MARTÍN OLMOS MEDINA

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Las canciones con mensaje

In Con buena letra on 13 de abril de 2015 at 20:52
canciones

Si somos adultos para volver tarde a casa, lo somos para aguantar la vela y no hace falta que nos protejan de una canción.

“Envidio a la gente que bebe. Al menos ellos tienen a qué echar la culpa de todo”
OSCAR LEVANT. Cómico.

Cuando sobra el tiempo y hay ganas de enredar se matan moscas con el rabo y se convierte en ordalía una gaita que no aguanta media hora de tertulia. No hace mucho, las asociaciones feministas pidieron a Loquillo que eliminase de su repertorio la canción “La Mataré” (por favor sólo quiero matarla,/ a punta de navaja/ besándola una vez más), compuesta por Sabino Méndez en homenaje a las “vibrantes rumbas misóginas de los Chunguitos” (“Corre, Rocker. Crónica personal de los ochenta”. Sabino Méndez, 2000) porque decían que alentaba a tirar mujeres por la ventana. “La Mataré” se construyó sobre una maqueta de rumba acelerada hasta convertirse en rock, fue elegida la mejor canción del año por Radio Nacional en 1987 y la revista “Rolling Stone” la consideró entre las doscientas mejores del pop español, pero un día dejó de ser canción para ser sospechosa de apología y Loquillo tuvo que boxearla contra las cuerdas y saltársela en sus conciertos en directo hasta que le entró el buen juicio (y acumuló su capital de valor) y la defendió diciendo que entonces habría que prohibir también el heavy y el rap y el trashmetal, los tangos clásicos, el “Otelo” de Shakespeare y la película “Átame”, de Pedro Almodóvar. Loquillo recuperó el tema en sus giras porque concluyó que se estaban sacando las cosas de quicio y “porque estaba hasta los cojones”, según le dijo al periodista Juanjo Ordás. Sabino Méndez dijo que intelectualmente pertenecía a la especie omnívora que bucea en cualquier texto buscando hallazgos y coincidía con William Burroughs a la hora de considerar el lenguaje como un virus.

Las reglas del tango

Lo de la corrección política se ha convertido en un chiste sin gracia que sigue hasta el matiz el que ve en cada sombra a un sospechoso de algo y que se la salta el ácrata de día festivo dibujando a un niño y a un obispo para hacerse el sinvergüenza y pasar por el rebelde que se tira un pedo en un funeral, porque en ambos extremos abundan los imbéciles. El primero te persigue con una antorcha si le cedes el asiento a una chica en el autobús, por machista y por cabrón, y el segundo practica la iconoclasia de ópera de perra gorda pero llevando la precaución de no pintar a un Mahoma porque una cosa es ser turbulento y James Dean y otra que te disparen. De que a una mujer la tire un cafre por la ventana tiene la culpa el cafre y su índole, dentro de la cual es una circunstancia más bien residual su naturaleza melómana, y en consecuencia hay que exonerar a Loquillo, a Méndez y al tango clásico. El tango lo quiso prohibir Pío X porque se bailaba lascivo y agarrao y hoy lo prohibirían los que se la cogen con papel de fumar y dan por hecho que un tío corriente es un simio imitador y va y repite el comportamiento que escucha en una canción porque al pobre no le alcanza el entendimiento para más. Uno de los subgéneros del tango es el del lamento del cornudo, que generalmente incluye la limpieza del honor a cuchilladas en un ejercicio de paridad del criollito humillado, que se madruga igual a la percanta que al doctor: “Yo he sido un criollo bueno, me llamo Alberto Arenas,/ señor,  me traicionaban y los maté a los dos. /Mi china fue malvada, mi amigo era un sotreta, / mientras me fui a otro pago, me masureó la infiel./ Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta:/ las trenzas de mi china y el corazón de él” ( A la luz del candil. Letra de Julio Navarrine) o “cuando a mi hogar regresaba/ comprobé que me engañaba/ con el amigo más fiel./ Y, ofendido en mi amor propio,/ quise vengar el ultraje;/ lleno de ira y coraje/ ¡sin compasión los maté!” (Noche de Reyes. Letra de Jorge Curi). Navarrine y Curi, o Discépolo o Le Pera, bucearon , como Méndez, en los textos que tenían a mano, que eran en este caso la orilla y la pendencia y escribieron una violencia que ya había y no se la inventaron ellos. La limpieza a cuchilladas del honor no es, sin embargo, un tema patrimonial exclusivo del tango y aparece lo mismo en el bolero de Roberto Cantoral “El Preso Número Nueve” (que, por cierto, cantó Joan Baez) ,en el que el protagonista ni se arrepiente ni le da miedo la eternidad por haber matado “a su mujer y a un amigo desleal”, que en el blues “Cocaína” de Johnny Cash (que vestía de negro igual que Loquillo): “Temprano, una mañana dando vueltas,/ tomé un poco de cocaína y maté a mi mujer”. La misoginia sale en la Biblia (“Y hallé más amarga que la muerte a la mujer”, Eclesiastés 7, 26), en las jotas mañas, en Shakespeare y en los chistes de ¿sabes cómo aparca una mujer? , pero la culpa de la asesinada es del que la mata y de la pitarra mal bebida, de los celos, de que es idiota o de que se le olvidó que él también proviene de mujer, a no ser que se pariese solo en el bosque debajo de una seta. Pretender que las referencias anteriores son influyentes es dar por hecho que un hombre normal, dentro de sus parámetros de cabalidad, tira en realidad al monte y hay que protegerle de sí mismo.

