MARTÍN OLMOS MEDINA

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El crimen de La Canal

In El cañí on 24 de mayo de 2014 at 13:47

José García San Juan degolló a su novia con una navaja barbera para birlarle 20.000 pesetas y gastárselas con su querida

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“En 1948 Burgos tenía treinta conventos y dos cabarés”
 PEDRO COSTA

Por cuatro mil duros y con una navaja barbera, el valor indiscutible que otorga el anís del Mono y un paisaje con catedral salió el de La Canal un crimen de meseta, clásico y de los que le decían pasional porque mediaban celos y jodiendas. El crimen tuvo lluvia de mayo que alivió el secano burgalés y cena de caracoles, moza en capilla soñando un vestido blanco, una viuda puta y jodedora y un tonto del haba con el lecho disperso y el oficio de cantamañanas. El tonto se llamaba José García San Juan, era de Prádena de Segovia, tenía veinticuatro años y ejercía en el liviano amateur sin llegar a tonto con pensión. No obstante, tenía la voluntad maleable y el pajarito cantor y andaba en la quincalla y repartido entre una novia formal y una señora mayor con la grupa hambrienta de galopes que guardaba un  retrato en el cuartelillo por haber gastado sus días de moza en el rendimiento del timo del larguero, que consistía en vender a un primo una propiedad ajena por la ful del dueño legítimo. José García San Juan rindió la mili en Madrid, en caballería, en el cuartel del barrio de Tetuán, en 1947, en la que ofició de ordenanza del comandante Álvaro González Fernández-Núñez y pasó la quinta oliendo a bosta, midiendo mamporros y cortejando a la cocinera de su oficial, Dominga del Pino, que era laboriosa y de Santa Olalla de Toledo. Cuando se licenció, se quedó en los madriles por buscarse el porvenir sin ponerle mucho énfasis, porque era cagón para sudar, y vivió de pensión en una habitación que le alquiló Francisca Sánchez Morales, que la decían La Molinera y era una mujer en el descarrío, de cuarenta y cinco años, viuda de luto flexible y antigua estafadora. José García San Juan y Dominga del Pino se prometieron para el casorio y pasearon los domingos mirando los atardeceres. A Francisca Sánchez Morales le gustaban los mozos verdes y se le daba bien el carnal, que le dice el popular la joda, y engatusó al tonto José García por la gimnástica y se lo cenaba todas las noches. Francisca Sánchez Morales era, sin embargo, fea, pero de caballería. Dominga del Pino se caía del guindo y guardaba el pan de ayer para ir ahorrando unas perras y juntó cuatro mil duros. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres y le llamaba la Fregona. Quizás escondía una naturaleza romántica de cartas perfumadas con jazmín detrás del venéreo. José García San Juan se dejó crecer el bigote. Se vio tenorio, el pobrecito, y una noche le dijo a Francisca que tan boba no sería Dominga si había hecho cuatro mil duros a base de pan de ayer. Ni tan bobo sería él, pensó, que disfrutaba domingos de novia de respetar  y noches de querida. Todos los tontos tienen su temporada. José García San Juan se dejó crecer el bigote pero seguía siendo pequeño y pardo como un gorrión. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres pero más le envidiaba los duros que observan más tangencia y una noche que le andaba madurando el verdor al tonto le apuntó la maquinación para hacerse con la dote de la novia y José García asintió porque tenía, el pobrecito, poquita voluntad para escurrirse de líos cuando estaba en la horizontal.

