MARTÍN OLMOS MEDINA

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Jack Abbott cabalgando sobre la espalda de una rana

In Con buena letra on 4 de mayo de 2015 at 21:00

ILUSTRACION de martin olmos para  JACK ABBOTTNorman Mailer promovió la carrera literaria de un convicto de asesinato.

“La historia de Jack Abbott es trágica de punta a cabo”
NORMAN MAILER

Jack Henry Abbott llegó a este mundo en el alrededor de un barracón militar de Camp Skeel, en Oscoda, Michigan, en enero de 1944, nueve meses después de que un soldado irlandés le echase un polvo de cinco pavos a una prostituta china que trabajaba los uniformes. En 1944 la Armada reclutó a Norman Mailer, le asignó a la 112 División de Caballería y le mandó al frente del Pacífico, a Filipinas, a combatir al limón, y cuando regresó escribió “Los desnudos y los muertos”, novela con la que se abrió a puros codazos el camino hacia su consideración como el mejor escritor americano macho y cojonudo desde Ernest Hemingway. Norman Mailer progresó hacia la beligerancia política y hacia la prosa fastuosa y cosechó elogios y asombro, se casó medio millón de veces, reinterpretó el existencialismo, le pegó una hostia a Gore Vidal y se puso a escribir un libro sobre Gary Gilmore, un chorizo de segunda que se cargó a dos mendas en Utah y que pidió ser ejecutado a tiros delante de un pelotón de fusilamiento. Jack Henry Abbott no progresó hacia ningún sitio, hizo la gira de los reformatorios y a los veinte años le entrullaron por endosar cheques falsos y en la prisión de Utah mató a otro preso de una puñalada. Se fugó, asaltó un banco en Colorado y le trincaron y acabó derivando en macho de trena pegándose en el patio, trapicheando y pasando temporadas en régimen de aislamiento. Leyó una tonelada de libros e intuyó su voz. Norman Mailer intentó ponerse a la altura de su propia prosa de macho y posó en los retratos poniendo gesto de estar a punto de empezar una pelea. Jack Henry Abbott se enteró de la intención de Mailer de escribir sobre el asesino Gilmore. Abbott asó a cartas a Mailer diciéndole que Gilmore era un fantasma y le proporcionó historias de presidio puro sin mandangas. Le proporcionó comercio sexual en el tigre y plantaciones de maría y el efecto devastador del sistema de prisiones sin colarlo a través de un calcetín. Mailer agrupó las cartas como quien junta cabos de sábanas para procurarse una maroma. Tuvo la intuición de haber encontrado al puto Jacques Mesrine. Le salió el mecenas. Le salió también el exhibicionista.  Dijo: “Jack Abbott tiene todas las características de los escritores importantes y poderosos”. Juntó mil cartas de Abbott, algunas de más de veinte páginas escritas a mano, y se las endosó con un prólogo a la editorial Random House debajo del título “En el vientre de la bestia” (fue publicado en castellano por la editorial Martínez Roca en 1982 y hoy está descatalogado pero se puede encontrar por unos cincuenta pavos en internet). Antes salió por entregas en el suplemento literario del New York Times y la crítica dijo que era una obra imponente y perversamente genial. Mailer había descubierto a un Genet de trullo y puñal que había escrito desde el puro escroto peludo sin pasar por ningún programa para reclusos. Abbott consideraba los programas de escritura creativa para presos una forma de domesticación. Lo mismo valía para los talleres de cerámica que atenuaban la furia de los desesperados poniéndoles a modelar ceniceros de arcilla. Abbott había absorbido las palabras leyéndolas debajo de una bombilla monda como si fuera una tira de papel de goma en la que se pegan las moscas. Había edificado el castillo sobre una base de analfabetismo funcional. Abbott reconoció que nunca había oído pronunciar las nueve décimas partes del vocabulario que utilizaba. No estaba mal para el hijo de una puta china y un irlandés de la infantería que tenía cinco pavos.

El carácter del escorpión
A Mailer le gustaba sujetar las banderas. Mailer escribió que a todos nos fascinan los asesinos. Mailer sujetó la bandera y metió en el ajo a los liberales. Metió en el ajo a Susan Sarandon y a Jerzy Kosinski. Clamó para que concediesen la libertad condicional a Jack Abbott. “En el vientre de la bestia” facturó quince mil pavos en media hora y Abbott se los gastó en abogados. Los funcionarios de prisiones dijeron que estaba tan rehabilitado como el escorpión que se subió al lomo de la rana. Mailer corrió el riesgo. Mailer hizo campaña. La presión aflojó la cautela. Liberaron al malo de moda de los izquierdistas chic y le dieron un auditorio. Norman Mailer le ofreció un trabajo de investigador por ciento cincuenta pavos semanales para que cumpliese el requisito de la libertad condicional. Mailer le presentó a tíos con gafas que fumaban en pipa y le recomendó a su propio agente. Jack Abbott respiró aire puro. Desde que le metieron en el reformatorio a los doce años hasta que le sacaron para conferenciar con los gafosos solo había estado nueve meses en la calle. Mailer sujetó la bandera. La revista Vogue dijo que “En el vientre de la bestia” era, quizá, uno de los libros más importantes de nuestra era. El profesor Terrence Des Pres dijo que era una articulación de la pesadilla penal totalmente convincente. Los mendas del rollo se encantaron de la vida y compararon a Jack Abbott con el Marqués de Sade. Jack Abbott salió en la revista “People” y en la tele, en el programa “Buenos días, América”, de la ABC. Jack Abbott cenó de gorra con los mendas del rollo. Shakespeare escribió que uno puede sonreír y ser, sin embargo, un villano. El escorpión que se subió al lomo de la rana acabó picándola a pesar de que era su única posibilidad para cruzar el río. Los funcionarios de prisiones dijeron que Abbott era un tío peligroso de cojones. Mailer dijo que Abbott era un hombre poseído por una visión de las relaciones humanas mejores que las que puede forjar una revolución. Abbott era el escorpión cruzando el río sobre la espalda de una rana.