Confundir un tango (que es un género con sus cláusulas y no es antropología) o una canción de Loquillo con un manual de cómo proceder con tu mujer y un soplete si aquella se enamora del butanero es un poquito demagógico y buenrollista y busca el aplauso inmediato del que se sube al carro en el que intuye que hay que estar. En 2006, después de que María Teresa Fernández de la Vega se vistiese de mamá bantú durante una visita a Kenia, el diputado del Partido Popular Eduardo Zaplana le dijo que mejor se disfrazase de lo que exigía su cargo de vicepresidenta y las mujeres del Partido Socialista y de Izquierda Unida abandonaron el congreso por considerar el comentario machista. El ministro José Montilla intuyó el carro y el rédito y se unió a la desbandada y en medio de las chicas pareció un pescador oportunista arrimándose a un río revuelto para sacar la ganancia. Unos días antes, de la Vega se había reído del peinado casquiforme de Ángel Acebes. A Montilla le aplaudió el auditorio, por señor, y porque le dio lo que quería oír, que es lo que suele querer el pueblo que se maneja mejor con lo que le dan asimilado. Lo ha explicado Umberto Eco en su última novela (“Número Cero”), en la que dice que un corrector de pruebas tiene que dejar que el redactor use la expresión  “estar en el ojo del huracán” para definir una situación dramática a pesar de que, científicamente, el ojo del huracán sea precisamente el lugar donde reina la calma en la tormenta, porque es lo que el lector comprende aunque esté en un error. El asunto dejó al aire la pobreza parlamentaria en la que se ha cambiado la sentada por la réplica y habría que prohibir también a Churchill, que a Laura Ormiston, que le dijo que si ella fuese su esposa le echaría veneno en el café, le contestó: y si yo fuese su marido, me lo bebería.

Que a una mujer la mate su marido cornudo no tiene la culpa Loquillo ni Navarrine ni Curi, ni Shakespeare ni Churchill ni el Eclesiastés, y la tiene en exclusividad el asesino y la pitarra que no ha sabido beber, los celos, la mala educación y su creencia de que nació en el bosque pariéndose él solito debajo de una seta. Tampoco tuvo la culpa la canción de los Beatles “Helter Skelter” de que Charles Manson estuviese como una puta cabra ni Wagner de que Hitler invadiera Polonia y si somos tontos de baba vamos a pedir una subvención, pero si somos mayorcitos no tenemos que echar la culpa al maestro armero.

