MARTÍN OLMOS MEDINA

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El león y el sacamuelas

In Bichos on 27 de septiembre de 2015 at 23:00

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Apuntes sobre la caza deportiva o ¿a quién le cae bien un dentista?

 

“Ganarse la vida arrancando los dientes a la gente es buscarse problemas”

LARRY McMURTRY

 

Un sacamuelas de Minnesota se cargó a un simba en Zimbabue y se armó un cristo. Lo que hubiese sido raro en Zimbabue es cargarse a un oso polar. Resulta que el simba tenía crédito y al sacamuelas le pasó lo que a Tartarín de Tarascón, que mató a un león ciego del convento de Mohammed y casi le pudren en un silo después de darle un consejo de guerra (tuvo suerte, sin embargo, y como lo cazó en territorio civil, se libró con una multa de dos mil quinientos francos que le impuso el Tribunal de Comercio de Orleansville, en el norte de Argelia). El león que mató el sacamuelas se llamaba Cecilio, el pobre, y resulta que era la atracción del parque Hwange. El difunto Cecilio era león célebre, de guedeja negra, de unos trece años y padre de familia. Se lo montó de baranda de la manada después de derrotar en una pelea a muerte al macho Mpofu, al que dejó cojo y tuvieron que sacrificar, y engendró veinticuatro cachorros, meritoriamente, preñando a seis hembras distintas como si fuera Brigham Young, el profeta de los cien lechos. Cecilio era león funcionario del Ministerio de Turismo, próximo a la jubilación, y llevaba hendido un localizador con GPS en el cuello para prevenirle del absentismo laboral. Rugía con complacencia, para el respetable; rugía de nueve a cinco, aquiescente con su deber, y le fue a joder la vida un sacamuelas de Minnesota que quería ser Allan Quatermain y se quedó en serpiente de verano.

En el periodismo clásico, la figura de la Serpiente de Verano era generalmente un escocés borracho como un obispo que una tarde de agosto veía al Monstruo del Lago Ness y se refrendaba tirándole una foto al cabo de una tubería asomando de un charco sucio que daba para dos o tres páginas en laborable y para una doble en el dominical, si se conseguía administrar manejando las expectativas. Sin embargo, hoy el Monstruo del Lago Ness no sería capaz de sostener ni un suelto y para que una noticia lo sea tiene que guardar distintos niveles de lectura para que la tertulien en la tele una dietista, el tonto del pueblo, un mariquita y un sociólogo, todos ciudadanos dueños de opiniones sólidas. La muerte del león Cecilio, felino funcionario y mormón, contiene los meandros suficientes para que se interprete a convenio y marida al gusto. A la muerte triste del león Cecilio se le puede hacer la demagógica, la antiimperialista, la ecológica y la de las barricadas y las aguanta todas, con lo que uno concluye, avisado de la complaciente idiosincrasia del difunto, que se dejó matar para darnos coloquio de sobremesa en este estío sin bicicletas.

Al león Cecilio le mató el dentista Walter James Palmer a principios de julio, después de apartarle con un cebo de carroña fuera de la protección del parque Hwange, donde está prohibida la caza. Palmer le metió un flechazo que le hirió de muerte y Cecilio vagó desangrándose durante dos días hasta que fue localizado por la partida y rematado a tiros. Después le desollaron la gabardina para hacerse una alfombra de mortaja, le decapitaron y le intentaron quitar el localizador sacándoselo del cuello con un puñal. Se armó el cristo y hubo un prólogo confuso en el que se aventuró que el cazador era un furtivo español y alguien por acá dijo: Majestad, ¿otra vez? El león Cecilio, cordial y polígamo, ascendió a mártir y resultó que era una celebridad nacional de la que más de la mitad de los paisanos de Zimbabue no habían oído hablar. Los niños en el occidente lloraron porque creyeron que habían vuelto a matar a Mufasa y los niños del sur siguieron llorando de hambre. La derivación demagógica propuesta en la frase anterior puso de acuerdo a la dietista y al sociólogo, ambos ciudadanos dueños de opiniones sólidas a la vez que acreditados conocedores de la política internacional (rama África de color), que se apresuraron a distraer el coloquio hacia la denuncia del gobierno en satrapía de Robert Mugabe, viejo y negro como la sarna y matón orillero que liquida a la oposición. El discurso acabó, con la aquiescencia del popular, con la ponderación comparativa entre la muerte del pobre Cecilio, león funcionario, con la de los cimarrones de las pateras.

El discurso ecológico se desarrolló por los cauces habituales cargando las tintas en el dibujo de un león moroso que casi jugaba con los niños soslayando su parentesco con los del Tsavo, que se merendaron a la mano de obra hindú que trabajaba en la construcción de la línea del ferrocarril entre Kenia y Uganda. Ortega y Gasset culpaba del ecologismo al pueblo inglés, del que admiraba su histórica dureza en contra de sus “amanerados enternecimientos de última hora”, desde que supo de una vieja británica que pretendió sufragar una flota de ambulancias para perros durante la Guerra Civil Española. Ortega escribió: “Es inconcebible que no se haya hecho ningún estudio, desde el punto de vista ético, sobre la Sociedad Protectora de Animales, analizando sus normas e intervenciones. ¡Vaya usted a saber si la zoofilia inglesa no tiene una de sus raíces en cierta secreta antipatía del inglés hacia todo lo humano que no sea inglés o griego!”. Ortega consideraba que la caza fotográfica era un amaneramiento y no un refinamiento. Ortega señaló en su ensayo sobre la caza el privilegio de la misma y sostuvo que una de las causas de la Revolución Francesa fue la irritación de los campesinos porque no se les dejaba cazar. “En toda revolución –escribió- lo primero que ha hecho siempre el pueblo fue saltar las vallas de los cotos o demolerlas y en nombre de la justicia social perseguir la liebre y la perdiz”. El dentista Walter James Palmer de Minnesota pagó cincuenta mil machacantes por matar al león Cecilio, lo que convirtió su hazaña en un capricho pijo tan desnudo de épica como el golf o un curso de enología. Lo que conduce inevitablemente a cribar al elenco y se concluye que un león fiero lo puede cazar Hemingway o Tarzán y no alguien cuyo oficio sea el de rey de España o un dentista de Minnesota que te cambia un riñón por ponerte un puente. También queremos disparar a un bicho los que andamos justos a mitad de mes e irnos a Zimbabue a jugar a las Memorias de África o a la India, a encontrarnos a nosotros mismos (te lo juro, tía, ya no soy la misma, allí todo es tan oriental).

El carácter principal de la muerte triste del león Cecilio es la personalidad de su verdugo, el doctor Walter J. Palmer, que ha regalado a la mitología un villano de pies a cabeza: Palmer es yanqui de Minnesota y además dentista, un wasp con jeta de calvinista y duraderos dólares de la Unión y un chulo de segunda que alardeaba de poder atravesar un naipe de un tiro a noventa metros. A Walter J. Palmer le sacaron los rubores por matón y resultó que había tenido problemas por cazar a un oso en Wisconsin y una empleada suya le acusó de tocarle el culo en su consulta, por lo que tuvo que pagarle una satisfacción de ciento treinta mil pavos. Al doctor Palmer le destrozaron su casa de verano en Florida y le pintaron amenazas en su consulta de Bloomington y se lamentó de lo mal que lo estaba pasando su hija sintiéndose acosada mientras que a los veinticuatro hijos de Cecilio se los comió el león Jericó, que le heredó la manada y no quiso perpetuar su estirpe. Al doctor Palmer lo que le pasa, amén de ser yanqui imperialista, wasp ricachón y un poco pulpo, es que es dentista y, dejando para otra ocasión a Ortega, al que conviene repetir es al capitán Augustus McRae, antiguo cazador de comanches en Texas y copropietario de la Hat Creek Cattle Company, que cuando vio a su amigo Jake Spoon, amante de los caballos alazanes, llegar montado sobre un penco rijoso le preguntó la razón de su prisa y Spoon le dijo que había tenido que salir pitando de Fort Smith, Arkansas, porque le querían ahorcar por disparar a un dentista y McRae le contestó: eso no me lo trago, Jake, ni siquiera en Arkansas te cuelgan por matar a un dentista.

P.D. Al final de agosto de 2015, un mes después de la muerte de Cecilio, un león de su manada del parque Hganwe llamado Nxaha se merendó a un guía.

MARTÍN OLMOS

 

Babiecas y Rocinantes

In Bichos on 25 de julio de 2015 at 0:30

ILUSTRACION de MARTIN OLMOS

Cuatro o cinco cosas de caballos y de hombres.

“¡Mi reino por un caballo!”

