de tanto besarla, y las perrillas escasas que habían arañado de malvender lo que quisieron dejar detrás. Romasanta les había apalabrado la casa de un cura y les había dicho que, desde el paseo de la playa, se veían los palos de las fragatas que venían de Cuba. Pero las chicas nunca llegaban a Santander. Romasanta las atacaba por el camino, al amparo de la selva muda, en la Sierra de Moura o en la de San Mamed, o en Cargo do Boy, las estrangulaba y se las intentaba comer a dentelladas. Cuando regresaba al cabo de semanas les contaba a los vecinos lo bien que andaban las paisanas, criando vientre y trabajando en la gloria, echándose color en las mejillas por el aire de la mar. Si las cartas tardaban en llegar tampoco importaba porque, de todas formas, pocos había en aquella época con letras suficientes para descifrarlas (ni para escribirlas. Era común dictárselas a un culto, que naturalmente cobraba por ello, por lo que la correspondencia era un artículo de lujo). De Romasanta todos se fiaban porque era beato y buen comulgador, y algunos le tenían por medio marica porque había sido costurero y se daba maña tanto en los oficios del hombre como en los de la mujer. Lo que no sabían es que, en 1843, el Juzgado de Primera Instancia de Ponferrada le había condenado en rebeldía a diez años de prisión por el asesinato del alguacil de León, Vicente Fernández, que le quiso cobrar una deuda de 600 reales. Ni que en algunas aldeas de Portugal le decían “o home do unto”, porque andaba mercadeando con extraños sebos que Dios sabía de dónde los sacaba.

El séptimo hijo varón
Manuel Blanco Romasanta nació en Regueiro, en el municipio de Esgos, provincia de Orense, en 1810 (en 2006 quedaban cuatro habitantes en Regueiro, ninguno de los cuales quería saber nada de Romasanta). Aprendió a leer y a ayudar en misa, trabajó de cordeiro (fabricante de sogas) y de peneireiro (constructor de cribas o tamices), se casó con Francisca Gómez y enviudó pronto y sin descendencia, y a los 24 años se echó a los caminos y se hizo buhonero. Se ganó la vida a salto de mata, a medias entre la mercachiflería y el contrabando menudo. Cargaba al hombro su muestrario de quincallas y retales de paño, santiños, botones, franelas y cabos de vela, y conocía todos los caminos, los del Bierzo, los de Castilla y los que morían en Santander. Un poco alcahuete, un poco recadero y un poco feriante, se medio asentó en la aldea de Rebordechao, en donde gastó zalamerías hasta con el cura, que le tomó mucha confianza y consideración de buen cristiano, y le encomendaba frecuentemente mandados. Su furor asesino comenzó en 1846, cuando engatusó a Manuela Blanco para servir en una casona de Santander, que dijo tener hablada, y se puso en camino con ella y con la hija de ésta, Petra, de seis años, a las que mató en A Redondela, abajo de la Sierra de San Mamed. Posteriormente aseguró que las acometió a mordiscos convertido en un lobo feroz. Romasanta dijo ser alobado desde siempre, merced a una maldición familiar o por ser el séptimo hijo varón de una camada sin hembras, lo que, según las meigas, no es un principio tranquilizador, a no ser que te apadrine un hermano. Durante un tiempo formó manada con otros dos lobisomes valencianos en el monte del Couso, que se llamaban don Genaro y don Antonio, que le enseñaron a cazar al acecho y a desgarrar el pescuezo, a aullar a la luna y a rascarse las orejas con las patas de atrás. Romasanta asesinó a trece mujeres y niños en las selvas de la sierra orensana pero cometió el error de poner en venta los ajuares de sus víctimas, porque ser lobo no quita perder la ocasión, que acabaron por ser reconocidas por los paisanos y se levantó la sospecha. Algo oyó en los caminos y no volvió a Rebordechao sino que tomó el camino de Castilla, por no verse en el cepo.

Le cogieron en el pueblo de Nombela, al lado de Escalona, en Toledo, en donde andaba en la siega, en julio de 1852, al ser reconocido por dos jornaleros gallegos. Le devolvieron a su tierra cargado de cadenas y le juzgaron en La Coruña (el sumario de la causa, de casi dos mil folios, se conserva en el Archivo del Reino de Galicia, legajo 1788). Seis médicos le examinaron por “saber si Blanco es un invecil (sic) lelo, loco rematao, maníaco parcial, o criminal sereno. Pero, de entrada, los seis facultativos partían ya de que estos tipos resucitados de los cuentos de hadas, no merecen seria ocupación”. Concluyeron que estaba lo suficientemente cuerdo para ser ejecutado en el garrote, pero la reina Isabel II le conmutó la pena por la de cadena perpetua a petición de ciertos frenólogos que pretendieron estudiarle. Aún quedaban en el siglo XIX científicos humanistas que creían que la ferocidad del hombre era un accidente y no una inclinación natural. Romasanta fue el homini lupus, aunque solo sea para darle la razón a Hobbes, el lobo humano con su mala fama. El lobo lleva su impronta siniestra porque es el enemigo natural del cordero, que es la representación simbólica de Jesucristo, y partiendo de ahí, no puede pretender que le comprendan. Manuel Blanco Romasanta murió en prisión poco tiempo después, pero no se sabe ni cuándo ni dónde le enterraron, ni se sabe si el Diablo le recibió en su forma de lobo o de persona.

MARTÍN OLMOS

El asesino de las orejas grandes

In La tierna infancia on 27 de agosto de 2012 at 12:58

Con diez años torturaba gallinas, con once acuchilló a un caballo y con doce le pegó fuego a una bodega de la calle Corrientes

“Solo una proporción mínima de los delincuentes observados (9,1%) tenía las orejas de dimensiones normales, en el resto predominaban las de longitudes mayores”.
LOIUS VERVAECK. Antropólogo (1872-1943).

Cuando el criminólogo veronés Cesare Lombroso le midió el cráneo al notable canalla Berzinni, bebedor de sangre, asesino de mujeres y descuartizador, pensó que había resuelto el problema del origen del criminal al encontrarle semejanzas físicas con “los hombres primitivos y los animales inferiores”. Sobre aquella cabeza construyó su teoría de la regresión atávica, que viene a decir que la cara es el espejo del alma. El edicto de Valerio recomendaba que, en caso de duda entre dos sospechosos, se condenase al más feo, pero hoy, por fortuna para la mayoría de nosotros, al tío que es difícil de mirar se le concede la presunción de inocencia. “In dubio pro reo”, aunque sea como Picio.