MARTÍN OLMOS

Impávido en medio del ring, como una estatua de mármol

In Las doce cuerdas on 13 de abril de 2015 at 20:51

ringEl boxeador gitano Johann Trollmann se dejó ganar sin resistencia en un combate que humilló al Tercer Reich.

“La finalidad de tomar ciertas medidas por el Estado para defender la homogeneidad de la nación alemana debe ser la separación física de los gitanos de la nación alemana”

HEINRICH HIMMLER  

Impávido en medio del ring, como una estatua de mármol, con el pelo pintado de rubio y el cuerpo cubierto de harina, Johann Trollmann el Rukeli asentó sus piernas separadas y bajó la guardia para recibir el martirio. Impávido en medio del ring, como una figura de harina, sin el duende de su raza, sin la ventaja de la envergadura y sin la gracia del baile, Johann Trollmann el Rukeli se dejó pegar durante cinco asaltos interminables por Gustav Eder el Hombre de Hierro, que le tumbó inevitablemente. Al Rukeli le quitaron la patria y la gracia de pelear y le quitaron la simiente gitana para no dar niños pardos al país de los sigfridos y le dejaron la feria, el frente ruso y el holocausto. A Johann Trollmann el Rukeli le iban a matar a golpes con una pala de cavar zanjas por ganar su última pelea que disputó con la inferioridad del hambre.

Johann Trollmann era guapo y racial y probablemente sentimental y no imaginaba que iba a predecir el boxeo nervioso de Muhammad Alí. Trollmann era gitano sinti, descendiente de los nómadas de las Siete Caravanas, hijo de Guillermo y Federica, que dejaron el carro, tocaban el violín y se instalaron en Hannover. Nació en diciembre de 1907 y le dijeron el Rukeli, que en el misterioso idioma romaní quiere decir arbusto, porque salió magro de carne. El Rukeli empezó a pelear en el club Heros cuando tenía diez años y aprendió la esgrima de Erich Seelig, entrenador judío y antiguo reñidor, que le introdujo en los campeonatos de los circuitos regionales. El Rukeli tumbó a bestias cerveceras que parecían toros con las piernas soldadas a la lona boxeando un estilo bailón en el que corría el cuadro incesantemente. Con veinte años combatió los campeonatos nacionales de Alemania y estuvo a punto de ir a las olimpiadas de Estocolmo de 1928, pero la federación se lo impidió por gitano. El Rukeli hizo la manta y se fue a Berlín, al circuito profesional en el que se ganaban marcos de bolsa en vez de medallas y se hizo un cartel en los reñideros pensando que nadie iba a tener en cuenta su pretérito de carro y oso. A las fraus les gustaba el gitano danzarín que tenía crespos de pelo negro, pero a los herrs no les parecía que pelease a la alemana, tomando el castigo con el tiesto y contestando martillazos en horda, y el Völkischen Beobachter, el periódico del Partido Nazi, le llamó púgil afeminado.

En 1933 tuvo la oportunidad de disputar el campeonato de Alemania peleando contra el Maceador de Kiel Adolf Witt, un boxeador gigantesco y martilleador pero con dos patas de palo. Witt reñía a la alemana, estático en el centro del cuadro y pegando en la distancia corta como los hombres y no como los maricas. Pelearon doce asaltos en la cervecería Bock y Trollmann le toreó bailando y corriendo el ring, cogiendo apenas un par de golpes y acertándole, en cambio, casi todos los que ensayó. Al final del combate, Witt quedó medio desmadejado pero los jueces decretaron pelea nula porque los nazis habían colonizado la federación y no quisieron refrendar la superioridad evidente del gitano. El público protestó y tiró las sillas al ring y los jueces cambiaron la decisión para que no les linchasen y dieron por vencedor al Rukeli, que lloró de emoción lágrimas que iban a tener consecuencias. Una semana después, le despojaron del título desde una oficina enviándole una carta en la que le decían que los campeones no corren como liebres y adjudicándole un “comportamiento vergonzoso” por llorar como una mujer.

