Francisco García Escalero cortejaba novias muertas, oía voces y apiolaba mendigos
“…en las noches sin luz cuando quema el rocío/ una estrella que pasa me llama mendigo”
VICTOR MANUEL
Al mendigo le hizo una canción Victor Manuel como de cantar en la catequesis que se venía abajo en la primera estrofa, que decía así (un, dos, tres, todos conmigo): “A mi puerta llamó sonriente un mendigo…” Los mendigos no sonríen porque no tienen motivo. El mendigo de Victor Manuel es un filósofo inverosímil que parece un abuelito que está pasando una mala racha y no se lo cree nadie, tiene a la luna de compañera de sus sueños, es libre como la flor del campo, ha aprendido a buscar los quejidos de una vieja guitarra que vive con él y se siente muy rico con los sueños más pequeños. El sueño del mendigo es que no le peguen fuego unos chavales que vienen curdas de la litrona y que no le birlen el abrigo.
El mendigo abunda y afea la calle con su carita sucia y su ambre sin hache escrita en un cartón. El hambre con hache y con caligrafía implicaría una formación en humanidades que si el mendigo no ha sabido aprovechar pues que se joda. Que hubiese ido por ciencias, que tienen más salida. El mendigo nos gusta en su sitio: en la puerta de la iglesia, analfabeto y nacional, o como mucho portugués. Al mendigo le sacamos el rendimiento poniéndoselo de ejemplo al niño para que nos estudie y echándole una peseta en el plato para mitigarnos la conciencia recién nos bajamos un vermú con gambas. Al mendigo se le ha tenido por aquí como mobiliario urbano inevitable que se desatornilla de la acera cuando nos dejan organizar un Mundial y entonces le metemos en un almacén del consistorio, con las serpentinas de navidad y los conos de las obras. Al mendigo le hacemos a veces adornos y nos sale la canción de Victor Manuel o una de Tom Waits. Le ponemos a quemar escoria en un bidón debajo del puente de Brooklyn o a caminar la vereda rural con un zurrón y un perro, curándose los dolores con cataplasmas de romero. El mendigo sin adornar tiene, en cambio, una ictericia como una mano de pintura y a veces lleva navaja no para el sirle, sino para defender la manta, el hueco en la sucursal de la caja de ahorros y el cartón de vino del carrefour. Es el vestigio del paleolítico, el hombre que vive sin la protección de la cueva y duerme con un ojo abierto con el que vigila a los depredadores. Al mendigo lo vienen matando en la calle los hombrones de la ultra y los joveznos que salen de noche parda. El mendigo molesta la calle comercial y no ayuda al negocio con su lamento limosnero y en Brasil los tenderos arrimaban escote para subvencionar a los Escuadrones de la Muerte, formados por pasmas chungos y por la sicariada que cobraba 500 dólares por la cabeza de un pobre. En Recife mataron a más de mil indigentes en cinco años y en Goiania, a doscientos kilómetros de Brasilia, a veintisiete en ocho meses. Dos chicas rusas trompas de vodka decapitaron a un mendigo en Moscú y jugaron con su cabeza un partido de fútbol y en Barcelona tres chavales abrasaron con disolvente a una pordiosera de cincuenta años que se refugiaba de los cinco grados de noche negra y terrible dentro del cajero de un banco. El mendigo es inherente a la violencia porque sabe que no le suelen despertar el sueño para darle chocolate y las buenas noches y lleva la perica en la ropa por si tiene que pelear la vida.