Cayetano Santos Godino nació en Buenos Aires en 1896, y cuando sus padres le concibieron no debieron tener su mejor noche. Quiera Dios que por lo menos pasasen un rato entretenido, porque el niño salió hecho un pimpollo: canijo, cabezón y medio tonto, le crecieron unos brazos desmesurados con los que se podía subir los calcetines sin doblar la espina y un par de orejotas de murciélago que hicieron que los paisanos del Parque Patricios, en los antiguos mataderos, a unos metros de donde en aquella época terminaba la salvaje pampa, le llamasen “El Petiso Orejudo”. Le dicen en Argentina petiso al caballo de poca alzada, lo de orejudo no merece explicación. La Teoría de la Degeneración del alienista vienés Bénédict Morel, que estudió el cretinismo en el manicomio de Ruán, sostiene que el criminal acarrea estigmas heredados, así que se le puede conceder su porción de responsabilidad al padre del chaval, Fiore Godino, que era un calabrés borrachón que un día trabajaba y tres no y que había contraído la sífilis yendo a visitar a las golfantas del arrabal, con lo que contribuyó al desaguisado largando lastre de tercera. Walt Disney dijo, en cambio, que la belleza está en el interior (“La Bella y la Bestia”, aunque también sirve “Dumbo”, en este caso), pero el Petiso Orejudo, para llevar la contraria, crió una índole que iba de la mano de su traje y salió torcido, mentiroso, pirómano y sanguinario. Con diez años torturaba gallinas, con once acuchilló a un caballo y con doce le pegó fuego a una bodega de la calle Corrientes, la del tango de Gardel. Por la escuela no iba ni para hacer bulto, prefería andar la calle, en donde les afanaba el vino a los borrachos, buscaba grescas con el vecino y se escondía en la oscuridad de los buchinches para conocerse a sí mismo. Su padre le dio por perdido después de intentar ponerle derecho a estacazos, y entre los palos, los alivios y la bebienda empezó a sufrir crisis de migrañas insoportables que le dejaban en babia. Como no había un circo a mano para olvidarlo en la puerta de la barraca de la mujer barbuda, le encerraron durante tres años en la colonia de menores de Marcos Paz, a cincuenta kilómetros de Buenos Aires, en donde aprendió a leer frases sencillas y a escribir su nombre y cuando salió encontró tajo, pero le duró tres meses escasos y regresó a la vía, a lo suyo, a birlar al descuido, a rascarse y a depredar.

Apiolar infantes
Cayetano Santos Godino, el potroso orejón, era flojo para andar con los de una pieza, y medio imbécil para embaucar a alguien de más de un metro, así que se dio a satisfacer su naturaleza con los mocosos de parvulario. Matar a un niño que a duras penas sabe caminar solo, además de una vileza, tiene el mismo mérito que pescar en una jarra, pero el Petiso no daba para más. Ensayó dos fechorías que no fue capaz de completar: al niño Severino González Caló, de dos años, le intentó ahogar en el bebedero de yeguas de una bodega del Sagrado Corazón, pero el dueño del boliche le interrumpió y le corrió a palos, y una semana después, le quemó los párpados con un pitillo a un chiquillo de veinte meses en un yermo de la calle Colombres pero apretó a correr en cuanto apareció la madre. Pero como hasta los lerdos la consiguen, a base de insistirla, el 26 de enero de 1912 ahorcó a un chaval de trece años con un trozo de piola, que es una cuerda de cáñamo, que llevaba por cinturón, y escondió el cuerpo en la habitación vacía de una casa de renta. A la piola la dicen también piolín, y las usan los albañiles para amarrar las plomadas y los matarifes para colgar de las patas a las reses. Apiolar, por aquí, lo usamos como sinónimo de matar en general, no necesariamente por asfixia, sin embargo los lunfardos dicen apiolar por espabilarse y cogerlas al vuelo. El 7 de marzo quemó viva a la niña Reyna Bonita Vainikoff, de cinco años, que murió unos días después en el Hospital de Niños del Doctor Pedro de Elizalde, el asilo pediátrico más antiguo del continente americano y el 3 de diciembre se juntó a una cuadrilla de niños de tres años que jugaban en la calle Progreso. Los críos le aceptaron por la facha de gañán que gastaba, por lo poco amenazador de su aspecto de mono vestido que, además, les ofreció, rumboso, dos céntimos de chocolate. Cayetano Santos Godino consiguió separar del grupo a Gerardo Giordano y llevárselo a la Quinta Moreno, en donde le intentó ahogar con trece vueltas de su siniestro piolín pero, al no conseguirlo, se buscó un clavo de cuatro pulgadas que le hincó en la sien martilleándoselo con un zoquete de piedra. Al día siguiente se presentó en el velatorio con su desmadejo de monigote y sus ojos de duermevela, con sus orejas de lémur y los remos de macaco, con su conciencia intacta y una comedia de lágrimas de caimán que no convencieron ni a los más ilusos. Y menos que a nadie al subcomisario Peire, que andaba detrás de una descripción pintoresca que pintaba al sospechoso de enano, orejudo y bracilargo. Le echó el guante al salir del velorio y le encontró en el bolsillo la piola, colillas de pitillos y un recorte de prensa que blasonaba su crimen. Cuando le apretaron los grillos dijo que había ido al funeral porque tenía curiosidad por saber si al niño Gerardo le iban a dar tierra con el clavo puesto. El juez le dio por imbécil sin remedio y le concedió la perpetua en La Cárcel del Fin del Mundo, que era como llamaban al penal de Ushuaia, en la Tierra de Fuego, en la población más austral del mundo, tan lejos de su Buenos Aires querido. El resto de su vida la pasó a la sombra, esperando amaneceres que tardaban en llegar, sin cartas ni visitas y con la única vida social de la sodomía que le daban a la fuerza sus vecinos de barrote y las tundas de vara de los guardianes. En 1927, en un experimento criminológico sin precedentes, le practicaron una operación de cirugía estética para reducirle las orejas, que los médicos pensaban que eran el origen de su maldad, pero no obtuvieron resultado. Al que sale alimaña no lo endereza una jeta más presentable, ni al mono un traje de seda. En 1944 destripó a los dos gatos que oficiaban de mascotas del penal y los demás presos le mataron a palos. Así que casi murió matando. Matando lo que podía, el infeliz. Niños, gatos y pajaritos.

MARTÍN OLMOS

Alfred Packer, argonauta y antropófago

In Caníbales on 24 de agosto de 2012 at 22:16

Seis hombres subieron a la montaña de San Juan en busca de oro y aprendieron que cuando falta el pan, son buenas las tortas

“Solo la antropofagia nos une”
OSWALD DE ANDRADE. Escritor.

Según el saber popular, el cerdo agridulce del Palacio Shangai son las nalgas de Confucio, que se murió de añoranza de la Gran Muralla. Al chino se le sospecha por chino, porque nunca hemos acabado de entender sus analogías taoístas y porque, al comer con palillos, saca en el plato el filete en rompecabezas, en vez de poner en la mesa el gurriato de una pieza, como en Cándido. Dicta el derecho que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento,  pero te puedes zampar a un cristiano sin responsabilidad penal si te han metido gato por liebre. Te conviertes, entonces, sin beberlo pero comiéndolo, en el colaborador involuntario de la desaparición de un cadáver, pero si transitas con decencia, Dios mediante, no conservas mucho tiempo la evidencia encima. En los años veinte, Carl Grossman, asesino de mujeres y hostelero, concilió su devoción por destripar pimpollas con la optimización del margen comercial haciendo salchichas con los restos de sus víctimas, que después vendía en su carrito de  la estación de Silesia y ningún comensal se quejó. Comer es ponerse, como rascarse las pulgas, y el condumio se puede disfrazar en morcón, en morteruelo o en botillo, solo hace falta una trituradora y pimentón. La ignorancia es una de las razones del canibalismo, qué culpa tendrá uno si pide carne de res y se la dan de su primo. Las otras son la religión, la aberración y el hambre desesperada. Por religión los indios guaraníes del Amazonas se comían a sus enemigos para asumir su poder y por religión se come el católico el cuerpo de Cristo en forma de pan; por aberración se cena el lunático a su novia, como hizo el estudiante Issei Sagawa, que encontró el sabor de la holandesa Renée Hartevelt suave y sin olor, como el atún.