El degüello
En mayo de 1948 José García le dijo a Dominga de un bar que había apalabrado en traspaso en Aranda de Duero para construirse un futuro y por el que había adelantado cinco mil pesetas y la convenció para asociarse en el negocio arrimando los cuatro mil duros con los que pagarían a un notario de Burgos para consolidar los timbres y después casarse. Los novios tomaron un tren y llegaron a Burgos el 15 de mayo, José García con su bigote y dos navajas barberas recién amoladas en el asentador y Dominga con sus ahorros y un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro a la que se encomendaba con veneración, alquilaron cama en la Pensión Riojana y se fueron a cenar caracoles a Casa David, en la Plaza de la Vega, donde Dominga le pidió al mesero que le envolviese el chusco de pan que les sobró del unto y se lo llevó en un paquete atado con una hoja del Adelantado de Segovia. Amanecieron el día siguiente con pan duro y noticias de ayer y José García consiguió la custodia de los cuatro mil duros hechos de migas y sopas de chuscos estirados, echó un paseo hasta una tasca de la calle de la Merced y se reunió con Francisca, que le apuntó que para que la Fregona no les denunciase había que terminarla por la mojosa y quitarse de flecos por la lógica incontestable de que las muertas no dicen ni mú. José adquirió el valor soplándose la mitad de una botella de anís del Mono y se llevó a pasear a la novia debajo de una gabardina porque llovía y a las seis de la tarde le pidió abrazo buscándole la intimidad y la rebanó el pescuezo con la barbera entre un arroyo y un trigal de la zona de La Canal, al final de las Calzadas, al lado de la fábrica El Porvenir. Murió degollada y sin casar la pobre Dominga, abrazadita a su Landrú de la meseta, que fue quinto mamporrero,  y  al alba del día siguiente un campestre encontró su cuerpo recogiendo la lluvia de mayo y al lado de la navaja y del chusco de pan duro que sobró de los caracoles envuelto en una hoja del Adelantado de Segovia con noticias de anteayer.

A  la viuda puta Francisca Sánchez y a José García San Juan, que era pequeño y pardo como un gorrión y no le iba el bigote, les trincaron tres días después en la estación de Valladolid y los comparecieron en Burgos, donde la pérfida chuleó gestos a la concurrencia que le insultó y el tonto se arrugó cagón por no acarrear anís. El crimen de La Canal tuvo predicación en aquel Burgos de conventos y cuarteles y salió en los papeles con fotos de Federico Vélez y cuarenta años después le hizo Vicente Aranda una película (“Amantes”, 1991) con Victoria Abril, producida por Pedro Costa, antiguo reportero de El Caso. A Francisca Sánchez Morales y a José García San Juan les juzgaron sin defensa, porque el abogado de oficio que les tocó no asistió por unas anginas, y les condenaron al garrote, pero les atenuaron la pena por otra de treinta años y salieron mediando los sesenta. Francisca la diñó de un infarto recién pisó la calle y José prosperó en Zaragoza en la construcción. El de La Canal fue crimen de manufactura clásica, victoriana, que le decían pasional porque incurrían celos y jodiendas y le decían de triángulo amoroso, por ponerle geometría, y tuvo mazorral corto de entendimiento, criada cegadita de amor y vampiresa, navaja barbera y anís del Mono y sostuvo la afición con solvencia. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres y quizás escondía detrás del venéreo un natural romántico de cartas de amor y paseos del brazo pero quizás no,  y lo que le envidiaba eran los cuatro mil duros paridos a base de chuscos duros y al final fue un suceso de parneses. Ya no se estira el pan ni se cosen los tomates de los calcetines con un huevo duro y ya no se usan las navajas barberas porque ya no hay fígaros de chaquetilla que te cuentan los toros mientras te pelan y abundan, en cambio, las peluquerías unisex, que son cosas de franceses. El anís del Mono aún contribuye a los soles y sombras y aguanta su botella labrada con la etiqueta de un macaco que se parece a Darwin pero ya no le sacan ruido los conjuntos del folclore frotándola con una cuchara, qué pena. De lagartas seguimos servidos, gracias, y tontos del haba hay seis o siete en cada portal y alguno con el bachillerato.

MARTÍN OLMOS

El ejército de la señorita Pepis y el general Sangre y Pelotas

In Hazañas bélicas on 16 de mayo de 2014 at 22:08

Entre los brutales discursos de Patton y los paños calientes debe existir una forma intermedia de referirse al Ejército

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“No hay cincuenta maneras de combatir; solo hay una, vencer”
ANDRÉ MALRAUX