WILLIAM SHAKESPEARE

El caballo de Espartero no es manso sino orquítico y arrastra dos cojonazos como dos satélites. Los cojonazos son de bronce y tremebundos y se los colgó debajo del culo Pablo Gilbert Roig no se sabe porqué, igual por inflar la factura del material. Pablo Gilbert Roig le esculpió dos estatuas al general Espartero, una en Madrid, en Alcalá con O´Donnell, y otra en Logroño, en el Espolón, y en las dos le dio al caballo abundante provisión. Al caballo de la estatua de Espartero le pasa lo que a aquel mosquito extremeño que le andaban pesando los huevos: “Por la sierra de Pela/ viene un mosquito:/ le llegan las gandumbas/ a Don Benito”. Las estatuas de Espartero dan sombra al paseante y han propiciado el dicho ponderativo que no quiso desmerecer cien años después el alcalde de Granátula de Calatrava, el pueblo donde nació el general, que le encargó a José Lillo Galiani un tercer monumento con la recomendación de que le pusiese al caballo los huevos bien grandes. Al general Espartero le quitaron la calle que tenía en Bilbao y se la dieron a Juan de Ajuriaguerra, pero a Espartero no le importó porque montaba un caballo con cojonazos, que era como penderlos él por poderes. Un caballo bravo engrandece al caballero que lo monta y los de la infantería nos jodemos y vamos en alpargatas en el coche de san Fernando. Un caballo huevudo fue el de Atila, que se llamaba Othar y por donde pisaba no volvía a crecer la hierba. Atila se murió cabalgando a su última esposa Ildico, que era goda, cuando el galope le produjo una hemorragia nasal y se ahogó. El caballo de Pancho Villa se llamaba Siete Leguas y mató de una coz a un soldado federal y el de Emiliano Zapata el As de Oros, un alazán que le regaló el coronel Jesús Guajardo para ganarse su confianza y atraerlo a Chinameca para matarlo a tiros. En la emboscada de Chinameca murió Emiliano Zapata y el As de Oros cogió siete tiros pero salió vivo y lo recuperó Jesús Chávez Carrera, que más tarde se lo regaló al general Francisco Mendoza Palma, que le decían el Checo. Pancho Villa tuvo otros caballos que fueron el Prieto, el Grano de Oro y el Dorado, pero a Siete Leguas le hicieron corrido que decía: “Siete Leguas el caballo/ que Villa más estimaba/ cuando oía pitar los trenes/ se paraba y relinchaba”. El bandido Jesse James tuvo una yegua castaña que se llamaba Katie y Billy el Niño tuvo un caballo alazán de nombre Dandy Rock y una yegua baya que dio mucho que hablar y provocó pleitos. Billy le vendió aquella yegua al abogado Edgar Caypless cuando estaba esperando juicio en la cárcel de Santa Fe a cambio de sus servicios, pero resulta que antes ya se la había regalado a un tal Frank Stewart, miembro de la partida mandada por Pat Garrett que le capturó. Frank Stewart, a su vez, se la regaló a la señora Mary Moore para corresponder a su marido, el señor W. Scott Moore, que le había obsequiado un revólver Colt Frontier del calibre 44-40 grabado en fábrica de un valor de sesenta dólares. El abogado Caypless demandó a W. Scott Moore por apropiación indebida de bienes y recuperó la posesión de la yegua después de un juicio que duró siete meses y Billy tuvo que salir de la cárcel por su cuenta.

El caballo engorda con el ojo del amo y no hay que mirarle el diente cuando te lo regalan. Tiene en común con la pluma y la parienta que no hay dejarlo en préstamo y tiene en común con el golf y el agua Evian el gusto que le toman los dictadores y los nuevos ricos. El emperador Calígula tuvo un caballo español de nombre Incitatus al que nombró cónsul de Bitinia. Incitatus vivía en una villa atendida por dieciocho sirvientes y tenía un pesebre de marfil, bebía vino en la cena y se casó con una mujer llamada Penélope. El dictador boliviano Mariano Melgarejo, que era analfabeto, alcohólico y una vez le pegó una paliza al embajador de Inglaterra, nombró general a su caballo Holofernes, que bebía cerveza en el palacio presidencial y se meaba encima de los invitados. Franco tuvo a Zegrí, un caballo tordo y demasiado alto para él, que también era tordo (patas flacas y culo gordo), y para montarlo en las cacerías del Cerrón del Castillo de Prim, en los montes de Toledo, necesitaba que un guarda le sujetase el ronzal, un mozo de cuadra le aupase y dos guardias civiles vigilasen cada lado de la montura para que no se fuese al suelo por el impulso. A Mussolinni, en cambio, le daban miedo los caballos, pero como era un chuleta se hacía fotos ecuestres mientras un edecán le sujetaba la brida y luego le borraban del retrato. El último emperador español Jesús Gil también enriqueció su Gilópolis de vestales pechugonas con el caballo Imperioso, al que nombró asesor deportivo del atleti de Madrid. Imperioso fue macho semental que llegó a cubrir a cincuenta yeguas en un año y se fue en cólicos intestinales dos años después de la muerte del emperador.

Hemingway decía que ningún caballo llamado Morboso ganó jamás carrera alguna y Carlos IX sostenía que los caballos y los poetas deben ser alimentados, pero no cebados. Chicho Sánchez Ferlosio decía que el jefe va a caballo. Churchill decía que no se puede dar por perdida ninguna hora de la vida que se pase en la silla de montar. Churchill tuvo un caballo de carreras llamado Colonist II que le sugirieron que lo destinase a semental. Churchill se negó para que no se dijera que el primer ministro de Gran Bretaña vivía de las ganancias inmorales de un caballo. A un caballo se le puede montar a la brida o a la jineta, con el estribo más corto, o se le puede montar por debajo del maslo de la cola que es por el ano, que es el culo en castellano, y eso hizo Gumaro de Dios Arias, un medio indio tabasqueño que era esquizofrénico y violó a una yegua. Gumaro de Dios Arias principió con esas y se acabó comiendo a un albañil en el Yucatán. Murió de sida, el pobre, en un hospital para locos. Kenneth Pinyan prefería tomar, sin embargo. Pinyan era ingeniero aeronáutico, tenía dos hijos y un buen empleo en la compañía Boeing y le gustaba ir por las noches a una granja de Enumclaw, en Washington, a que le cubriesen los caballos sementales mientras su amigo James M. Tait le grababa en video. El dos de julio de 2005 le montó un semental árabe al que llamaban el Gran Chisme y le perforó el colon. Pinyan murió en la sala de espera del hospital y propició que se aprobase una ley que castigaba la bestialidad en el estado de Washington. Del comercio entre hombre y yegua sale el centauro, del que decía Ambrose Bierce que era recomendable que uniese la sabiduría y las virtudes del caballo con la rapidez del hombre. El centauro, sostenía Bierce, es anterior a la idea de división del trabajo.

Saladino le regaló un caballo a Ricardo Corazón de León, que era pelirrojo, imprevisible y notorio maricón, y como se conoce que es costumbre de la morería, Gadafi le regaló otro a José María Aznar. El regalo de Gadafi fue un macho rojo de la raza berberisca llamado Al-Naher-Al-Jaled, que quiere decir el Rayo del Líder, que Aznar prometió montar con respeto y placer, pero que lo endosó al Escuadrón de Caballería de la Guardia Civil de Valdemoro y allí sigue en su establo y sin que sepan muy bien qué hacer con él, porque alza tapujo por debajo del metro y medio y no sirve para salir a preservar el orden público. Todos los caballos pura sangre árabes provienen de Kohailan, una de las cinco yeguas que domesticó Mahoma en un oasis en el camino de La Meca a Medina. Jesucristo, en cambio, entró en Jerusalén montado en una burra: “Mira que viene a ti tu rey lleno de mansedumbre, sentado sobre una asna y su pollino, hijo de la que está acostumbrada al yugo” (Mateo 21, 5).

MARTÍN OLMOS

 

Gestión política de la caza del oso

In Bichos on 17 de junio de 2015 at 23:48

 

ILUSTRACION THEODORE ROOSEVELTEn política no se puede ir disparando con alegría.

“Se necesitaría, Roosevelt, ser, por Dios mismo,/

el Riflero terrible y el fuerte Cazador”

RUBÉN DARÍO

 

Winston Churchill dijo: “Un oso en un bosque es un buen tema de especulación; un oso en un zoo es adecuado para la curiosidad pública; un oso en la cama de tu esposa es un asunto de la máxima preocupación”. El oso al que se refería Churchill era Stalin, pero una vez superado el contexto, uno concluye que, desnuda de metáfora, la advertencia no hay que ignorarla y un oso rondando a tu mujer es una presencia inquietante. Al oso hay que prevenirle como a una colmena de abejas o a una señora bigotuda y así uno ahorra en disgustos. Los hombres y los osos (que cuanto más feos más hermosos) han sabido quedarse cada uno en su casa sin buscar mucha vecindad y se han cruzado cuando no ha quedado más remedio y con consecuencias trágicas para alguno de los dos. Al oso le vemos simpático por las prosopopeyas de Disney y por el cuento aquel de Ricitos de Oro que escribió Robert Southey y hasta compramos uno de trapo para que se nos duerma el niño mamón. Los osos de trapo los pusieron de moda Morris y Rose Michtom, emigrantes judíos en América, para celebrar al presidente Roosevelt. Theodore Roosevelt combatió el asma haciéndose vaquero en Dakota y llegó a la presidencia cuando a McKinley le retiró un balazo a quemarropa del anarquista León Czolgosz que le cruzó el estómago, el colon y un riñón. Roosevelt cabalgó al frente de los Rough Riders en la guerra de Cuba y en política exterior practicó la Doctrina del Garrote, una vez vio un Bigfoot, que es un primo del Yeti del Himalaya, y le pegaron un tiro en Milwaukee en 1912 y se empeñó en largar un discurso de una hora antes de que le sacasen la bala del pecho, que se había llevado por delante una costilla. A Roosevelt le hizo un poema Rubén Darío y era gafoso, fantasmón y republicano.

