MARTÍN OLMOS MEDINA

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La sonrisa de la Dalia Negra

In Destripadores y sacamantecas, Esto es Hollywood on 29 de marzo de 2014 at 12:50

 ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Elizabeth Short pidió bailar y tenía que acabar pagándole a la orquesta. Nada es gratis en esta vida”.
JAMES ELLROY.

No había ninguna necesidad de asesinar a Elizabeth Short porque ya le habían matado sus sueños. En Hollywood, una chica sin sueños es como un hombre que ha perdido la esperanza y solo le queda regresar a la granja y envejecer en delantal o el arroyo que discurre paralelo a Sunset Boulevard, que aunque no se ve, porque lo tapan las palmeras, es negro como el alma de un pecador. En Hollywood se fabrican ilusiones que se pagan a plazos, como en Detroit fabrican coches, en Hollywood las pirámides son de cartón y solo son bonitas por la parte que se ven y por detrás son de quincalla, los besos son de mentira, las caras de cemento y los corazones de pedernal. Elizabeth Short quería ser actriz, como las demás, besar a Robert Mitchum y ser la novia de América. En su pueblo de Hyde Park, en Massachussetts, era el bombón local, pero allí un golfo que mangase tapacubos obtenía el cartel de enemigo público, y en Hollywood Elizabeth Short era del montón. Cuando no le quedaron sueños a los que recurrir eligió el arroyo negro, los asuntos de una noche con mendas que no eran de fiar, el bebercio  y el carmín desdibujado, y disfrazar las cartas a mamá, impostando una caligrafía firme, he conseguido un papel en una de Victor Mature, tengo una frase corta, las chicas no me reconocerán con una túnica y en el pelo una tiara de plata, ¿sabes lo que es una tiara, mamá?,  estoy deseando que la veas, con Victor Mature, es de romanos. O de griegos. Besos, mamá. Y que las lágrimas, si le quedaba alguna por derramar, no corriesen la tinta. Un curda ayer le dejó en el muslamen un cardenal, se pensó que todo era orégano, apestaba a tragos de garrafón, a unos cuantos, y se puso tocón en el drive-inn, cuando le sirvió el café. Y no dejó propina. No había ninguna necesidad de asesinar a Elizabeth Short, no de aquella manera, porque ya tenía los sueños muertos y enterrados.

Betty Bersinger no fue la única persona que la vio tirada en el baldío de Leimert Park, un solar en demolición al sur de Los Ángeles, la mañana del 15 de agosto de 1947, pero fue la primera que no la tomó por un maniquí roto. Elizabeth Short había llegado al final del camino, que no fue largo. Ya no era hermosa, ni para Hollywood ni para Hyde Park, Massachussetts. La habían cortado en dos a la altura del ombligo y habían dejado las dos secciones colocadas teatralmente a medio metro la una de la otra, parecía la faena truncada de un mago malo que se había cargado a su ayudante. Tenía marcas de ligaduras en las muñecas y los tobillos y los pechos quemados con cigarrillos, el derecho casi totalmente amputado del tórax. Le habían ELIZABETH SHORT, LA DALIA NEGRAextraído el mesenterio, el útero, los ovarios y el recto y desde el ombligo hasta la sínfisis pubiana se observaba una incisión longitudinal. Tenía las rodillas quebradas a estacazos, la nariz rota y una “B” grabada a cuchillo en la frente. No había ni una gota de sangre y el cuerpo desnudo, convertido en un guiñapo roto, estaba limpio como si estuviera preparado para que lo exhibiesen en un velatorio al aire libre, esperando la radiante mañana de California, donde siempre brilla el sol. Y como en Hollywood las sonrisas marcan el paso y, aparte de Buster Keaton, los tristes no caben, Elizabeth Short sonreía a su muerte porque no le quedaba más remedio: le habían cortado ambas comisuras de la boca atravesándole los músculos maseteros, extendiéndose por las articulaciones de la  mandíbula hasta llegar a los lóbulos de las orejas, le habían dejado riendo, como si encontrase divertido el martirio, como si su vida hubiese tenido gracia. Una gracia de morirse.

El Departamento de Policía de Los Ángeles (LAPD) la identificó como Elizabeth Ann Short, de 24 años, 48 kilos y 1´65 metros de altura, blanca blanquísima, guapa al estilo del medio oeste, pelo negro y ojos azules como el cielo de Rodeo Drive. Hasta aparecer en dos partes llevó una biografía previsible, sueños de cine, el pueblo se le quedó pequeño, la ciudad le venía grande, se hacía la viva pero se chupaba el dedo, se casó con un soldado y el soldado se estrelló en Filipinas, frecuentaba los cuarteles, se tatuó una rosa en el muslo izquierdo, se vestía de negro, el cine era en colorines y el mundo era gris, mezclaba el whisky con la benzedrina, una vez la trincaron por soplar sin tener la edad y otra vez un militar le dio una paliza en Camp Cooke, le infló un ojo azul y le dejó partida la boquita de carmín rojo. A Elizabeth Short le gustaban los soldados y aprendió que en Hollywood los contratos se firman en postura de derribo, que todo lo que brilla no es oro y que en una ciudad donde hay muchas gacelas abundan los tigres. No aprendió el camino de vuelta a casa, ni a quitar el hambre, y no aprendió a mantenerse de una pieza. Últimamente había derivado hacia la prostitución de subsistencia y se dejaba pegar un recorrido por una cena y una entrada en el Trocadero, no tenía domicilio fijo y se metió en un atolladero. Dicen los trileros que las ratoneras funcionan porque a los ratones les gusta el queso. Igual a Elizabeth Short le quedaba un jirón de sueño y pensó que aún existía el polvo de estrellas. Igual era una gacela coja y negra en un campo de tigres feroces. Igual le gustaba el queso, aunque oliese mal.

La metieron en hielo en un cajón de la morgue y se quedó sonriendo su rictus de cuchillo para la eternidad, como un bufón dormido. El forense determinó que no estaba embarazada y que cuando murió no estaba ni drogada ni bebida, que había sido violada post-mortem y que le habían mutilado en vida. Calculó que la habían torturado durante 72 horas y que cada minuto se le hizo eterno. El forense rezó por todas las chicas del mundo. Después la habían desangrado como a una res, la habían lavado y la habían dejado en Leimert Park en dos trozos, como un serial de dos capítulos, unas seis horas después de matarla. Doscientos policías interrogaron a los chulos y a los tarados, a los novios, a los soldados y a los que una vez le convidaron una copa, en el cine ponían “La Dalia Azul”, con Verónica Lake y Alan Ladd. Una revista se inventó lo de la Dalia Negra y el nombre cuajó, la mitad de los chalados de Hollywood llamaron confesando el crimen, que hablen de uno, aunque sea mal. Es difícil encontrar a un loco en la ciudad de los chiflados y el asesino nunca apareció. Victor Hugo escribió en 1869 “El hombre que ríe”, la historia de Gwynplaine, un niño al que le desfiguraban la cara para que siempre sonriese, aunque tuviera ganas de llorar. Elizabeth Short, que Dios la bendiga, se llevó a la tumba sus secretos y su sufrimiento, y sus sueños naufragados, y su sonrisa de Gwynplaine, la sonrisa que se pone a la fuerza cuando te cuentan un chiste malo.

