Alrededor de treinta testigos escucharon cómo asesinaban a una mujer en el distrito más poblado de Nueva York y, sin embargo, cerraron las ventanas
Kitty es justamente un símbolo del sueño americano, y la espantosa manera en que murió (treinta y cinco minutos de verdadero suplicio), es una pesadilla”
DIDIER DECOIN. Escritor
Una noche de marzo de 1964, Catherine Susan Genovese, que le decían Kitty y tenía los ojos verdes, derramó su sangre siciliana por todos nosotros, que Dios la bendiga, en un callejón de los Kew Gardens, en el distrito de Queens, el más grande de los cinco que componen la ciudad de Nueva York. Fue un viernes que los samaritanos confundieron con un domingo y echaron pronto la persiana. Fue un día trece, que es jornada en la que se desaconsejan los casamientos y hacerse a la mar. Contando a Jesucristo fueron trece los comensales de la Última Cena y después los acontecimientos se complicaron vertiginosamente hasta desembocar en la tragedia del Gólgota. Nadie quiere al trece, desde entonces, como nadie quiere a una mujer con bigote ni a un amigo que recita sus desgracias.
Los ojos mudos
Aquella noche Kitty Genovese ni se casó ni se embarcó y quería llegar a casa porque le dolían los pies. Había rendido la jornada al pie del cañón, detrás de la barra del Ev´s 11th Sports Bar, en la avenida Jamaica, sirviendo copas a la parroquia del viernes después de la oficina, que lleva menos prisa porque a la mañana siguiente no tiene que madrugar y encarga un trago más para el camino. Acabó tarde, condujo hasta los Kew Gardens, quería quitarse los zapatos, eran las tres de la madrugada y aparcó a treinta metros de su apartamento. Había tenido mejores noches, llevaba la semana al hombro, que pesaba como un mes, y había reñido con su novia, Mary Ann Zielonko. Hacía frío, era el final del invierno, tenía treinta años y nunca volvió a casa. Winston Moseley había salido a cazar. Era un lobo negro que tenía una navaja que ya no era doncella. Trabajaba de maquinista, estaba casado y se despertó a las dos de la madrugada, besó a su esposa, le dijo que la amaba y salió a matar a una mujer. Moseley asesinó a puñaladas a Kitty Genovese en tres secuencias separadas que se sucedieron en algo más de media hora. Primero la acuchilló en la espalda y en el vientre y se retiró al oír un grito. Después regresó y la degolló, le rasgó la falda y le cortó los genitales. Kitty fue dejando un corredor sangriento desde el aparcamiento hasta la entrada de un portal y pidió auxilio, pero nadie bajó. Unas treinta luces se encendieron en los apartamentos del complejo residencial de los Kew Gardens y detrás de sus ventanas no había samaritanos. Los pasmas de Nueva York recomiendan a las mujeres que en caso de violación no pidan socorro sino que griten ¡fuego!, para tener alguna posibilidad de que alguien se acerque a echar un vistazo para ver lo que se cuece. Moseley supo que nadie iba a bajar a la calle y remató a la mujer en el suelo, la intentó abusar mientras agonizaba pero se arrugó porque tenía la menstruación, se tumbó sobre ella, se hizo un solitario y le robó los cuarenta y nueve dólares de las propinas. Un vecino subió el volumen de la radio para mitigar los gritos, era el año de Pretty Woman de Roy Orbison y de Dancing in the Street, de Martha y las Vandellas. Estaban bailando en la calle el siniestro cancán de la muerte pero nadie fue a decir que los músicos desafinaban. De los treinta ciudadanos que cerraron sus ventanas había dos asistentes sociales y varios padres de hijas, había gente que, como usted y como yo, no desconocía la compasión y, sin embargo, solo un hombre llamó a la policía cuando ya no había nadie a quien salvar. Se lo pensó largamente, estudiando sus propios perjuicios, llamó a un amigo que vivía en el Condado de Nassau para pedirle consejo y, por si acaso, usó el teléfono de una vecina medio sorda que vivía en la otra punta del edificio. Hubiese sido más rápido el Correo del Zar. Dijo que no quería involucrarse. Kitty Genovese murió desangrada muy cerca de su casa, de su vaso de leche y de su pijama, y muy lejos de la misericordia, que se escondió detrás del frágil cantón de un palio de cretona y una canción de Roy Orbison. Aquella noche, poco propicia para el matrimonio y para las aventuras en la mar, ganó la vergüenza. Winston Moseley se fue por donde vino. Llevaba un sombrero tirolés, un puñal manchado y menos de cincuenta pavos de ganancia.