Nacido para sufrir
El mendigo Escalero amaba a las muertas guapas y frías, se escribía la piel a falta de otras memorias, oía voces en su cabeza y asesinaba con agravantes de antropofagia a sus compañeros de intemperie. Al mendigo Escalero le zurró su padre brea de hebilla sin concesión porque pensó que así enderezaba al niño que le había salido tonto. Escalero humillaba el melón y exponía el pescuezo porque le gustaba que le solfearan caponazos. Puede que tuviese algo de mártir. El niño Escalero se colaba en los velatorios y cuando la familia se retiraba se tumbaba al lado del muerto y le imitaba el gesto poniendo las manitas cruzadas sobre el pecho y los ojitos cerrados. Había días en los que quería ser él el difunto y se exponía en las autovías para ver si le llevaba por delante un coche. Francisco García Escalero nació el 24 de mayo de 1954 en Madrid, en una chabola de lata que levantó su padre, que había desertado del campo zamorano por hacer una peseta en la obra y se quedó a la par. Izó el chamizo torcido en la calle de Marcelino Roa, a doscientos metros del cementerio de la Almudena y el niño Escalero crió viendo cipreses y escuchando a las almas en pena. Le salieron aficiones lóbregas -hoy le dirían gótico- y algunas noches saltaba la tapia del cementerio para enamorarse de las fotos de las muertas que anunciaban los nichos. A veces rompía la pared de uno y sacaba a la difunta a bailar a la luz de la luna. Qué daño hacía el niño Escalero por rumbear valses con las muertitas despertándolas de la eternidad para besarles la mano a la sombra de los mausoleos. Con catorce años se bebía un litro de vino cada mañana, espiaba a las parejas en faena y se fue de casa para vivir en la selva. Con quince mangó una moto y le metieron en un reformatorio y cuando salió tenía diecinueve, violó a una chica y le dieron once años de presidio. Hizo turismo de talego y cumplió en El Dueso, en Ocaña, en Cáceres y en Alcalá-Meco, donde tuvo de mascota a un pájaro muerto metido en una jaula. Se escribió la piel de caprichos de tinta y se tatuó un tigre en la espalda, una cruz en el pecho, un Cristo en una pierna y en la otra una tumba con la inscripción “Naciste para sufrir”. Salió en 1984 con treinta años y se puso de limosnero en la iglesia del Cristo del Amparo, en la Ciudad Lineal, pero riñó con los feligreses, amenazó con matar al párroco José Paz y le pegó un bofetón a una mujer que le dio poca propina. Rendía sus jornadas yendo a tocar muertas al depósito del hospital Gregorio Marañón. Empezó a entrar y salir de los psiquiátricos, le diagnosticaron esquizofrenia y se metió cócteles de benzodiazepina y whisky, escuchó voces en su cabeza y se procuró un puñal. Se dejó barbas de profeta.
Escalero empezó a matar a sus compadres de banco e intemperie en verano de 1986 porque las voces le animaban. Se iba a beber con ellos de peleón y techo de luna y les bajaba a pedradas, les cosía a puñaladas y les prendía fuego. Asesinó a catorce compañeros de vía con adornos de verónicas: a Julio Santiesteban le cortó un tercio del pene y se lo metió en la boca, a Ángel Heredero le arrancó los pulpejos de los dedos y a Mariano Torrecilla le serró un dedo para guindarle un anillo. A una prostituta de la calle Manuel Becerra la decapitó, metió su cabeza en una bolsa y amó al resto de su cuerpo frío y a un mendigo de nombre Juan le convidó a tres litros de vino y le abrió el pecho a machetazos, le sacó el corazón y lo mordió. A Escalero le trincaron en 1993 porque tertuliaba de sus andanzas en los psiquiátricos y una enfermera del Ramón y Cajal dio el recado a la poli. Le diagnosticaron las obras completas de la psicopatía y le encerraron en la loquera de Fontcalent, en Alicante, donde recibió la visita de Paul Naschy, que le quiso hacer una película. Hoy el mendigo se lleva de la Rumanía y trabaja con un encargado de obra que le mide la jornada laboral (puede que tenga convenio con pausa para el café) y Escalero pasea el manicomio vestidito con un chandal, pero no le dejan tener un pájaro muerto en una jaula ni salir a añorar a sus novias de la Almudena, que tenían poca charla pero se dejaban quitar sin reticencias el sudario con docilidad, como si estuvieran enamoradas.
MARTÍN OLMOS