El luchador pálido
Un mes después le ofrecieron una pelea con la condición de que combatiese según el estilo de los arios. La federación le tendió la trampa y le amenazó con retirarle la licencia si no peleaba en el centro del ring, sin bailar alrededor del enemigo y combatiendo en la distancia corta sin aprovecharse de la envergadura de sus brazos. Le ofrecieron pelear sin distancia o retirarse y le pusieron en frente a Gustav Eder, el hombre de Hierro de Dortmund, un peleador acostumbrado a reñir quieto contra contrincantes estáticos. Trollmann no era un pegador y tampoco un fajador, con lo que sin la esgrima ni el movimiento no tenía posibilidad y comprendió el juego. Eder demolía en cada puñetazo pero tenía la cintura de cemento. Trollmann asintió y ofreció al público un luchador ario para el sacrificio. Se vistió de alemán de ópera y compareció en el ring con el pelo teñido de rubio y el cuerpo pintado con harina para ocultar su tono de oliva. Sin duende ni baile ni la ventaja de sus brazos, sin su raza gitana, les dio a los nazis su germano perfecto. Impávido en medio del ring, como una estatua de mármol, asentó sus piernas separadas y bajó la guardia para recibir el martirio. No la levantó ni una sola vez a lo largo de la caricatura de la pelea. Gustav Eder le tumbó a puñetazos sin resistencia que le pegó durante cinco asaltos interminables. Cada golpe levantó una polvareda de harina.

Trollmann el Rukeli apenas disputó otros diez combates en los que era obligado a pelear en quietud y tuvo que degenerar en los combates de feria, en tinglados de carpa en cervecerías y en rounds ilegales contra marineros medio curdas que querían tumbar al gitano. Volvió el gitano al circo del camino. La federación le acabó retirando la licencia y Trollmann se divorció de su mujer, que no era zíngara, para ofrecerle una oportunidad. En 1935 se promulgó la ley para la Protección de la Sangre y el Honor que más tarde desataría el terrible “porraimos”, el genocidio gitano. Como a otros de su raza, a Trollmann le esterilizaron para que no apestase el país de niños de ojazos negros y durante la guerra le alistaron a la fuerza y le mandaron a pelear al frente del este. En 1942 volvió a Hannover de permiso y fue detenido por la Gestapo, que le envió al campo de concentración de Neuengamme, en Hamburgo. Los guardias reconocieron al boxeador gitano que se había reído de la raza aria en el preso 721/1943 y le obligaron a disputar combates con reglas más bien laxas contra otros presos. Le ponían a pelear después de una jornada de tajo extenuante a cambio de una esquina de pan duro. En 1944, le organizaron un combate en el patio contra Emil Cornelius, un preso de los que llamaban “kapos”, que eran los chivatos que gozaban de la confianza de los guardias y comían con relativa frecuencia. Trollmann el Rukeli era una pura osamenta tapada de piel y harapo pero tumbó a Cornelius delante de los oficiales bailando su antigua esgrima. Prevaleció el ballet sobre el hambre. Emil Cornelius, humillado ante sus amos, tenía la potestad de organizar los turnos de trabajo y a la mañana siguiente obligó a Trollmann a una jornada doble y cuando le vio que apenas podía sostenerse sobre sus dos piernas le mató a golpes con una pala de cavar zanjas.

MARTÍN OLMOS

Mick Jagger vio la sangre y dejó de tener simpatía por el diablo

In Matones y camorristas on 6 de abril de 2015 at 11:02

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Los Rolling Stones contrataron a los Ángeles del Infierno para la seguridad de un concierto que acabó a puñaladas

“Hasta diciembre de 1969, la contracultura no aceptaba que entre sus filas pudieran anidar las serpientes”
DIEGO A. MANRIQUE