El hambre desesperada, la famélica, no tiene nada que ver con  las ganas de merendar y condujo a Charlot a comerse las suelas de sus zapatos. Decía Cela que la higiene es lujo de ricos que el hambriento no acaba de entender y contaba que hace algunos años, en los tiempos de la carpanta, se ordenó quemar los cadáveres de los cerdos con triquina para que no se los comiesen los gitanos. Cuando hay hambre no hay pan duro y los pobres de Peixinhos, en el estado de Pernambuco, se comían los restos humanos de los hospitales de Recife, que se amontonaban en un vertedero sin incinerar. En casos de gazuza rematada lo que se recomienda es comerse a un pariente, del que por lo menos se conoce la ceba y uno se queda más tranquilo. Durante el sitio de Leningrado, en la Segunda Guerra Mundial, el hambre se hizo tan insoportable que se organizó un mercado negro de cadáveres y los supervivientes del accidente aéreo de los Andes de 1972 se dieron a la antropofagia para conservar las fuerzas y ponerse a caminar a cuarenta grados bajo cero. Eran apenas muchachos, miembros de un equipo de rugby, y tuvieron el juicio de no mencionar los nombres de los que se comieron. Cada cual hizo la digestión a su manera y con el tiempo unos entendieron que aquello fue una comunión entre los vivos y los muertos, como la Última Cena, otros no le dieron  más vueltas que las necesarias y mantuvieron que fue comer o morir y todos se pusieron a dar conferencias. El dilema del canibalismo por necesidad pasa de ser gastronómico a judicial dependiendo de lo que se mueva la cena antes de hincarle el diente. Una cosa es ser carroñero y otra hacerle tajadas a un prójimo que aún respira.

La expedición de los novatos
Alfred Packer, el Caníbal de Colorado, fue antropófago y asesino, pero no recordaba en qué orden. Nació en el condado de Allegheny, en Pensilvania, en 1842, y nunca tuvo suerte en la vida. Abrazó la causa de la Unión cuando estalló la guerra civil y se alistó en un regimiento de infantería de Iowa para ser un héroe pero no llegó a entrar en combate porque le licenciaron cuando descubrieron que era epiléptico. Hasta entonces había pensado que a veces le visitaba el diablo con ganas de bailar. Ni siquiera usó su nombre con corrección porque una noche que estaba trompa se lo hizo tatuar en el brazo por un artista disléxico que alteró el orden de las letras y desde entonces le llamaron “Alferd”, para no contradecir a su piel. “Alferd” Packer vagó el país sin perspectivas, con su nombre cambiado y su mala sombra, y como todos los hombres desesperados,  persiguió el sueño del oro. Oyó hablar de un yacimiento en Breckenridge, en Colorado, en las montañas de San Juan, en donde las pepitas abundaban como las liendres en el cuero de un perro. Formó una asociación de conveniencia con otros cinco argonautas que fueron Shannon Bell, que tenía la mirada torva, Jim Humphrey, Frank Miller, que le decían el Rojo, George Noon, que le llamaban California, y el viejo Israel Swan. Compraron carne en tasajo, café y latas de melocotones, yesca, una criba y azadas raederas, mantas, pólvora, cabos de vela y tabaco de Virginia y partieron con seis pencos y una mula a principios del año 1874. Ninguno de aquellos hombres tenía experiencia montañera y los indios ute les desaconsejaron empezar el viaje en pleno invierno pero los soñadores no atendieron a prudencias y, dos meses después, solo uno de ellos regresó.

Alfred Packer bajó de la montaña en primavera, tan pobre como subió, barbudo como un profeta, descalzo y cubierto por el puro jirón, llevaba en el cinto un cuchillo de desollar y contó que sus compañeros habían muerto de inanición y, sin embargo, él no enseñaba los estigmas de la desnutrición. Una expedición de rescate encontró los cinco cuerpos despellejados y a medio comer, cuatro de ellos muertos a hachazos y el otro de un tiro en la pelvis. Packer confesó que se perdieron en medio de una tormenta y la mula con el pertrecho se les escapó. Al principio sobrevivieron comiéndose el forraje de los caballos y después se zamparon a los caballos mismos. Intentaron comerse las sillas de montar pero el cuero mojado era imposible de masticar. Primero murió el viejo Israel Swan, según Packer de hambre, y se lo comieron también. Después les tocó el turno a Jim Humphrey, a Frank Miller el Rojo y a California George Noon y de tanto comulgar Shannon Bell se volvió loco y atacó a Packer con un hacha, que en defensa propia le tumbó de un tiro en el estómago. Su historia de supervivencia, narrada vigorosamente, no conmovió al juez y le condenó a morir en la horca por haberse merendado a cinco demócratas. Más tarde le conmutaron la sentencia por cuarenta años de prisión, de los que cumplió apenas la mitad, y se convirtió en una celebridad local que ganó 1.500 dólares vendiendo bridas trenzadas con su pelo. Recuperó la libertad en 1891 y se fue a vivir a Denver, Colorado, en donde encontró trabajo de conserje en la oficina de correos, se hizo vegetariano y murió en la paz de Dios en 1907. En sus últimos años era tan famoso como el indio Gerónimo y como los niños le seguían por la calle le llamaron el Flautista de Hamelin. En 1971, en la cafetería de la universidad de Boulder, en Colorado, servían un almuerzo tan indecente que los estudiantes rebautizaron el comedero y lo llamaron La Parrilla de Alfred Packer, que se hizo muy popular con el eslogan “Traiga a un amigo a cenar”.

MARTÍN OLMOS

Calamidad

In El Far West on 17 de agosto de 2012 at 20:18

Según se mire, Jane Canary fue un precedente del feminismo, una golfa embustera o un marimacho

“En la historia de Calamity Jane puede afirmarse o negarse cualquier cosa”
FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA. Escritor.