A Jack Abbott le concedieron la condicional en junio de 1981 y se pasó cuatro semanas cabalgando sobre la rana y haciendo la ronda de las tertulias con los gafosos. La noche del 17 de julio se ligó a dos pibas y se las llevó a tomar un trago al café Binibon del 79 de la Segunda Avenida de Manhattan. El Binibon era propiedad de Henry Howard y no tenía retrete al servicio de la parroquia porque carecía de seguro de accidentes para los clientes. Las mesas las atendía el yerno de Howard, Richard Adan, un actor de teatro de veinte años que acababa de rendir una gira por Europa interpretando la obra “Golondrinas”, del autor cubano Manuel Martín Jr. Jack Abbott le preguntó a Richard Adan por el retrete y Adan le dijo que solo tenían servicio para el personal. Se enconó la discusión por el váter y Abbott le pegó a Adan una cuchillada y le mató. Abbott había escrito en sus cartas cómo apuñalar a un menda acercándose sonriendo, haciéndose el primo, ocultando el cuchillo manteniéndolo pegado a la pierna y clavándolo en un punto entre el segundo y tercer botón de la camisa. A la mañana siguiente salió en el New York Times una crítica elogiosa de “En el vientre de la bestia” mientras Abbott ponía tierra de por medio. Le trincaron un tiempo después, el 23 de septiembre,  en Morgan City, en Luisiana, trabajando en un campo petrolífero. Zurraron la badana a Norman Mailer como si él fuera el tío que manejó el cuchillo. Jerzy Kosinski se desmarcó de la defensa y dijo que Abbott era un fraude. Abbott volvió al vientre de la bestia, a la prisión de máxima seguridad de Alden, en Nueva York, con una condena de quince años y no percibió un chavo de los derechos de autor porque fueron a parar a la indemnización de la viuda del Richard Adan. Esta historia no tiene moraleja, al contrario que la fábula de la rana y el escorpión. Mailer mezcló las buenas intenciones y el divismo de un agitador, Abbott tenía talento y la índole de un cable pelado en un charco y las autoridades sucumbieron a la presión publicitaria. No es una historia ni a favor ni en contra de la reinserción ni de la compatibilidad del genio con la violencia. Abbott escribió otro libro en la cárcel pero no obtuvo el mismo beneficio. Ya no era la sensación del momento. Mailer dijo que no encontraba en el episodio nada agradable ni nada de lo que sentirse orgulloso. Dijo haber sentido una enorme responsabilidad. Dijo que nunca había pensado que Abbott estuviese a punto de volver a matar. Dijo: “Esto es por lo que tengo que juzgarme”. El 10 de febrero de 2002 Jack Henry Abbott se ahorcó en su celda con una soga hecha de jirones de sábanas.

MARTÍN OLMOS

Las canciones con mensaje

In Con buena letra on 13 de abril de 2015 at 20:52
canciones

Si somos adultos para volver tarde a casa, lo somos para aguantar la vela y no hace falta que nos protejan de una canción.

“Envidio a la gente que bebe. Al menos ellos tienen a qué echar la culpa de todo”
OSCAR LEVANT. Cómico.

Cuando sobra el tiempo y hay ganas de enredar se matan moscas con el rabo y se convierte en ordalía una gaita que no aguanta media hora de tertulia. No hace mucho, las asociaciones feministas pidieron a Loquillo que eliminase de su repertorio la canción “La Mataré” (por favor sólo quiero matarla,/ a punta de navaja/ besándola una vez más), compuesta por Sabino Méndez en homenaje a las “vibrantes rumbas misóginas de los Chunguitos” (“Corre, Rocker. Crónica personal de los ochenta”. Sabino Méndez, 2000) porque decían que alentaba a tirar mujeres por la ventana. “La Mataré” se construyó sobre una maqueta de rumba acelerada hasta convertirse en rock, fue elegida la mejor canción del año por Radio Nacional en 1987 y la revista “Rolling Stone” la consideró entre las doscientas mejores del pop español, pero un día dejó de ser canción para ser sospechosa de apología y Loquillo tuvo que boxearla contra las cuerdas y saltársela en sus conciertos en directo hasta que le entró el buen juicio (y acumuló su capital de valor) y la defendió diciendo que entonces habría que prohibir también el heavy y el rap y el trashmetal, los tangos clásicos, el “Otelo” de Shakespeare y la película “Átame”, de Pedro Almodóvar. Loquillo recuperó el tema en sus giras porque concluyó que se estaban sacando las cosas de quicio y “porque estaba hasta los cojones”, según le dijo al periodista Juanjo Ordás. Sabino Méndez dijo que intelectualmente pertenecía a la especie omnívora que bucea en cualquier texto buscando hallazgos y coincidía con William Burroughs a la hora de considerar el lenguaje como un virus.

Las reglas del tango

Lo de la corrección política se ha convertido en un chiste sin gracia que sigue hasta el matiz el que ve en cada sombra a un sospechoso de algo y que se la salta el ácrata de día festivo dibujando a un niño y a un obispo para hacerse el sinvergüenza y pasar por el rebelde que se tira un pedo en un funeral, porque en ambos extremos abundan los imbéciles. El primero te persigue con una antorcha si le cedes el asiento a una chica en el autobús, por machista y por cabrón, y el segundo practica la iconoclasia de ópera de perra gorda pero llevando la precaución de no pintar a un Mahoma porque una cosa es ser turbulento y James Dean y otra que te disparen. De que a una mujer la tire un cafre por la ventana tiene la culpa el cafre y su índole, dentro de la cual es una circunstancia más bien residual su naturaleza melómana, y en consecuencia hay que exonerar a Loquillo, a Méndez y al tango clásico. El tango lo quiso prohibir Pío X porque se bailaba lascivo y agarrao y hoy lo prohibirían los que se la cogen con papel de fumar y dan por hecho que un tío corriente es un simio imitador y va y repite el comportamiento que escucha en una canción porque al pobre no le alcanza el entendimiento para más. Uno de los subgéneros del tango es el del lamento del cornudo, que generalmente incluye la limpieza del honor a cuchilladas en un ejercicio de paridad del criollito humillado, que se madruga igual a la percanta que al doctor: “Yo he sido un criollo bueno, me llamo Alberto Arenas,/ señor,  me traicionaban y los maté a los dos. /Mi china fue malvada, mi amigo era un sotreta, / mientras me fui a otro pago, me masureó la infiel./ Las pruebas de la infamia las traigo en la maleta:/ las trenzas de mi china y el corazón de él” ( A la luz del candil. Letra de Julio Navarrine) o “cuando a mi hogar regresaba/ comprobé que me engañaba/ con el amigo más fiel./ Y, ofendido en mi amor propio,/ quise vengar el ultraje;/ lleno de ira y coraje/ ¡sin compasión los maté!” (Noche de Reyes. Letra de Jorge Curi). Navarrine y Curi, o Discépolo o Le Pera, bucearon , como Méndez, en los textos que tenían a mano, que eran en este caso la orilla y la pendencia y escribieron una violencia que ya había y no se la inventaron ellos. La limpieza a cuchilladas del honor no es, sin embargo, un tema patrimonial exclusivo del tango y aparece lo mismo en el bolero de Roberto Cantoral “El Preso Número Nueve” (que, por cierto, cantó Joan Baez) ,en el que el protagonista ni se arrepiente ni le da miedo la eternidad por haber matado “a su mujer y a un amigo desleal”, que en el blues “Cocaína” de Johnny Cash (que vestía de negro igual que Loquillo): “Temprano, una mañana dando vueltas,/ tomé un poco de cocaína y maté a mi mujer”. La misoginia sale en la Biblia (“Y hallé más amarga que la muerte a la mujer”, Eclesiastés 7, 26), en las jotas mañas, en Shakespeare y en los chistes de ¿sabes cómo aparca una mujer? , pero la culpa de la asesinada es del que la mata y de la pitarra mal bebida, de los celos, de que es idiota o de que se le olvidó que él también proviene de mujer, a no ser que se pariese solo en el bosque debajo de una seta. Pretender que las referencias anteriores son influyentes es dar por hecho que un hombre normal, dentro de sus parámetros de cabalidad, tira en realidad al monte y hay que protegerle de sí mismo.