MARTÍN OLMOS

Arrope amargo

In El cañí, Uncategorized on 25 de marzo de 2014 at 11:59

A Manuel Delgado Villegas le gustaban las películas de Cantinflas, la vida nómada y asesinar a los que le estorbaban el camino

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“El Arropiero era una farsa canalla y disfrutaba con la violencia”.
LUIS FRONTELA. Catedrático de Medicina Legal.

Le decían  arrope al dulce hecho con la pulpa del higo, que hervida con paciencia ligaba en consistencia de jalea y era industria de buhoneros, que lo mercaban gritándolo en las fiestas de la Virgen. Era condumio que dejó la morería, que le decía “ar-rurb” al jugo cocido de la fruta. Los arropieros vendían su género en las ferias, con las peladillas y la melcocha, que es la pasta de la miel, y dormían al sereno en las rutas transeúntes. La ganancia les dejaba escasa la chabola, el librillo y la hebra de fumar, que era de tabaco cuarterón y astilla, y en invierno a ponerse a la chatarra. Ya no se vende el arrope en las barracas de agosto como ya no se juega al güito ni al hinque ni al truquemé con una teja.

Manuel Delgado Villegas, el hijo del arropiero de Sevilla, no tuvo que vocear el género en los corros chiquillos pero heredó de su padre el apodo gremial. Vino al mundo el 25 de enero de 1943 saliendo de parto bronco que se llevó por delante a su madre y el viejo, por andar en la trashumancia, le dio en cría a una abuela que le sacó adelante como pudo, con más palos que devoción, hasta que le vio talla para echarlo al mundanal, a vérselas panza arriba, como los bichos de la selva. El chaval era lerdo de entendederas y llenó el pupitre sin consecuencias, porque no consiguió aprender ni a leer ni a escribir ni las cuentas elementales, con lo que sus aspiraciones en la vida se vieron menguadas y tuvo que desestimar un futuro de rapsoda, de notario o de lector de los contadores de la luz. Le quedó la Legión, en donde solo hace falta el valor, el lienzo virgen de la peladura para pintarla de amores y jesucristos crucificados y poco que dejar atrás. En el Tercio aprendió a fumar la grifa y a descoyuntar a un semejante con un golpe con el dorso de la mano pero también empezó a manifestar violentos ataques de epilepsia que hicieron que, por inútil, le licenciasen del cuartel. Ni para novio de la muerte sirvió el Arropiero sin arrope y se vio en el mundo sin más porvenir que correrlo a la buena de Dios. Villegas era pequeñajo pero fuerte como un toro joven, pudo pedir tajo en el andamio pero prefirió vagabundear el país poniendo la gorra en las catedrales y alquilándose de puto en los retretes que frecuentaban los homosexuales. Como padecía de anaspermatismo no culminaba, con lo que  podía repetir faenas sin arrugar y se hizo clientela en los meaderos, en los que sacaba para el vino y para ir a los programas dobles, con una bolsa de maní, a ver  las películas de Cantinflas, que le gustaban tanto que se dejó crecer el bigote peladito. También le copió el andar gañán y los parlamentos sin concierto que les peroraba a las chavalas, impostando el acento mejicano, para pasar por chistoso y llevárselas al huerto porque igual le daba la dieta de carne que la de escama. A veces los bofias le trincaban por “la gandula”, la ley de vagos y maleantes, pero no sufría trena común porque se arrancaba por convulsiones epilépticas que le conducían al psiquiátrico, de donde salía con facilidad saltando la verja después de guindar las pastillas de Rophinol.

En 1964 tenía veinte años y buscaba lecho en la playa de Llorach, en Tarragona, iba inspirado de grifa y vino peleón y vio a un hombre dormido que se protegía del viento de enero echado junto a un muro. Con una piedra le abrió la cabeza hasta matarlo y le robó cuarenta duros y un reloj de quincalla que al de dos días se le paró. Le daba mayor beneficio el apaño sórdido de la EL ARROPIEROletrina pero el Arropiero no eligió matar por oficio sino porque se lo mandaba el cuero. Tres años después una chica francesa que estaba viviendo su ración de la Era del Acuario en Ibiza se emborrachó de hachís y de paz y dejó la puerta abierta de su casa de Can Planas. Se llamaba Helene Boudrie, tenía veintiún años y no encontró la respuesta que estaba flotando en el viento. Villegas entró porque la andaba acechando para verla dormir en cueros y la mató de una cuchillada, la abusó mientras se enfriaba y le robó un colgante de plata con la medalla de un santo. Al año siguiente se cruzó en Chinchón con Venancio Hernández Carrasco y le pidió caridad. Carrasco tenía olivares, llamaba al pan por su nombre y al vino por el suyo y se había inventado el eslogan “Chinchón, anís, plaza y mesón” con el que quería atraer a la comarca a las suecas y sus parneses. Carrasco le dijo a Villegas que si quería duros se los ganase, que tenía dos brazos en ejercicio y correa para manejarlos y el Arropiero le descoyuntó con su golpe legionario, le robó los pantalones de faena y un par de calcetines y lo tiró al río Tajuña.

Siguió el Arropiero feroz alpargateando el país sin planear rumbo, recortándose el bigote con intermedio del Cantinflas y viviendo del pedir,  del choro magro y de la chapa vil del urinario. Dejó por el camino su rosario sangriento, dejó en Barcelona a Ramón Estrada con el cuello roto por negarle doscientos duros y a Anastasia Borella, que tenía setenta años, con la cabeza abierta de un ladrillazo por yacerla una vez muerta. La dejó en el túnel Riera Sirena, en Mataró, y durante cinco noches fue a buscarla para cubrirla como un animal. En 1970 regresó al arrope y fue a buscar a su padre al Puerto de Santa María, en Cádiz, para ayudarle en el tajo de las ferias. Aprendió a hervir sin prisa la pulpa del higo y se echó novio de contrabando con el que se iba a pasear en moto. Se llamaba Paco Marín y lo descoyuntó de un puñetazo en el cuello y lo echó al Guadalete. Después engatusó con sus gracias mejicanas a Antonia Rodríguez, que era obtusa de juicio e iba para vestir santos y la engañó con promesas. Una tarde que la fue a disfrutar a una campa la estranguló con sus leotardos y la dejó de festín de las alimañas cubriéndola apenas con una rama. Le cogieron al año siguiente y frente al foco se atribuyó cincuenta víctimas y se inventó una banda marsellesa y amores con millonarios de la Costa Azul. La policía investigó veinte muertos sin dueño a lo largo del país y le demostraron siete. Su abogado, Juan Antonio Roqueta, echó una tarde con él en la reja por sacar argumento para su defensa y cuando salió dijo que si le soltasen, alguien tendría que seguirle con una carretilla para recoger los fiambres.