En noviembre de 1902, el gobernador de Mississippi, Andrew Longino, invitó a Roosevelt a una cacería de osos en el norte de Vicksburg con la intención de ganarle la mano a su oponente James K. Vardaman, que se estaba metiendo en el bolsillo los votos de los pequeños propietarios blancos a base de prometerles linchamientos de negros. Vardaman opinaba que educar a un negro era la mejor manera de estropear una buena mano de obra. Andrew Longino organizó una cacería preberlangiana con prensa y notables para hacerse la propaganda y Theodore Roosevelt manifestó sus deseos de matar a un oso macho. A Roosevelt le encantaba exhibirse en proezas físicas como si fuera un forzudo de circo y cabalgaba al alba, nadaba ríos y practicaba el box. Se había hecho de roca sudando la gota gorda, porque nació neoyorquino, rico, asmático y medio cegato. Después cultivó su imagen de vaquero y se hizo fotos con el sheriff Pat Garrett, el hombre que mató a Billy el Niño. The Pall Mall Gazette le consideraba la personificación del deporte americano. Andrew Longino contrató de guía de la expedición al mejor rastreador de osos del delta del Mississippi, que era el negro Holt Collier, el único moreno que está enterrado debajo de una bandera de la Confederación. Holt Coltier nació en 1846 en la plantación Plum Ridge de Mississippi, dentro de la tercera generación de esclavos del general Thomas Hinds. Su amo le quiso dar educación, pero Coltier prefería rastrear caza y a los diez años mató a su primer oso. Coltier fue negro en conformidad, un ilota contento porque le daba buen trato el dueño y le vestía de caballerito blanco para enseñarle la puntería en el vecindario. Holt Coltier tenía un rifle y el lomo sin escribir y andaba la selva matando bestias en vez de agacharse a desfibrar el algodón. Cuando estalló la Guerra de Secesión acompañó a los amos al frente y se alistó de gris en el Noveno de Caballería de Texas, peleó en Shiloh a las órdenes del general Albert Sidney Johnston y rastreó para Nathan Bedford Forrest, el Carnicero de Fort Pillow, que crucificó en Tennessee a esclavos liberados y fundó el Ku Klux Klan. Cuando acabó la guerra mató a un yanqui llamado James King en Vicksburg, por defender al amo en un riña en la que surgió un cuchillo, y puso tierra de por medio para que no le colgasen y asentó durante un tiempo en Texas en el oficio de desbravador de caballos mesteños en el rancho de su antiguo comandante, el general Lawrence Sullivan Ross, futuro gobernador del estado. Holt Coltier fue negro bien acompañado y orbitó alrededor del galpón cuando le manumitieron, lloró la muerte de su amo Howell Hinds y se convirtió en cazador legendario, rastreador de osos con cuerda de perros y tirador infalible.

La escopeta nacional

A la cacería del oso del delta del Mississippi de 1902 fueron los periodistas, una cuerda de cincuenta perros y un muestrario de ilustres con ganas de arrimarse a una buena hoguera entre los que estaban, a falta del marqués de Leguineche, Stuyvesant Fish, presidente del ferrocarril de Illinois; John McIlhenny, dueño de la fábrica de la salsa de Tabasco; el futuro gobernador de Luisiana John M. Parker; Huger Lee Foote, senador, antiguo sheriff del condado de Sharkey y mal jugador de póquer que perdió la plantación familiar palmándola en el tapete del Club del Alce y el honorable LeRoy Percy, senador en Washington. Roosevelt manifestó su deseo de cazar al oso negro y el gobernador Longino encomendó a Coltier rastrearle un buen macho y arrinconárselo al presidente para ponérselo al pelo. El negro Coltier batió un ejemplar viejo de ciento diez kilos y lo corrió durante tres horas con la traílla de perros hasta que lo estancó en un pantano y le echó la jauría. El oso mató al perro Jocko, el sabueso principal del negro Coltier, y se defendió hasta donde pudo. Coltier le laceó desde la orilla y le amansó rompiéndole la culata de un rifle en la cabeza, después lo arrastró hacia el firme y lo amarró a un tocón dejándolo medio muerto. Tocó el cuerno llamando a los tiradores y llegó Roosevelt a caballo con los ilustres y la prensa. Acábelo, le dijo el Negro Coltier y la corte del presidente preparó el aplauso, pero Roosevelt miró a la prensa y dejó el gatillo en vigilia y dijo que juzgaba antideportivo matar al oso indefenso. Roosevelt intuyó la política como espectáculo y fue el precedente del gesto como capital ideológico. Le sacó partido a la guerra contra España cabalgando con los Rough Riders, que no era más que un regimiento de pijos de Harvard jugando a ser Custer en las Guásimas (más adelante reconoció que la guerra de Cuba no fue una buena guerra, pero que no tenía otra a mano) y le sacó rendimiento a perdonarle el pellejo a un oso viejo. Unos días después, el caricaturista del Washington Post Clifford Berryman publicó un dibujo mostrando el gesto compasivo de Roosevelt indultando al animal indefenso y el país se rindió ante el presidente sportman.

Las políticas de gesticulación se siguen practicando con buen rédito y la teatralidad cifra en caja y salen candidatos haciendo el chorra sobre una bici como los chavales de Verano Azul, dejándose coleta y enseñándose como Adán, medio en cueros como un bombero de despedida de soltera esperando que le cuelguen veinte pavos en la gomita del slip. En política se tienen que gestionar con buena cintura hasta los pedos, o bien aguantárselos y liberarlos domiciliarios y que hieda a mierda en familia. Por acá, en cambio, no se nos da bien gestionar políticamente la caza del oso (quizá porque uno nos liquidó a Favila, el hijo de don Pelayo) y al rey Juan Carlos le dejamos de ver campechano y le juzgamos ventajista cuando nos enteramos que fusiló en una batida en Rusia al oso Mitrofán, plantígrado manso y sociable borrachín que compareció ante los cartuchos trompa perdido de vodka y miel. El oso de Roosevelt no duró mucho y cuando se fue el dibujante lo remataron a cuchilladas entre John Parker y el negro Coltier. Coltier murió con noventa años, después de haber matado tres mil osos, y Roosevelt le regaló una carabina Winchester y Andrew Longino no fue reelegido a pesar de pagar la batida y las copas y le ganó la mano James Vardaman, el Gran Jefe Blanco, que después de cenar con Roosevelt dijo que la Casa Blanca apestaba tanto a negro que las ratas se habían refugiado en los establos. Morris y Rose Michtom, un matrimonio de judíos rusos que vendían regaliz en el 404 de la avenida Tompkins de Nueva York, se pusieron a fabricar osos de trapo a los que pusieron de nombre Teddy (diminutivo del Theodore de Roosevelt) y los vendieron como paraguas en un chaparrón y hoy seguimos acostando a los mamones con ellos sin la oposición de los pediatras, que no recomiendan en cambio el chupete porque causa problemas de maloclusión dental como si acostarse con un oso no inclinase a la zoofilia. Roosevelt murió de una embolia en su casa de la Bahía de las Ostras, en una habitación llena de trofeos de caza que impresionó mucho a Julio Camba. Murió, escribió Manuel Leguineche, “como lo que había sido toda su vida, un bluffer, un farolero populista, un cazador de leones de África”.

MARTÍN OLMOS

El torero de Sestao que mató a un morlaco en la Gran Vía de Madrid

In Bichos, El cañí on 15 de febrero de 2015 at 20:31

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Diego Mazquiarán murió loco en Perú y una vez toreó de abrigo

“Diego Mazquiarán, ´Fortuna´, de Bilbao, es otro gran matador de tipo carnicero”
ERNEST HEMINGWAY

Sestao queda lejos, muy lejos, de Sevilla y su Giralda y olé y sus mujeres son matronales y amamantadoras como la loba de Roma y no majas morenas de cuadro de Julio Romero de Torres. En Sestao hay nubes serias y de plomo y no firmamento azul sobre calesas con postillones que cantan. En Sestao no se llevan las patillas rizadas ni los lunares ni los caireles en las botas y se viste de azul marino, como Dios manda, que es color de formalidad y de pasearlo los domingos en combinación con la camisa blanca y planchada y el pantalón de mil rayas. En Sestao hay cuestas que arrancan pedos que no se celebran y se disimulan con una tos, cof, cof. El norte vasco no es de hacer chistes con pedos y si se escapan se pide perdón. En el norte vasco gustan los toros bravos cuanto más grandes mejor y Hemingway decía que la feria de Bilbao era seria, lujosa y sólida y los toreros debían vestir chaqueta y corbata. Al norte vasco, sin embargo, no le va el alrededor del toro, que es de colorines y de majas y de sol y de fino La Ina, y a veces ha tenido la tentación de prohibirlo por español, pero no lo ha hecho porque Jon Idígoras fue novillero con el nombre de Chiquito de Amorebieta, fue subalterno en la cuadrilla del Duque de Boroa y una vez toreó a beneficio de los huérfanos de la Guardia Civil. Con el tiempo se ha ido expandiendo la verbena y las ganas de festejar lo que se ponga delante (igual da que sea el jalowin que la feria de la cerveza) y en el norte vasco se ven ahora venencias y sombreros cordobeses cuando llega abril y parece que estamos esperando a mister Marshall. Sestao queda lejos, muy lejos, de Sevilla y su Giralda y olé, queda a setecientos kilómetros que separan a las matronas de las majas morenas y, sin embargo, tuvo que ir un torero de Sestao a hacerle una faena de abrigo a un toro que se desbocó en la Gran Vía de Madrid y corneó a un ordenanza en el culo. Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele y merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa. La tauromaquia al final es pintoresquismo, tertulias de sobremesa y versos de Lorca.

El torero de Sestao que mató a un morlaco desbocado y molestón en la Gran Vía de Madrid tentándole faena con un abrigo fue Diego Mazquiarán Torróntegui, que le decían Fortuna por la suerte que tuvo de no diñarla un día en la estación de Valladolid arrollado por un tren. Cuenta Roberto Espina que Diego Mazquiarán nació en Sestao a las once y media de la noche del miércoles 20 de febrero de 1895 en la calle Iberia, letra F, quinto piso, y que fue bautizado dos días después en la Parroquia de Santa María de la Anunciación figurando en la partida con el apellido de Marquiarán, con erre en lugar de zeta. De joven fue pinche de laminación en los Altos Hornos con un jornal de 2´25 pesetas diarias pero no duró seis meses en la fragua porque prefería frecuentar las novilladas y salió de banderillero el 15 de octubre de 1911 en la plaza de toros de Indauchu una tarde en la que toreó Agustín Rodríguez, que antes había sido María Salomé. Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele. María Salomé Rodríguez Tripiana, que le decían la Reverte, fue una novillera que debutó en una becerrada en Almería en 1907. Era de Jaén y hembra, y por lo segundo le iban a ver torear, porque en realidad no dejó mucho arte para recordar. En 1908, el ministro de la Gobernación Juan de la Cierva prohibió las corridas femeninas y la Reverte se quitó los pechos postizos y la peluca y resultó que era un hombre que se llamaba Agustín y siguió en la lidia, pero sin gracia y únicamente dejó blasón anecdótico que recogió el Cossío “tan solo por lo singular y desvergonzado de su sexo acomodaticio”. Estas historias de toros y toreros merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa.