Confundir un tango (que es un género con sus cláusulas y no es antropología) o una canción de Loquillo con un manual de cómo proceder con tu mujer y un soplete si aquella se enamora del butanero es un poquito demagógico y buenrollista y busca el aplauso inmediato del que se sube al carro en el que intuye que hay que estar. En 2006, después de que María Teresa Fernández de la Vega se vistiese de mamá bantú durante una visita a Kenia, el diputado del Partido Popular Eduardo Zaplana le dijo que mejor se disfrazase de lo que exigía su cargo de vicepresidenta y las mujeres del Partido Socialista y de Izquierda Unida abandonaron el congreso por considerar el comentario machista. El ministro José Montilla intuyó el carro y el rédito y se unió a la desbandada y en medio de las chicas pareció un pescador oportunista arrimándose a un río revuelto para sacar la ganancia. Unos días antes, de la Vega se había reído del peinado casquiforme de Ángel Acebes. A Montilla le aplaudió el auditorio, por señor, y porque le dio lo que quería oír, que es lo que suele querer el pueblo que se maneja mejor con lo que le dan asimilado. Lo ha explicado Umberto Eco en su última novela (“Número Cero”), en la que dice que un corrector de pruebas tiene que dejar que el redactor use la expresión  “estar en el ojo del huracán” para definir una situación dramática a pesar de que, científicamente, el ojo del huracán sea precisamente el lugar donde reina la calma en la tormenta, porque es lo que el lector comprende aunque esté en un error. El asunto dejó al aire la pobreza parlamentaria en la que se ha cambiado la sentada por la réplica y habría que prohibir también a Churchill, que a Laura Ormiston, que le dijo que si ella fuese su esposa le echaría veneno en el café, le contestó: y si yo fuese su marido, me lo bebería.

Que a una mujer la mate su marido cornudo no tiene la culpa Loquillo ni Navarrine ni Curi, ni Shakespeare ni Churchill ni el Eclesiastés, y la tiene en exclusividad el asesino y la pitarra que no ha sabido beber, los celos, la mala educación y su creencia de que nació en el bosque pariéndose él solito debajo de una seta. Tampoco tuvo la culpa la canción de los Beatles “Helter Skelter” de que Charles Manson estuviese como una puta cabra ni Wagner de que Hitler invadiera Polonia y si somos tontos de baba vamos a pedir una subvención, pero si somos mayorcitos no tenemos que echar la culpa al maestro armero.

MARTÍN OLMOS

El hijo del rey león

In Con buena letra on 13 de enero de 2015 at 19:12

ILUSTRACION  DE MARTIN OLMOS
El tercer hijo de Ernest Hemingway heredó de su padre la bipolaridad y murió en chirona vestido de Juana la Loca

“Ahora sabía que el muchacho no había valido nunca nada”
ERNEST HEMINGWAY

Ernest Hemingway se golpeaba el pecho hirsuto en lo alto de las montañas Virunga. Enseñaba el lomo plateado. Presentaba un marcado dimorfismo sexual. Vivía en macho puro y meaba contra la pared. Se rodeaba de iconografía varonil: cuernas en las paredes, rifles de repetición, balas en el escritorio, metralla en las piernas. Era el cromosoma Y. Era el cazador blanco. Un metro y noventa centímetros sobre dos piezazos grandes, pelo en pecho, curdas, peleas y matrimonios. Chaquetas de ante con refuerzo en el hombro para atenuar el retroceso del calibre diez. Turismo bélico. Verbo de burdel. Entendía de pichas. El pobre Scott Fitzgerald no aguantaba la priva y pensaba que la tenía pequeña. Scott Fitzgerald le invitó a Hemingway a almorzar en el restaurante Michaud, en la esquina de la rue des Saints-Péres con la Jacob, en los tiempos en los que París era una fiesta, y le dijo que su mujer se quejaba de su calibre y nunca se quedaba satisfecha. Hemingway se lo llevó al tigre y le pegó un vistazo a la bayoneta. Le echó un ojo profesional y desapasionado como de tío que sabe de qué va el rollo. Le dijo que no tenía una pinga deforme, pero que se la miraba desde arriba, en escorzo, y le recomendó comparársela con las de las estatuas del Louvre. Le dijo que era una cuestión de ángulo y le explicó el modo de utilizar una almohada. Le dijo que su parienta solo quería declararle en quiebra. Hemingway sabía lo que era que una buena colección de puercos miserables le quisieran declarar en quiebra porque era el macho de lomo plateado que se golpeaba el pecho hirsuto en lo alto de las montañas Virunga. Construyó su estilo a base de frases elementales unidas por conjunciones copulativas que escondían su incapacidad para las subordinadas. Afilaba los lápices con una navaja. Usaba White Label como loción para después del afeitado. Liberó el Ritz de París de los putos krautzs y le pidió al camarero setenta y dos martinis. Se paseó por España en guerra como quien se da un garbeo por el jardín de su casa de verano. Dominó la Corriente del Golfo y cazó al león africano. Su viejo se pegó un tiro porque era un calzonazos hijo de puta. Su madre le dijo si quería algo de recuerdo y Hemingway le pidió el revólver con el que se mató. Si alguien le hacía un favor, tenía los días contados en su círculo social. No quería estar en números rojos en el banco de nadie. Era duro, era atractivo, era desconfiado. Era el puto macho ancestral hecho de puros huevos y sangre y priva y tías y bichos muertos. Una vez escribió que la guerra concentra el máximo de material y acelera la acción y aporta todo aquello que normalmente se tarda toda una vida en reunir. Probablemente intuyó detrás de su pecho hirsuto y de su lomo plateado y de su picha grande y gorda una fragilidad catártica y una vulnerabilidad que no se la dijo a nadie para preservar su lugar en lo alto de las montañas Virunga. Su madre le vestía de niña cuando era pequeño. Nunca se lo perdonó a la maldita puta.