Mick Jagger es un tío chungo que te cagas si se desenvuelve en esa clase de ambientes en los que un menda pasa por matón por fumarse un petardo de mandanga en el retrete del instituto, pero cuando quiso jugar en las Grandes Ligas Chungas se le arrugaron las pelotas y aflojó. Cuando se manejó con los tíos chungos de cojones salió un melenitas de Kent con los morros como un par de limacos que no tenía media hostia. A las stars del rock les mola ir del rollo maligno y van y se trincan las botellitas del minibar soplándoselas a gollete, que guay. Lo cantó Loquillo: “Hay compañeros de profesión/ portavoces de su generación,/ creen que la marginación/ vive en su barrio, que ilusión”. En diciembre de 1969, Jagger y los Rolling Stones culminaron su gira norteamericana, llamada premonitoriamente “Déjalo sangrar” (Let it Bleed), con un concierto gratuito en una pista de carreras abandonada en Altamont, en el norte de California, para emular a la concentración legendaria de Woodstock. Fueron de teloneros Santana, los Flying Burrito Brothers, Jefferson Airplane, Crosby, Stills, Nash y Young y los Grateful Dead que caldearon la movida para que al anochecer tocaran los Stones delante de una peña puesta hasta arriba de anfetas. Aquel fue el año de Flower Power y todo el camelo, de las protestas contra la guerra de Vietnam y el año de Charles Manson y su banda de jipis carniceros. Era la Época del Acuario y el ácido lisérgico y todos querían ir de contraculturales. El representante de los Stones Sam Cutler, o tal vez Emmett Grogan y los tíos de Grateful Dead, pensaron que era una idea buena de cojones contratar a los Ángeles del Infierno para la seguridad del concierto y Mick Jagger aceptó porque la marginación vivía en su barrio, que emoción. En el rollo contracultural no quedaban bien pasmas de una agencia con tíos que seguramente se quedaron a medio camino de ser bofias. La gente de los Stones se puso en contacto con Pete Knell, el baranda de los Ángeles del Infierno de San Francisco, y cerró el trato, que consistió en que los motoristas mantuviesen a raya a las groupies y a los majaras a cambio de quinientos pavos en birras. Knell avisó a su colega Sonny Barger, de los Ángeles de Oakland, y toda la banda pilló las burras y se puso en marcha para pasar una noche de puta madre al pie del escenario, parando los pies a cuatro jipis y soplando por la jeta. Barger tenía experiencia con los piojosos del Flower Power porque ya los había hostiado en las movilizaciones contra la guerra del Vietnam en el campus de la universidad de Berkeley. Barger escribió al presidente Lyndon B. Johnson ofreciendo a los Ángeles del Infierno como grupo de choque para machacar comunistas de limón en la selva y Lyndon B. Johnson le mandó a tomar por saco y le contestó que si querían combatir tenían que alistarse, cosa que era imposible para ellos porque cargaban más antecedentes penales que Barrabás. La paz y el amor, hermanos, no iba con los Ángeles. A ellos les iba echar polvos y buscar camorra. El concierto se adelantó al domingo 6 de diciembre y nada podía salir mal porque, al fin y al cabo, era una reunión de melenudos puestos de LSD, moteros con ganas de zurrar badanas, chavalas con las peras al aire y rockeros de buen rollito. Mick Jagger no se acordó que Lao-Tsé dijo que el que cabalga sobre el tigre no desmonta cuando quiere. Todo fue supercontracultural, colega.

No nos toquéis las burras
Y todo salió como el culo desde el principio. El escenario levantaba apenas un metro sobre la concurrencia y no hubo tiempo para montar retretes públicos ni carpas con paramédicos. El sistema de sonido no estuvo a punto y los Ángeles del Infierno formaron una barrera con sus motos para contener a los fanáticos. Advirtieron: no nos toquéis las burras. Llevaban pipas y tacos de billar. Se soplaron las birras. Ruló la mandanga. Los Stones llegaron en un helicóptero y según Jagger puso los pies en el suelo un menda le zumbó una hostia y le dijo que le iba a matar. Jagger el chungo se escapó a una caravana. Santana abrió el concierto y los mendas que no oían tiraron botellas de cerveza al escenario. Los Ángeles del Infierno contuvieron a los protestones a hostias. Tocaron los de Jefferson Airplane y los Ángeles zurraron a un negrata. Marty Balin, el cantante de los Jefferson, les dijo: eh, tíos, ¿de qué vais? Un Ángel al que llamaban el Animal le dejó frito de un puñetazo en mitad del escenario. Mick Jagger esperaba en la caravana intuyendo al tigre desmandado. Los Grateful Dead decidieron no tocar. Un menda se encaramó al sillín de una moto y los muelles contactaron con la batería y provocó un cortocircuito. No nos toquéis las putas burras. Unos cuantos Ángeles repartieron estopa con las cadenas de las motos. Se soltaron trancazos con tacos de billar. Sonny Barger dijo más tarde que le pareció extraño que los chicos atizasen con ellos porque se rompen a la primera y que eran más partidarios de zurrar con un bate de béisbol o con el mango de un hacha.