Diego Mazquiarán viajó de tifus en los topes de los vagones para ir a hacerse lunas y una vez, en la estación de Valladolid, casi le descoyuntó un tren en el que se quería subir sin papel y por suertudo le dijeron Fortuna. Después anduvo Salamanca en capeas hasta que llegó a Sevilla, que quedaba lejos, muy lejos de Sestao y sus nubes de plomo, en donde encontró tajo en una panadería que servía a Rafael Gómez el Gallo, maestro dinástico y calé que duró un año escaso de marido de Pastora Imperio,  que le dio la alternativa el 17 de septiembre de 1916 en la plaza de Madrid cediéndole el toro Podenquero, de la ganadería de Benjumea, que era bragado y negro. De Fortuna dijo Hemingway que era un torero valiente y carnicero, “bravo como el toro y solo un poco menos inteligente”, que tenía los cabellos rizados, las muñecas gruesas y que se casó con una mujer rica. Dijo que era rudo y fanfarrón. En el Cossío le dicen de virtuoso de la estocada a volapié y Hemingway dijo también que no tenía ningún nerviosismo durante la lidia, y sin embargo se murió loco en un manicomio de Lima, en Perú, en 1940. Entre 1918 y 1926 despachó casi trescientas corridas pero su cartel empezó a decaer y en 1927 solo cumplió tres contratos hasta que recuperó el favor del respetable después de matar al toro de la Gran Vía.

Faena de abrigo
Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele. El 23 de enero de 1928, sobre las ocho de la mañana,  se escapó de la manada un toro que era conducido al matadero de Madrid y entró en la ciudad por el Puente de Segovia, desde Carabanchel Bajo, y a la altura de Leganitos corneó en el culo a un ordenanza, embistió a dos paseantes y casi mató a una señora de sesenta y seis años. Hacia las once apareció por la Gran Vía (la antigua avenida del Conde de Peñalver) y se cruzó con Mazquiarán, que iba con su mujer a comer en casa de sus suegros. Mazquiarán apartó a la legítima y templó al bicho usando su abrigo como engaño  con un público entregado de madrileños paseantes que le gritaron olés. Del Casino Militar le trajeron un sable que Fortuna desdeñó por endeble y porque era matador y no un húsar y pidió que le fuesen a buscar un estoque a su casa del número 40 de la calle Valverde. Le hizo al toro faena de abrigo y lo mató de media estocada y descabello con la dificultad del suelo mojado de lluvia que resbalaba al animal. Toreó el vasco como dijo Hemingway que obligaba Bilbao, de chaqueta y corbata y zapatos de cordón. El respetable agitó pañuelos pidiendo que le diesen la oreja y le llevó a hombros hasta el café Regina de la calle de Alcalá, en donde le convidaron a anís,  y el ministro de la Gobernación le concedió la Cruz de Beneficencia, que se la entregó don Nicanor Villalta en la corrida de la Asociación de la Prensa.  Diego Mazquiarán Fortuna, torero que huyó de la fundición y que murió loco en un sanatorio limeño, dejó un sobrino novillero y tiene una placa en la calle donde nació en Sestao, al final de Iberia, frente a la estación de cercanías, encerrada en una urna fea y metálica con un cristal que cuando se empaña de lluvia no la deja ver. Estas historias de toros y toreros merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa y son pintorescas como una andaluza de cartón encima de una tele y hay que decirlas debajo de un pasodoble.

MARTÍN OLMOS

La guerra de los simios

In Bichos on 12 de abril de 2014 at 12:55

Cuando el mono se quita el circo y los platillos es mejor darle de comer aparte

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Los simios no son pacíficos. Pueden ser tan brutales y violentos como nosotros”
JANE GOODALL

El chimpancé es un primo nuestro que repitió curso y no se recuperó de Ibiza, y ahí anda en cueros y greñudo, pestilencial y tocándose las partes a todas horas para darle un capricho al cuerpo sin pensar que hay un mañana. Un niño no es más que un chimpancé pelón al que le va a acabar echando a perder la educación de los Maristas, que le dicen que se bañe y que se va a quedar ciego como siga investigándose. El adulto, en cambio, le huye a la idiosincrasia del mono cuando está en la edad de provecho y procura caminar lo más erguido que puede para que no le confundan, pero no se le acaban las ganas de disfrazar a los niños y a los chimpancés para hacer una gracia, ja, ja, qué risa: a los niños les viste de baturros o de legionarios con un fusil que dispara corchitos y a los chimpancés de botones de hotel, como Sacarino, y, a veces, les monta en un triciclo y les da un tambor pero ya no les pone a fumar porque se queja la Asociación del Orgullo Macaco (sin ánimo de lucro) y para qué quieres más. Un chimpancé fumador fue Charlie, que gorreaba pitillos a los paisanos que iban a verle al zoológico de Bloemfontein, en Sudáfrica, y se murió de viejo en 2010 con cincuenta y dos abriles y no de cáncer de pulmón. El hombre debería mirar al mono como si se mirase en un espejo de feria de esos que distorsionan y te enseñan bracilargo y cabezudo y darse cuenta de cómo estuvo a punto de ser y, sin embargo, le usa para arreglar los ratos muertos de las películas de chistes o de aventuras del África Negra. Un chimpancé que se llamaba Bonzo le salvó la carrera a Ronald Reagan (“Bedtime for Bonzo”, dirigida por Frederick de Cordova en 1951) y Clyde, un orangután pelirrojo, le robó dos pelis a Clint Eastwood repartiéndoles hostias a unos motoristas macarras (“Duro de pelar”, 1978, y “La gran pelea”, 1980). A Clyde le interpretaron varios híbridos de las especies de Sumatra y Borneo y el último de ellos no pudo recoger la renta de mono célebre y envejecer como una star porque su entrenador le mató a palos con el mango de un hacha porque no se aprendió una gracia. El más famoso de los micos comediantes fue la mona Chita de Tarzán, que en realidad era un chimpancé macho que se llamaba Jiggs y le construyeron una biografía a la medida en la que pintó cuadros con los pies, escribió sus memorias y murió con ochenta años batiendo el record de longevidad de los primates. Jiggs nació en Liberia en 1932 y llegó a Hollywood en avión, escondido en el abrigo de su cuidador, le dieron un premio en el Festival de Cine de Peñíscola y una estrella en el Paseo de la Fama, durante un tiempo fumó y bebió whisky sin moderación y la primatóloga Jane Goodall le cantó en su setenta y cinco cumpleaños. La verdad, sin embargo, es que Jiggs se murió de neumonía en la segunda película de Tarzán y a Chita la interpretaron en el resto de la saga quince chimpancés diferentes y un niño disfrazado.

La llamada de la selva
El mono da igual que se vista de seda y tiene el doble de la proporción de masa muscular en los brazos que un hombre, puede aprender doscientas palabras del lenguaje de los sordomudos y es capaz de recordar y de  manifestar tristeza, felicidad, miedo y desilusión. El mono es gracioso cuando se rasca la cabeza con los pies y porque es procaz y pajillero, como un tío solterón,  pero cuando se esquina es mejor prevenirle porque derrocha mala virgen. Al mono hay que enseñarle lo justo, como a los pendejos que salen torcidos y frecuentan los futbolines. El zoólogo Vitus Dröscher recogió la historia del chimpancé John, del zoológico de Chicago, al que le pusieron a ver películas violentas en una tele y aparentemente no las prestó mucha atención y siguió jugando sobre un columpio. Sin embargo, a la mañana siguiente se escondió cuando entró su cuidador, le pegó en la cresta con un palo y se escapó de la jaula. Y el chimpancé Santino, del zoo de Furuvik en Estocolmo, le cogió gusto a apedrear a los visitantes y aprendió a esconder la munición debajo del heno y a hacerse el sueco (¡qué bueno!) disimulando para coger por sorpresa a sus dianas, que solían salir de una pieza porque el mono era incapaz de acertarle a una huerta. Los machos langures indios, considerados la encarnación del dios Hánuman, matan a los hijos de las hembras de su harén que no han sido concebidos por ellos y las siembran de nuevo para asegurarse su propia estirpe, como si fueran reyes. Al mono le sale la selva de improviso, igual que a nosotros en las noches de machos: el chimpancé Travis, que había hecho anuncios de Coca Cola, era la mascota doméstica de Sandra Herold, una viejita de Nueva York, y era un mono burgués que cenaba con vino, se cepillaba los dientes después del almuerzo y navegaba por el internet. Travis sacó la jungla una tarde de febrero de 2009 y atacó a una visita dejándola a las puertas de la muerte a golpes y mordiscos y después acometió a un coche de la pasma rompiéndole el retrovisor hasta que le frieron a tiros. En abril de 2006, treinta chimpancés se fugaron del Santuario Tacugama de Sierra Leona como los bravos de Gerónimo de la Reserva de San Carlos y atacaron a tres turistas norteamericanos y a un taxista local, al que descuartizaron a mordiscos. A otro nativo le arrancaron una mano.