Al Arropiero le metieron en el manicomio y tiraron la llave, primero en el de Carabanchel, donde huyó de las reyertas reclusas corriendo donde los guardias, y después en el de Fontcalent, en Alicante, donde se dejó barba ermitaña y manifestó autismo. Yo solo como y duermo, decía, que darle vueltas al tiesto te vuelve majareta. Se le olvidó decir que también fumaba hasta el centenar de pitillos diarios y murió en 1998 con los pulmones obstruidos. El arrope ya no se vende en las ferias de agosto, como ya no se juega al güito ni al hinque ni al truquemé con una teja pero matar se sigue matando con regularidad, y a veces con entusiasmo, porque siempre hay alguien furioso que cree disponer de motivo. En cuanto a fumar, lo justo, donde a uno le dejan y si le alcanzan los posibles, que se ha puesto el pito al precio del azafrán.
MARTÍN OLMOS

Los guerrilleros de Quantrill

In El Far West, Hazañas bélicas on 19 de marzo de 2014 at 22:35

Dedicado a Jon Lantaron

En la frontera de Kansas y Missouri se libró una guerra de tropas irregulares que no se sometían a las leyes marciales

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“A las cinco en punto de la mañana fuimos atacados por Quantrill y su banda”

ROBERT G. ELLIOTT. Editor del “Kansas Free State”

Al amanecer del 21 de agosto de 1863 la horda del infame William Quantrill descendió del Monte Oread y entró en la ciudad de Lawrence, en la sangrienta Kansas,  enarbolando la bandera negra. Como en el Libro de los Jueces (capítulo 5, versículo 22), “entonces resonaron los cascos de los caballos martilleando la tierra”. Antes de afrontar la calle principal al galope tendido vieron a un clérigo ordeñando una vaca y lo mataron de un tiro en la cabeza. Quantrill ordenó quemar todos los edificios que encontraran a su paso y matar a todo aquel hombre, viejo o muchacho que estuviese en condiciones de levantar un rifle, lo tuviera en la mano o no en ese momento. Los cuatrocientos de Quantrill llevaban cinco revólveres cada uno (en su mayoría Colt Navies) distribuidos en los cintos y colgados de los pomos de las sillas de montar, plumas en el sombrero, camisas con bordados de imaginería y botas altas de piel de ciervo hasta el muslo en las que escondían cuchillos de monte con empuñaduras de asta de gamo. Como eran guerrilleros tenían proscrito el uniforme gris de la Confederación. Como la mayor parte de ellos eran adolescentes no conocían la piedad. El más joven de la horda era Riley Crawford, que tenía trece años y había visto como los partisanos “jayhawkers” (los Cazadores de Urracas), partidarios de la Unión, fusilaron a su padre en Blue Springs. Otros que cabalgaron en garulla aquella mañana salvaje fueron los hermanos Jim y Cole Younger, Clark Hockensmith, el negro John Noland y Frank James, cuyo hermano pequeño Jesse se unió a la partida de Quantrill un año después. Cuando los cuatrocientos dejaron al rabo al clérigo muerto, y a la vaca también, entraron en Lawrence por el este y se separaron en tres patrullas comandadas por el propio Quantrill, por George M. Todd y por Bill Anderson el Sanguinario, que llevaba prendidas en la silla las cabelleras de los hombres que había matado. Durante las cuatro horas que duró la invasión quemaron 185 edificios, asaltaron el banco, saquearon de vino y cubiertos de plata las viviendas y asesinaron a veinte reclutas y a casi doscientos civiles a los que sacaron de sus casas y les dispararon en el medio de la calle delante de sus mujeres. A dos hombres les quemaron vivos y a otro le volaron la cabeza mientras sostenía a su hijo en los brazos. La víctima más joven fue Bobby Martin, que tenía doce años y se cubrió con un capote azul, y la más vieja noventa, que es una edad en la que el retroceso de una carabina Sharps te WILLIAM QUANTRILLdesclava la clavícula de la escápula (las carabinas Sharps del calibre 52 las llevó a Kansas el reverendo Beecher, el hermano clérigo de la autora de “La Cabaña del Tío Tom”, dentro de cajas de Biblias). El senador Jim Lane, notorio asesino y antiguo capitán de los Cazadores de Urracas que dos años antes había matado a sangre fría a diez partidarios sureños en Osceola, huyó corriendo a través de un maizal en camisón de dormir y la familia Simpson se ocultó en un sembrado y para evitar que su hijo recién nacido les traicionase con su llanto le metieron en la boca una mazorca de maíz verde que le engañó el hambre. La horda de Quantrill solo se anotó una baja que fue la de Larkin Skaggs, un borracho indecente que entró en Lawrence completamente trompa, mató al ciudadano George Burt para robarle el monedero y se quedó rezagado cuando la partida se retiró a las nueve de la mañana. Aislado de la legión, Skaggs arrió una bandera de la Unión, la ató a la cola de su caballo y la arrastró por la calle principal de Lawrenece hasta que un mestizo llamado Pavo Blanco le derribó de un flechazo y los vecinos le desnudaron y le despedazaron a cuchilladas.

Los guerrilleros
En la sangrienta frontera de Kansas con Missouri se libró una guerra particular dentro de la Guerra de Secesión en la que pelearon grupos de partisanos irregulares que no se sometían a las leyes marciales. La vecindad de los enemigos hizo que se vendimiasen venganzas. Por un lado estaban los “jayhawkers”, los Cazadores de Urracas partidarios de la abolición, y por otro los “bushwhackers”, los Luchadores de los Matorrales a los que perteneció Quantrill, que eran esclavistas de Missouri. Ambos grupos (y otros parejos en indignidad como los Botas Rojas del coronel Jennison) eran chusma forajida que luchaba en guerrilla y derivaba en acciones de saqueo y terrorismo. Desembocaron inexorablemente en la delincuencia pedestre cuando acabó la guerra pero mantuvieron la excusa de la causa para lustrarse la biografía, como fue el caso de los hermanos Younger, de Sam Bass y de Frank y Jesse James (que fue enterrado con el uniforme confederado). El mundo ha ido dando tumbos a su antojo y cumpliendo años que parecieron esperanzadores pero las cosas siguen igual y los partisanos de las guerras de ahora encuentran su porvenir en el crimen cuando se acaba la barra libre: Luka Bojovic, antiguo voluntario de los paramilitares serbios de los Tigres de Arkan durante la Guerra de los Balcanes, derivó en organizador del clan mafioso Zemun, que se dio al atraco de joyerías, al tráfico de cocaína y a los asaltos homicidas y en 2009, en un piso de la calle Lago Salado de Madrid, se comió a Milan Jurisic, que le disputaba la jefatura de la banda, después de matarlo a martillazos y trocearlo en una picadora de carne.