El fraile Juan Pérez de Pineda utilizó con precisión 16.000 palabras distintas en un solo libro y, sin embargo, escribió en sus “Diálogos familiares de la agricultura cristiana” (Salamanca, 1589): “Agora puedes decir lo que quieres, que no uso de circunferencia, antes hablo pan por pan y vino por vino, al uso de mi tierra”. Es difícil determinar cuándo empezamos por acá a hablar circunferencialmente, primero por no molestar y después para atar los perros con longaniza. Seguramente fue cuando principiaron los noventa y cayó el Telón de Acero, cuando empezó la era Clinton, que pretendió ser el nuevo Kennedy y se quedó en una felación para subir nota en el despacho del rector que no le hizo media sombra al lecho numeroso de JFK. Cuenta José María Iribarren que a los perros con longanizas los empezaron a atar las obreras del taller del choricero Constantino Rico, de Candelario, Salamanca, cuyos embutidos le gustaban tanto a Carlos IV que le encargó al maestro Ramón Bayeu, cuñado de Goya, un retrato del morcillero para colgarlo en la Sala de Embajadores de El Escorial. Hay que suponer, sin ser demasiado lince, que los perros del taller de Constantino Rico duraron más bien poco atados a la pata del tajo y se fueron a mear en los portales y a preñar de camadas a las podencas de la vecindad en vez de quedarse a vigilar la industria. Hablar en circunferencia tiene más de atar perros con longanizas que de amabilidad y no querer faltar y hasta tiene un poquito de paternalismo jesuítico que al final no trae más que disgustos. Construir un circunloquio para llamar a un cojo ya empieza por dar por supuesto el desmerecimiento del cojo, al que se le quiere proteger de la asunción natural de su pata corta y se le acaba haciendo creer que es Emil Zátopek. El cojo, y también el galgo, de lo que se tiene que proteger es de los imbéciles, que abundan y se apuntan a cualquier maña, confunden la ofensa con el adjetivo y le acaban diciendo al pan de otra forma para evitarle el monosílabo ramplón y ponerlo importante. Para que parezca otra cosa como si no fuera digno ser un pan.

Se puede disfrazar cualquier cosa, como a una mona con un vestido de seda, pero se le va a acabar viendo la goma de la careta como en la resaca de un carnaval. A la guerra la han intentado disfrazar de honorable con convenciones de Ginebra y poemas de Tennyson pero no han conseguido que sea otra cosa que la manera que tiene el hombre de invertir el curso de la naturaleza haciendo que los padres entierren a sus hijos. Una guerra es tan agradable como pisar una boñiga el día que vas a conocer a tus suegros y apareja un rabo de violaciones y hambrunas que le hacen los coros a las bajas por metralla de las granadas de fragmentación. En tiempos de paz los soldados visten los parques paseando las pecheras puntuadas de botones dorados y empujan los carritos de las criaditas para dar argumentos a las zarzuelas (a veces se dejan bigotes de puntas prusianas). En las trincheras se deja la moda en el perchero y se visten los quintos de hiedra para que les confundan con el paisaje y no los tumben a balazos. El ejército francés tuvo que prescindir al comienzo de la Primera Guerra Mundial del quepis rojo y azul y de los pantalones encarnados de su uniforme y los cambió por un paño gris para no divulgarse delante de los francotiradores. El ejército más que chulo tiene que ser fiero, por si hay que reñir, como el garrote con nudos que enseñan los tasqueros encima de la coñá para prevenir al gorrón, que hay que pensar que no están locos por irse a estacazos pero por si acaso. Pintarlo de lo contrario es atarle con longanizas y timarle al presupuesto. Ojalá se queden los soldados para vestir los parques y para dar argumentos a las zarzuelas, pero si un día hay que ponerlos a lo suyo mejor que los comande alguien al que no le dé vergüenza y piense que la Legión está para rescatar gatitos de un parterre y adornar las Semanas Santas.