En el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, en enero de 1974, la doctora Jane Goodall observó la primera guerra de los chimpancés por expandir su territorio, que se desató con el asesinato del macho Godi. Dos años antes, siete machos jóvenes se separaron del clan del valle de Kasekela y formaron su propio grupo en la planicie de Kahama. El nuevo clan comenzó a atacar en escaramuzas a sus antiguos compañeros hasta que el siete de enero de 1974 una patrulla de ocho chimpancés del grupo escindido avanzó sigilosamente en fila india hasta que sorprendió a Godi, un macho joven del clan de Kasekela que se había apartado de la manada para comer en solitario. La partida de ataque la formaron seis machos jóvenes, un varón viejo y una hembra. Los jóvenes atacaron a Godi, se sentaron sobre su cabeza y le golpearon durante diez minutos. La hembra jaleaba. Le retorcieron una pierna. Lo remató el macho viejo aplastándole el cráneo con una piedra de dos kilos. Durante los tres años siguientes se libró la guerra por el territorio que acabó cuando el clan de Kahama asesinó al último macho del valle de Kasekela, al que le abrieron la cabeza y un enemigo formó un cuenco con las manos debajo de su barbilla y se bebió su sangre que le manaba desde la frente. Los chimpancés del grupo de Kahama llegaron a practicar el canibalismo y se comieron a las crías del clan enemigo. Los chimpancés del Parque de Gombe eran aprovisionados de comida por los cuidadores, con lo que la guerra no la desató el hambre sino la expansión territorial y el dominio de sus vecinos. Los monos nazis de Gombe invadieron Polonia. Caín puede que fuese un mono que quería tener más sitio y Abel otro que se llevó la peor parte. Caín puede que fuese un pajillero procaz que se rascaba la cabeza con los pies y le hacía mucha gracia a Dios hasta que sacó la mala leche. Malcom de Chazal escribió que los monos son superiores a los hombres porque cuando se miran en un espejo solo ven monos.

MARTÍN OLMOS

Lombroso, el anarquista Ravachol y un loro de Pontevedra

In Bichos, La revolución on 8 de diciembre de 2013 at 18:20

En esta historia singular se mezclan con alegría piratas del mar Caribe, tatuajes de instituto, un anarquista, un positivista y un loro

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“A Ravachol le echaron el guante porque siempre andaba enredando y tramando perrerías y cuando lo atraparon le juzgaron y le condenaron a muerte”
MIGUEL DELIBES

Francois Claudius Koënigstein, que le decían Ravachol, fue para algunos un mártir de la revolución libertaria, para otros un facineroso del común, asesino de ancianos y saqueador de tumbas, y en Pontevedra fue un loro de ultramar, mancebo de botica, que una vez, cuenta Manuel Jabois, insultó a la condesa Emilia Pardo Bazán llamándola puta.

Tener un loro es una cosa de señoras que se han quedado para vestir santos y de piratas del mar Caribe. Las señoras que visten santos asientan a sus loros sobre una percha y les dan de comer pipas de girasol. El loro del pirata lo divulgó Stevenson, que lo tomó de Defoe, pero se sabe por los diarios del capitán William Dampier, que convivió con los bucaneros de la bahía de Campeche en 1676, y del corsario Woodes Rogers, que fue nombrado gobernador de las Bahamas en 1718, que los marinos filibusteros capturaban loros porque eran más fáciles de cuidar a bordo que los monos y podían venderlos a muy buen precio en los mercados de aves exóticas de Londres. En el número de septiembre de 1717 del semanario The Post-Man, el caballero David Randall encargó un anuncio en el que declaraba vender en la Hospedería de Porter, en Charing Cross, “loros que hablan inglés, holandés, francés y español y silban cuando se les da una orden”. Los loros, como los niños pequeños, son capaces de repetir palabras sin conocerles el sentido y, por lo tanto, no pueden mantener conversaciones ni contestar réplicas ponderadas. Tampoco pueden aconsejar en época de tribulación. Una de las gratificaciones más apreciadas por los adultos que han echado su vida a perder es enseñarle a un niño o a un loro a decirle puta a una señora, que encima se ve en la obligación de aplaudirle la gracia en vez de romperle la cara. Los loros extienden la psitacosis y son alérgicos al chocolate. Cristobal Colón le regaló a la reina Isabel dos loros de Cuba y Winston Churchill tuvo uno que se llamaba Charlie, insultaba a Hitler y vivió más de ciento cuatro años. Los piratas del Caribe también eran dados a horadarse las orejas con aretes de plata y a pintarse la dermatológica con tatuajes que representaban sirenas. Antes los tatuajes refrendaban  una biografía canalla o el abrazo del  tercio pero ahora se los ponen las chiquillas de diecisiete en la escápula y molan los de letras chinas que están difundiendo una generación de chicas que no saben si anuncian el amor por el novio o el bazar de Li, en el que se liberan móviles.

Cesare Lombroso (1835-1909) asociaba los tatuajes a los delincuentes natos, que eran seres involucionados parientes cercanos del mandril y dueños de unas características físicas circenses que se manifestaban en una acusada prominencia de los arcos ciliares que recuerdan la cresta suborbital de los monos antropoides, rostro asimétrico, prognatismo, orejas desmesuradas, pilosidad y tendencia a la zurdera, a la bisoja, a la orgía y a la observación de religiones animistas. Lombroso estudió los tatuajes de los soldados cuando ofició de médico militar en el Ejército del Piamonte y fue director del manicomio de Passaro. Lombroso emparentó a los anarquistas con los criminales atávicos en su librito “Gli anarchici” (1894), que conoció una edición en español en la Biblioteca Júcar de Política en 1978. En su opúsculo sostiene que “los autores más activos de la idea anárquica (salvo poquísimas excepciones como Ibsen, Reclus y Kropotkin) son locos o criminales, y muchas veces ambas cosas a la vez”. Recogió la declaración del juez Spingardi, que aseguraba no haber conocido a ningún anarquista que no fuese imperfecto o jorobado o que tuviese la cara simétrica. Los anarquistas de Lombroso están a un minuto de la subnormalidad y largan en jerga, se tatúan anclas en el dorso de la mano y se manejan dentro de una absoluta ausencia de sentido ético. Del dinamitero Ravachol comenta que su psicología corresponde a sus lesiones anatómicas y que lo que más marcadamente se revela de su fisonomía es la brutalidad. Lombroso describe a Ravachol con la cara extraordinariamente irregular, la región temporal estrecha, los arcos supraciliares exagerados, la nariz desviada a la derecha, las orejas en forma de asa y colocadas a diferentes alturas y la mandíbula inferior  enormemente grande, cuadrada y saliente. Lombroso concede a Ravachol los caracteres típicos del delincuente nato y observa, además, que tenía un defecto de pronunciación “que muchos alienistas consideran como signo frecuente de degeneración”.

El petardista
Francois Claudius Koënigstein, conocido como Ravachol, nació en octubre de 1859 en el departamento del Loira y no disfrutó de su abuelito por la vía paterna pero oyó de sus hazañas y de su triste final en el cadalso, al que subió por incendiario y salteador de caminos. Hasta los quince años Ravachol perdió el tiempo en la escuela elemental, pero no consiguió aprenderse el alfabeto y empezó a trabajar de cartonero y acordeonista hasta que le vio más rentabilidad a RAVACHOLtraficar con moneda falsa. Intentó matar a su madre y abusar de su hermana, desenterró un cadáver para limpiarle de joyas y en 1891 asesinó a un hombre de 93 años para robarle 15.000 francos. Por esta hazaña conoció el blasón en las gacetillas de sucesos y por lustrarse de pensador se arrimó a la causa anarquista como quien se mezcla en una tángana y puso tres bombas en la casa de un juez, en la de un procurador y en un restaurante de clase media, que causaron destrozos pero ninguna víctima mortal. Los libertarios no le tomaron en serio porque pensaron que pretendía justificar sus felonías con una pátina ideológica que jamás llegó a entender y Ravachol volvía en ómnibus al lugar de los hechos para solazarse en la contemplación del caos. Le trincaron en marzo de 1892 porque le identificó un mesero de una casa de condumios y le guillotinaron el 11 de junio en la prisión de Montbrison. Se dijo que el piquete le despertó a las tres de la mañana y Ravachol se dio la media vuelta en el catre, se quejó del madrugón, hizo del cuerpo delante de los guardianes y le llamó cuervo a un cura. Compareció en el cadalso con buen estado de ánimo y recién peinado y gritó dos vivas a la república popular: una cuando bajó la cuchilla y otra cuando ya tenía la cabeza cortada en el cesto.

Los ancestros del loro Ravachol eran coloniales que sobrevivieron al hundimiento de la flota española en la batalla de Rande en 1702, ya dentro de la Ensenada de San Simón, en la Ría de Vigo. Los papagayos tuvieron descendencia y uno de ellos asentó en el cuartel del regimiento de infantería de Guillarei-Tui, en donde los quintos le enseñaron la procacidad y las marchas militares. El director de la banda del regimiento, don Martín Fayes, lo recogió en 1891 y se lo regaló al farmacéutico Perfecto Feijoo, que le decían en el gallufo Perfeuto, que le hizo un sitio en la rebotica de su negocio en la calle de la Oliva de Pontevedra. El loro hablaba gallego y era faltón y anticlerical y les buscaba la camorra a los curas de la Iglesia de la Peregrina chafándoles el sermón y haciendo la imitación de un cuervo. Como era un pájaro peleón, don Perfecto le puso Ravachol y el loro le hizo el honor al bautizo y una vez fue detenido por aterrorizar a un sereno. Ravachol llamaba putas a las señoras y, además de a Emilia Pardo Bazán, insultó a Emilio Castelar y a Eugenio Montero Ríos, al que llamó “larpeiro”, que es como le dicen en el celta al tragón de aldabas. También solía avisar a la concurrencia gritando que “¡aquí non se fía!” para que no albergasen esperanza de comprar boticas a cañón y le ahorraba a don Perfecto el azulejo.  El loro Ravachol murió el 26 de enero de 1913 por un empacho de bizcochos mojados en vino y fue enterrado en la finca de O Padronelo, una propiedad que tenía don Perfecto en Mourente. Cuenta Manuel Jabois que su cortejo fúnebre lo abrieron doce jinetes con faroles encendidos y fue acompañado por un regimiento de gaiteros, el orfeón de la Sociedad de Artistas de Pontevedra y la banda municipal.