Después de la masacre de Lawrence, el general nordista Thomas Ewing ordenó la deportación de todos los habitantes de los tres condados de Missouri fronterizos con Kansas y dejó el campo libre para que los “jayhawkers” mataran a los rebaños y quemaran las plantaciones. El presidente Harry S. Truman, que creció en Independence, Missouri, recordaba que su familia le contaba cómo los Cazadores de Urracas les mataron a los cerdos y les quemaron el granero. La horda de Quantrill huyó a Texas y se disgregó en unidades confederadas regulares. Por el camino mató a ochenta soldados de escolta del general James G. Blunt. Más tarde se reagrupó y continuó sus acosos en Kentucky. Bill Anderson el Sanguinario se separó de la banda y formó su propia partida. Cuando le mataron llevaba una cadena con 53 nudos que representaban a cada hombre que asesinó. Quantrill había sido maestro de escuela pero abandonó la catequesis cuando descubrió una mayor rentabilidad en la industria del robo de caballos. Cuando comenzó la guerra se alistó en el ejército regular confederado pero era refractario a la disciplina y formó su propio escuadrón de partisanos. Cuando era niño se entretenía disparando a las orejas de los cerdos y atando a dos gatos por las colas para ver como se despedazaban a arañazos. Al final incluso la Confederación le negó y le persiguió hasta los territorios indios de Oklahoma. En 1865 regresó a Kentucky con treinta hombres y en junio, cerca de Taylorsville, fue emboscado por la patrulla del capitán Edward Terrell y abatido de su montura de dos disparos que le acertaron en el codo y en la columna vertebral. Inválido para montar, su lugarteniente Clark Hockensmith intentó izarlo en la grupa de su caballo pero fue derribado a balazos y Quantrill murió unos días después en el hospital de Louisville. Le enterraron en el cementerio católico de Portland y al año siguiente su madre reclamó sus huesos para darles tierra en Ohio, donde había nacido. El tipo que le desenterró despistó partes de su esqueleto y las vendió a los coleccionistas de Kansas hasta que en 1993 fueron recuperadas y enterradas en el cementerio confederado de Higginsville, en Missouri. Los 75.000 dólares que la horda de Quantrill recolectó en Lawrence fueron puestos al recaudo de las nerviosas alforjas del guerrillero Charlie Higbee, que se despistó de la ruta y acabó en Canadá. Después de la guerra se instaló en Texas, fundó un banco y murió en 1908.

MARTÍN OLMOS

El paseo que no le dieron (o sí) a Rafael Sánchez Mazas

In Con buena letra on 15 de marzo de 2014 at 13:56

A Rafael Sánchez Mazas le fusilaron, pero no del todo, y tiene un paseo en Bilbao

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Hoy poca gente se acuerda de él, y quizá lo merece. Hay en Bilbao una calle que lleva su nombre”
JAVIER CERCAS

Andan en el Ayuntamiento de Bilbao matando moscas con el rabo a cuenta de unos alcaldes del franquismo de los que ya no se acuerda nadie y les van a quitar los retratos al óleo del pasillo sin darse cuenta de los cercos que van a dejar en la pared,  que a ver con qué los llenan como no sea con una alcayata y colgando una gabardina. Los cercos siluetean el pasado, confiesan el color que tuvo la pared de antaño y les pasa como a los albañiles que se quitan el pañuelo de cuatro nudos de la cabeza y enseñan una frente blanca que linda por el sur con el resto de la jeta pintada de intemperie y de tajo al sol. La variedad cromática en una misma piel indica madrugones o ciclismo, porque el bronce de balandro atenúa las diferencias de tono con un sfumato renacentista que evidencia los posibles. Los cercos de la pared hacen a casa venida a menos que ha tenido que empeñar los cuadros de perros persiguiendo jabalíes en el Monte de Piedad para pagar la luz y las visitas, cuando ven el yermo recuadrado sobre el papel pintado, dicen: qué pena de familia, con lo que ha sido. Las visitas sirven para eso: para beber de gorra y para mirar debajo de las alfombras para ver si hay polvo. Decía el difunto Umbral que los retratos están hechos con aceites de halago y pintura mala y que todos son, al final, el retrato de Dorian Gray. Cuando vacíen la pared de regidores franquistones va a quedar el pasillo como los mapas de África de antes del doctor Livingstone, con intermedios ignotos en los que no se sabía si había marfil o caníbales, con lo que igual sería mejor dejar la cartografía bien dibujada para saber por dónde podemos tropezar. Decía Umbral también que los retratos reflejan solo los días de fiesta y están hechos con los colores más falsos de la paleta. Descolgar esos cuadros de los alcaldes de Franco pintados con sus colores falsos tiene el riesgo de perpetuar otra falsedad, que es la de hacer creer que aquel medio siglo no pasó y todos fueron días de fiesta.

Los iconoclastas tienen algo de adolescentes y, por lo tanto, no lo saben todo y se les ha escapado que Bilbao le guarda un paseo a Rafael Sánchez Mazas, falangista primigenio que estuvo con Dionisio Ridruejo y con Foxá en la reunión del bar Or Kompon de la calle Miguel Moya de Madrid en la que se compuso el “Cara al sol” (aportó los versos: “volverán banderas victoriosas/ al paso alegre de la paz”). Sánchez Mazas nació en Madrid en 1894 pero envaronó en Bilbao, en una casa de cinco plantas que tenía la familia de su madre en la calle Henao. En Bilbao frecuentó la tertulia del café Lyon d´Or en la que participaban Mourlane Michelena y Gregorio Balparda. Mourlane Michelena exhibía lecturas para pasar por enciclopedista y Sánchez Mazas le dijo en una ocasión: “Con el trabajo que le cuesta a usted fingir una cultura que no tiene, podría haberse hecho una cultura de verdad”. Gregorio Balparda fue alcalde de Bilbao en 1905 y era un monárquico anticlerical que durante la guerra civil se negó a juzgar por rebelión al teniente general Mario Muslera y le encerraron en el buque prisión Cabo Quilates, un antiguo mercante de la naviera Ybarra fondeado en El Abra, en el que los milicianos le molieron a palos, le pasaron por la quilla en cueros, le robaron los zapatos y le pegaron un tiro en la cabeza. Sánchez Mazas empezó a comulgar fascismo cuando en 1922 le mandó Juan Ignacio Luca de Tena a Roma como corresponsal del ABC. Cuando regresó a España fundó la revista “El Fascio”, que solo publicó un número, y se hizo amigo de José Antonio Primo de Rivera. Participó en la fundación de la Falange Española el 29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid y la proveyó del símbolo del yugo y las flechas (que había visto en el escudo de los Reyes Católicos de la Torre de Castellamare, en Palermo), del grito ritual de “¡Arriba España!” y de la “Oración por los muertos de la Falange”. Sánchez Mazas hizo un falangista primicial, estético y gafoso que nunca fue un hombre de acción, por lo que algún camarada le mentó de cagón, y la guerra le cogió en Madrid y se refugió en la embajada de Chile para escribir la novela “Rosa Krüger” en folletín y beberse la RAFAEL SÁNCHEZ MAZASbodega del cónsul mientras en la Gran Vía levantaban las barricadas. Un año después intentó pasar a Francia a bordo de un camión de hortalizas, hizo una escala en Barcelona para reunirse con los quintacolumnistas falangistas en el bar Iberia y le dio dos chavos a una gitana que le echó la buenaventura y le dijo: “Tu sangre no será derramada”. Sin embargo fue detenido por agentes del Servicio de Información Militar el 29 de noviembre de 1937 y encerrado en el buque prisión Uruguay, fondeado en el puerto de Barcelona. El 24 de enero de 1939 le trasladaron al santuario de Santa María del Collell, en Gerona, en donde pasó cinco días hasta que le sacaron a pasearle en una cuerda de cincuenta presos que fueron ametrallados en una vuelta del camino.

