José García San Juan degolló a su novia con una navaja barbera para birlarle 20.000 pesetas y gastárselas con su querida
“En 1948 Burgos tenía treinta conventos y dos cabarés”
PEDRO COSTA
Por cuatro mil duros y con una navaja barbera, el valor indiscutible que otorga el anís del Mono y un paisaje con catedral salió el de La Canal un crimen de meseta, clásico y de los que le decían pasional porque mediaban celos y jodiendas. El crimen tuvo lluvia de mayo que alivió el secano burgalés y cena de caracoles, moza en capilla soñando un vestido blanco, una viuda puta y jodedora y un tonto del haba con el lecho disperso y el oficio de cantamañanas. El tonto se llamaba José García San Juan, era de Prádena de Segovia, tenía veinticuatro años y ejercía en el liviano amateur sin llegar a tonto con pensión. No obstante, tenía la voluntad maleable y el pajarito cantor y andaba en la quincalla y repartido entre una novia formal y una señora mayor con la grupa hambrienta de galopes que guardaba un retrato en el cuartelillo por haber gastado sus días de moza en el rendimiento del timo del larguero, que consistía en vender a un primo una propiedad ajena por la ful del dueño legítimo. José García San Juan rindió la mili en Madrid, en caballería, en el cuartel del barrio de Tetuán, en 1947, en la que ofició de ordenanza del comandante Álvaro González Fernández-Núñez y pasó la quinta oliendo a bosta, midiendo mamporros y cortejando a la cocinera de su oficial, Dominga del Pino, que era laboriosa y de Santa Olalla de Toledo. Cuando se licenció, se quedó en los madriles por buscarse el porvenir sin ponerle mucho énfasis, porque era cagón para sudar, y vivió de pensión en una habitación que le alquiló Francisca Sánchez Morales, que la decían La Molinera y era una mujer en el descarrío, de cuarenta y cinco años, viuda de luto flexible y antigua estafadora. José García San Juan y Dominga del Pino se prometieron para el casorio y pasearon los domingos mirando los atardeceres. A Francisca Sánchez Morales le gustaban los mozos verdes y se le daba bien el carnal, que le dice el popular la joda, y engatusó al tonto José García por la gimnástica y se lo cenaba todas las noches. Francisca Sánchez Morales era, sin embargo, fea, pero de caballería. Dominga del Pino se caía del guindo y guardaba el pan de ayer para ir ahorrando unas perras y juntó cuatro mil duros. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres y le llamaba la Fregona. Quizás escondía una naturaleza romántica de cartas perfumadas con jazmín detrás del venéreo. José García San Juan se dejó crecer el bigote. Se vio tenorio, el pobrecito, y una noche le dijo a Francisca que tan boba no sería Dominga si había hecho cuatro mil duros a base de pan de ayer. Ni tan bobo sería él, pensó, que disfrutaba domingos de novia de respetar y noches de querida. Todos los tontos tienen su temporada. José García San Juan se dejó crecer el bigote pero seguía siendo pequeño y pardo como un gorrión. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres pero más le envidiaba los duros que observan más tangencia y una noche que le andaba madurando el verdor al tonto le apuntó la maquinación para hacerse con la dote de la novia y José García asintió porque tenía, el pobrecito, poquita voluntad para escurrirse de líos cuando estaba en la horizontal.
El degüello
En mayo de 1948 José García le dijo a Dominga de un bar que había apalabrado en traspaso en Aranda de Duero para construirse un futuro y por el que había adelantado cinco mil pesetas y la convenció para asociarse en el negocio arrimando los cuatro mil duros con los que pagarían a un notario de Burgos para consolidar los timbres y después casarse. Los novios tomaron un tren y llegaron a Burgos el 15 de mayo, José García con su bigote y dos navajas barberas recién amoladas en el asentador y Dominga con sus ahorros y un cuadro de la Virgen del Perpetuo Socorro a la que se encomendaba con veneración, alquilaron cama en la Pensión Riojana y se fueron a cenar caracoles a Casa David, en la Plaza de la Vega, donde Dominga le pidió al mesero que le envolviese el chusco de pan que les sobró del unto y se lo llevó en un paquete atado con una hoja del Adelantado de Segovia. Amanecieron el día siguiente con pan duro y noticias de ayer y José García consiguió la custodia de los cuatro mil duros hechos de migas y sopas de chuscos estirados, echó un paseo hasta una tasca de la calle de la Merced y se reunió con Francisca, que le apuntó que para que la Fregona no les denunciase había que terminarla por la mojosa y quitarse de flecos por la lógica incontestable de que las muertas no dicen ni mú. José adquirió el valor soplándose la mitad de una botella de anís del Mono y se llevó a pasear a la novia debajo de una gabardina porque llovía y a las seis de la tarde le pidió abrazo buscándole la intimidad y la rebanó el pescuezo con la barbera entre un arroyo y un trigal de la zona de La Canal, al final de las Calzadas, al lado de la fábrica El Porvenir. Murió degollada y sin casar la pobre Dominga, abrazadita a su Landrú de la meseta, que fue quinto mamporrero, y al alba del día siguiente un campestre encontró su cuerpo recogiendo la lluvia de mayo y al lado de la navaja y del chusco de pan duro que sobró de los caracoles envuelto en una hoja del Adelantado de Segovia con noticias de anteayer.
A la viuda puta Francisca Sánchez y a José García San Juan, que era pequeño y pardo como un gorrión y no le iba el bigote, les trincaron tres días después en la estación de Valladolid y los comparecieron en Burgos, donde la pérfida chuleó gestos a la concurrencia que le insultó y el tonto se arrugó cagón por no acarrear anís. El crimen de La Canal tuvo predicación en aquel Burgos de conventos y cuarteles y salió en los papeles con fotos de Federico Vélez y cuarenta años después le hizo Vicente Aranda una película (“Amantes”, 1991) con Victoria Abril, producida por Pedro Costa, antiguo reportero de El Caso. A Francisca Sánchez Morales y a José García San Juan les juzgaron sin defensa, porque el abogado de oficio que les tocó no asistió por unas anginas, y les condenaron al garrote, pero les atenuaron la pena por otra de treinta años y salieron mediando los sesenta. Francisca la diñó de un infarto recién pisó la calle y José prosperó en Zaragoza en la construcción. El de La Canal fue crimen de manufactura clásica, victoriana, que le decían pasional porque incurrían celos y jodiendas y le decían de triángulo amoroso, por ponerle geometría, y tuvo mazorral corto de entendimiento, criada cegadita de amor y vampiresa, navaja barbera y anís del Mono y sostuvo la afición con solvencia. Francisca Sánchez Morales le envidiaba a Dominga los domingos de atardeceres y quizás escondía detrás del venéreo un natural romántico de cartas de amor y paseos del brazo pero quizás no, y lo que le envidiaba eran los cuatro mil duros paridos a base de chuscos duros y al final fue un suceso de parneses. Ya no se estira el pan ni se cosen los tomates de los calcetines con un huevo duro y ya no se usan las navajas barberas porque ya no hay fígaros de chaquetilla que te cuentan los toros mientras te pelan y abundan, en cambio, las peluquerías unisex, que son cosas de franceses. El anís del Mono aún contribuye a los soles y sombras y aguanta su botella labrada con la etiqueta de un macaco que se parece a Darwin pero ya no le sacan ruido los conjuntos del folclore frotándola con una cuchara, qué pena. De lagartas seguimos servidos, gracias, y tontos del haba hay seis o siete en cada portal y alguno con el bachillerato.
MARTÍN OLMOS