Dicen que la suerte de la fea, la guapa la desea, pero a las feas se las tiende a saludar desde el otro extremo de la calle, por si les pincha el bigote, y terminan por hacer poca vida social. Martha Jane Canary era fea como un susto detrás de una esquina y, sin embargo, ejerció el puterío con solvencia cuando se vio en la necesidad: se conoce que tenía la grupa ecuestre. Los mineros zafios la galopaban por económica y porque las bellas, a la larga, sosean, cuestan más y después de la equitación bostezan con displicencia y miran al techo, mientras que las feas, como ponen de su parte, levantan el epílogo contando chistes verdes. Cuando no serviciaba de puta, Martha Jane empinaba el codo con dedicación, escupía tabaco negro por ambos lados de la boca (en ocasiones a la vez), blasfemaba su buen cuarto de hora sin repetirse y se liaba a puñetazos con los gañanes y los tumbaba a rodillazos en el prostático. Martha Jane Canary no usaba polisón para que le abultase el asiento, que lo tenía plano y raspudo, llevaba la cara sucia, pulgas en los refajos y era un tío de una pieza que jamás se pintó las uñas de los pies. Montaba a horcajadas, expelía vientos jolgoriosos y de su boca nunca salió una verdad. El tiempo que esculpe las rocas le fue pintando un carácter que ella asumió con complacencia y lo exageró, para no decepcionar al auditorio, inventándose novios pistoleros y duelos a muerte, y acabó siendo una especie de Clara Campoamor de pasto, eructo y pedo zullón.

Martha Jane Canary nació el primero de mayo de 1851 en Princeton, Misuri, y acaso intuyó un padre, pero jamás le conoció. Su madre, que se llamaba Charlotte, trabajó en la horizontal y un día le dijo: Jane, no confíes en varón y mucho menos si aparenta virtud y no incumple alguno de los mandamientos de Dios, no te dejes enredar por unos ojazos negros ni por un bigote militar, estas certezas que te digo las he adquirido en el oficio y me han sido refrendadas por el espectáculo patético de hembras viejas, de encías yermas y pechos vacíos, que he visto en la vía, abandonadas a su suerte perra y a su incierto albur después de romperse el alma afanándose para un gandul. Te dejo, Martha Jane, este imponderable, que es seguro como un artículo del credo, por no poder dejarte un juego de servilletas de hilo. Una vez le dijo esto murió y la dejó huérfana a la edad de quince años. Martha Jane, apenas niña, se vio en la obligación de sostener a sus hermanos y trabajó ordeñando vacas descuidando su educación y no aprendió a tocar el piano. Fue creciendo pellejuda y parda de piel y la naturaleza le concedió pocas gracias y, sin embargo, alzó jirafuda y de lejos parecía esbelta. De cerca precavía. Aprendió a leer con esfuerzo y a sumar con los dedos y probó los oficios de lavandera, arreadora de mulas, bailarina de bodegón y ramera, continuando la estela de mamá. Deleitaba con las botas puestas, era mullida y comprensiva. Dejó pronto la falda en favor del zahón vaquero y se inclinó por las labores de los machos, se fue a Cheyenne, en Wyoming, y encontró plaza en las obras del ferrocarril, manejando el mazo y ganándose el derecho de acodarse en la taberna. A los veinticinco años ya era una alcohólica irredenta. Puede que asaltase alguna diligencia, se apartó del jabón, disparaba con tino y enterró a dos maridos. Meaba de pie. Le empezaron a llamar Calamidad.

La viuda del pistolero
Como le apetecían más los gaznates sedientos de la soldadesca polvorienta que comadrear en la costura, en 1870 se alistó de exploradora a las órdenes del general George Crook, notorio exterminador de indios, en los territorios sin prejuicios y, a partir de entonces, vivió en pantalones. Vistió la piel sin curtir y el fleco y comió serpientes de cascabel, durmió, con un ojo abierto,  al arrullo amenazante de la pena del coyote, se quitó el frío a lingotazos, el miedo a juramentos y rompió una cincha a pedos. Sus hazañas demostradas fueron salvar al capitán Egan de ser tonsurado por el sioux en Goose Creek, cruzar el río Platte a nado y abrir la ruta Newton-Jenney en las Colinas Negras. El resto de sus bravuras se las inventó cuando intuyó que iba criando leyenda de amazona. Con el gollete en regadío y por diez céntimos la sesión, contó mentiras en el espectáculo de Pawnee Bill y en el circo de Búfalo Bill. Contaba sin rubor que sirvió a las órdenes del general Custer y que estranguló con sus manos a un oso pardo. Comparecía en el proscenio con un cuchillo entre los dientes y dos colts cruzándole el vientre, era procaz y bárbara, era, como la vida, puro teatro.

En 1876 se asoció con Colorado Charlie Utter y puso un negocio de postas en Deadwood, en Dakota del Sur, en donde plantaron comunidad los buscadores de fortuna, los tramposos, las golfas y los traficantes de opio. Martha Jane trabajó yaciendo en el burdel de madame DuFran y ofició de samaritana durante la epidemia de viruela con singular desprendimiento.  En Deadwood conoció al Salvaje Bill Hickok, el más notable pistolero de la frontera, que conservaba la épica estampa y los revólveres cruzados en el fajín pero no la vista, que le traicionaba al atardecer y le exponía cegato ante los valentones. Hickok y Jane iniciaron amistad que, probablemente, fue de hombre a hombre y que les duró hasta que el cheposo Jack McCall asesinó al pistolero de un tiro por la espalda en un changarro de timbas por una discrepancia ligera. Más tarde, Martha Jane aseguró que persiguió al asesino con un hacha de mano, pero nadie recordó haberla visto en el trance. Con el tiempo, a Calamidad le convino convertir la amistad en romance y aseguró haberse casado con Hickok poco antes de su muerte y haber alumbrado una hija suya, de nombre Jean, a la que dio en adopción. Dijo que el casorio se celebró en Benson´s Landing, en Montana, oficiado por dos reverendos abstemios y refrendado por tres testigos que mantuvieron la verticalidad suficiente para firmar sobre una Biblia con caligrafía legible.

Martha Jane Canary, Calamidad, volvió al tinglado de la farándula y añadió su viudedad a su sarta de patrañas. En 1884 se casó por tercera vez con un tejano de El Paso que se llamaba Clint Burke, pero el matrimonio duró poco por la controversia que se desataba en el doméstico sobre quién llevaba los pantalones. Se le acabaron las candilejas cuando empezó a salir al escenario borracha perdida y se pasó sus últimos años recogida en uno de los burdeles de Madame DuFran, su antigua alcahueta de Deadwood, que en realidad se llamaba Dorothea Bolshaw, era de Liverpool y tenía un loro que se llamaba Fred. Jane ya no estaba para la hípica y se ganó el plato lavando las sábanas de las posguerras. Se puso enferma de pulmonía y se enganchó su última trompa en un tren camino de Terry, en el sur de Dakota, y murió sin épica a la mañana siguiente, el uno de agosto de 1903, preguntándose si tenía fiebre o resaca. La enterraron en el cementerio de Mount Moriah, en Deadwood, al lado del Salvaje Bill.