La estrategia del avestruz
Los hombres dicen que los elefantes no olvidan, que si tocas a un sapo te salen verrugas y que las avestruces entierran la cabeza en la tierra dando por sentado que si ellas no ven al diablo, el diablo no las ve a ellas. Ninguno de estos extremos es cierto, seguramente se los inventó Esopo, Samaniego o Walt Disney. Las avestruces saben que no creer en el demonio no te protege de él. A veces se tumban en el suelo, entre el jaral, con el cuello estirado, y procuran ocultarse del leopardo, pero nadie ha visto a una metiendo su cabeza plana dentro de un agujero. Los hombres saben, sin embargo, que si los ojos no lo ven, el corazón no lo sufre. Norman Mailer decía que el miedo es una mano que te oprime el pecho y que si no la apartas lo pagas durante el resto de tu vida. El miedo es un conservador de pellejos de primera clase. ¿Hubiésemos bajado usted o yo? Todos tenemos una radio y unas cortinas de cretona, y a mano el interruptor que apaga la luz, y el valor solo se da por supuesto en la Legión y entre los valentones de tasca, a los que nadie vio jamás dudar pero tienen las posaderas soldadas al taburete y obligan a las camareras a alargar su jornada y a salir tarde para cruzar solas la selva. Bertolt Brecht escribió: “Primero se llevaron a los comunistas, pero a mi no me importó porque yo no lo era; enseguida se llevaron a unos obreros, pero a mi no me importó porque yo tampoco lo era, después detuvieron a los sindicalistas, pero a mi no me importó porque yo no soy sindicalista; ahora me llevan a mí, pero ya es demasiado tarde”. Nadie fue Kitty Genovese aquella noche de marzo, y todos lo pudieron ser y se hizo tarde.
El síndrome Genovese
Una semana después del crimen, el periodista Martin Gansberg escribió en el New York Times el artículo “38 personas vieron un asesinato y no llamaron a la policía”. Los habitantes de los Kew Gardens dieron sus excusas y los psicólogos escribieron la parábola. La llamaron el Efecto Espectador o el Síndrome Genovese y concluyeron que no fue el miedo el que provocó la inacción de los testigos, sino que es menos probable que alguien intervenga en una situación de emergencia cuando hay más personas que cuando está solo. El grupo difumina la responsabilidad y el individuo deduce que otro se arremangará la camisa, así que cree que su ayuda es innecesaria. Apesta a la excusa de un mal pagador. Para mitigar el efecto recomiendan no pedir un auxilio general a una multitud sino dirigirse a una persona en concreto que forme parte de la misma, a la que grava con todo el peso de la obligación. En cualquier caso, la pobre Kitty Genovese duerme fría en un sepulcro de New Canaan, en Connecticut, enterrada por la tierra y por nuestra vergüenza. A Winston Moseley, el negro malo, le trincaron por otra causa y confesó el asesinato de Kitty y el de otras dos mujeres. Estaba como un cencerro, era necrófilo y depredador y le dieron la perpetua. En 1967 se metió una lata de sopa por el culo y en la enfermería dejó medio ciego a golpes a un guardián, tomó cinco rehenes, abusó de uno e intentó escapar abriéndose paso a golpes de estaca pensando que, otra vez, alguien iba a mirar para otro lado.
MARTÍN OLMOS