Durante la Guerra Civil Española se dieron casos de resistencias numantinas en emplazamientos de nulo valor estratégico
“Con el salvamento del Alcázar, Franco ya había agotado su cuota de romanticismo”.
LORENZO SILVA
Camilo José Cela le decía a cualquiera que quisiera escucharle que el que resiste gana, pero el catecismo popular sostiene que el soldado que huye sirve para otra guerra. Se diga de la forma que se diga, una retirada a tiempo no es una victoria, es salvar los muebles y el mejor medio que se ha patentado hasta ahora para mantener la peladura con la menor cantidad posible de agujeros, porque es un hecho estadísticamente comprobado que los miedosos duran más. Gandhi decía que los cobardes mueren mil veces antes de morir del todo (esta frase tiene muchos padres y se la han atribuido también a Shakespeare y a Julio César), pero se le olvidó decir que los valientes la diñan antes y a veces no les da tiempo de fertilizar para echar al mundo otro relevo de estirpe brava y el andurrial se va quedando lleno de cagones. El cobarde piensa con los pies cuando empieza la pelea y tiene su excusa, dice que no retrocede sino que sigue avanzando en dirección contraria, y el valiente tiene su valor y el orgullo intacto pero poco futuro si los que tiene en frente son más. Las gestas perdidas de antemano, libradas hasta el último hombre, sirven para que los poetas les pongan rima y adornan los himnos que acaban cantando los futbolistas con mucho fervor y la mano en el corazón. Michel de Montaigne escribió que las derrotas triunfantes rivalizan con las victorias. Se acaba recordando El Álamo, las Termópilas y el asedio de Numancia y el tiempo va hermoseando los gestos para ver si cunde el ejemplo y dejando en el olvido quién llevaba más razón en la discordia para acentuar, en cambio, el valor con el que se peleó. El desfiladero de las Termópilas debió apestar a sudor y a orina, a campamento y a miedo, y sin embargo la memoria prefiere guardar al hoplita espartano Diéneces alegrándose por pelear a la sombra cuando los persas anunciaron que taparían el sol con una cortina de flechas, aunque suene a invento de Herodoto.
Durante la Guerra Civil Española corrió mucha sangre de Caín y algún rapto numantino. La rebelión contra la República fracasó en Andújar, como en el resto de la provincia de Jaén, pero los milicianos del Ejército Popular desarmaron los cantones de la Guardia Civil porque el tricornio de charol pintaba sospechoso de simpatizar con el alzamiento. Efectivamente, unos ciento setenta beneméritos de la comandancia de Jaén pretendían unirse a las tropas de Marruecos en su marcha hacia Madrid y consiguieron agruparse en el Santuario de Santa María de la Cabeza, en la Sierra Morena. El templo se levantaba en el cerro del Cabezo, a treinta kilómetros al norte de Andújar, sobre un otero de rocas graníticas rodeadas de vegetación silvestre de romero, de jara y de madroño. La leyenda decía que en 1227 Juan Alonso Rivas, pastor de borregos, granadino de Colomera, algo lerdo de entendederas y tonto del brazo izquierdo, se encontró en lo alto del cerro una imagen de la virgen que desprendía luminarias y que le pidió un templo. Las vírgenes siempre piden templos y eligen a sus heraldos entre los que peor pueden predicarlas, nunca escogen a homeros de expresión diáfana sino al primer menda que aparece en el descampado, que generalmente perora como un arreador de mulas. Pero como le recompuso el brazo tarugo los diocesanos erigieron el santuario en 1307, aunque siempre existió la duda de si la virgen era la madre de Dios o Santa María Toribia, que era de Guadalajara y esposa de San Isidro Labrador. Entre el centenar largo de guardias, cuatro sacerdotes, cincuenta civiles y las familias que les siguieron con el colchón, detrás de los muros del santuario se reunió una población del millar de almas, que mantuvo la esperanza de unirse a las tropas africanas hasta que, con la ocupación de Despeñaperros por los mineros republicanos de Linares y de La Carolina, comprendieron que se habían quedado aislados. Reunieron conciliábulo y dos camiones de refugiados se entregaron a las autoridades leales mientras que los que se quedaron se pusieron a las órdenes del capitán Santiago Cortés, que se impuso al comandante Nofuentes, superior en grado pero propenso a la duda metafísica, a soplar frío y caliente con el mismo aliento y a los consensos antes que a las peleas sin cuartel.