Los Stones se hicieron esperar y salieron cuando cayó la noche y la peña estaba majareta. Pidieron una guardia pretoriana de motoristas y Sonny Barger les mandó a paseo. Una gorda con las tetas al aire se subió al escenario y cinco Ángeles intentaron bajarla. Keith Richards le preguntó a Sonny Barger si eran necesarios tantos tiarrones duros para espantar a una pava. Sonny Barger se subió al escenario, le soltó una patada en la cabeza a la gorda y le dijo a Richards si así le parecía bien. Keith Richards dijo que no iba a seguir tocando. Sonny Barger le puso una cacharra en el costillar y le dijo que tocase como un cabrón. Paz y amor y hostias a mansalva en la platea. A Denise Jewkes, que estaba embarazada y tocaba en una banda local, le abrieron la cabeza de un botellazo. Los Stones tocaron “Simpatía por el Diablo” y un negrata hizo el notas. El negrata iba con el pelo afro y una chaqueta verde y dos Ángeles le zurraron. Le jodió recibir delante de su novia blanca. El negrata se llamaba Meredith Hunter y le decían Murdock, era estudiante de arte en Berkeley, tenía dieciocho años y estaba hasta arriba de anfetaminas. Tenía una pipa del 22 e intentó subir al escenario cuando los Stones tocaban “Under my Thumb”. Blandió la cacharra y Rock Scully, manager de los Grateful Dead, pensó que quería matar a Jagger. Los Ángeles le trincaron en enjambre y uno de ellos llamado Alan Passaro le metió cinco cuchilladas en la espalda, en la frente y en el cuello. Los demás le patearon en el suelo. El negrata la diñó y los Stones salieron a la carrera y se subieron a un helicóptero encaramándose a una escala de soga. Era como Vietnam, dijo Keith Richards, qué sabría él. Jagger puso cara de pasmarote cuando le pusieron una filmación del apuñalamiento y salió el chaval de Kent vestido con capita que no era tan chungo. Descabalgó al tigre cuando el tigre quiso. Simpatía por el diablo: “Al igual que cada poli es un criminal y todos los pecadores santos, lo mismo da cara que cruz, llámame simplemente Lucifer” y una mierda. No le hizo ilusión que la marginación viviese en su barrio y salió pitando a que treinta años después le nombraran caballero de la Orden del Imperio Británico.

A Alan Passaro le absolvieron por defensa propia porque Meredith Hunter sacó una pipa y en el análisis forense le detectaron un caudal de anfetas en el torrente sanguíneo. El concierto de Altamont acabó con otras tres bajas por un par de accidentes de tráfico y un menda que se ahogó en un canal. Alan Passaro apareció muerto en 1985 en el lago Anderson del condado de Santa Clara con un fajo de billetes en el bolsillo. Por lo visto, no sabía nadar. Los pasmas pensaron que tampoco sabía guardar la ropa pero no husmearon más de lo conveniente. Algunos pensaron que el concierto de Altamont supuso el final de la Era de Acuario pero Sonny Barger dijo que aquello era una pura pijada y que la culpa la tuvieron los Stones por ir del rollo de prima donna. Jagger,  el Lucifer de trapo, se pasó una temporada cagado de miedo pensando que los Ángeles del Infierno iban a ir a Inglaterra para cortarle en rebanadas.

MARTÍN OLMOS

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