“Nos fusilaron mal”
Los fusilamientos en los yermos y en las tapias de los  cementerios se hicieron siniestra rutina durante la guerra por encono o por no gastar en sopa para los presos y a veces se cumplían con desgana o con vino. A Miguel Gila le cogieron los moros de la 13ª División de Yagüe en el Viso de los Pedroches, en Córdoba, y le fusilaron mal porque estaban medio trompas y más preocupados por asar unas gallinas de saqueo que en atinar a los reos y a Marcial Lafuente Estefanía le apoyó un oficial rebelde en una tapia y le iba a ejecutar pero lo dejó para otro día porque le entraron ganas de irse de putas. Uno acabó haciendo chistes con un teléfono y el otro escribiendo novelas del oeste. Vicente Aleixandre le compuso a José Lorente Granero el “Romance del Fusilado”. José Lorente era tramoyista y de la U.G.T. y se alistó voluntario en el Quinto Regimiento de los leales. Le cogieron los rebeldes en el Alto del León, en la sierra de Madrid, y le fusilaron de dos tiros en la espalda y uno de gracia que le atravesó el cuello, se hizo el muerto y consiguió llegar a sus filas arrastrándose y tapándose la heridas con un trozo de camisa. Al grupo del santuario de Santa María del Collell lo ametrallaron al bulto y Sánchez Mazas se escapó tirándose a un brezal y consiguió llegar al puesto nacional. De aquella peripecia le hizo Javier Cercas una novela, pero ciertos falangistas le empezaron a llamar “el mal fusilao” y se sospechó que Sánchez Mazas se inventó la historia para quitarse el cartel de cobarde que gastaba (era miope y desbrozado y dicen que una vez se desmayó de miedo porque Serrano Suñer le levantó la voz) y, en realidad, rindió su presidio sin salir del barco Uruguay hasta que fue canjeado por prisioneros republicanos. Sánchez Mazas practicó después de la guerra la columna periodística, la novela de Pedrito de Andía (de la que hizo una película Joselito) y un falangismo excéntrico que fue derivando en desilusión, contribuyó a que le conmutaran la pena de muerte a Miguel Hernández y fue ministro de Franco, pero siempre llegaba tarde a los plenos y una vez el Generalísimo le quitó la silla, le obligó a permanecer de pie y le dijo: mañana no es necesario que vuelva. Y no volvió, se retiró a una casa de una tía suya en Coria y murió en 1966. Cuando le honraron poniéndole su nombre a un pasaje de Bilbao, puede que uno de los alcaldes descolgados, con el sentido del humor que gasta la diestra, le concediese un paseo en vez de una calle para recordarle lo mal que se dejó fusilar privándole de un mártir a la Falange.

MARTÍN OLMOS

Auge y caída de Tony Spilotro

In La Cosa Nostra on 9 de marzo de 2014 at 21:04

A la Hormiga Spilotro le interpretó Joe Pesci en “Casino” sin tener que exagerar mucho

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Tony Spilotro es un pedazo de mierda sin clase y con muchas agallas que hay que arrancarle”
JOE BONANNO. Alias Joe Bananas

Tony Spilotro. Alias la Hormiga. Un puto enano cabrón. Poco más de metro y medio de mala leche pura y genuina. Pelotas grávidas. Un desconocimiento absoluto del miedo. Brillo paranoico en los ojos. Violencia penetral. Cierto exhibicionismo de macarra de billar. Ni un atisbo de compasión. Un menda duro que te cagas. Medio tío de una pieza. No obstante, admiraba el valor de sus semejantes. Ejemplo: Billy McCarthy y Jimmy Miraglia, dos atracadores de gasolineras, montaron una bronca con los hermanos Philly y Ronnie Scalvo y los  mataron a tiros. La Organización de Chicago no había autorizado la ejecución. A la Organización no le gustaba que alguien se soltase un cuesco sin su consentimiento.  Los hermanos Scalvo orbitaban en el ámbito de la Organización. La Organización sabía que Billy McCarthy estaba en el ajo. La Organización le encargó el mandao a Spilotro. Spilotro era un novicio que pedía vía. Había andado a cuchilladas con los negros en la avenida Ogden. Se apostaba cinco pavos con los gachós más grandes a que no le podían tumbar a puñetazos. Tenía hambre de demostrar que era un tío. Spilotro pescó a McCarthy en el Chicken House de Chicago. Spilotro y dos mendas más llevaron a McCarthy a un taller. Los mendas eran Phil Alderisio y Chuckie Nicoletti. En el taller le dieron martirio. Le zurraron una paliza y le provocaron meadas de sangre a patadas. Le preguntaron quién le acompañó en el tiroteo de los Scalvo. McCarthy no dijo ni pío. Le clavaron un punzón de hielo en los testículos. McCarthy no dijo ni pío. Spilotro le metió la cabeza en un torno de banco. Atornilló la quijada movible hasta que los ojos se le saltaron de las órbitas como dos corchos de champán. Plop, plop. McCarthy cantó. Qué remedio. Les dijo el nombre de su compinche. Spilotro dijo: qué cojones los de Chuckie Nicoletti, cuando se le salieron los ojos a Billy no dejó de comer pasta. A Billy McCarthy y a Jimmy Miraglia les encontraron fiambres una semana después dentro del maletero de un buga. Eran los setenta. Se separaron los Beatles. La Hormiga empezó a medrar. Tony Spilotro era vesánico y brutal como un perro con rabia. Dios le creó para la jungla.