MARTÍN OLMOS

Venganza gitana

In Bichos, El cañí on 11 de agosto de 2013 at 22:28

Dos hermanos calés persiguieron durante dos años a un toro de capea para vengar la muerte de un hermano

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
“Nadie va a ponerse delante del toro si no quiere; pero, desde luego, hay muchos que, sin desearlo demasiado, lo hacen para mostrar su arrojo”
ERNEST HEMINGWAY

Hay un toro bravo, viejo y malo que se llama Ratón y le dicen el Asesino, que lleva el cuerno vestido con tres muescas de muerte y los bacantes de agosto se lo disputan a talón de duros para que les corra a los mozos valientes en las fiestas del santo, en las capeas de pitarra y calor, en las tardes de hazaña. Es toro berrendo en negro, con manchas de bragao y lucero, hijo del semental Caracol y de la vaca Fusilera, de la ganadería de Gregorio de Jesús, lleva tres hembras de luto que despidieron a sus hombres cuando se fueron al festejo y se los devolvieron fríos. Dicen que ahora renquea porque le pesa la biografía, que hace tiempo que pasó de cuatreño, pero sabe más por viejo que por toro y derrota con escuela y hurga el ojal, hincando. Dicen que va a por el tardón, a por el torpe y a por el tomao, embiste sin mérito el toro Ratón.  El toro Ratón sale a quince mil machacantes el domingo, de los de la era de los cinturones de torniquete, y llena el coso con desahogo porque promete  tragedia. Poco ha cambiado el paisano, que sigue pidiendo pan y sigue pidiendo circo, lo decía Juvenal, y poco ha cambiado el patricio, que por no poder dar pan ofrece circo para tener al paisano conforme. El pueblo no siempre tiene la razón por ser pueblo como el borracho no siempre dice la verdad. El pueblo unas veces acierta y otras no, y hay trompas que mienten mejor que cuando ayunan. El pueblo pide tragedia, sobre todo si es la del otro, y se sienta a verla en el zaguán.

El espectáculo de la muerte
Esto lo sabían los príncipes romanos y les daban a sus súbditos luchas a muerte entre gladiadores con las que cultivaban el populismo en el que fundamentaban sus regímenes autoritarios. No se podía vestir la toga en el senado si antes no se pagaba al pueblo su peaje de sangre en el Coliseo, en cuyos arcos ponían las furcias su negocio. Cuando el emperador Honorio prohibió los juegos de muerte le quedó al popular el espectáculo de los escarmientos públicos y echaba la tarde acudiendo a los ahorcamientos para ver cómo la diñaba el reo, y llevaba a los mocosos al circo gratuito de la barbarie con reglas, tempranito para coger sitio y con la merienda en una cesta. Dulces de melcocha y agua del botijo. Cuando colgaron a los asesinos Holloway y Haggerty en la prisión de Newgate en 1807 se congregaron 50.000 mirones que cuando desalojaron formaron tumulto en el que murieron cien personas pisoteadas y cuando le dieron el garrote a Higinia Balaguer, la carnicera de Fuencarral, se contaron 20.000 espectadores en el patio de la cárcel Modelo de Madrid.

Las ejecuciones públicas se prohibieron entrado el siglo veinte y desde entonces se hicieron en el coso privado de la familia, el fiscal y el cura y se dejó al pueblo sin su recreo. Sin embargo, la morgue de París estuvo abierta al público hasta 1907 y los ciudadanos iban a pasar  la tarde mirando los niños muertos que se exponían vestiditos y sentados en una sillita, como si estuvieran dormidos. La tribu sigue exigiendo hoy sus pastorales dramáticas que son toros corridos o cuchilladas folclóricas entre esposas de toreros libradas en la arena global de la tele, y el maestro del guiñol las concede, haciendo la demagogia, amparándose en que si hay demanda hay que entrenar gladiadores. El pueblo no tiene la razón por ser pueblo y a veces prefiere a Barrabás que a Cristo y pide café gratis, colgar al patrón y mear en la vía pública. Pide toros licenciados en vez de vacas mansas pasando por alto que cuando uno se apuesta algo, sea la vida o una ronda de vermú con aceitunas, si pierde le toca pasar por caja.

Leones, toros y gitanos
Toros célebres ha habido como el toro Caramelo, de la ganadería de Manuel Suárez Jiménez,  de Coria del Río, en Sevilla. Caramelo era rojo colorao, de cinco hierbas y cuerna alta y descendiente de un semental que se llamaba “Mal Alma”. A Caramelo le metieron el 15 de agosto de 1849 en una jaula para que pelease a muerte contra un león africano que se llamaba Julio. Fue en el hipódromo de Madrid y asistió al espectáculo la reina Isabel II. Antes se celebró una lucha de seis perros contra una hiena y ganó la hiena, que rió. A la primera embestida Caramelo destripó a Julio, el león, y después no quiso salir de la jaula y lo tuvo que sacar el torero madrileño Ángel López, el Regatero, engañándole con la capa. A Caramelo le lidiaron al mes siguiente y tomó doce varas, mató a tres caballos y el público pidió su indulto y lo mandaron al corral. Fue el mismo maestro “Cuchares” el que le curó las mancas con una cataplasma de aceite hirviendo. Volvió a aparecer Caramelo en noviembre, para que lo toreara Julián Casas, el Salamanquino, y salió de toriles adornado con una guirnalda de flores, le lancearon los pases y volvió a ser indultado. Al toro Caramelo, el vencedor de leones africanos, lo mataron por fin en las ferias de agosto de Bilbao de 1850, en la antigua plaza de Abando, lo estoqueó el Regatero, el mismo que le sacó de la jaula de las fieras, y lo remató a rejonazos el alguacilillo.

Toros viejos de capea de pueblo, avisados de cien tientas, mirada de través y derrote doctorado los ha habido siempre. En el final del segundo capítulo del ensayo taurino “Muerte en la tarde”, Ernest Hemingway dio la noticia de uno valenciano (paisano de Ratón, que es de Sueca), que en los años veinte mató a dieciséis hombres e hirió gravemente a más de sesenta en un periodo de cinco años. Hemingway no retuvo su nombre pero recogió su final siniestro. A fuerza de ser corrido, el toro aprendió latín de seguido y a multiplicar con llevadas y le requerían en las ferias para tasar la raza brava de los mozos y, mientras tanto, el dueño engordaba la petaca. En una ocasión mató a cornadas a un gitano de catorce años y sus hermanos se hicieron una cruz con los dedos, la besaron, y prometieron venganza. Los dos hermanos calés le siguieron durante dos años buscando la ocasión de matarlo en la jaula pero el amo le tenía vigilado porque era un manantial de duros y no lo descuidaba en el prado, con el resto de las reses. El toro al fin se hizo viejo y el dueño lo entregó al matarife, para que le hicieran chuletas. Ya no servía para correr y le pesaba la testuz pero seguía teniendo pendiente la cuenta con los gitanos. Los dos hermanos fueron al matadero y  pidieron permiso para ser ellos los que le matasen. El matarife consintió, qué más le daba a él, y los hermanos le sacaron los dos ojos con una aguja de tejer y le escupieron en las cuencas vacías. Después le clavaron un cuchillo entre las vértebras del cuello, rompiéndole la espina dorsal, y cuando lo vieron muerto lo castraron. El matarife les regaló los testículos y los hermanos los asaron sobre una hoguera en una vuelta del camino y se los comieron. Habrá que suponer que el alma del gitano niño encontró la paz.

En 1567, el Papa Pío V promulgó la bula “De Salute gregis Dominici” en la que negó la cristiana sepultura a los que encontrasen la muerte en los juegos taurinos, “estos sangrientos espectáculos más dignos de los demonios que de los hombres”.

MARTÍN OLMOS

Un elefante se balanceaba…

In Bichos, Ejecuciones y linchamientos on 24 de junio de 2013 at 13:07

A la elefanta Mary, de cinco toneladas, la ahorcaron colgándola de una grúa ferroviaria por matar a un pelirrojo

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Y el señor de la selva era Tha, el primer elefante”
RUDYARD KIPLING

Al pobre rey le crujieron lo que vienen llamando en el castizo el rulé por despachar a un dumbo en Botswana, cuando la culpa fue del elefante, que se puso a tiro. Porque cualquiera sabe que el rey gasta el gatillo ligero, como Wyatt Earp, y le hubiese gustado ser Allan Quatermain, aunque le sostiene mejor el parecido a Denys Finch Hatton, el novio cazador de Karen Blixen, que se iba de safari con el gramófono y la rubia. Al rey los disgustos le vienen por las escopetas y por los yernos. El rey lleva tumbados a tiros a su hermano pequeño Alfonso, al oso Mitrofán, que cayó cuando iba trompa de vodka y miel, y al elefante de Botswana, que murió sin bautizar. Los yernos le han salido fulastres y uno se viste raro y el otro es carterista. El rey podría hacer de su necesidad virtud y disparar a sus yernos, pero seguramente nadie le haya hecho la sugerencia. Cuando nos enteramos de la cacería de Botswana, nosotros, el plebeyerío cañí, que propendemos a enredar y a la canalla, nos pusimos de parte del bicho porque pensamos que los elefantes van por el camino cogiditos del rabo, como en “El Libro de la Selva” (el de Disney, no el de Kipling), cantando eso de “nuestra única ambición/ es marchar con precisión”. Los elefantes marchan con precisión cuando les sale una buena tarde, pero cuando les corre prisa galopan a destajo, en acracia y desbarajuste, yermando todo lo que pisan y barritando como las trompetas que echaron abajo los muros de Jericó, y como no ven media gorda se llevan por delante al que pillan dejándole en superficie y sin espesor. Los elefantes tienen mucha presencia física pero poquita de ánimo y todo lo que tienen de grandes lo tienen de cagones y se asustan de cualquier cosa. En Munich, el último día de julio de 1888, seis elefantes desfilaron con precisión en un pasacalles hasta que se cruzaron con un dragón de cartón que vomitaba fuegos artificiales. Los animales se asustaron, se soltaron de sus cadenas y se pusieron en carrera matando a siete ciudadanos y destrozando una cervecería. Hace apenas dos años, en la ciudad de Mysore, en el estado indio de Karnataka, entraron dos elefantes a los que el bosque desforestado les había dejado sin merienda y lo que les asustaba era el hambre y  mataron a dos vacas y a un vigilante llamado Renuka Prasad, al que le ensartaron en el suelo con los colmillos.