El ejército de Rousseau
Cuando José Bono era ministro de Defensa dijo en el Centro Woodrow Wilson de Washington que prefería que le matasen a matar como convicción moral personal. Su inclinación al martirio no era la actitud más apropiada para un tío que gestiona tres ejércitos y es posible que dos chusqueros o tres pensaran que también quería que les matasen a ellos, lo que es más bien un argumento descorazonador para la tropa. Cuenta Joaquín Leguina que la elección de Carmen Chacón como ministra de Defensa se decidió en una reunión de tíos molones para ver quién la decía más gorda. José Blanco anunció que Zapatero quería a una mujer para dar “un pelotazo mediático” en un ejercicio de carpintería política más bien poco funcional y Miguel Barroso propuso nombrar a su mujer, que además era catalana y estaba embarazada. Carmen Chacón acabó ordenando firmes a la infantería, queriendo quitarles el chapiri a los legionarios y diciendo que el Ejército Español era pacifista, como si le diese vergüenza mandar un estamento en el que se presentan armas, ar. Carmen Chacón terminó queriéndole circunferenciar el vocabulario al mando de la base Miguel de Cervantes de Marjayún, en El Líbano, recomendándole que no usase la palabra “combate” porque el ejército estaba movilizado en una misión de paz. Los anuncios de alistamiento parecieron ofertas de empleo para chavales con dominio del “office” que bailaban entre las buenas intenciones y el cinismo. El ejército de las chacones y los bonos pretendió pasar por algo entre Rousseau y la señorita Pepis -que fue la marca de botiquines de mentira de la juguetería Graines S.A. con la que jugaban a ser mayores las niñas de los setenta que querían ser polifacéticas- en vez de ser el perrazo del granjero que tiene que vigilar la huerta y, por lo menos, ladrar amenazadoramente.

Los discursos a la manera de la tierra de Juan Pérez de Pineda, que era Madrigal de las Altas Torres, la misma que la de Isabel la Católica, no llevan a engaño de lo que uno se va a encontrar y si son de leva ya lleva el quinto aprendido lo que le va a tocar y se deja la esponja en casa. Al general George S. Patton le llamaba la tropa el Viejo Sangre y Pelotas (Old Blood and Guts) y se conducía con la delicadeza de un pedo después de la comunión en la misa de doce. A Patton le gustaba una guerra como a un tonto pulsar los porteros automáticos y tuvo un perro que se llamaba “Tanque” y otro que se llamaba “Willie” en honor a Guillermo el Conquistador, y a ninguno de los dos los amarró con longaniza. En 1944 le dieron el mando del Tercer Ejército con la misión de tomar Bretaña y proteger el flanco aliado. El Tercer Ejército estaba formado por el VIII Cuerpo al mando de Troy Middleton, el XII de Gilbert Cook, el XV a las órdenes de Wade Haislip y el XX de Walton Walker, todos nutridos GEORGE S. PATTONfundamentalmente de reclutas que habían sido entrenados durante dos años por el general Walter Krueger pero que carecían de experiencia en combate. El 5 de junio de 1944 el Viejo Sangre y Pelotas les largó un discurso de pan por pan, a la manera del Madrigal,  que le salió entre  la épica y las instrucciones de uso. Patton les dijo, descriptivo: “No solo vamos a dispararles a los hijos de puta, vamos a destriparlos y a utilizar sus tripas para engrasar las cadenas de nuestros tanques”. Patton les dijo, adjetival: “Vamos a matar a esos hunos piojosos y engreídos”. Patton les dijo, aconsejador: “Rajadles la barriga, disparadles en las tripas”. Patton les dijo, aritmético: “Cuantos más alemanes matemos, menos de los nuestros morirán”. Y Patton les dijo, soñador: “Y cuando dentro de veinte años vuestro nieto os pregunte qué hicisteis en la gran Segunda Guerra Mundial, no tengáis que toser y decir: tu abuelito paleaba mierda en Louisiana. No señor. Podréis mirarle a los ojos y decirle: tu abuelo avanzó con el gran Tercer Ejército y un maldito hijo de puta llamado Georgie Patton”.

MARTÍN OLMOS

La noche que mataron a Ben Hur

In Esto es Hollywood on 6 de mayo de 2014 at 10:01

A Ramón Novarro le mataron dos chaperos por 5.000 dólares improbables

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“La espantosa muerte de Ramón Novarro a causa de una paliza recordó los extraños crímenes del Hollywood de antaño”  
KENNETH ANGER