El rey león tuvo estirpe de tres machos. Uno con su primera parienta Hadley y los otros dos con la segunda, Pauline Pfeiffer. Ernest Hemingway chuleó un poquito a Pauline Pfeiffer y se fue a cazar leones melenudos con la pasta del tío de ella. A la vez, censuró a Archibal MacLeish por buscarse un empleo en una revista porque no podía mantener a su familia con la poesía y dijo a quien quisiera oírle que él estaba por encima de esos compromisos mierderos y conservaba la integridad artística. Se miraba las contradicciones en escorzo y se las veía pequeñas.  Se cinceló el personaje como afilaba el lápiz a navajazos. Lo construyó de frases elementales unidas con conjunciones copulativas. Lo construyó a base de glándulas de Cowper, concursos de meadas y polisíndeton. Al chaval pequeño le pusieron de nombre Gregory y le llamaron Gigi y el rey león tuvo a su Simba y se lo presentó a los monicacos. Gigi era una versión pequeñaja de su padre: granítico, rocoso y musculoso como un toro eral. El niño progresó en el atletismo. El niño disparaba de cojones. Con doce años le acertó a un pichón en vuelo y le atravesó con un segundo tiro antes de que cayese al suelo. Escribió un cuento condenadamente bueno y Hemingway pensó que nadie podía escribir tan bien a su edad, pero también pensaba que nadie podía disparar como él lo hacía y, sin embargo, vio sus dos disparos al pichón. Cinco años más tarde descubrió que había copiado el cuento de un escritor irlandés palabra por palabra y que ni siquiera le cambió el título. Hemingway se separó de la madre de Gigi y siguió coleccionando casorios. Gigi empezó a ponerse las medias de mamá. Sus dos hermanos mayores eran unos tíos. Le mangó a la cuarta esposa de su padre ropita de tocador y echaron a la criada. Había que preservar la figura mítica del padre león y su virilidad hereditaria. Hemingway llamó a su hijo enfermo y buitre y Gigi llamó a su padre mierda egocéntrica y borracho y le agoró la muerte en soledad. Hemingway le montó un cristo a Pauline Pfeiffer por teléfono sin ahorrarse la propina. La declaró en quiebra. Pauline Pfeiffer murió poco después. Hemingway acusó a su hijo de haberla matado del disgusto. Años más tarde, Gigi descubrió que su madre padecía un tumor en la médula suprarrenal y concluyó que la bronca de Hemingway le hizo segregar una cantidad excesiva de adrenalina que le provocó un violento cambio de presión arterial que le llevó a la tumba. Escondieron el cadáver debajo de la alfombra. Gigi no volvió a ver a su padre en persona. Cuando a Hemingway le dieron el Premio Nobel, su hijo le escribió felicitándole y Hemingway le devolvió la carta con cinco mil pavos. Construyeron su relación a base de ausencias y de cheques. Hemingway pensaba que su hijo tenía la complexión de un barco de guerra en miniatura y pensaba que tenía una faceta oscura y que había nacido para ser malo. Pensaba que su vileza venía de una enfermedad.

Greg y Gloria
Gigi prefirió que le llamasen Greg cuando creció e intentó ser el hijo del mono grande y cojonudo. Estudió medicina y pasó por el ejército –por la 82ª Aerotransportada-, cazó profesionalmente en Tanganika hasta que le echaron por borracho y se casó cuatro veces. Tuvo siete hijos y pensó que el asidero que le mantenía cuerdo era el travestismo doméstico. Se sometió a tratamientos de electrochoques y destrozaba los muebles. Guardaba sus bragas de encaje en la guantera. Le detuvieron por entrar al retrete de un cine vestido de tía. Dijo que se llamaba Gloria. Tenía una faceta oscura que puede que solo entendiese su padre, el rey de la jungla. Papá se pegó un tiro en el paladar con una escopeta del calibre doce. Estaba solo en la cocina. Apretó el gatillo con el dedo gordo del pie. Se voló todo lo que había al norte de su mandíbula. La índole de papá era complicada como un arroyo con meandros copiosos y no como una sucesión de frases elementales unidas por conjunciones copulativas. En 1995 Greg Hemingway se sometió a una operación de cambio de sexo, no rindió el postoperatorio y tuvo hemorragias. Más tarde se subió a un autobús en Florida vestido de Gloria y le rompió una fila de dientes al conductor a puñetazo limpio. Pegaba duro con su complexión de barco de guerra en miniatura. En octubre de 2001 se paseó en bragas al lado del acuario de Miami, delante de los niños que iban a ver a las rayas de mar. Le enchironaron por escándalo público y murió de un infarto cinco días después en el centro correccional de mujeres de Deade rodeado de putas y de chorizas. Se llevó en la barca sus meandros inexplicables y dejó una historia triste con final de muerte como las que escribía su padre, el rey de la colina.

MARTÍN OLMOS

Una tarde con la canalla

In Con buena letra on 1 de septiembre de 2014 at 15:01

escrito en negro

En junio de 2012, tras mucho insistir sobre los grandes beneficios que para su fama y peculio supondría tener blog propio, Martín Olmos accedió a abrir Escrito en Negro. La idea era ir clasificando y difundiendo los artículos que bajo el mismo título venía publicando en las páginas del diario El Correo y evitar que acabaran siendo pasto de la hemeroteca o el olvido.

Desde entonces, semana tras semana, la galería de villanos y bandidos, vampiros y caníbales, chorizos y camorristas, mafiosos y lunáticos, asesinos y chorras, ha ido creciendo hasta conformar un catálogo alucinante de insanía, idiotez y depravación, pero también de humor negro y barroquismo literario.

En 2013, una selección de estos artículos obtuvo el XX Premio Literario Bodegas Olarra & Café Bretón, de Logroño. Vio en ellos el jurado, además de humor y literatura, un alto nivel de documentación sobre los personajes tratados, lo que convierte a estos artículos en una gozosa fuente de información.

Hoy, Pepitas de Calabaza, una editorial que presume (falsamente) de tener menos proyección que un cinexín, pone a la venta el libro Escrito en negro (Una tarde con la canalla), una selección por la que transitan desde William Burroughs hasta el desmontable general Millán Astray, desde la asesina Dulce Neus hasta el estafador Paco el Muelas. Un libro que yo pienso poner en mi biblioteca al lado de las Hagiografías y Vidas de Santos, otro género fascinante que Martín Olmos ha tocado poco y que está pidiendo a gritos ser visitado por una mirada piadosa como la suya. ¿O no?

