“Elizabeth Short pidió bailar y tenía que acabar pagándole a la orquesta. Nada es gratis en esta vida”.
JAMES ELLROY.
No había ninguna necesidad de asesinar a Elizabeth Short porque ya le habían matado sus sueños. En Hollywood, una chica sin sueños es como un hombre que ha perdido la esperanza y solo le queda regresar a la granja y envejecer en delantal o el arroyo que discurre paralelo a Sunset Boulevard, que aunque no se ve, porque lo tapan las palmeras, es negro como el alma de un pecador. En Hollywood se fabrican ilusiones que se pagan a plazos, como en Detroit fabrican coches, en Hollywood las pirámides son de cartón y solo son bonitas por la parte que se ven y por detrás son de quincalla, los besos son de mentira, las caras de cemento y los corazones de pedernal. Elizabeth Short quería ser actriz, como las demás, besar a Robert Mitchum y ser la novia de América. En su pueblo de Hyde Park, en Massachussetts, era el bombón local, pero allí un golfo que mangase tapacubos obtenía el cartel de enemigo público, y en Hollywood Elizabeth Short era del montón. Cuando no le quedaron sueños a los que recurrir eligió el arroyo negro, los asuntos de una noche con mendas que no eran de fiar, el bebercio y el carmín desdibujado, y disfrazar las cartas a mamá, impostando una caligrafía firme, he conseguido un papel en una de Victor Mature, tengo una frase corta, las chicas no me reconocerán con una túnica y en el pelo una tiara de plata, ¿sabes lo que es una tiara, mamá?, estoy deseando que la veas, con Victor Mature, es de romanos. O de griegos. Besos, mamá. Y que las lágrimas, si le quedaba alguna por derramar, no corriesen la tinta. Un curda ayer le dejó en el muslamen un cardenal, se pensó que todo era orégano, apestaba a tragos de garrafón, a unos cuantos, y se puso tocón en el drive-inn, cuando le sirvió el café. Y no dejó propina. No había ninguna necesidad de asesinar a Elizabeth Short, no de aquella manera, porque ya tenía los sueños muertos y enterrados.
Betty Bersinger no fue la única persona que la vio tirada en el baldío de Leimert Park, un solar en demolición al sur de Los Ángeles, la mañana del 15 de agosto de 1947, pero fue la primera que no la tomó por un maniquí roto. Elizabeth Short había llegado al final del camino, que no fue largo. Ya no era hermosa, ni para Hollywood ni para Hyde Park, Massachussetts. La habían cortado en dos a la altura del ombligo y habían dejado las dos secciones colocadas teatralmente a medio metro la una de la otra, parecía la faena truncada de un mago malo que se había cargado a su ayudante. Tenía marcas de ligaduras en las muñecas y los tobillos y los pechos quemados con cigarrillos, el derecho casi totalmente amputado del tórax. Le habían extraído el mesenterio, el útero, los ovarios y el recto y desde el ombligo hasta la sínfisis pubiana se observaba una incisión longitudinal. Tenía las rodillas quebradas a estacazos, la nariz rota y una “B” grabada a cuchillo en la frente. No había ni una gota de sangre y el cuerpo desnudo, convertido en un guiñapo roto, estaba limpio como si estuviera preparado para que lo exhibiesen en un velatorio al aire libre, esperando la radiante mañana de California, donde siempre brilla el sol. Y como en Hollywood las sonrisas marcan el paso y, aparte de Buster Keaton, los tristes no caben, Elizabeth Short sonreía a su muerte porque no le quedaba más remedio: le habían cortado ambas comisuras de la boca atravesándole los músculos maseteros, extendiéndose por las articulaciones de la mandíbula hasta llegar a los lóbulos de las orejas, le habían dejado riendo, como si encontrase divertido el martirio, como si su vida hubiese tenido gracia. Una gracia de morirse.
El Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD) la identificó como Elizabeth Ann Short, de 24 años, 48 kilos y 1´65 metros de altura, blanca blanquísima, guapa al estilo del medio oeste, pelo negro y ojos azules como el cielo de Rodeo Drive. Hasta aparecer en dos partes llevó una biografía previsible, sueños de cine, el pueblo se le quedó pequeño, la ciudad le venía grande, se hacía la viva pero se chupaba el dedo, se casó con un soldado y el soldado se estrelló en Filipinas, frecuentaba los cuarteles, se tatuó una rosa en el muslo izquierdo, se vestía de negro, el cine era en colorines y el mundo era gris, mezclaba el whisky con la benzedrina, una vez la trincaron por soplar sin tener la edad y otra vez un militar le dio una paliza en Camp Cooke, le infló un ojo azul y le dejó partida la boquita de carmín rojo. A Elizabeth Short le gustaban los soldados y aprendió que en Hollywood los contratos se firman en postura de derribo, que todo lo que brilla no es oro y que en una ciudad donde hay muchas gacelas abundan los tigres. No aprendió el camino de vuelta a casa, ni a quitar el hambre, y no aprendió a mantenerse de una pieza. Últimamente había derivado hacia la prostitución de subsistencia y se dejaba pegar un recorrido por una cena y una entrada en el Trocadero, no tenía domicilio fijo y se metió en un atolladero. Dicen los trileros que las ratoneras funcionan porque a los ratones les gusta el queso. Igual a Elizabeth Short le quedaba un jirón de sueño y pensó que aún existía el polvo de estrellas. Igual era una gacela coja y negra en un campo de tigres feroces. Igual le gustaba el queso, aunque oliese mal.
La metieron en hielo en un cajón de la morgue y se quedó sonriendo su rictus de cuchillo para la eternidad, como un bufón dormido. El forense determinó que no estaba embarazada y que cuando murió no estaba ni drogada ni bebida, que había sido violada post-mortem y que le habían mutilado en vida. Calculó que la habían torturado durante 72 horas y que cada minuto se le hizo eterno. El forense rezó por todas las chicas del mundo. Después la habían desangrado como a una res, la habían lavado y la habían dejado en Leimert Park en dos trozos, como un serial de dos capítulos, unas seis horas después de matarla. Doscientos policías interrogaron a los chulos y a los tarados, a los novios, a los soldados y a los que una vez le convidaron una copa, en el cine ponían “La Dalia Azul”, con Verónica Lake y Alan Ladd. Una revista se inventó lo de la Dalia Negra y el nombre cuajó, la mitad de los chalados de Hollywood llamaron confesando el crimen, que hablen de uno, aunque sea mal. Es difícil encontrar a un loco en la ciudad de los chiflados y el asesino nunca apareció. Victor Hugo escribió en 1869 “El hombre que ríe”, la historia de Gwynplaine, un niño al que le desfiguraban la cara para que siempre sonriese, aunque tuviera ganas de llorar. Elizabeth Short, que Dios la bendiga, se llevó a la tumba sus secretos y su sufrimiento, y sus sueños naufragados, y su sonrisa de Gwynplaine, la sonrisa que se pone a la fuerza cuando te cuentan un chiste malo.
MARTÍN OLMOS