MARTÍN OLMOS

Los mártires de Cristo

In La cruz y la media luna on 17 de agosto de 2012 at 19:57

La profesión de la fe exigía una muerte más bien barroca que los santos asumían con impavidez

“Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”
FEDERICO GARCÍA LORCA

El escritor japonés Yukio Mishima ejecutó su primer solo de zambomba cuando contempló una lámina que reproducía el martirio de San Sebastián de Guido Reni. En la pintura aparece el santo maniatado a un tocón, lampiño de pecho y entre muscular y mullido, herido de dos flechazos en el costado derecho y debajo del sobaco esquilado, guardando el aire para disimular la cuba e insinuando la pudibundez, como Raquel Meller insinuaba la pulga, que apenas tapa con una gasa desmayada debajo de la que no se sabe si hay sombra o selva. Para andar padeciendo tortura su semblante, en cambio, es sereno y entreabre los labios profanos, mira al cielo con solaz y parece que aquello no le acaba de disgustar. Los mártires de Cristo cogen la del pulpo con morosa delectación, no se sabe si porque les aguarda el paraíso o porque les va la marcha. Además de Reni, a San Sebastián le ha pintado Tiziano, El Greco, van Dyck, Rafael Sanzio y Rubens, T.S. Eliot le escribió una canción de amor (“Me azotaría hasta hacerme sangrar,/ y después de horas y horas de plegarias/ y tortura y deleite…”) y con el tiempo se ha convertido en el santo patrón de la gayería, que también tiene derecho, sin el consentimiento de Roma. A pesar de la iconografía blandengue, San Sebastián era un tío de un par y sobrevivió a los flechazos, lo que pasa es que luego fue a por más y le acabaron matando a palos. Era francés de Narbona, de linaje noble y soldado de Roma, que llegó a ser capitán de la guardia pretoriana. Cuando el emperador Maximiano, que tenía ancestros en la barbarie goda y era un gigante de más de dos metros, descubrió que era seguidor de Jesucristo, le dio a elegir entre la milicia o la cruz y como San Sebastián optó por la segunda, le asaetaron amarrándole en cueros a un tronco de abedul, le dieron por muerto y lo abandonaron a las hienas. Sobrevivió, sin embargo, y fue recogido por Irene, la esposa de San Cástulo (que también sufrió martirio y fue enterrado vivo por el emperador Diocleciano), que le devolvió las condiciones que le duraron poco, porque en vez de coger las de Villadiego, se quedó en Roma para que le mataran a latigazos y echaran su cuerpo a una cloaca.

Elegir ser mártir de Cristo asegura una butaca de palco a la derecha de Dios, pero exige un peaje doloroso de tortura y una ejecución modernista que puede adornar, sin desmerecer, las páginas en color de una revista holandesa. Las muertes de los santos son lentas, como las películas suecas, y conforman una iconografía sadomasoquista de atrocidades que le hacen preguntarse a uno, que es más bien cagón, si merece la pena la eternidad. Queda el consuelo, no obstante, de que solo resucita el alma, porque el cuerpo no llega en condiciones.

Parrillas y cal viva
A Santa Eulalia de Mérida, que tenía doce años, el pretor Calpurniano la expuso en cueros delante del villanaje, al que siempre le viene bien un espectáculo, pero Dios la cubrió de niebla y escondió su desnudez. Como no se murió de la vergüenza le dieron tormento y la azotaron con un látigo con plomadas, le  arañaron la piel con un garfio hasta dejarle el hueso a la vista y le vertieron sobre los pechos una medida de aceite hirviendo. Después la regaron de cal viva, le cortaron con puntas de teja, la asaron en un horno, le arrancaron las uñas de las manos y de los pies y la clavaron a una cruz, que arrojaron a la plaza desde un campanario para que se descoyuntase y cuando murió de su boca salió una paloma. A San Zoilo de Córdoba le sacaron los riñones buscándoselos desde la espalda y le cortaron la cabeza, a Santa Engracia la arrastraron sobre una calle empedrada, le cortaron los dos pechos y con un clavo de puerta hincado en la frente la metieron en un corral lleno de pulgas y a Santa Aquilina le metieron en el oído un listón de hierro candente. A San Genaro de Nápoles, que era obispo de Benevento, le asaron en un horno pero salió de una pieza y como los leones del Coliseo no se lo quisieron comer le degollaron y a la mañana siguiente se le apareció a un pastor para regalarle un paño ensangrentado. A San Policarpo de Esmirna le quemaron en la hoguera, a San Quirino le tiraron al Danubio con una piedra atada al cuello y a San Lorenzo, que fue diácono de Roma y guardián del Santo Grial, le asaron a la parrilla como a un cuino en el Mesón Cándido, cuidando de buscarle el punto. Cuando ya iba pareciendo somarro le dijeron para apostatar y salir crudo pero San Lorenzo les contestó: “Assum est, inqüit, versa et manduca”, que más o menos quiere decir que ya tenía el lomo tostado, que le diesen la vuelta y se lo almorzasen. Una, dos y tres, a los niños Justo y Pastor se los comieron los judíos con hojitas de cilantro, decía una canción que se recitaba para saltar la comba.

Aunque son la infantería de Dios, a los mártires no les dan un pitillo y paredón sino que los matan cadenciosamente o por lo culinario, con adorno de verónicas, como hacen en el  narco de Sinaola y en la macumba del vudú. Para ser mártir hay que nacer y tener correa o una insensibilidad congénita al dolor, lo que no deja de ser una anormalidad del sistema nervioso. O hay que tener fe, que dicen que mueve montañas.

Cuando Yukio Mishima aprendió a tocar la zambomba era pequeñito y frágil, pero con el tiempo se construyó un cuerpo de Maciste y se sacó fotos posando como un San Sebastián de gimnasio de motoristas, sudoriento y enseñando los sobacazos peludos. Mishima fue un hombre de psicología complicada y fetichismos primarios y a los doce años se sintió atraído sexualmente por el vello axilar de un compañero de colegio que era mayor que él y ya estaba sembrado. Fisiológicamente era más bien atávico y consideraba el olor a sudor de los soldados como una brisa marina. Y como los mártires, sintió el placer de morir y en 1970 se vistió de Geyperman,  secuestró al general Kanetoshi Mashita, comandante en jefe del Ejército del Este, largó un discurso a la tropa, que le abucheó, y se abrió en canal solemnizando el ancestral rito del seppuku de los samurais.

MARTÍN OLMOS

El asesino calavera

In El cañí on 16 de agosto de 2012 at 14:12

José María Jarabo Pérez Morris era un señorito calavera que nunca sintió la menor curiosidad por madrugar

“Conocí a Jarabo en la bolera Boulevard y aún me pone nervioso que pueda aparecer algún día una foto en la que salgamos juntos”.
PAUL NASCHY. Actor y director.