Picahielos
Tony Spilotro recogió la vendimia de mérito por lo de McCarthy y Miraglia. La mafia le era consustancial. Su padre Pasquale era un espagueti de Puglia. Regentaba el Patsy´s en la esquina de Ogden con Grant. El Patsy´s: especialidad en albóndigas. Parroquia: Tony Accardo, alias el Gran Atún; Sam Giancana, alias Sam el Cigarro; Joseph Aiuppa, alias Joey el Palomas; Paul Ricca, alias el Camarero. Barandas de Chicago. Los que cortaban la tajada. Firmaban sentencias de muerte en el aparcamiento. Tony Spilotro empezó a trabajar para la Organización mandando una banda de chorizos. Tony Spilotro tenía juicio para los diamantes. Se asoció con Sam DeEstefano el Loco, la fuerza de choque de Sam Giancana. El hambre y las ganas de comer. Algunas consideraciones sobre Sam el Loco: 1969, un menda llamado Peter Capelleti le intentó apiolar. Sam el Loco le secuestró, le ató a un radiador y le torturó con un picahielos durante tres días. Después obligó a su familia a mearle encima. Le remató a tiros. Sam el Loco comparecía en los juzgados en pijama y gritando a través de un megáfono. Sam el Loco mató a su propio hermano. Sam el Loco y Tony Spilotro apiolaron a un prestamista llamado Leo Foreman: le rompieron las rodillas con una maza y le clavaron el siniestro picahielos veinte veces. Sam Giancana el Cigarro se aburrió de los histrionismos de Sam el Loco. Le encargó el mandao a Spilotro. Spilotro le pegó dos tiros en el garaje de su casa del West Side. Sam Giancana el Cigarro necesitaba un hombre en Las Vegas para las siguientes funciones: que las furcias pusiesen su montante; que los croupiers no tuviesen pegamento en los dedos; cuidar de que las comisiones llegasen a Chicago; guardarle la espalda a Frank Rosenthal el Zurdo, el genio de las apuestas deportivas. Necesitaba un tío que manejase la violencia. Spilotro manejaba la violencia. Era el enano que no le tenía miedo a nada. Tony Spilotro, su mujer Nancy y su hijo Vincent, de cuatro años, se instalaron en la avenida Balfour de Las Vegas en 1971. Durante ese año Spilotro acudió a los partidos de su chaval en la escuela católica Obispo Gorman y Nancy se apuntó a la asociación de padres.

Dios les creó para la jungla. 1972. Algunas consideraciones sobre Nancy Spilotro: una vez se entrompó con unos motoristas de los Ángeles del Infierno y se puso a bailar descalza sobre la barra de uno de sus garitos. Tony Spilotro, su hermano Michael y algunos de sus mendas llegaron cuando la estaban regando con whisky. Los Ángeles del Infierno: mugre, melenas y tatuajes rúnicos. Spilotro y sus mendas les machacaron a hostias, les dieron de cuchilladas y a algunos les cortaron varios dedos. Después les quemaron las burras y el garito. Nancy Spilotro: rubia de chamba. Descarada. Un poco puta. Se moría por los diamantes. La cogieron conduciendo curda por el Strip. Las Vegas en los setenta era un territorio libre. Cualquier familia del país podía hacer un negocio o dos en la ciudad. Nadie quería fiambres en los maleteros. Nadie quería el estilo de Chicago. Nadie quería espantar a los turistas. Todos querían primos vestidos de Elvis dejándose los chavos en las ruletas. Tony Spilotro se trajo de Chicago a los mendas y Las Vegas volvió a ser territorio vaquero. Impuso un impuesto callejero a los corredores de apuestas, a los chulos, a los prestamistas y a los traficantes de droga. Jerr Dellman, un corredor, dijo que quería que las cosas fuesen como antes. A Jerr Dellmann le mataron a tiros en un garaje. Spilotro organizó la Banda del Agujero en la Pared y mangó por butrón en las joyerías. Puso una tienda de quincalla que se llamaba La Quimera del Oro en la que pulía el consumao. Los jefes de Chicago se pusieron nerviosos. Los pasmas atosigaron a Spilotro. Le jodieron hasta por aparcar mal. Le prohibieron entrar en los casinos. Le pusieron micrófonos en el retrete. En los cinco primeros años del reinado de la Hormiga en Las Vegas se produjeron más asesinatos que en los veinticinco anteriores. La Hormiga Spilotro se folló a la mujer de Rosenthal el Zurdo, Geri McGee. Algunas consideraciones sobre Geri McGee: rubia de chamba. Descarada. Un poco puta. Les sacaba fichas a los primos. Se ponía de coca. Iba de vuelta pero seguía enamorada de un chulo de tercera al que conoció en el instituto de Dios Sabe Donde. Spilotro amenazó a un poli. Le calculaban unos quince asesinatos. Los barandas de Chicago estaban hasta el culo. Los barandas de Chicago decían: el Enano se folla a la parienta de El Zurdo; el Enano invade territorios acotados; el Enano roba a los turistas; el Enano amenaza a los pasmas; el Enano despista las ganancias del casino Stardust. Algunos de sus mendas sucumbieron a la presión y se arrimaron a la bofia. Se pusieron charlatanes. Los barandas de Chicago se pusieron ne-ne-ne-nerviosos. La Organización formó una comisión. Joseph Aiuppa, alias Joey el Palomas, encendió la luz verde.

Junio de 1986. Joe Ferriola, alias Mister Limpio, jefe interino de la familia de Chicago, llamó por teléfono a Tony Spilotro y a su hermano Michael para emplazarles a una reunión. A Joey el Palomas le habían metido en el trullo. TONY SPILOTROTony Spilotro concluyó que le iban a hacer jefe de la familia de Chicago. Michael Spilotro le dijo a su mujer que si tardaban más de un par de días es que las cosas se habían complicado mucho. Un maizal al lado de la ciudad de Enos, en el condado de Newton, Indiana. A Tony Spilotro no le hicieron baranda. Cuando aparecieron  tíos con bates de béisbol comprendió. A Michael le zumbaron primero y le dejaron ciego a palos. Tony pidió decir una oración. Les rompieron los huesos a golpes. Michael lloró. Les enterraron vivos echándoles tierra en un hoyo con una excavadora. Estaban hechos mierda cuando los encontraron. Les tuvo que identificar su hermano Pasquallino por las prótesis dentales. Pasquallino Spilotro era el único hermano honrado de la familia. Todo lo honrado que puede ser un dentista, en realidad. La oficina del Sheriff del condado de Newton sufragó los gastos del forense vendiendo camisetas estampadas con el lema: “Hermanos Spilotro. Compañía de Fertilizantes”.

MARTÍN OLMOS

«Del valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe»

In Fuera de carta on 3 de marzo de 2014 at 23:16

 Hace cien años que nació José Mallorquí, el creador del justiciero enmascarado El Coyote

PORTADA EL COYOTE ,

Don César de Echagüe es un caballerito español con hacienda en California que perora filosofía y le tienen por presuntuoso y por un poquito cagón, pero en las noches oscuras se esconde detrás de un antifaz y enmienda las injusticias gringas a tiros de colt. Entonces se convierte en el misterioso Coyote, que se viste con traje charro de gala, corbata roja de rebozo, sombrero galoneado de fieltro con barboquejo de gamuza y botas de cueraje bayo. Don César se ha formado en el extranjero y regresa a sus tierras recién firmado el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que Méjico entregó California a los Estados Unidos, y encuentra la región sumida en la revisión a la gringa de los títulos de propiedad de las minas de oro. Don César decepciona, por pusilánime, a su padre y a su prometida Leonor de Acevedo y no hace honor al lema familiar que dice: “De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe” y se acaba arrugando cuando el sicario Douglas Moore le desafía a duelo. Sin embargo, cuando se emboza es El Coyote, que rinde al villanaje y escapa a la galopada dejando al canalla su marca, que es un tiro en el lóbulo de la oreja.

