Jefferson R. Smith fue el trilero más notorio de la frontera
“Jefferson Smith nunca dejó de vestir con traje y corbata”
JAVIER REVERTE
Este es el memorial de las extraordinarias hazañas del infame ladrón Jefferson Ryolph Smith II el Jabonoso, que Dios le haya perdonado sus iniquidades si lo ha tenido a bien según su divino entendimiento, que nosotros no somos los que debemos juzgar Su voluntad porque sus razones se escapan a nuestra comprensión. Est humanum errare, divinum ignoscere, que quiere decir que el error es cosa nuestra y de Dios perdonarlo, y sin embargo no hay que tener por segura esta aseveración. El poeta Heinrich Heine dijo en su lecho de muerte, si hemos de creer a Johannes Fastenrath: “Dios me perdonará: es su oficio”. Nada más lejos, maese Heine: Isaías en el capítulo 55 nos dice que Dios es generoso en el perdón pero añade que sus caminos no son los nuestros, y por lo tanto se escapan a nuestro común discernimiento. El infame Jefferson Ryolph Smith II el Jabonoso buscó la fortuna en el oficio de los más procelosos menesteres que fueron, por mencionar los más notables, los de trilear el naipe con ventaja, chulear mastuerzas, aguar los licores, robar a los muertos, correr diamantes falsos y enredarse en riñas a tiros de las que por allá llamaban gunfights y en las que no era poco común que alguien terminara manco si tenía la suerte de vivir para contarlo. Jefferson Ryolph Smith II el Jabonoso dejó blasón en la azarosa frontera de tahúr y de organizador de raposos y murió a tiros en el que se conoció como el Combate del Muelle de Juneau, en la fría Alaska, el 8 de julio de 1898. El que vivió como un príncipe murió como un perro y su cuerpo se dejó toda la noche al sereno sin siquiera cubrirlo con una manta. Aequat omnes cinis, que quiere decir que la ceniza iguala a todos los hombres y lo dijo Séneca el cordobés.
Jefferson Ryolph Smith II nació en el condado de Coweta, en Georgia, al que llaman el Estado del Melocotón, el Día de los Difuntos de 1860. Su familia de pretéritos ingleses fue de postín que se arruinó con la guerra y perdió los algodonales, pero no obstante le brindó una educación esmerada que Jefferson Ryolph Smith II supo aprovechar y durante toda su vida fue capaz de recitar con gracia singular los hexámetros de Homero y los poemas de Shakespeare, además de ir siempre vestido con corbata. Los Smith emigraron a la ruidosa Texas para procurarse la fortuna y en Round Rock Jefferson Ryolph Smith II, que tenía a la sazón quince años, presenció la ejecución del bandido Sam Bass, notorio pistolero y atracador de bancos y diligencias. Si de aquella experiencia concluyó alguna moraleja es de suponer que pronto la olvidó. De bien joven, siendo su posterior mostacho negro apenas la sombra de un bozo, Jefferson Ryolph Smith II se fue de casa para cabalgar la riesgosa vida y condujo durante un tiempo ganado desde Texas hasta Kansas a través de la antigua ruta de Chisholm y asimismo comprendió bien pronto que ajerezarse los riñones sobre un penco, comer judías y tocino y contemplar el horizonte escueto del culo de una vaca no iba con su natural emprendedor. Dejó, pues, el ingrato oficio de vaquero y se puso a correr el país entero vendiendo diamantes de cristal y quincallas tan falsas como un rumor debajo de una lona en la que se anunciaba como Johnny el Baratijas. De aquellas jornadas en la legua aprendió que abundaba en el camino el primo de pasto, que es más bien un rumiante que un hombre hecho y derecho y se caracteriza por ser refractario al sentido común e intrínseco a la confianza en sus semejantes, que Dios le proteja, y en el exterior se le reconoce porque se abriga, en lugar de con vello y pellejo, con plumas que siempre lleva a disposición del que se las quiera pelar. Jefferson Ryolph Smith II aprendió a desplumar al primo cuando los notorios charlatanes Clubfoot Hall y “Old Man” Taylor le enseñaron a dominar el trile y el monte de dos cartas y él por su cuenta patentó el Timo del Jabón, que consistía en subastar pastillas de jabón en las que aseguraba meter en una de cada dos un premio oscilante entre el dólar y los cien pavos. Sus acólitos conseguían los premios amañados y los voceaban, y los primos pujaban por lo alto las jabonetas y las acababan pagando al precio del azafrán. Se le dijo desde entonces Smith el Jabonoso y se asentó en Colorado; primero en Denver, donde abrió el casino Tivoli bajo el lema “Caveat Emptor” (Que tenga precaución el comprador), y después en Creede, en donde puso el Orleans Club, una coima de fulleros cuya atracción principal era la exhibición de un cadáver momificado. Allá Smith el Jabonoso le robó el predio del hampa al infame Bob Ford, el traidor asesino de Jesse James, y organizó un sindicato de bribones que gestionaba un fondo de pensiones para pagar fianzas, atender a las madres de los que pagaban presidio y morder a los concejales. Formaron parte de aquella cofradía de bellacos el pistolero Texas Jack Vermillion, que cabalgó junto a los hermanos Earp; el Gran Ed Burns, asesino y especialista en el timo del lingote; el reverendo Charles Bowers, que se hacía pasar por masón; el juez Norman Van Horn y su licenciatura de Harvard y el ladrón Slim Jim Foster, que dominaba el arte de hacerse el tonto. Sin embargo llegó un día de 1897 en el que Smith el Jabonoso no ajustó el precio de un gobernador y la milicia le echó de Colorado.