Perroantonio

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Riña de café con resultado de mutilación

In Con buena letra on 9 de agosto de 2014 at 10:41

…o cómo Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo de un bastonazo

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Al llegar a Madrid, en el otoño de 1899, volví a reunirme con la gente literaria. Los tipos de las reuniones eran los mismos. Allí estaba Valle-Inclán, a quien ahora le faltaba el brazo”
PÍO BAROJA

Umbral le heredó el dandismo a Valle-Inclán y el estado de ánimo que dicen los franceses “vivir en escritor”. Valle hizo un dandi de capa, bohemia e intemperie, y de botines blancos de piqué que acababan la jornada, sin embargo, impecables después de pisar “la arena vieja, meada y numerosa de las plazas sin luz” (Umbral). Antes que su obra, Valle se hizo una biografía de heráldicas falsas y de cigarrillos egipcios; de barbas de chivo que se peinaba con las manos, de heroicidad económica, de riñas de ateneo y de carlismo estético (que le aprovechó la derecha), cuando el que le quitó el hambre fue Azaña, que le arregló un cargo de director del Instituto de España en Roma para que comiese caliente (“es un puesto sin problemas, bueno para Ramón, pero los problemas ya se los creará él”, escribió Azaña en su diario). Valle-Inclán no se subió jamás a un metro, consideraba que cecear era elegante y una vez le fue a desafiar al rey Alfonso XIII al Palacio Real llamándole austriaco y usurpador. Otra vez, le pegó una patada en el culo a la primera actriz del teatro de Lara, en Malasaña, que le decían la Bombonera de San Pablo. Valle-Inclán se construyó la biografía en estado de simulacro y según su conveniencia y se inventó hasta su nombre, que era, en realidad, Ramón Valle y Peña. La vida se la acabó escribiendo Ramón Gómez de la Serna apuntándole un duelo con un cacique indio en el Méjico inolvidable y la doma de un caimán, al que rindió metiéndole los pulgares en los ojos.

Valle fue bravío, pero no le acompañó el cuero, que apenas le abrigaba la raspa porque no engordaba de hambre duradera y de observar un régimen vegetariano que solo se saltaba cuando comía carne  de toro, pero en una ocasión acometió a bastonazos a una cuadrilla de mozos convenientemente comidos partidarios del dictador Primo de Rivera. Y en otra, se pegó un tiro en su propio pie cuando cabalgaba las minas de Almadén con Ricardo Baroja buscando un yacimiento de plata. Umbral le intuyó a Valle la víspera del marketing moderno, el lanzamiento del personaje antes que el de la obra. Umbral más tarde lanzó su personaje de dandi de la Movida y se vistió de melenas, de pañuelo de Jean-Paul Gaultier y de verbo abismal, “nublando su pasado” e inventándose que fue bautizado en la misma pila que Larra. Como Valle, también se inventó su nombre (que era Francisco Pérez Martínez), y sufrió la mutilación: Valle perdió un brazo y Umbral fue manco de hijo, del niño Pincho que murió de leucemia con seis años.

Opiniones sobre un duelo
Valle-Inclán dejó Galicia para robarle Madrid a Pérez Galdós y se lo disputó en los cafés, paseando la capa y trasnochando. Valle se caminaba por las tardes la ronda de las tertulias, en las que se pedía un café con leche, decía poesías de Espronceda y reñía. En el Café de la Montaña de la Puerta del Sol perdió el brazo izquierdo por faltón y por dandi. Por faltón porque le dijo majadero al periodista Manuel Bueno Bengoechea y le quiso dar un botellazo en la molondra y por dandi porque gastaba gemelos de botón. El Café de la Montaña lo frecuentó el torero Frascuelo y tenía mesas de billar francés y quince puertas de salida, por lo que le decían el Café Pulmonía. En la tarde del 24 de julio de 1899 sostuvieron tertulia los habituales a cuenta de un duelo que debían solventar el dibujante portugués Tomás Julio Leal da Câmara y una crisálida de poeta que se apellidaba López del Castillo, señorito granadino al que llamaban “Le poisson du Chateau” y era protegido de Jacinto Benavente. Parece ser que unos días antes los dos hombres riñeron una discusión de patrias en un chigre de Recoletos, bien mamados de pitarra. López del Castillo dijo que los portugueses eran cagones y que su país se podía invadir en una tarde con un regimiento de tambores y Leal da Câmara le ofreció partirle la cara. Manuel Bueno Bengoechea, periodista bohemio, derechón y de Bilbao (que nació en Pau porque le salió de los cojones), se prestó de padrino del granadino y Leal da Câmara se apresuró a tomar clases de esgrima de un capitán cubano porque en su vida había muñequeado un florete.

En la tertulia del Café de la Montaña del 24 de julio se sentaron seguro el dibujante Francisco Sancha Lengo, malagueño y colaborador del “Blanco y Negro”, el historiador taurino Tomás Orts Ramos, el futuro editor José Ruiz Castillo y el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, del que se sospechaba que le escribía las obras su mujer, María de la O Lejárraga. Valle llegó el penúltimo desde su cuarto pobre de la calle de San Bernardo (en el que tenía un clavo por perchero y un cajón de mesa de noche), ordenó un café con leche y disertó con erudición sobre los antiguos códigos del duelo acotados por Diego de Valera sosteniendo que Leal da Câmara no podía batirse por ser menor de edad.  El último en comparecer fue Manuel Bueno Bengoechea, que defendió la necesidad de que se celebrase el quite y Valle se acaloró y le llamó majadero. Bueno movió el bastón y Valle le atacó con una botella de agua que sostuvo por el cuello. Salpicó a la concurrencia pero marró el golpe que le dirigió a la cabeza. Bueno le dio un bastonazo en la cresta que le desgarró el cuero cabelludo y otro en la muñeca izquierda que le astilló el hueso y le clavó un gemelo en la carne. Valle sangró en abundancia y los bacantes apaciguaron la tángana y Tomás Orts pasó la gorra, no para recoger el rendimiento del espectáculo (que probablemente mereció el gasto), sino para recaudar unos duros para pagarle al gallego el dispensario. A Valle le pusieron en la muñeca una tirita de tafetán en la casa de socorro de la calle Concepción Gerónima y a la mañana siguiente amaneció con el brazo negro e hinchado como un odre de vino. La herida se le infectó extensamente y principió la gangrena y veinte días después el doctor Manuel Barragán, más tarde célebre urólogo, le tuvo que amputar el brazo en la Casa de Salud Santa Teresa del siete del Paseo de la Castellana. Valle afirmó que se lo cortaron sin anestesia mientras se fumaba un cigarro habano y que pidió que le afeitasen la parte izquierda de la barba para seguir la operación, pero don Jacinto Benavente contó que rindió el trance dormido y cuando despertó le dijo: “Me duele este brazo”. Benavente le contestó: “Ese ya no, Ramón”.