El héroe enmascarado
El Coyote es la reescritura de varios tópicos literarios populares: en primer lugar revisa al jinete charro de las novelas de cowboys, que generalmente era un rufián grasiento ladrón de caballos o el compadre torpe del héroe anglosajón que se caía de culo en una acequia y decía constantemente “cuate”, “manito” o “por la Virgen de Guadalupe”. En segundo lugar es el heredero de los tradicionales héroes enmascarados clásicos Dick Turpin y La Pímpinela Escarlata, y en consecuencia, un precedente de los superhéroes disfrazados de los tebeos de Stan Lee. José Mallorquí Figuerola escribió “El Coyote” en 1943 para la editorial Molino con el seudónimo de Carter Mulford y desarrolló posteriormente el personaje en la editorial Cliper de Germán Plaza (que aún no se había asociado con José Janés). Antes había sido un hijo sin apellidos, un niño triste internado en los Salesianos, un heredero súbito y un sportman derrochador. Mallorquí, como todos los escritores de pulp que no albergan una conciencia exagerada de sí mismos, se inspiró alegremente y sin rubor en el personaje de El Zorro, el justiciero con antifaz que creó Johnston McCulley en “La JOSÉ MALLORQUÍmaldición de Capistrano”, en 1919. McCulley, que empezó de reportero de sucesos,  también se basó en las historias legendarias del bandido Joaquín Murrieta, que le decían el Robín Hood de California, y en la novela “Memorias de un Impostor”, de Vicente Riva Palacio, un escritor mejicano, masón y antiguo guerrillero contra la invasión norteamericana de su país. Ambos personajes comparten el apodo cánido, el antifaz y el traje de faena, que en el caso de El Coyote es el de la charrería fina y en el de El Zorro la capa negra, que no fue original al modelo literario sino aportación de la película de Douglas Fairbanks “La marca del Zorro” (Fred Niblo, 1920). En sus dos peripecias hay padre, hacienda y prometida,  los dos peinan bigote, son tomados por cobardes cuando van sin embozar y dejan en el cuero de los villanos una marca registrada, que en el caso del Zorro es la “Z” marcada a florete en la faz del canalla y en el de El Coyote un tiro en el lóbulo de la oreja.

El niño que nadie quería
José Mallorquí Figuerola nació en Barcelona el 12 de febrero de 1913 sin que nadie le esperase. Su padre, José Serra, no le reconoció y le negó sus apellidos. Su madre, Eulalia Mallorquí, le cedió los suyos pero no su ubre y lo dio a criar a una mujer que se llamaba Isidra, luego a otra que se llamaba Ramona, a la que el niño tuvo siempre por abuela, y después le internó en los Salesianos. José Mallorquí fue un niño triste y natural, mal estudiante y lector desordenado de Zane Grey y Blasco Ibañez. Dejó el pupitre a los catorce años y se puso a trabajar de meritorio en los Electrodomésticos Marelli para sacarse un jornal. En 1931 murió su madre y le dejó una herencia que invirtió en pegarse dos años de viajero y sportman. En aquella época el sport era para los ociosos y el deporte se hacía en calcetines de rombos pantorrilleros y jersey de casimir. Hoy el deporte se ha democratizado a la misma velocidad con la que ha ganado vileza y cualquiera se pone a andar en bici con leotardos de trapecista y cuentakilómetros. Cuando Mallorquí se gastó la herencia por lo menos había aprendido francés y se puso de traductor en la editorial Molino. Se casó con Leonor del Corral y cuando estalló la guerra rompió sus gafas de miope para escapar de las trincheras y pasó hambre. Volvió a la editorial Molino y publicó novelas deportivas y biografías de conquistadores españoles y no acertó con las policíacas, que fueron un fracaso. Su primer éxito fue la saga de “Los Tres Hombres Buenos”, un western que conoció serial radiofónico que escuchaba Fernando Savater cuando tenía diez años. El Coyote llegó en 1943 y se convirtió en serie en 1944, alcanzó casi doscientos títulos y fue la literatura popular preferida del español hasta pasados los años cincuenta. El generalísimo Franco los leía en el yate Azor, mientras le picaban los atunes, aunque él decía que estudiaba tratados de economía.

PORTADA EL COYOTE

Cuando el Coyote declinó en 1953, José Mallorquí tuvo un hijo al que le puso César y se metió en el negocio de los seriales radiofónicos, coleccionó vitolas de puros, sellos y botellines de whisky, echó barriga y se dio a los banquetes aunque era diabético, no ahorró un chavo y daba propinas del veinte por ciento de la consumición. Escribió los guiones de “Dos cuentos para dos”, de Luis Lucía, con Tony Leblanc, y del western “Brandy”, de José Luis Borau. Vio al Coyote en el cine en dos películas de Joaquín Luis Romero Marchent protagonizadas por el actor mejicano Abel Salazar, que no dio la talla, y tuvo la prudencia de no estar en este mundo cuando se estrenó en 1998 “La vuelta del Coyote”, de Mario Camus, con José Coronado como César de Echagüe, que pretendió cosechar laurel recogiendo las propinas de “La máscara del Zorro”, con Antonio Banderas. Amó a su mujer apasionadamente y cuando en 1971 ella murió de un mieloma múltiple  perdió las ganas de vivir. Llenó la casa con sus retratos, paseó el cementerio, se quedó un poco sordo y se le hizo cisco la espalda, lo que le obligó a dictar porque no podía sentarse a la máquina. Acarició la idea de enclaustrarse en un convento pero le aburrían las misas. El siete de noviembre de 1972 se pegó un tiro en la cabeza con una pistola Astra del calibre nueve. Dejó una nota para sus hijos que decía: “No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados”. Y debajo puso: “Perdón”.
«Del valor

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL DIARIO EL CORREO EL 11 DE FEBRERO DE 2013

Sopas de pan (y otro amanecer) para el vencedor

In Las doce cuerdas on 1 de marzo de 2014 at 12:31

Salamo Arouch sobrevivió al holocausto librando doscientas peleas a muerte

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Y todo eso por culpa del bistec”
JACK LONDON