El general cartaginés Anibal Barca intuyó el tanque con el que Patton cruzó Europa y en el año 218 antes de Cristo atravesó los Alpes con un contingente de 50.000 soldados, 10.000 caballos y 37 elefantes africanos del Atlas, sobre los que posicionó a los arqueros. Los romanos contrarrestaban las cargas de los elefantes soltando cerdos a sus pies, que se ponían a gritar y les asustaban. En el capítulo sexto del Primer Libro de los Macabeos se dice que cuando Eupátor emprendió la invasión de Judea, juntó un ejército de cien mil hombres de infantería, veinte mil de caballería y treinta y dos elefantes adiestrados para el combate, a los que les daban de beber zumo de moras y vino tinto antes de entrar en batalla. Con la artillería, las cargas de los elefantes se quedaron para el recuerdo porque eran desbaratadas a tiros de cañón. No obstante, el rey de Siam ofreció el servicio de sus animales para combatir al sureño en la Guerra de Secesión, pero Lincoln los rechazó porque para paquidermos ya tenía al general Sherman y su estrategia de la “tierra arrasada”.

Montañas que caminan
Dicen que los elefantes son montañas que caminan, pero lo malo es cuando corren, que lo hacen a cuarenta kilómetros por hora, con lo que casi seguro que te pescan. También dicen que tienen buena memoria, lo que en vernáculo es confirmar que guardan rencores y tarde o temprano la devuelven. Los machos tienen malas pulgas cuando sufren el “must”, un periodo de enajenación transitorio y muy agresivo en el que buscan camorra con cualquiera. El “must” dura aproximadamente un mes en el que segregan niveles de testosterona sesenta veces mayores de lo normal, multiplican su deseo sexual y se vuelven quisquillosos. Lo que nunca nadie ha visto es a un elefante balanceándose sobre la tela de una araña, pero una elefanta, de nombre Mary, se balanceó en la soga del ahorcado. A Mary la colgaron en Tennessee, en 1916 por asesinar a un pelirrojo medio tonto que pensó que un elefante era la mula de tiro de su tía la del pueblo. Mary era una elefanta asiática de 30 años y cinco toneladas que tenía un número en el circo de los hermanos Sparks en el que bateaba una pelota con la trompa y bailaba veinticinco canciones. Cuando el espectáculo levantó la carpa en Kingsport, Tennessee, el 12 de septiembre de 1916, el entrenador del animal Paul Jacoby contrató a Walter Eldridge el Pelirrojo para que le ayudase a atenderlo. A Eldridge, que era conserje de hotel y no había visto  un elefante ni en un cromo, le dieron un gancho de hierro para hacerse respetar y con él le zumbó a Mary en las orejas para impedir que se comiese una sandía. Mary derribó de un trompazo al zoquete y después le pisó la cabeza haciéndosela pulpa. El sheriff del condado arrestó a la elefanta y la encadenó en la puerta de la comisaría y a la mañana siguiente procedieron a ejecutarla. Pensaron en acribillarla a tiros, envenenarla o electrocutarla, pero al final la colgaron como a un cuatrero de una grúa del ferrocarril. Tres mil paletos del estado del venerable Jack Daniel fueron a presenciar el último saludo en el escenario de la elefanta bailarina y pueden jurar que pasaron una buena tarde con el preámbulo, porque en el primer intento se rompió la cadena con la que le colgaron y la bestia se cayó desde cinco metros rompiéndose los tendones. Mary no fue el único paquidermo de circo que conoció la justicia del talión. En 1907, el elefante Punch, del circo Pinder, fue fusilado en el departamento francés de Tarn-et-Garonne por destripar a dos caballos; a Black Diamond, un ejemplar asiático de más de ocho mil kilos que actuaba en el circo Barnes, le frieron a tiros  en Houston, Texas, en 1929, por matar a una mujer y a Topsy, una hembra del circo Forepaugh de Coney Island, la electrocutaron por asesina reincidente en 1903. Topsy tenía treinta años y poca paciencia y mató a tres de sus cuidadores. Uno de ellos era un patán borracho que le daba de comer cigarrillos encendidos. El 4 de enero de 1903 la cebaron con medio kilo de cianuro y le descargaron más de 6.000 voltios de corriente que la dejaron frita en el acto.

Al rey, cuando se le acaben los yernos, le deberían guardar los elefantes con cuentas con la ley para que los tumbe a tiros, como hacía el gran Jim Corbett con los tigres devoradores de hombres. Le daría gusto al gatillo ligero y de paso ofrecería un servicio público y así no tendría que acabar pidiendo perdón en la puerta del dispensario, poniendo carita de pena, como un pobre a la salida de misa. Que le salió el gesto humano pero quedó menos regio que Bartolo tocando la flauta. Con un agujero solo. Que un rey está para ir a la grande en el mus, y no para andar pidiendo permiso.

MARTÍN OLMOS

De ingleses y tigres

In Bichos on 21 de septiembre de 2012 at 12:23

Jim Corbett, el Sahib Santo, persiguió a los grandes felinos devoradores de hombres de la India

“No cabe duda: el tigre y el inglés están hechos el uno para el otro”
FERNANDO SAVATER.

Desde el punto de vista de cualquiera que le haya tratado con cierta intimidad, el hijo de Adán es un pecador embustero que desea a la mujer de su prójimo y que está dispuesto a cualquier cosa para no levantarse al alba para ir al campo a segar, sobre todo si es capaz de encontrar a un semejante que lo haga por él cobrando poco. Desde el punto de vista de Dios es su creación máxima o tal vez no, si se tiene en cuenta que recién terminarlo perdió el interés por moldear barro y le otorgó el libre albedrío porque entendió que era una pérdida de tiempo intentar educarlo. Desde el punto de vista, más práctico, de un tigre de la jungla, el hijo de Adán es un mono desnudo al que, precisamente por esa condición de pelón, no hay que mondar antes de merendárselo. El tigre no llega a esta conclusión después de un proceso analítico sino porque la vida no le ha tratado bien y acarrea una descalabradura que le inhabilita para la caza de sus presas naturales (Shere Khan, el tigre que quiere zamparse al niño Mowgli en el cuento de Kipling es cojo de nacimiento), colocándole en la disyuntiva de acometer al temible ser humano o tumbarse a la orilla de una charca a esperar que le mate el hambre. Si decide la primera opción descubrirá casi con toda seguridad que el grandilocuente mono desplumado que es capaz de transformar la naturaleza es una ganga en el cuerpo a cuerpo.

El mono frágil
El hombre corre poco y mal, y no siempre sabe hacia dónde, trepa con torpeza porque no tiene los pies prensiles y, al ser bípedo, expone sin protección sus órganos vitales y las partes que más le duelen. Tiene poco olfato y, excepto los tísicos, un oído mediocre, no afila garras fieras sino la manicura de una niña de sexto y los ejemplares que gastan cuernos, generalmente a su pesar, los llevan como oprobio en vez de como defensa. Además, como propende a la filosofía, tiene la cabeza en otra parte, se distrae en la contemplación estética de la naturaleza y  se olvida de vigilar su espalda. El tigre de la jungla le teme de oídas pero cuando intima con él a la fuerza –que es como dicen que ahorcan-, se da cuenta de que cazarlo es más fácil que timar a un borracho, que su carne es dulce y su cuero menos duro que el del jabalí. Entonces el tigre tullido, como ya no puede ser tigre, se hace devorador de hombres y cría un clasismo como de nuevo rico y se zampa al indio descalzo observando la prudencia de no complicarle la vida al sahib blanco, que no es un hombre sino un inglés, que es distinto. Desde el punto de vista de cualquiera que no lo sea, y desde el punto de vista de Dios y del tigre de la jungla, el sahib inglés del trópico es más inglés que uno de Drury Lane y tiene por costumbre añorar el sucio Támesis, bautizar al gin con quinina y exacerbar las costumbres británicas aunque estén fuera de lugar. El inglés va a la India a beber jerez en un club igual de endogámico que uno de Fleet Street, a escribir sus memorias y a cazar tigres de Bengala, que si son devoradores de hombres mejor. El más grande cazador de felinos antropófagos fue Jim Corbett, que compartía el nombre con el campeón de los pesos pesados que derrotó al gran John L. Sullivan y, según los rumores, el lecho con su propia hermana Margaret Winifred, que le mantuvo solterón. Además de sentirse a gusto al abrigo de la familia, Corbett ostentó el grado de coronel del ejército británico, combatió a los rebeldes afganos y abatió a diecinueve tigres y catorce leopardos que, entre todos, se habían merendado a 1.500 aldeanos de la región de Kumaon.