Valle hizo un manco distinguido y trolero y adornó el muñón con historias disparatadas: dijo que perdió el brazo porque se lo comió un león, por una pelea a navajazos con un indio mejicano y porque quería estrecharle la mano al escritor Barbey d´Aurevilly en París, y al no tener posibles para el viaje, le envió el brazo por correo. Dijo que se le perdió entre las barbas. Se acabó midiendo, por manco, con Cervantes y Jacinto Benavente le tuvo que recordar que la riña en el café no fue Lepanto. A Manuel Bueno le acabó estrechando la mano que le quedaba y le dijo que no se preocupase, que aún guardaba el brazo de escribir. A Manuel Bueno Bengoechea, que era de Bilbao y nació en Pau porque le salió de los cojones, le mataron los milicianos en Montjuich en agosto de 1936 por derechón y antiguo diputado conservador. Gastaba, decían, bastón de estoque, que era más pesado que uno de madroño por esconder el ánima de acero y era arma prohibida. Valle murió siete meses antes de un cáncer de vejiga cuyo tormento combatió fumando cáñamo en una pipa de kif. Le enterraron el día de Reyes de 1936 en el cementerio de Boisaca, en Santiago de Compostela, con una ceremonia civil en la que había dicho que no quería “ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo”. A los falangistas les molestó el anticlericalismo del sepelio, en el que un joven arrancó el crucifijo que adornaba la tapa del ataúd, y un dirigente al que decían Víctor el Alemán organizó el enterramiento de un perro al lado de la tumba del escritor y paseó al animal muerto sobre una tabla por las calles de Santiago.

MARTÍN OLMOS

Baltasar en Harlem

In Con buena letra on 12 de julio de 2014 at 17:50

A Chester Himes, negro y expresidiario, le llamaron el Balzac de Harlem

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Os doy todo Hemingway, Dos Passos y Fitzgerald a cambio de Chester Himes”
JEAN GIONO

Nos hemos hecho al negro de tanto verle en la manta vendiendo cedeses del Melendi y carteras del ful Vuitton, pero no hace mucho un moreno nos era exótico porque solo había uno en cada capital de provincia, que venía generalmente de la Guinea y hacía en las cabalgatas del rey Baltasar. El negro predemocrático de España era Pepe Legrá, que le decían el Puma de Baracoa, el futbolista Didí, que jugó en el Real Madrid de Puskás, y el del África tropical que cultivando cantaba la canción del Cola Cao. En España se le dijo al negro etiope y prieto y nos pareció negro sin matiz, como la rosa de Gertrude Stein. Los esquimales diferencian treinta tonalidades de blanco y los negros pueden ser, atendiendo a la gradación, cuarterones, zambaigos, mulatos u ochavones, pero por la noche todos son pardos. En 1969 se instaló en Moraira, en Alicante, un negro pardo que llevaba sobre sus hombros el pecado mortal del lecho de la mujer blanca y el pasado feroz del mandinga patibulario lleno de trenas, priva y violencia. El negro era Chester Himes y pensaba que los españoles eran racistas y tenían malas carreteras, pero se compró una casa en la urbanización Plá del Mar con los francos gabachones que la editorial Gallimard le pagó por inventarse un Harlem desproporcionado de putas, predicadores y pasmas. Chester Himes fue negro de reojo, a veces soez, desconfiado, curdela y pegón de mujeres al que no le pidieron en Moraira que se vistiese de Baltasar porque no se daba en sociedad y andaba medio contrecho de la espalda porque de joven se cayó por el hueco de un ascensor. Himes vivió sus últimos quince años mirando el Mediterráneo que siempre le fue extraño, pero se fue a operar de la próstata a Inglaterra, con lo que se comportó como un gringo con posibles que desconfiaba de la medicina local y entonces no pareció un negro fiero. La vejez le atenuó la jungla y al final, medio renco por una hemiplejía y artrítico, dejó de ser cimarrón y ya no paseó con un cuchillo en el bolsillo mirando las esquinas ni se consoló con las putas y pidió perdón por su salvajismo.

Chester Himes nació en 1909 en Jefferson City, en Missouri, en donde los negros limpiaban las botas a los paletos. Su abuelo fue el esclavo de un judío y sus padres observaban su negritud de dos formas distintas. Su padre Joseph era canijo y maestro de escuela, descendía de generaciones de hambre, capitulaba ante el hombre blanco y respetaba la jerarquía cromática; su madre Estela tenía un ancestro pálido que fue capataz de esclavos y fecundó a una negra, estaba orgullosa de ser cuarterona más que cafre y pellizcaba a sus hijos el puente de la nariz para que no les creciese chata. A veces pasaba por blanca, escribía poemas y despreciaba a su marido por servilón y una vez le abrió la cabeza con una plancha. Cuando Chester Himes tenía doce años, a su hermano mayor Joseph le explotó en la cara un barrilete de pólvora durante un experimento escolar y se quedó ciego. Los médicos blancos se negaron a atenderle en Urgencias y su padre suplicó y lloró. Su madre buscó algo en el bolso que Chester rezó para que fuese una pistola, pero fue un pañuelo con el que enjuagar lágrimas negras.

Grafitis en el retrete
Creció orgulloso y reventón, novilleando el pupitre y mezclándose en peleas y se puso a trabajar de botones en un hotel hasta que se cayó doce metros abajo por el hueco de un ascensor y se le arrugó la columna vertebral. Tuvo que ceñirse un corsé y percibió una pensión de invalidez con la que se compró un abrigo de piel de mapache, un sombrero Panamá y un Ford Roadster de dos puertas y se matriculó en la Universidad Estatal de Ohio, de la que le expulsaron por vestir de chulo y sacar CHESTER HIMES Y SU GATO GRIOTporcentaje en los burdeles a los que llevaba a los estudiantes blancos a hozar en el África Negra. A partir de entonces se agenció una pistola y frecuentó broncas de callejón, mangó coches,  endosó cheques falsos y robó en una armería. Le trincaron a los diecinueve años por atracar a unos viejos a punta de pistola y birlarles un anillo de casamiento y no más de trescientos pavos. Los pasmas le zumbaron una paliza. Le condenaron a veinte años de trabajos forzados en la Penitenciaría de Ohio y es posible que le abusara el decanato, que le miró con ternura. Himes empezó a escribir en la trena, probablemente para apartarse de los romances de machos, y publicó sus primeros relatos en revistas para negros de las que se avergonzó más tarde, cuando le editaron en “Esquire”. En la Penitenciaría de Ohio pensaban que donde comían once, comían ciento once y en 1930 se quemó y se abrasaron trescientos presos. Himes sobrevivió y acumuló rencor duradero que repartió entre los pasmas, los maricas y los judíos. Salió del trullo en 1936 y le despojaron de la pensión de tullido. Se casó con Jean Lucinda, a la que dio palizas y barbecho cuando la cambiaba por las putas, siguió escribiendo y bebiendo, trabajó en una fábrica de armas y frecuentó brevemente el Partido Comunista; publicó dos novelas que nadie leyó, se fue al diablo su matrimonio de zurras y priva y vivió una temporada en Harlem a base de tajos de negros, dados y borracheras. Comía patas de gallina con salsa picante. Escribió novelas de protesta. No se llevaba bien con la intelectualidad morena. No encontró asiento ni en el rojo ni en el negro ni en el blanco; fue una gama amplia del gris. Los críticos dijeron que escribía grafitis en la pared de un retrete.