Para reñir una pelea a puñetazos con una mínima posibilidad de llevarla hasta el final hacen falta huevos, un motivo y combustible. Los huevos pueden ser sustituidos por la desesperación y cualquier pasmón es capaz de buscarle un sentido a lo que hace por impulso y seguir durmiendo de un tirón. Sin combustible, en cambio, se arruga el pollino y no da un paso más y ninguna legión de famélicos ganó jamás batalla alguna. Vencer es una cuestión de nutrientes y de carne roja. Las vitaminas no pueden ser sintetizadas por el organismo y se obtienen comiendo. Antes de pelear al moro, Carrero Blanco le ofreció a Franco un plato de migas y Franco lo rechazó porque dijo que siempre entraba en combate en ayunas por si le herían y le tenían que operar. Franco no peleó al moro a puñetazos. En caso contrario hubiese merendado. Franco acabó merendando a destiempo y el difunto Umbral le escribió mojando soconusco en chocolate mientras firmaba sentencias de muerte sentadito en su escritorio después de la guerra. En una zurra a puras hostias, en cambio,  hay que ir comido. Un hombre tiene unos 650 músculos y puede que le haga falta mover razonablemente rápido una buena parte de ellos en una pelea física en la que se brinca, se fintea y se pega. Pelear es resuello y proteína, como cavar una zanja o tirar de un carro lleno de plomo. La técnica y la voluntad son factores que determinan solo si el cuero aguanta. En un combate de boxeo se pueden gastar mil calorías. La fe no mueve una montaña, por si le han dicho lo contrario. Comer mueve el mundo y no el amor, como predicaba Dante. La filosofía se hace en el postre, con el hartón. Comer es un proceso elemental, como mear y como sudar y como vivir un día más, y la cultura, decía Kapuscinski, es para los ociosos. La ética nació del ocio y por lo tanto de la digestión. La ética es un prejuicio. Los prejuicios se dejan en el paragüero cuando en la mesa ponen un plato para cada tres. El más rápido moja el pan en la yema. Los procesos elementales tienen la prioridad. En 1909 Jack London escribió el cuento “Un trozo de carne” (A Piece of Steak), en el que dijo la historia del boxeador viejo Tom King, que perdió su último combate contra un púgil más joven por no llevar comido un bistec que no le fió el carnicero. Tom King engañó al estómago con apenas una ración de gachas dejando en vigilia a la camada, gastó parte de su renta de vigor yendo al reñidero en el coche de San Fernando porque no tenía un mango para el tranvía y al final pagó con la derrota la carencia del filete cuando cada brazo le pesó una tonelada.

Cuando los nazis encerraron a Salamo Arouch en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau le ofrecieron boxear o morir y la bolsa del vencedor fue una esquina de pan y un cazo de más de sopa sin mondongo. Salamo Arouch combatió a muerte por un menú tan magro. Priorizó sus procesos elementales. Peleó doscientas veces.

Sin medallas de plata
Salamo Arouch nació el uno de enero de 1923 en Tesalónica. Su familia era judía sefardí y su padre le enseñó la Torá, la lengua de los ladinos y a boxear. Salamo Arouch disputó su primera pelea con catorce años y en 1938 ganó el campeonato griego de los pesos medios con una marca de veinticuatro combates seguidos vencidos por K.O. Arouch boxeaba sobre sus puntillas, cabriolando como un bailarín de ballet, y ensayaba un estilo clásico de sacar un jab de izquierda para preparar un cruzado de derecha con el que decidía. En 1939 ganó el título de los Balcanes y le ofrecieron formar parte del equipo olímpico de Grecia. En 1940 no hubo olimpiadas. En 1941 los alemanes entraron en Tesalónica. Al principio no se les aplicaron a los judíos las leyes de Núremberg. Después cerraron sus periódicos y  les prohibieron alternar en los cafés. Luego les prendieron la Estrella de David en las solapas de las chaquetas y les encerraron en guetos. En 1943 llegaron los hauptsturmführers Dieter Wisliceny y Alois Brunner, los músculos de la solución final de Adolf Eichmann. El 15 de marzo  metieron a 2.800 judíos en vagones de acémilas y les llevaron al campo de Auschwitz-Birkenau. Recién llegaron gasearon a 2.191 y a los 609 que lo contaron les mandaron a los SALAMO AROUCHcampos de trabajo para que les matase la extenuación, el hambre y el paludismo. El 15 de mayo, a las seis de la tarde, Salamo Arouch y su familia llegaron a Auschwitz a bordo de otro tren de la muerte de los Transportes Eichmann. A su madre y a sus hermanas las gasearon. A Salamo le pusieron en cueros, le despiojaron y le tatuaron en el brazo el número 136954. Un comandante llegó con su uniforme pardo con calaveras en el cuello y preguntó quién sabía boxear. Salamo Arouch no dijo nada. El comandante ofreció una esquina de pan y un cazo más de sopa a los peleadores. Salamo dijo que era boxeador profesional. El comandante no le creyó porque le calibró tapón. Salamo medía un metro y sesenta y ocho centímetros. Parecía un pellejo de apenas  cincuenta kilos. El pan era tangible. El comandante pintó un reñidero con un palo sobre la tierra y le puso a pelear contra otro preso. Salamo cabrioló como un bailarín, le preparó con un jab de izquierda y le tumbó con un puñetazo cruzado de derecha. Salamo ganó el chusco y el agua sucia. Su padre murió de cansancio en el tajo. A su hermano le alistaron en una unidad de  los sonderkommando y le mataron a tiros cuando se negó a sacarles los dientes de oro a los muertos. Salamo sobrevivió dos años peleando los miércoles y los domingos en combates con reglas laxas en los que no se tenía en cuenta el pesaje celebrados en barracones para el solaz de los guardias que cruzaban apuestas y se entrompaban. Revivió Roma con patricios arios. Salamo combatió doscientas diez peleas y obtuvo la prebenda del trabajo en la cocina en la que podía comer despistes del rancho, obtuvo la vida y una ración de sopas de pan. Ganó el bistec de Tom King. A los perdedores les gaseaban o les pegaban un tiro en el borde de la fosa común. Zurrados no servían para trabajar.  Lo importante no era participar. Tampoco hubo olimpiadas en 1944. Ni medallas de plata. Los perdedores acababan en el crematorio. La ética era un prejuicio. El pan era tangible.

A Salamo Arouch le liberaron los soviéticos en 1945. Se casó con una paisana del gueto. Se fue a Israel. Perdió su primer combate contra Amleto Falcinelli en 1955 en Tel Aviv. Puso un negocio de mudanzas. Le dio un derrame en 1994. Nunca se recuperó. Murió en 2009. Dejó una posteridad decente como podía haber sido al contrario. A los hombres les gustan los héroes o los villanos. Un hombre no es lo que es, sino la manera en la que le interpretan. A Salamo Arouch le interpretaron de héroe y Willem Dafoe le hizo una película en 1989 (“EL triunfo del espíritu” de Robert M. Young). La moneda cayó a su favor. Podían haberle pintado el cuadro de colaboracionista, como a las muchachas francesas a las que dejaron pelonas después de la liberación porque una tarde bailaron con un cabo de la Wehrmacht para procurarse unos leotardos con los que pasar el invierno. Un bistec, unas medias tupidas y sopas de pan. Necesidades elementales. 650 músculos que hay que mover. Salamo peleó para el público que le tocó. Cada día que vivió fue a costa de que otro no lo hiciera. Podía no haber peleado en aquellas ordalías de selección natural con borrachos mirando y haber elegido el martirio. Los mártires dan ejemplo, generalmente póstumo. Salamo Arouch no se quedó a esperar a que saliesen los leones cantando un salmo. Si queremos  verlo desde la ética del postre se vendió por un cazo de sopa y una partija de pan mientras aniquilaban a su estirpe y ensayamos dicha suposición siempre que no nos preguntemos por cuánto nos hubiésemos vendido nosotros.

MARTÍN OLMOS

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