El folclore de París presumía de Landrú y el de Londres de Destripador, que recortaba de maravilla en la niebla, pero Madrid, de memoria frágil, había olvidado a Luis Candelas y nadie le rezaba un padrenuestro cuando pasaba por la Puerta de Toledo, donde le ajusticiaron en 1837. Como mucho, algún mesón para forasteros llevaba su nombre y ofrecía unos jarrillos de barro en los que ponía “robado en la cueva de Luis Candelas” que acababan, junto al toro de cartón y la flamenca, en el cajón de las cosas que nadie sabe dónde poner. Sin embargo, en el andurrial cañí de los chulos de gorra y de las manolas que andaban gritando el nardo, había casi más choros que mendas por lo legal. Estaban las mecheras, que descuidaban el género en las narices de la dependienta, que se había distraído con un quinto de la infantería, que era maño, y estaba el trilero de la sota y los dos ases, ¿dónde está la puta?, y estaban los guindas del autobús, los palquistas (chorizos por escalo), los percadores (chorizos de ganzúa) y el que paseaba la mojosa cuando se le calentaba el Valdepeñas y rendía la tarde con una tragedia. Estaba el pollo aquel que le vendió a un cateto una línea del tranvía y los calorros que mercaban el birle en el Rastro de Cascorro y gritaban el agua cuando asomaba la pestañí. Estaban los artistas del tocomocho y estaba Baroja paseando por el Retiro con el virtuoso detrás, mirando de bailarle el estuche porque le junó, por la boina, pinta de julai flete de aligerar. La villanada de los madriles era de castizal, de chato áspero y porras para desayunar, y no se podía exportar, como los gángsters de Chicago, hasta que llegó el asesino Jarabo, que sabía hablar inglés.

José María Jarabo Pérez Morris era un señorito calavera que nunca sintió la menor curiosidad por madrugar y prefirió enfilar la calle torcida. En su infancia no hubo un padre con la mano larga ni una madre en la esquina, charlando con los marineros, no hubo gazuza ni frío, ni un pariente que estranguló a una monja, sino todo lo contrario: su familia manejaba una fortuna en Puerto Rico y su abuelo Félix había sido magistrado del Supremo. Lo que pasó es que Jarabo salió flojo para el tajo y garufa para la noche. Acabó a duras penas el bachillerato de pago en el Colegio del Pilar, donde estudiaban los hijos de los embajadores, pero sus libros solían dormir en el Monte de Piedad mientras él cerraba los tablaos andando a las lumias. Su madre pensó que le vendría bien un barniz de mundo y le envió a estudiar derecho a los Estados Unidos, donde Jarabo ensayó un matrimonio fugaz y en lugar de la ley aprendió el hampa de los gringos hasta que le detuvieron por proxenetismo y acabó a pensión completa en el penal de Springfield, en Missouri. Durante un permiso cogió las de Villadiego y volvió a Madrid, en donde se puso a administrar inmuebles de la familia que no tardó en hipotecar para pagar las trampas del burle de las timbas de trastienda y los cañones de gambas y gin-fizz del Chicote y del Morocco. Y es que Jarabo era el rey de la noche, era un tarzán que sabía judo y bailar el chachachá, que lucía trajes a medida y endilgaba el verbo facilón de los farsantes, que spikinglis very güel, que presumía de bien macho y de esta ronda la paga un servidor y que si había que pasear la mano para plancharle a uno la jeta pues se sacaba y al reparto. En menos de diez años se fundió quince millones de pesetas en jolgorios, propinas y flamenco, en cocaína, en el naipe y en los caprichos de las hembras, hasta que en 1958 se vio sin un real, con los trajes chulos en el empeño y nadie al que pegar un sablazo. Mientras mamá estaba en Puerto Rico pensando que su hijo era un señor, Jarabo, que tenía 35 años, malvivía a caballo entre dos pensiones de mala muerte en las que tenía que dar el esquinazo al casero, estaba nervioso y tenía una pistola. Y entre manos un asunto delicado, un asunto que requería labia y parné y no una pistola y poca paciencia: su antigua amante inglesa Beryl Martin Jones, con la que había mantenido un romance de sábanas de seda del Ritz, estaba en un apuro porque su marido le reclamaba una sortija que ella le había confiado a Jarabo. Éste no había tardado en pignorarla en la casa de compraventa Jusfer, en el 19 de la calle Sainz de Baranda, y ahora no tenía las 4.000 pesetas que le pedían por recuperarla. Félix López Robledo y Emilio Fernández, los socios de la casa de empeños, calculaban sacar 200.000 pesetas por ella y no estaban dispuestos a dejarla escapar por las garantías de pago de un zángano, así que Jarabo cargó su Browning del 7´65 y cogió la calle del medio.

Emilio Fernández vivía en el cuarto piso del 57 de la calle Lope de Rueda. El 19 de julio de 1958, después de la fiesta del Alzamiento, Jarabo llamó al timbre con la uña del pulgar, evitando usar las yemas de los dedos. A él, que se las había visto con el F.B.I., no le iban a trincar los bofias de la BIC (Brigada de Investigación Criminal), hechos al chorizo de los madriles, que se iba a por la de Albacete cuando se soltaba la gresca y acuchillaba al bulto, dejando un riego de sangre hasta su madriguera, como las migas de Pulgarcito. Le abrió la asistenta, Paulina Ramos, de 26 años, que le dijo que el señor estaba a punto de llegar. Jarabo la apuñaló en el corazón con un cuchillo de cocina y esperó al prestamista. Cuando llegó le pegó un tiro en la nuca y le dejó muerto en el lavabo. La mujer de Emilio Fernández se llamaba Amparo y estaba embarazada de tres meses. Cuando entró en su casa se encontró el cuadro y corrió a encerrarse en su dormitorio pero Jarabo la inmovilizó con un edredón y le disparó en la cabeza. Pasó toda la noche con los tres cadáveres, dispuso la casa para que pareciese que se había celebrado una fiesta que se torció en trifulca y se sopló una botella de chinchón. Salió con el alba, desayunó churros y se fue al cine. El lunes madrugó y se escabulló en Jusfer, entrando con la llave que había cogido de la chaqueta de Emilio Fernández y cuando Félix López Robledo llegó para abrir el negocio Jarabo le bajó la chaqueta hasta los codos inmovilizándole los brazos y le descerrajó un tiro en la nuca. Cubrió la sangre con serrín y registró el local, pero no encontró la sortija y, para no irse de balde, afanó género para ir tirando. Le cogieron por presumir. En vez de las migas de Pulgarcito le dejó al inspector Viqueira un traje empañado de sangre, pero es que era un buen traje, cortado a la medida y que le iba como un guante. Lo dejó en la tintorería Julcán, en la calle Orense, explicando que había tenido una pelea con unos yanquis de la base de Torrejón, pero los hermanos García Aguilera pensaron que era demasiada mancha para una camorra de mesón. A Jarabo le calzaron las pulseras cuando fue a recogerlo con una golfa en cada brazo. Le juzgaron en la Audiencia Provincial de Madrid, en enero del 59. El proceso congregó más público que una corrida de Las Ventas. Había de todo: cuatro muertos, un golferas de buena cuna y una misteriosa dama inglesa que perdía sortijas. Asumió su defensa Antonio Ferrer Sama, que por primera vez en España esgrimió como atenuante la consideración de que el acusado era un psicópata y, por lo tanto, no era responsable de sus actos. Arbitraron cinco médicos, dos resolvieron que sí pero los otros tres determinaron su cordura y le mandaron al garrote. Fue el último ajusticiado por la jurisdicción ordinaria de la historia de España. Apoyado en el palo dejó de ser chuleta: Jarabo tenía el cuello de un toro y le tocó en suerte un verdugo enclenque que tardó veinte minutos en rompérselo.

