El atracador más desastroso del Oeste rindió más beneficio muerto que vivo y coleando
“La muerte es el comienzo de la inmortalidad”
ROBESPIERRE
Elmer McCurdy, que jamás le tomó la medida a la nitroglicerina, fue un caso de vocación tardía y empezó una carrera en las variedades, de notable éxito de crítica y público, después de muerto. Por la vida pasó sin pena ni gloria, como casi todos nosotros, y fue candongo para el tajo, borrachín y con una voluntariosa inclinación a la negligencia que torció su porvenir de forajido del Oeste tardío y se quedó en momia de escaparate. Fue en su temprana juventud, no obstante, un fontanero decente que no prosperó en el oficio porque se hizo camastrón y se tiró a por la ganancia fácil, que le apeteció más que sudar el abrigo untándose en el bacín hediondo pero honrado. Elmer McCurdy fue motivado en Maine, en enero de 1880, por un descuido que tuvo su madre con un primo suyo carnal que recién culminó la siembra perdió la memoria y no se quedó a la vendimia. A la muchacha se le gastó el entusiasmo en la gestión y no le quedó ninguno para sacarle adelante y lo dio a criar a un hermano suyo, con lo que Elmer McMurdy creció pensando que su madre era su tía y su tío su padre. A los quince años le confesaron la verdad y se le mezclaron las referencias, se enganchó a la botella y a las malas gentes y se fue a vivir con su abuelo, que le enseñó el oficio de fontanero y le brindó un porvenir para el que demostró cierto talento pero ninguna voluntad. No era mal oficial pero no le gustaba madrugar y se echó al camino a procurarse una suerte mejor. En 1907 encontró tajo en las minas de zinc de Cherryvale, en Kansas, en las que aprendió a manipular la nitroglicerina, que dosificaba a ojo que no siempre era de buen cubero. Después se alistó en el ejército y pasó tres años milicianos en un batallón de demolición en el que no consiguieron meterle en la cabeza que la nitro tenía sus medidas y no se calculaba al capricho. Le licenciaron a la fuerza por borrachuzo y en 1910 le detuvieron en Saint Joseph, Missouri, por asociarse con mangantes. No estuvo mucho tiempo en el trullo porque el juez determinó que era más oneroso para el erario darle rancho y una manta que lo que pudiese afanar en libertad. Elmer McCurdy, en cambio, estaba convencido de que era Jesse James.
El bandido más torpe del Oeste
La carrera criminal de Elmer McCurdy duró un año escaso en el que enlazó un rosario de golpes desastrosos. Operó con tres o cuatro bandas forajidas de las que le echaban por patán y fue un bandido entusiasta pero poco cumplidor que no era capaz de culminar un asalto a derechas. O ponía mucha nitroglicerina o se quedaba corto. En un atraco al ferrocarril de la Pacific Express se pasó de largo con el cálculo y voló la caja fuerte, medio vagón y 5.000 dólares en monedas de plata que se fundieron y terminaron adheridas a las paredes de lo que quedó del convoy, sin remedio para despegarlas. En cambio, en Chautauqua, Colorado, no fue capaz de echar abajo la puerta de un banco porque ajustó con mezquindad y se tuvo que escapar de vacío. Cuando a base de perseverar le salió redondo un negocio no pudo gastarse el beneficio porque le apiolaron a tiros en la huida: en octubre de 1911 atracó un tren en las Osage Hills de Oklahoma pero le acorralaron los alguaciles y el ayudante del sheriff Stringer Fenton le acertó en el pecho con un rifle del 32-20 y lo mató.
Llevaron su cuerpo a la funeraria del señor Johnson en Pawhuska, le tumbaron en un cestón de mimbre y el fotógrafo William J. Boag le hizo un retrato. Como nadie reclamó el cadáver, el pragmático señor Johnson le calculó un rendimiento y lo embalsamó con arsénico, lo puso tieso en una esquina de las pompas fúnebres con un rifle en la mano y lo enseñó como atracción local a cambio de que los curiosos le metieran en la boca una moneda de cinco céntimos. Resultó que McCurdy rentaba más beneficio seco que pestañeando y después de cinco años adornando la funeraria, un vivo llamado Charlie Patterson reclamó el cadáver momificado diciéndole al sheriff de Pawhuska que era su hermano y le quería dar una sepultura cristiana. El sheriff era un hombre educado en la creencia de que el ser humano valía medio pimiento y no sospechó de su chaleco de fantasía. Charlie Patterson era en realidad un feriante de rarezas que explotaba su circo ambulante del “Gran Espectáculo de Patterson”, y cuando perdió de vista el pueblo le puso a McCurdy un sombrero nuevo y lo exhibió como “El Famoso Bandido de Oklahoma”. McCurdy hizo la ruta del noroeste con gran éxito de público y Charlie Patterson jamás le oyó una queja sobre sus condiciones laborales. Dormía en una caja, no pedía pausa para fumar ni un aumento y no empinaba el codo en las horas de tajo. Durante los siguientes sesenta años pasó por las manos de una docena de barraqueros de circo que le mostraron en museos de cera, salas del crimen y tenderetes de baratillo, le colgaron de una viga y le dieron una mano de pintura fluorescente. El tiempo y las libertades que se tomaron con su encarnadura le fueron dejando en mojama hasta que un empresario de una sala de fenómenos del Monte Rushmore, en Dakota del Sur, lo desechó porque le pareció que era un muñeco poco realista. McCurdy intuyó, a pesar de estar muerto, que había que dejar paso a las nuevas generaciones, pero no se resignó a la jubilación y empezó a aceptar papeles que no estaban a su altura, como los actores viejos que terminan haciendo de camareros filósofos en los seriales de sobremesa.
En 1976 estaba cogiendo polvo y pintado de color naranja en una esquina de la Casa de Risa de un parque de atracciones de Long Beach, en California, que fue arrendado por los Estudios Universal para rodar películas. En diciembre se filmó allí un episodio de la serie “El Hombre de los Seis Millones de Dólares”, protagonizado por Lee Majors, un actor que se iba arreglando con una sola expresión facial pero que, al final, resultó que tenía sus gracias y se casó con Farrah Fawcett. Un técnico tiró sin querer a McMurdy pensando que era un maniquí y le rompió un brazo, dejando al aire el hueso. Llamaron al forense y descubrieron dentro de su boca una moneda de diez centavos acuñada en 1924 y una entrada para el Museo del Crimen de Los Ángeles. Las autoridades siguieron la pista al difunto y determinaron su procedencia, de la que no se acordaba nadie desde los tiempos en los que partió las peras con el señor Charlie Patterson dando por finalizada su asociación comercial, y el viejo roñoso de Elmer McCurdy, por fin, disfrutó del calor de la prensa que le había ignorado en vida, y un juez ordenó que le enterrasen en el cementerio de Guthrie, Oklahoma, debajo de una tonelada de tierra, para que no volviese a salir a pedir trabajo en las ferias. Por ahora sigue allí. Esta historia de logros vespertinos, abigarrada y folclórica, no por cierta deja de enseñar una moraleja (esconde la mano que viene la vieja) a la que le pueden ustedes sacar un aprovechamiento a la hora de la consecución de sus porvenires: Elmer McCurdy nació bastardo, se inclinó a la bebida y se convirtió en un pecador, murió joven y sin fortuna, pero repitió curso y se hizo una carrera de sesenta años en la farándula que demuestra que nunca es tarde para emprender un oficio, siempre que no sea el de la gimnasia rítmica, que requiere temprana juventud y huesos de goma. Que descanse en paz.
MARTÍN OLMOS