El Gold Rush
Al año siguiente, que fue uno después de que se encontrase oro en el Yukón, Smith el Jabonoso desembarcó en Skagway, en Alaska, un campamento minero en mitad de la ruta de los argonautas. Reunió a su cuadrilla y abrió el Soapy Smith´s Parlor, limpió a un misionero en el trile, engrasó a dos periodistas para que le propagasen, estableció una comisión del cincuenta por ciento por cada asalto en la calle y participó con entusiasmo en la recuperación de los cadáveres de sesenta hombres que murieron al ser sepultados por un alud en el Camino de Chilkoot y antes de enterrarlos les robó las prótesis dentales. Entre otras cosas, vendió acciones de explotaciones mineras que no existían, montó una oficina de telégrafos falsa, le puso un sueldo al oficial de la policía y entabló tratos con Wyatt Earp, notorio proxeneta, para abrir una casa de tertulias. En poco tiempo tuvo el sombrero boca arriba en unas cincuenta casas de juego y se nombró a sí mismo capitán del Primer Regimiento de la Guardia Nacional de Alaska, una milicia de voluntarios que pretendían ir a Cuba a pelear contra España. El primero de mayo de 1898 desfiló con su tropa montando un caballo gris y el reverendo John Sinclair, fotógrafo aficionado, le tiró un retrato. Los ciudadanos que aún pensaban que el Gran Norte podía ser un lugar decente formaron el Comité de los 101, liderado por el audaz Frank Reid, ingeniero, camarero y antiguo teniente del ejército, y Smith el Jabonoso respondió armando a una hueste de matones y, amparándose en su condición de capitán, proclamando la ley marcial. El 7 de julio de 1898 un minero llamado J. D. Stewart llegó a Skagway con treinta mil dólares en pepitas de oro que le duraron un suspiro cuando los bellacos de Smith se los birlaron. El Comité de los 101 exigió al Jabonoso la devolución del botín y éste les amenazó con cortarles las orejas. A la mañana siguiente Frank Reid y Smith el Jabonoso se emplazaron en el Muelle de Juneau y el trilero compareció en la reunión ostensiblemente borracho con un rifle Winchester 30-30, una pistola Remington escondida en la manga y un Colt 45 en el cinturón. Ambos hombres parlamentaron con el plomo y a una distancia tan corta que se podían oler los alientos respectivos se dispararon hasta matarse. Smith el Jabonoso recibió un tiro en la pierna izquierda y otro en el corazón y murió en el acto y Frank Reid cogió un balazo en el vientre, a la altura de la pelvis, que le llevó a la tumba doce días después. Nadie consideró conveniente recoger el cuerpo difunto de Smith el Jabonoso y el rocío le hizo la mortaja durante la noche entera. Le enterraron una semana después en el comienzo del camino del White Pass y acaso mereció un responso más conciliador que el que le hizo el reverendo John Sinclair, ministro presbiteriano y fotógrafo aficionado, que dijo: “Lamentamos que en la carrera de uno que vivió entre nosotros haya muy poco que podamos mirar como bueno”.
MARTÍN OLMOS