MARTÍN OLMOS

La mirada oblicua

In Bandidos on 8 de agosto de 2012 at 20:43

El Bizco del Borge miraba torcido, pero disparaba derecho

“Al Bizco del Borge se le atribuía por obra de su defecto ocular prodigiosa puntería”
LORENZO SILVA. Escritor.

A Luis Muñoz García le decían por bizcuerno el Guiñao, y como no tenía que cerrar un ojo para apuntar, disparaba con la puntería de Satanás. Una vez que se la discutieron, puso en la mesa lo de una talega de duros y se los empeñó a que le acertaba a la veleta del campanario desde el extremo más lejano del pueblo. La apuesta juntó al gañanaje, que se llevó el botijo, y el Guiñao cebó la chimenea de su fusil de mecha, se chupó el dedo de señalar para ver de dónde le soplaba la brisa, puso los dos ojos zainos en convergencia y le metió una bola de cobre en el centro de la barriga a la veleta de gallo, que desde entonces ignoró el viento. Después recogió la ganancia, convidó los chatos y le rompió la cara a uno  que insinuó que el tiro le salió suertudo. Es que Luis Muñoz García, además de bizco y artillero, salió camorrista de pesebre, igual de valiente para la pelea que maula para trabajar,  hombrón de buena talla, que como le quedaba lejos el suelo no le tuvo afición a agacharse para recoger la uva, borrachuzo, faldero, asmático y medio teniente del oído derecho.

Nació en la aldea de El Borge, en donde se arruga la uva para hacer el moscatel, en el oriente de Málaga, en la falda del cerro Egido, el día de San Antolín de 1837. Desde chico le cogió escrúpulo al trabajo honrado y propendió a la taberna y al negocio del contrabando, a las hembras complacientes y a los duros sin sudar. Como era bisojo miraba a las mujeres de dos en dos y le puso la vista encima a la que no debía, que era la novia de un apacentador de bueyes al que decían el Chirrina y era peleador de navaja. El Bizco y el Chirrina se vieron inevitablemente y en un secarral dirimieron con las carracas y ganó el Guiñao, que le abrió un tajo al contrario a la altura del gollete por el que echó la vida. Hasta entonces la Guardia Civil había molestado al Bizco lo justo, por ser nada más que matutero de pueblo y buscador de jaleos, pero al adquirir deuda de sangre le tasaron la cabeza y le fueron detrás. Se echó a la sierra y formó partida bandolera con Manuel Melgares, que le decían el Estudiante porque sabía leer el latín y estaba en el monte porque siempre palmaba en el naipe, y con Francisco Antonio Palma, que le decían el Frasco y era lombardo de pellejo y caballista de renombre. Dejaron el contrabando pequeño y se hicieron bandidos y secuestradores que extorsionaron a los ganaderos de la comarca, el Estudiante era el urdidor y el escribiente de la amenaza, el Frasco el jinete y el Bizco el matón. Se les juntaron después Antonio Duplas el Francés, que era hijo de un desertor de Napoleón, Manuel Vertedor, Pepe el Portugués y un gitano con el morro de liebre que le decían el Mellao. La banda no gastó en misericordia y se dio a quemar los cortijos y el Bizco era el brutal: una vez que paró en Iznájar, en Córdoba, mató a dos guardias civiles disparándoles desde una loma solo por ensayar la puntería. Los pudo dejar pasar, como el agua que no has de beber, y sin embargo los tumbó a tiros por fardar de tino.

Retirarse de hostelero
El Bizco era feo porque con el mismo golpe de vista miraba dos puntos cardinales pero como era recio las hembras le ponían interés. Se casó con Josefa Fernández Marín y puso casa en El Borge, en el tres de la calle del Cristo, en donde paraba poco para que no le prendiesen, y atendía a una querida a la que preñó y después ignoró a la criatura. El hermano de la muchacha le fue a pedir la explicación, le dijo que si era hombrón para sembrar tenía que serlo igualmente para recoger y el Bizco le replicó con el puñal y le dejó los sebos fuera de dos traperas en el corazón. No le rindieron los hombres pero le fue arrugando el tiempo y los años le pusieron medio cegato, el asma se le exacerbó y le fatigaba cabalgar, el Estudiante dejó la sierra y el Frasco Antonio le riñó y quiso formar su propia banda. Se asoció entonces con un charlatán que se llamaba Juan Corrales que le convenció para invertir en una tasca en Madrid que le sirviese de retiro pero para la empresa necesitaba posibles y pensó en agenciárselos en el Cortijo Grande de Lucena, en Córdoba, una finca propiedad del Conde de Medinacelli que la trabajaba en renta el indiano Cándido López. Mediando mayo de 1889 el Bizco del Borge tomó el cortijo y guardó de rehenes a la mujer y a los hijos del rentero y mandó al dueño a Loja, a vender un carro de pellejas de aceite que le reportasen los quince mil duros del negocio. Por el camino, Cándido López dio el aviso a los guardias, que mandaron dotación de dieciocho números del cuartel de Valdemoro para prender al bandido. Llevaron los hombres los gatillos al pelo de sus fusiles de reglamento y las ganas de revancha de la matanza de Iznájar. Doña María, la mujer del cortijero, accedió al cortejo canalla del Guiñao para eludir la navaja del cuello de sus hijos, hizo de sus tripas corazón pero aprovechó un descuido y le envenenó un tazón de chocolate que dejó al bandido en el retortijón. El Bizco olió la ley y escapó a campo abierto, doblado de vientre y resoplón del asma, paró a recoger fuelle en un olivar que le decían El Cristo Marroquí y cebó el fusil porque no pensaba entregarse.

Murió el Bizco del Borge de dos tiros en el corazón, oliendo la aceituna y soñando con un bar en Madrid, le dio el alto el guardia Manuel Luciano y contestó dos disparos que marró. Su vista torcida ya no era de lince. Le acertaron los civiles José Sánchez y Cristino Franco y le dejaron seco, tumbado en el olivar, con sus ojos estrabones junando en asimetría y sus cuentas con el diablo sin abonar. Le envolvieron en una manta y lo cargaron en un carretón. Lo enseñaron en Lucena y al tercer día apestó como el odre, las moscas le cumplieron el velatorio. Quieto no pareció tan fiero. El juez instructor mandó que lo vistieran con un terno gris y como no tenía encima la filiación ordenó que le retratasen. Le fueron a sentar pero el Bizco estaba tieso de mojama por el rigor mortis y hubo que romperle las piernas con un martillo a la altura de las rodillas. Le desmadejaron a porrazos, para que entrase en plano, y le sacaron una foto en la que salió retador, norteando la barbilla con chulería pero boquiabierto del pasmo que otorga la muerte cuando no se la espera.