1862
Se riñó la sangrienta batalla de Shiloh de la Guerra de Secesión. Contendieron las fuerzas confederadas del general Albert S. Johnston y las del  Ejército de Tennessee de Ulysses S. Grant. En dos días de lucha murieron 25.000 hombres. Ulysses S. Grant empinaba el codo. Ocho años antes tuvo que dejar el ejército por borrachuzo. El primer día Johnston tomó la iniciativa. Hizo correr a las tropas bisoñas. Grant se perdió el comienzo del combate  porque se estaba reponiendo por haberse caído debajo de un caballo. El borrachuzo de Grant se entrompó y desmontó a la voltereta. Los unionistas se replegaron a lo largo de cinco kilómetros. No dejaron de retroceder.  Johnston se dejó alcanzar por una bala que le seccionó una arteria. Murió  desangrado. Murió sonriendo, al mediodía. Le envolvieron en una manta para que no le viese la tropa. El general Beauregard asumió el mando. Beauregard admiraba a Napoleón. Beauregard rió primero y no se acordó de que el que se ríe después se lo pasa mejor. Ordenó enviar un telegrama a Richmond anunciando la victoria del sur. Grant esperaba los refuerzos de los generales Wallace y Prentiss. Lewis Wallace era abogado. Su padre estuvo en West Point. Lewis Wallace tenía treinta y cinco años y no pensaba mucho en Jesucristo. Lewis Wallace condujo a su división a través de una de las dos rutas posibles. Grant no le había especificado cuál debía tomar. Grant ni siquiera reparó en que no hay un solo camino para llegar a cualquier parte. El segundo día se decidió la batalla de Shiloh a favor de la Unión gracias a la llegada de un refuerzo de 25.000 hombres al mando del general Carlos Buell. Grant celebró la victoria. Puede que con un trago. Grant perdió 13.000 hombres. Los confederados 11.000. El rey Pirro de Epiro contó sus bajas después de derrotar a Roma en la batalla de Heraclea y dijo: “Otra victoria como ésta y volveré solo a casa”. En el norte llamaron a Grant borrachuzo. Grant buscó a alguien que pagase la cuenta del bar. Dijo que el general Lewis Wallace perdió unas horas preciosas al equivocarse de ruta. Wallace aún no pensaba en Jesucristo. Se pasó la vida intentando quitarse el blasón de incompetente.

1878
El presidente Rutherford B. Hayes nombró a Lewis Wallace gobernador territorial de Nuevo México con un sueldo de 2.600 dólares al año. Le encomendó la misión de acabar con la guerra de pastos del Condado de Lincoln. En Lincoln había cholos, mestizos y arribistas. En la guerra del Condado de Lincoln destacaba por bravío un pistolero niño. Se llamaba Billy y no sabía que iba a  ser leyenda. Apenas barbaba derecho, apenas era un pendejo. Lewis Wallace hizo el viaje a Nuevo México en tren. Demoró las horas largas hablando con Robert Ingersoll, filósofo agnóstico. Lewis Wallace acabó el viaje pensando en Jesucristo. Lewis Wallace no entendió a Billy el Niño. Le prometió un indulto que se olvidó de cumplir. Billy le prometió la muerte. Lewis Wallace se entrenó disparando contra una silueta dibujada sobre una pared de adobe. Mientras tanto escribió una novela de romanos que se llamó  “Ben-Hur. Una Historia de Jesucristo” y ofreció una recompensa de 500 dólares a quien matase al Niño.

1880
El 12 de noviembre la editorial Harper y Hermanos publicó “Ben-Hur”. En cuarenta días vendió cinco mil ejemplares de la primera edición. A Lewis Wallace le gustaba fumar puros oyendo a las cigarras. A veces oía serenatas tapatías que le cantaban al Niño. Se las cantaban las Guadalupes. En los periódicos del norte hablaban de Billy el Niño. Billy acaso intuyó su leyenda. Billy acaso ni se la imaginó. Las circunstancias de Billy eran más grandes que Billy.

1881
Pat Garrett mató a Billy el Niño quizás a traición. Billy el Niño murió descalzo como Jesucristo y le siguieron cantando serenatas tapatías las Guadalupes.

1888
“Ben-Hur” fue el libro más vendido de los Estados Unidos después de la Biblia. En Broadway lo adaptaron al teatro y permaneció quince años en cartel. Recaudó veinte millones de dólares.

1905
Murió Lewis Wallace de cáncer. Durante cinco años fue embajador en Turquía. Vio crepúsculos de medias lunas en Estambul. Oyó las músicas que animaban a los derviches y quizás le recordaron a las serenatas de la raya que le cantaban al Niño las Guadalupes.