En 1956 se instaló en París y encadenó queridas blancas: la alcohólica Vandy Haygood, a la que dio una paliza de muerte, Willa, que le invitó a ostras en Arcachon, y Regine Fischer, que era alemana y aspirante a actriz. Frecuentó morosamente a James Baldwin y a Richard Wright y paseaba Pigalle con un cuchillo en el bolsillo. Richard Wright prefería alternar con Sartre y con Camus. Chester Himes estaba medio paranoico. Le detuvieron por conducir trompa. Estampó un coche contra una zanja. En 1957 Marcel Duhamel, que dirigía la “serie noir” de la editorial Gallimard, le encargó una colección de novelas policíacas a destajo y Himes aceptó el recado porque estaba sin blanca y escribió el ciclo de Harlem, protagonizado por los pasmas negratas Sepulturero Jones y Ataúd Johnson (que uno podía matar a una piedra y el otro enterrarla) intuyendo que los franceses querían leer barbarie gringa siempre que fuese atroz. Himes les dio lo suyo y disfrazó de naturalismo la reinvención de un Harlem desmesurado y violento, a veces tragicómico, lleno de ciegos con pistolas, motoristas decapitados, chulos, timadores travestidos de monjas que venden entradas para el cielo, tíos corriendo con un cuchillo clavado en la cabeza y Cadillacs de oro puro. La primera novela del ciclo (The Five Cornered Square) es un vodevil violento del que Jean Cocteau dijo que era “una prodigiosa obra maestra, y perdonadme el pleonasmo” y recibió el Grand Prix de Littérature Policière. Himes se casó con Lesley Packard, inglesa, rubia y enfermera, y se fue a vivir a Moraira, al barrio de Teulada, no tanto por el Mediterráneo como por la ventaja del cambio de moneda, y tuvo la delicadeza de afirmar que los españoles eran una pandilla de zánganos que no eran capaces de fabricar comida para perros. Fue el negrito del norte de Alicante que no hizo de Baltasar y empezó a ser reconocido en su país. Una parálisis cerebral le tumbó medio cuerpo y el declive le atenuó el furor. Dejó el cuchillo y el rencor y lloraba, al final, cuando veía una reseña de su obra en una revista literaria. Pidió perdón por sus pecados. Le fallaron las piernas y pasó los últimos años sentado en una silla de ruedas. Se le complicó una tromboflebitis y murió el doce de noviembre de 1984 clamando dos veces a Dios (Oh Lord, Oh Lord). Le enterraron en el nicho 56 del cementerio nuevo de Benissa, en Alicante, en una ceremonia escueta que adornó de reconocimiento consistorial el alcalde de Teulada, don Miguel Martínez Llobell, del Partido Popular.

MARTÍN OLMOS

Vamos a preguntar a personajes relevantes de la cultura…

In Con buena letra on 5 de julio de 2014 at 19:56

Los libros de citas están llenos de aforismos moralistas de escritores como podían estar hechos con los suyos o los de su tío el de Cuenca y sostenerse con el mismo criterio

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOSjpg

“Por imbécil que sea un autor, siempre encuentra un lector que se le parece”
SAN JERÓNIMO DE ESTRIDÓN

Fueron los talleres literarios, Harold Bloom y el Círculo de Lectores los que solemnizaron el oficio del escritor hasta hacerle creer que es el administrador  de una sabiduría indiscutible y global con la que se va a ir haciendo una industria de opinador (manifestada con prodigalidad de adverbios) que, si tiene suerte y encuentra los mentideros adecuados para difundirla al precio del mercado, le va a completar el margen magro del diez por ciento que le deja la venta de su novela de templarios con la que no llega a fin de mes. El escritor, entonces, va a acabar de bacante en una mesa redonda tertuliando de lo que le echen, da igual que sea política o tauromaquia, con autoridad incontestable pero con un saludable escepticismo que es de mucho vestir y, a veces, hasta se va a inventar una cita de Moliere porque intuye que nadie la va a ir a comprobar. Lo bueno de inventarse citas es que te cuadran todas al caso como un guante, y si quedan bien igual le cuadran a otro y las recita y acaba Moliere diciendo lo que no dijo. Un autor publicado (mejor si fuma en pipa) adorna mucho un simposio como un futbolista apaña la inauguración de un discobar de ginfizzes con su pelo multicolor y su jamona y cada uno tiene su público y no se pisa el ministerio de gastos pagados y copas de gorra. Hay que vivir, amigo mío, y que Dios nos libre de juzgar, y un libro se compra una vez y lo leen siete y el octavo espera a que salga la peli, con que no renta para pagar la luz. Entonces el escritor, con su capital en tapas duras, se pone de discerniente de lo que le echen, da igual que sea política o tauromaquia, para sacarse las gordas y el popular le venera cierta ley porque no se da cuenta de que el hecho de escribir un libro y embaucar a alguien para que corra con los gastos de publicarlo no le otorga un juicio magistral. Han escrito libros Franco, Pat Garrett, el Vaquilla y, en fin, Belén.

El oficio del escritor y la industria del delincuente comparten comunidad (aunque al primero no le guste y al segundo le dé igual) y convergen en la nocturnidad (el escritor no madruga y el mangante busca el oscuro), en el camelo (que el primero le dice mixtificación) y en una forma informal de vestir (que uno le dice dandismo y el otro, según el caso,  disfraz o elegancia calé). Dashiell Hammett trabajó de detective para la agencia Pinkerton y llegó a dos sorprendentes conclusiones: que los griegos eran los tíos más difíciles de condenar por los tribunales por el aplomo con el que lo negaban todo y que no había ningún hombre capaz de hacer decentemente un trabajo honrado que  fuese un profesional del crimen. A un escritor le pasa lo mismo, que es generalmente incapaz de hacer nada a derechas y acaba de novelista para vergüenza de su familia. Lo que Miguel de Cervantes quería ser era soldado y acabó malviviendo de la cosa cuando le truncaron la carrera mancándole en Lepanto y pegándole un arcabuzazo en el pecho. Aún lisiado llevó a cabo misiones de inteligencia en Orán en 1581 con una soldada de cien escudos librada por el Tesorero General, Juan Fernández de Espinosa, a cuenta de “ciertas cosas al servicio de Su Majestad”. Y Raymond Chandler empezó a escribir cuando le echaron de su trabajo (muy bien pagado, por cierto) de vicepresidente de la compañía petrolífera Dabney Oil Syndicate por absentismo laboral, embriaguez y por pellizcar a las secretarias. Philip Marlowe y don Quijote, que se parecen bastante, guardan parentesco por venir de plumas que fueron la segunda opción de un ejecutivo borrachuzo y de un inválido para  la milicia. Luego llegó Walter Benjamin, Theodor Adorno, el Club del Libro y el Reader´s Digest (que en España se llamaba Selecciones) y los escritores se convirtieron en ponentes globales cuyos aforismos se tuvieron en cuenta obviando el hecho de que una buena parte de ellos suelen ser curdas, mentirosos y priápicos, cuando no definitivamente pervertidos sexuales.