Santiago Cortés era de Valdepeñas y de los que reñía hasta el final. Empezó la carrera de medicina pero abandonó el estetoscopio para ceñir el sable y se alistó en el ejército en 1917. Sirvió en el moro, en Melilla y en Larache, en el Batallón de Cazadores del Regimiento Alba de Tormes, y se calzó el tricornio en 1925, en donde fue ascendido a capitán después de los levantamientos revolucionarios del 34. En el Santuario de la Cabeza eligió resistir, arrió la bandera tricolor y organizó un rudimentario sistema de defensas en las casas de labor, propiedad de la cofradía del templo, que se levantaban en las faldas del cerro. Quería a su lado a los bravos, “aquí nos espera una brega dura y difícil a cuantos permanezcamos defendiendo el honor del uniforme que vestimos”, les dijo a sus hombres, y para dar ejemplo presentó entre su hueste a sus dos hijos mayores. Franco miró para otro lado porque ya había librado una gesta propagandística con la liberación del Alcázar de Toledo, que le había desviado del camino de Madrid, y no pretendía pasarse la guerra peleando batallas sentimentales, así que abandonó a los atrincherados a sus recursos y a sus redaños, hasta que les durasen. El asedio, coordinado por la 16ª Brigada del comandante Pedro Martínez Cartón, en la que estaba integrado el poeta Miguel Hernández, y por el teniente coronel Pérez Gazzolo, Jefe del Estado Mayor del Ejército del Sur, empezó en septiembre de 1936 con fuego intenso de artillería y el apoyo de una docena de carros rusos T-26 B, que armaban cañón de 45 mm y ametralladoras del 7´62. Cortés contaba fusiles Mauser, que les decían naranjeros, y mejor puntería pero soportaba el hambre que condujo a sus hombres a envenenarse por comer raíces de madroño. El capitán Carlos Haya, bilbaíno romántico y as de la aviación que había sobrevolado el desierto del Sahara y la selva del Níger, consiguió el permiso de Franco para avituallar a los sitiados desde un avión Douglas DC-2, esquivando las defensas antiaéreas de los milicianos. Culminó 90 vuelos en los que proporcionó a los resistentes varias jaulas de palomas mensajeras y medicamentos que lanzaba atados a pavos vivos, que con su torpe aleteo, atenuaban el impacto de los paquetes al tocar el suelo.
El asedio duró siete meses largos y en el santuario murieron ciento cincuenta hombres, de enfermedad, metralla y hambre, los carros leales echaron abajo la fachada norte del templo y los 42 que quedaron en condiciones de sostener un naranjero se refugiaron en la hospedería de la fachada sur. Aunque ni Franco ni Queipo de Llano acusaron recibo de sus palomas mensajeras Cortés siguió en la brega y sus guardias, que ya eran jirones de hombres, llegaron a acometer con bayonetas las torres de los carros de combate. El primero de mayo de 1937 Santiago Cortés recibió dos heridas de metralla en el estómago y como era medio médico comprendió que estaba para el cura, así que pidió agua para que la peritonitis acelerase su final. Sin mando, los supervivientes se rindieron y el comandante Martínez Cartón ordenó que se les recibiese con formación de honor y les dijo: “Guardias civiles o no, sois unos valientes como el capitán que os manda. Con doscientos como vosotros, llegaba yo hasta Burgos”. El capitán Cortés murió a la mañana siguiente, en el hospital de Valdepeñas, le atendió el doctor Santos Laguna, que era ginecólogo, al que le dio 600 pesetas para que las entregase a los huérfanos de la Guardia Civil y le pidió un vaso de naranjada. Viendo que no había remedio, el doctor se lo concedió.
MARTÍN OLMOS