MARTÍN OLMOS

Las reglas de la chusma

In Ejecuciones y linchamientos on 8 de agosto de 2012 at 20:18

Una muchedumbre que no había estudiado derecho aplicó la ley de Lynch en la ciudad de San José

“-¿Quién mató al comendador?
-Fuenteovejuna, señor.”
LOPE DE VEGA

Un hombre solo tiene pensamientos abstractos y se pregunta qué esconde la cara oculta de la luna. Un hombre solo se lo piensa dos veces y se inventa la filosofía. Muchos hombres juntos sudan en compañía y apestan que no hay quien pare y son comunidad si sale cara, o turba si sale cruz. Si son lo primero levantan las torres y si son lo segundo las tumban y rompen los brazos de las estatuas. La turba es caterva y es manada, es marabunta y es pelotón, y no tiene cara y campa de garulla, que es jactarse de valentón y echar el juramento. La turba es legión y es el enjambre que sale de romería y pobre de aquel que se la cruce y que no sea de la cofradía. Los mejores amigos de la turba son el vino malo y el coraje de segunda clase, que no tiene asomo de épica y consiste en abrirse la camisa para sacar el pecho de lobo y acuchillar al bulto. La turba tiene la ilusión de democracia y de Fuenteovejuna pero es plaga de langosta y deja yerma la cosecha. Su mecanismo funciona por el sistema de que cada individuo que la conforma cede la responsabilidad al que tiene al lado, que a su vez pasa el recado al siguiente y al final nadie tiene la culpa de haber roto la vajilla. Para integrar una turba te tiene que gustar el olor a corral y tirar la piedra y esconder la mano y te tiene que gustar abrevar con los ñues. La turba que sale a linchar no tiene perdón y si alguna vez tuvo razón la pierde. Cuando cae inexorable sobre un asesino execrable tiene la virtud de dignificarle porque en vez de justicia le da martirio y al final lo que palma es el concepto que tiene de sí misma la humanidad. La turba mata como en una kermés de salchichas y cerveza fría, cantando himnos de romería, y se ríe loca, como una ramera lunática, cuando cuelga a un negro de la rama de un álamo, cuando rompe las patas de los leones de la Cibeles y cuando pisa un jardín con flores.

El asedio de los diez mil
El 26 de noviembre de 1933 una turba civil ejecutó su concepto de la justicia en un par de árboles del parque de Saint James, en San José, en el condado de Santa Clara, a una hora en autobús de San Francisco. Diez mil ciudadanos temerosos de Dios sacaron a dos hombres de la cárcel del condado y les colgaron por el cuello. Llevaron a sus hijos a verlo y los auparon sobre sus hombros para que no se perdiesen un ripio. Aquellos dos hombres no eran un par de ejemplos para la sociedad pero no eran mucho más indecentes que la chusma que eligió poner en marcha el tiovivo de Lynch. Los autobuses de San Francisco variaron sus trayectos para darse un garbeo por el circo y los conductores anunciaron por megafonía: suban y vengan con nosotros a San José, a las diez habrá un linchamiento. Se montaron señoras con sombrero y bocadillos como si fueran a una merienda en la casa del vicario. Thomas Harold Thurmond y John “Jack” Holmes eran dos mangantes de cuarta que quisieron dar un golpe de primera. El 9 de noviembre de 1933 secuestraron a Brooke Hart, de veintidós años, y le pidieron a su padre, un próspero comerciante de San José, un rescate de 40.000 dólares. Un secuestro exige una infraestructura que Thurmond y Holmes no tuvieron la precaución de organizar y una hora más tarde mataron al muchacho por no tener sitio donde guardarle. Ninguno de los dos había pasado de mangar en gasolineras, improvisaron sobre la marcha y en un par de días ya estaban en el trullo, confesos y preguntándose qué es lo que había salido mal. Los hermanos Marx hubiesen preparado un plan con más vías de escape. El 25 de noviembre dos cazadores de patos encontraron el cuerpo de Hart pudriéndose en la bahía, los peces le habían comido los ojos. Un año antes, América lloró el asesinato del hijo del aviador Lindbergh en otro secuestro que se torció. Las radios locales cocinaron el caldo espeso de la indignación y llamaron a la venganza, el popular se exacerbó y sacó pecho, preparó el aquelarre de hogueras y violencia, se formaron grupos de bravos con estacas y la justicia se hizo verbena. En las tascas se acabó la cerveza. La parroquia sitió la cárcel del condado, la formaban hombres, mujeres y niños que no se quisieron perder el festejo. Era domingo y no había cole. El sheriff William Emig y treinta y cinco agentes defendieron el cantón hasta donde pudieron, colocados en la disyuntiva de disparar contra los que ayer les invitaron a café. Usaron gases lacrimógenos para evitar una masacre, eligieron el mal menor, pidieron refuerzos pero la turba levantó barricadas en la carretera y el Séptimo de Caballería no llegó. Suban al autobús, chicos y chicas, habrá un linchamiento en San José. A las once de la noche la turba tumbó la puerta de la comisaría con una tubería de doscientos kilos y se cobró las piezas. Al sheriff Emig le pesaron los brazos como dos toneladas de lastre. El carcelero Howard Buffington lloró. Thomas Thurmond se cagó encima y perdió la gracia del lenguaje, Jack Holmes dijo que no era Jack Holmes. La chusma, que tenía mil brazos, le contestó: Dios sabe que lo eres. Les colgaron de dos árboles en el parque de Saint James, al lado de una estatua del presidente McKinley a la que se encaramaron los chiquillos para ver mejor. Se cantaron rimas como en una noche de feria. Después la mujeres repararon en que los cuerpos de los ahorcados estaban desnudos y alguna se desmayó, como una dama de época. Les turbó más el pajarito al aire y el culo sucio que el linchamiento. Los dos hombres permanecieron colgados durante dos horas, como los adornos de un árbol de navidad,  hasta que la policía los arrió.

El árbol del ahorcado
Royce Brier, redactor del San Francisco Chronicle recogió el linchamiento jugándose la cara, que se la quisieron partir. La turba se maneja en la contradicción de que no busca la intimidad sino la alegre compañía de sus elementos cohesionados pero exige la discreción de los que son ajenos a ella. A la turba perteneces o no mires, que si no te comerá. Brier envió su crónica desde la oficina de la Western Union de San José con los minutos del cierre de la edición pegados al trasero y el periódico la publicó sin alterar una coma. A la mañana siguiente triplicó la tirada y Brier ganó el Premio Pulitzer de 1934. Cuando se apagaron las hogueras nadie se acordó de la cara del hombre que tiró la primera piedra, que seguramente pertenecía a alguien que no estaba libre de pecado. El gobernador de California, el republicano James Rolph, prometió inmunidad a la chusma y nadie asumió las consecuencias. El concejo de San José pretendió borrar el oprobio ordenando talar los árboles de los ahorcados y los jardineros municipales obtuvieron sus propinas vendiendo trozos de ramas a los coleccionistas de atrocidades que quisieron llevarse un recuerdo de la noche en la que el pueblo cambió la ley por la venganza para ponerlo de adorno en el recibidor, al lado del paragüero.

MARTÍN OLMOS

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