El sahib santo
Edward James Corbett nació en 1875 en la región de Nainital, al pie del Himalaya, y cuando era un mozo exploró los bosques con Kunwar Singh, un cazador furtivo que le enseñó a temer a los espíritus “bhut” que acechaban en la selva y que eran los fantasmas de los hombres muertos que vivían en el corazón de las bestias. Con dieciséis años mató a su primer leopardo y con dieciocho empezó a trabajar de inspector de combustible del ferrocarril. Recorrió la región de Kumaon y aprendió sus veinte dialectos, conoció la vida miserable de los obreros “coolies” y escuchó sus historias sobre tigres devoradores de hombres a los que llamaban “Shaytanes”, una corrupción de la palabra aramea Satanás. Los coolies no poseían el lujo del rifle de los sahibs y temían a la tigresa de Champawat, que había matado a 436 aldeanos en los asentamientos que se esparcían en la frontera de la India con Nepal. Corbett la acechó durante semanas hasta que encontró su rastro y la mató. El animal vomitó los dedos de una niña de dieciséis años a la que acababa de digerir. La tigresa de Champawat no era un “sadhu”, un brujo maligno escondido en el corazón de una bestia, sino una fiera que había perdido los colmillos y se había quedado desarmada para rendir al búfalo. Corbett cazaba solo, sin guías “shikaris”, a pie, en compañía de su perro Robin y en muchas ocasiones aprovechando los ocios que le dejaba su trabajo del ferrocarril, no exigía recompensas y observaba la superstición de matar a una serpiente antes de acometer a las bestias antropófagas. Asumió la cacería de los asesinos de hombres como un ministerio y no como una profesión, abrazando el rifle como una cruz. Los kumaonis le llamaron el Sahib Santo porque abatió al leopardo de Rudraprayag, que le decían el Diablo de Garhwal y se comió a 125 personas, al tigre de Chowgarth, que mató a 64, y al Soltero de Powalgarth, el felino más grande jamás visto en la India. Mató al leopardo de Panar, un macho que se acostumbró a la carne humana devorando los cadáveres insepultos de los muertos por la gripe y de paso asesinó a quinientas personas que aún estaban en condiciones de caminar. Corbett, que era un inglés que llevaba en las venas sangre de irlandeses renegados, jamás esperó reconocimiento y acabó por amar a los animales que perseguía, a las mariposas y a los desarrapados que rezaban a dioses en forma de cobra. Amó a su hermana Margaret Winifred puede que más allá de lo fraternalmente conveniente pero jamás nadie le vio despreciar a un hombre por tener los ojos de otro color y no bebió jerez en un club que era igual que otro de Fleet Street. Mató a su último devorador de hombres en el valle de Lathya, cuando tenía setenta años y prefirió los ocasos africanos cuando la India dejó de ser la Joya de la Corona. Los tigres tullidos se comían a los parias pero no a los ingleses. Quizás porque como el sol no les curte y solo los rojea siempre parecen un poco crudos. Quizás porque saben mal. Murió Corbett en Nyeri, en las colinas centrales de Kenia, en abril de 1955, sin añorar el Támesis ni los tres leones de oro que rugen  sobre un campo de gules en el escudo de Inglaterra porque había conocido el Ganges podrido y la horrible simetría del tigre.

MARTÍN OLMOS

La cerda de Falaise

In Bichos on 7 de julio de 2012 at 12:01

En un pueblo de Normandía se dio escarmiento público a una cerda de tres años que se comió los brazos de un niño pequeño

No me reía tanto desde que a mi hermanito se lo comieron los cerdos
DASHIELL HAMMETT. Escritor

En el capítulo once del libro del Levítico, Jehová le dijo a Moisés que tuviera al cerdo por animal inmundo y que se abstuviese de comer su carne porque, aunque tiene las pezuñas hendidas, no rumia. Por aquí, entre cristianos viejos y decentes, no nos andamos en miramientos y del cochino aprovechamos hasta el andar y cuando queremos que nos aprueben al hijo zoquete le regalamos a su profe un jamón. Ambrose Bierce escribió que el cerdo es un animal notable por la universalidad de su apetito, que sirve para ilustrar la universalidad del nuestro. Decía también que su nombre científico era Porcus Rockefelleri, porque aunque Rockefeller no descubrió al cerdo se lo consideraba suyo por derecho de semejanza. Al cerdo le dicen guarro, puerco y chon, que es el ahorrativo de lechón, y cuino, tunco, marrano, gorrino y cuchí. Un cerdo vive unos quince años y como no tiene glándulas sudoríparas se refresca dándose baños de mierda, tiene la inteligencia de un perro y se han conocido casos de guarros que contestan cuando se les llama por su nombre. El cerdo tiene un verbo para él solo, que es hozar, que es lo que hace cuando remueve la tierra soplando por el hocico, y en los soutos gallegos, en otoño, está expuesto a que las meigas le hagan el malollo, el mal de ojo, que les vuelve taciturnos, y para sacarles de la melancolía hay que avisar al albeite, al curador de animales, que con un sombrero en la mano les recitará esta letanía: “Cristo te dio, Cristo te formó, Cristo te desolle y si algún malollo te aolló se afuma con incienso y laurel bendito”. Si esto no da resultado, se recomienda clavar una herradura de caballería en su pesebre de comer. Se dice, no se sabe con qué fundamento, que el cerdo enloquece con el olor de la sangre, como los tiburones del mar, y que se zampa cualquier cosa que se le ponga por delante, como las avestruces de África. Esto lo saben bien los bandidos sardos, que se dedican al secuestro, y cuando se les tuerce una industria echan al que sobra a la piara, que no deja de él ni el tuétano de los huesos.

Cerdos en el tribunal

El Papa Juan Pablo II afirmó en 1990 que los animales poseen un soplo vital recibido por Dios, con lo que les concedió algo parecido a un alma, y les protege su propio santo, que es San Antonio Abad, al que se le representa con un cerdo a sus pies. Responsabilidad jurídica, sin embargo, la han tenido desde hace mucho tiempo y a veces se han tenido que sentar ante el juez para responder de sus fechorías. En 1161 un cerdo se cruzó entre las patas del caballo que montaba el príncipe Felipe, hijo del rey de Francia Luis VI Capeto, que le decían el Gordo, y provocó que el muchacho se desnucase. El cerdo sufrió proceso por regicidio y salió culpable, así que fue ejecutado públicamente en un cadalso de París. Un cerdo de Toledo que gastaba buen apetito se comió a un niño un Viernes Santo de 1572 y la Inquisición le acusó de sacrilegio por haber probado carne un día de vigilia y lo mandó quemar en la hoguera. En la región de Borgoña, en 1456, una cerda adulta, que era madre de ocho cochinos que aún se columpiaban de sus ubres, confesó de viva voz, estimulada por la tortura, haberse comido al ciudadano Jean Martin, que estaba en la flor de la vida, y alegó en su defensa que actuó presa de un arrebato de locura que no pudo explicar, pero que no le libró, en cualquier caso, de la pena capital. De la ley y de su largo brazo no se libran ni los tres cerditos, aunque se construyan una casa de ladrillos, ni el lobo feroz.

Ojo por ojo

En Falaise, en Normandía, nació el rey Guillermo I, que tuvo que ganar la Batalla de Hastings para que le llamaran el Conquistador, porque antes le decían el Bastardo. En el mismo pueblo, en 1386, una cerda de tres años se comió a un niño apenas mamón que jugaba en la calle mientras su padre se echaba una siesta. La bestia le devoró la cara y los bracitos y no pudo dar cuenta del resto porque fue descubierta por los aldeanos, que la capturaron viva. El vizconde Pere Lavengin, que gobernaba la comarca, ordenó que se le abriera un proceso y la guarra fue juzgada por asesinato en el tribunal de la villa. Los legisladores fundamentaron su sentencia en el libro del Éxodo, en el capítulo 21, en el que el Señor dictó a Moisés las leyes con las que debían ordenarse los hijos de Israel. En los versículos 24 y 25 se especifica con claridad que será cobrado el ojo por el ojo, el diente por el diente, la mano por la mano, el pie por el pie, la herida por la herida, el golpe por el golpe y la quemadura por la quemadura. Y en el versículo 28 se dice que “si un buey cornease a un hombre o a una mujer, y resultare la muerte de éstos, será el buey muerto a pedradas y no se comerán sus carnes”. La cerda fue condenada a ser ejecutada públicamente sobre un patíbulo que se armó en la plaza donde se celebraban las ferias. Hasta allí la llevaron arrastrada por un caballo y vestida con una chaqueta, calzas en los jamones y guantes blancos en las patas delanteras. El vizconde Lavengin ordenó a todos los guarreros de la comarca a llevar a sus cochinos a presenciar el martirio para que tomasen ejemplo. Colgaron a la asesina por las pezuñas traseras y el verdugo le amputó las patas y el morro, para empatar la cara y los brazos del niño, y el animal se desangró. Después se dio el cuerpo a la concurrencia, que se lo despachó a la parrilla. El vizconde Lavengin se ocupó de que el escribiente Guiot de Montfort anotase los detalles del proceso, la ejecución de la sentencia y los honorarios del verdugo para que quedasen en los anales y mandó pintar un fresco en el que se representaba el acontecimiento en la pared de la iglesia de la Santa Trinidad, pero el mural fue destruido en el siglo XIX y hoy no se puede comulgar viendo a la guarra penar su crimen. Gustave Flaubert, en su Diccionario de los Lugares Comunes, escribió que como el interior del cuerpo del cerdo es parecido al del hombre, se lo debería emplear para enseñar anatomía en los hospitales, pero aquel día en Falaise se empleó para impartir cátedra a la marranería comarcal de los beneficios de la dieta.

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN HOY (25 DE SEPTIEMBRE DE 2011)

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