El pigmeo Ota Benga fue capturado en el Congo y exhibido en un zoo de Nueva York dentro de una jaula que compartía con un orangután
“No es el más fuerte de la especie el que sobrevive, ni tampoco el más inteligente. Es aquel que es más adaptable al cambio”
CHARLES DARWIN
A la patulea de puercos que somos nos gusta pasar la tarde contemplando al desgraciado que está peor que nosotros para reírnos y tal, ja, ja, y volver a casa pensando que somos unos tíos grandes. Decía Boileau que un tonto siempre encuentra a otro más tonto que le admira, pero lo que siempre encuentra un tonto es a otro al que le toma por más tonto y entonces le salen las ganas de hacerse el listo. El tonto se ríe y duerme a pierna suelta y confunde el punto de vista con la primera impresión, y con primeras impresiones va construyéndose una filosofía que es inalterable, porque el tonto no contempla el privilegio de las segundas impresiones. El tonto es gregario y homogéneo, prefiere el calor de la manada y es mimético con la misma y al raro le tira piedras o le tira al río, dependiendo de su estado de ánimo. Si el raro gasta las proporciones antropomórficas básicas es un excéntrico y tiene solución, pero si le salieron torcidas las medidas es probable que le metan en una jaula y le vayan a ver sus semejantes las tardes de los domingos, con los niños y un cucurucho de maní. Ahora los raros salen por la tele y exhiben opinión, pero antes había que ir a verlos a las ferias que se hacían para celebrar la cosecha o para conmemorar a la Virgen.
La parada de los monstruos
La exhibición de los monstruos servía de preámbulo al número de la trapecista jamona y así los errores de Dios podían ganarse el plato y no andar por las esquinas asustando a las viejitas. Los monstruos de feria cumplían una triple función social que era la de llenar el sombrero del vivo que les representaba, solazar al popular, que pasaba una tarde de cachondeo y se olvidaba de la mina, y provocar la compasión de los que encontraban placer en sentirse mejores cristianos los días festivos. Monstruos célebres fueron Julia Pastrana, la Mujer Mono de Sinaloa, que tenía barba negra y dos filas de dientes; el Hombre Elefante Joseph Merryck; los hermanos dicéfalos Giacomo y Giovanni Tocci, que compartían el tórax, el abdomen y las piernas; Daniel Lambert, que llegó a pesar 340 kilos y el Increíble Hombre Torso Johnny Eck, que jamás se dio un paseo para estirar las piernas. Todos hicieron a la fuerza carrera en la farándula y los que consiguieron retirarse del circo cayeron en el espectáculo científico, haciendo de ratones que buscan su queso a través de un laberinto. La normalidad se mide en términos comparativos y si todos lleváramos la cabeza en las posaderas sería un fenómeno el que la tuviese sobre sus hombros y miraríamos su foto en una revista médica. Dentro de su comunidad de pigmeos de la etnia batwa, en la ribera del río Kasai, en el Congo, Ota Benga era un individuo normal, pero a los ojos de los que medían más de metro y medio era la confirmación de que el hombre descendía del mono. Ota Benga nació alrededor de 1880, aprendió a cazar con la tribu y tuvo dos hijos que fueron asesinados en una batida de la Fuerza Pública del rey Leopoldo II de Bélgica, que era un contingente policial formado por oficiales mercenarios blancos y tropa caníbal reclutada en los mercados esclavistas de Tippu Tip, el comerciante de hombres de Zanzíbar. En 1904, los organizadores de la Exposición Universal de San Luis encargaron al explorador Samuel Phillips Vermer que trajera una familia de pigmeos de África para exhibirlos en el pabellón antropológico. Vermer compró a Ota Benga y a otros siete pigmeos en una alhóndiga de esclavos, los cargó de cadenas en la bodega de un barco y se los llevó a América. La Exposición Universal de San Luis fue inaugurada por el presidente Theodore Roosevelt y la visitaron veinte millones de personas que se dejaron en la taquilla más de veinticinco millones de dólares, en el pabellón español se construyó una reproducción de la Alhambra y en el francés se podía ver un mechón del pelo de Napoleón metido en una urna de cristal y Ota Benga y sus compañeros fueron enseñados en taparrabos y sometidos a pruebas de inteligencia para retrasados mentales. En invierno les negaron los abrigos para que pintasen más auténticos y los anunciaron como “el vínculo más cercano con el ser humano”. Milagrosamente, no la diñaron de pulmonía. En la Exposición Universal de San Luis se comercializó por primera vez el algodón de azúcar, se escucharon las marchas de John Philip Sousa y los burdeles de los alrededores trabajaron a destajo.
La jaula de los monos
Cuando se clausuró la Exposición, Ota Benga fue comprado por William Hornaday, director del zoológico del Bronx de Nueva York, que le limó los dientes hasta sacárselos punta para darle un aspecto amenazador y le metió en la jaula de los monos junto a un orangután amaestrado que se llamaba Dohong. Diseminó por la jaula huesos mondados para insinuar su canibalismo y le obligó a hacer exhibiciones con un arco y unas flechitas. Ota Benga hizo caja y Hornaday le sacaba de la jaula para que se pasease al lado de los visitantes, que a veces le tiraban mondas de plátanos y le zurraban coscorrones. Ota Benga tenía 23 años, medía un metro y treinta y cinco centímetros y una vez mordió a un turista que le contó con un palo las costillas, por lo que se le terminaron las performances y le devolvieron a la jaula. Cuando el reverendo James Gordon, de la Conferencia de Ministros Bautistas Negros, se quejó del trato que recibía, William Hornaday se amparó en que la exhibición del pigmeo cumplía la función de refrendar el darwinismo y dijo: “No puede quejarse el pequeño, porque tiene la mejor habitación del pabellón de los primates”.
Las campañas de los periódicos Globe, Tribune y New York Times acabaron con el negocio de Hornaday y a finales de 1906 Ota Benga fue recogido en el orfanato Howard para Personas de Color, le pusieron zapatos, ropa con botones y le enseñaron el catecismo. Cuatro años después le trasladaron a Virginia bajo la tutela de la poetisa negra Anne Spencer, que le reparó los dientes implantándole un juego de coronas y le inscribió en una escuela teológica, pero Ota Benga no entendió al dios del hombre blanco, abandonó su educación y se puso a trabajar en una plantación de tabaco. Acaso echaba de menos al orangután Dohong. Acaso le dolían los zapatos. Sus compañeros de tajo le llamaban Bingo pero él prefería pasear el bosque y cazar ardillas con su arco. El 20 de marzo de 1916 robó una pistola, se sentó debajo de un árbol, encendió una hoguera ritual y habló con sus dioses paganos. No se conocen los términos de la conversación. Se arrancó las coronas de los dientes, bailó una danza mística y se pegó un tiro en el corazón. Tenía unos 32 años, mes arriba, mes abajo, y no le acabó de coger la medida al mundo. No estuvo a la altura de las circunstancias, pero eso nos pasa a todos. Le enterraron debajo de una piedra gris sin nombre en el sector negro del cementerio de Lynchburg, en Virginia, muy lejos de la ribera del río Kasai.
MARTÍN OLMOS