1925
Faltaban cuatro años para que el mundo se fuera al diablo. Se estrenó la película “Ben-Hur” de la Metro-Goldwyn-Mayer dirigida por Fred Niblo, la cinta de cine mudo más cara de todos los tiempos. El hijo de Wallace,  Henry Lane,  recogió los réditos. En el rodaje en Roma murieron ahogados varios extras al incendiarse un barco reproduciendo una  batalla naval. Ramón Novarro fue Juda Ben-Hur. Ramón Novarro era mejicano como una serenata tapatía. Era el rival de Valentino. RAMON NOVARROValentino y Novarro se iban de juerga juntos. Valentino se casó con dos lesbianas. A Valentino le dijeron de sarasa. Valentino se partió la cara con los que le dijeron de sarasa. Valentino se murió un año después preguntándole a su médico: ¿de verdad tengo pinta de maricón? Ramón Novarro era sarasa. La Metro le intentó un matrimonio de conveniencia. Ramón Novarro frecuentaba putos. Valentino le regaló a Novarro un consolador de grafito art decó autografiado. El grafito es una forma de carbono. El art decó es la decoración poco funcional de las entreguerras. Ya saben lo que es un consolador.

1959
Se estrenó la película “Ben-Hur” de la Metro-Goldwyn-Mayer dirigida por William Wyler. Charlton Heston fue Juda Ben-Hur. Bette Davis dijo que llamaban actor a cualquiera que se untase de aceite los musculitos. Charlton Heston partía nueces con la quijada y era progresista. Charlton Heston tuvo un primo en el Renacimiento que posó para Miguel Ángel. Acabó besando a una mona debajo de la Estatua de la Libertad y derivó a estribor.

1968
No era mayo ni era París. Era 31 de octubre y era “Halloween”, la fiesta de las calaveras. Ramón Novarro frecuentaba putos. Dejó atrás los buenos tiempos. Le acabó el cine sonoro. Le acabó que le dijeran de comunista. Apareció en capítulos de “Bonanza” y de “El Gran Chaparral”. Ramón Novarro frecuentaba putos. A veces se entrompaba. Ramón Novarro se entrompó y le dijo a un chapero que se iba a gastar cinco mil machacantes en hacer obras en su casa de Lauren Canyon. Iba a cumplir setenta años. Tom y Paul Ferguson eran dos chulos de tercera. Creían que Novarro tenía los cinco mil en su casa. Le cortejaron para una juerga griega. Le ataron con un cable, le violaron y le torturaron a hostias. Luego le ahogaron metiéndole en la boca el consolador de granito art decó que le regaló Valentino. Mataron a Ben-Hur.

1999
Dos estudiantes tarados mataron a trece personas en el Instituto de Columbine, en Colorado. Llevaban en las mochilas los donuts, una escopeta Sprinfield, una carabina del nueve, una Stevens de dos cañones, una semiautomática de mano y cien bombas de propano.

2002
Michael Moore presentó su documental “Bowling for Columbine” en Cannes. Si quiere usted alternar en sociedad con los tíos finolis tenga la precaución de no pronunciar la s final, que es muda. Michael Moore era el gordo del instituto que quiso ser guay. Charlton Heston ya no besaba monas ni era progresista y animaba los cotarros de la Asociación del Rifle levantando un Kentucky de chispa como antaño levantó las Tablas de la Ley. Al final de “Bowling for Columbine”, Michael Moore se la pegó. Le pidió una entrevista. Heston se sentó en una silla de tijera con su nombre. Moore le preguntó por la libre circulación de armas en los estados de la Unión. Le responsabilizó de que los tarados disparasen en los institutos. Heston huyó. A pasitos de viejales. Dobladito. Ya no estaba para cuadrigas ni para besar monas. Si quiere usted alternar en los juegos florales con los poetisos tenga la precaución de no acentuar la primera a de cuadriga. Michael Moore pensó que era guay perseguir a un viejo. Michael Moore era un tío super guay. Gastaba sudaderas, gorras y doble papada. El machote le hizo correr a un Ben-Hur con peluquín medio inválido. Salió en “South Park”.

2014
Paul Ferguson sigue en la trena. Su hermano Tom murió en 2005 después de que le soltaran y volviese al trullo por violación y sodomía. En Semana Santa pondrán en la tele “Ben-Hur”. Pero es mejor verla en el cine con cinco duros de maní.

MARTÍN OLMOS

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