No están enfermos, son creativos
Ernest Hemingway se midió el pitilín con Scott Fitzgerald en el tigre de un café de París. A Scott Fitzgerald le volvían loco los pies de las chicas, como a Victor Hugo y a Dostoievski, que le escribió a Anna Snitkina: “ansío besar todos los dedos de tus pies y verás que conseguiré mi propósito”. Dostoievski también era burlanga y medio menorero y se sospechó que trató con una prostituta infantil en una bañera. A Mark Twain y a Lewis Carroll también les iban las niñas. Lewis Carroll, sin embargo, murió virgen. Scott Fitzgerald se presentó en pijama en una fiesta en la que recomendaban vestimenta informal y Hemingway llegó a la conclusión de que si mantenía relaciones sexuales frecuentes  podía comer fresas sin que le saliese urticaria, a pesar de que las tenía alergia. Una vez se acostó con una puta cubana que se llamaba Xenofobia. A James Joyce le gustaban los culos gordos, las bragas sucias y el olor a pedo y una vez se masturbó mirando a una coja en la playa de Sandymount. En Zúrich, un admirador quiso besar la mano que había escrito “Ulises” y Joyce le dijo: “Yo que usted no lo haría, con esta mano hago otras cosas”. A James Ellroy también le gustaban las bragas en ejercicio y las mangaba de los tendederos en la época en la que se entrompaba con whisky y Listerine. Jack Kerouac prefería el vino barato de la marca “Thunderbird”, que era tan malo que los palurdos lo usaban para dar friegas a las mulas,  y J.D. Salinger bebía pis porque decía que tenía propiedades medicinales y blanqueaba los dientes. Practicaba la acupuntura con sus hijos con astillas de madera y les decía que tenían muy bajo el umbral del dolor. A Yukio Mishima le gustaban los pelos del sobaco de los marineros y Arthur Miller, tan zurdo y chic,  ocultó que tenía un hijo retrasado mental. A Tolkien y a Cela era más saludable no encontrárselos en la carretera: el primero solía conducir con prisa y pensaba que si embestías a los demás coches se apartaban, y Cela sostenía que era una cuestión científica que cuanto más deprisa se pasa por un cruce, menos tiempo se permanece en él y, por lo tanto, se minimiza el riesgo de chocar contra alguien y practicaba su teoría saltándose las señales de stop a ciento cincuenta kilómetros por hora. Cela tuvo un Seiscientos verde y un Jaguar y dejó de conducir cuando se quiso comprar un Morgan descapotable y comprobó que no cabía en el asiento. Verlaine se ponía ciego de absenta y le pegó un tiro a Rimbaud, que dejó la poesía por el tráfico de armas. Burroughs dormía con un revólver debajo de su almohada y se cargó a su mujer, Norman Mailer acuchilló a la suya y Bukowsky se entrompó con dos botellas de vino en un programa de la televisión francesa y le sacó una navaja al crítico Bernard Pivot. Cela le pegó un puñetazo al periodista Jesús Mariñas y le quiso tirar a una piscina, Mailer le zumbó un cabezazo a Gore Vidal, Vargas Llosa le puso un ojo negro a García Márquez y Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo de un bastonazo que le pegó Manuel Bueno en el Café de la Montaña de la Puerta del Sol. Y Dickens se pasaba las tardes en la morgue y Chester Himes estuvo en el trullo y Defoe en la picota y William Butler Yeats fue un fascista mussoliniano que hablaba con los espíritus. Y Thoreau se bañaba más bien poco y Anthony Burgess encontró un empleo de crítico literario y los libros que le facilitaban las editoriales los vendía en un mercadillo y las últimas palabras de Dylan Thomas antes de diñarla fueron: “Acabo de tomarme dieciocho whiskies. Creo que es mi récord. Es mi único logro en treinta y nueve años”.

Estos caballeros singulares, con sus saberes y su cotidiano, comerían hoy un poco mejor alimentando con sus ponencias los cursos de verano y sus criterios tendrían el crédito de la zarza ardiente, igual da que disertasen de política o de tauromaquia, por la razón de que un día escribieron una novela de catedrales o un memorial, o un poema conceptual o una nouvau roman o un cuento chino.

MARTÍN OLMOS

Las aventuras extraordinarias de Alexander Selkirk

In Con buena letra on 11 de junio de 2014 at 13:29

…que inspiraron a Defoe el personaje de Robinson Crusoe

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Lo que Robinson añora, lo que le falta, lo que ya nunca llegará es…otro naufragio”
 FERNANDO SAVATER

Alexander Selcraig nació en 1676 en Lower Largo, al norte del estuario del río Forth, en Escocia, y cuando tuvo edad de entendimiento aprendió a blasfemar y pronunció juramentos renegados dentro de la iglesia y fue reprendido por los ancianos. Fue el séptimo hijo de la camada extensa de varones de Euphan Mackie y su marido John, zapatero de profesión, presbiteriano y hombre temeroso de Dios. Alexander Selcraig sorteó el pupitre para vagar el muelle y se juntó con los bribones y antes de los veinte años robó el sagrado en una iglesia presbiteriana y para huirle a la consecuencia se hizo a la mar a bordo de un barco holandés de la Compañía de Escocia con rumbo a las Indias Occidentales. Regresó al de seis años con una magra fortuna consistente en una pistola de segunda mano y el cabo de una vela. Durante los dos años que pasó en tierra no empeñó un solo día en el rendimiento de un trabajo honrado, contó historias de la mar cuando le inspiraba la jarra y estuvo a punto de matar a su hermano Andrew, que era mongólico, pegándole en la cabeza con un bastón, por lo que riñó con su padre y decidió abandonar Lower Largo y ganar al puerto de Londres para embarcarse en una de las expediciones del capitán William Dampier en busca del oro abundante de los  galeones españoles. Nadie en Lower Largo, al norte del estuario del río Forth, demoró un gramo de cordialidad cuando vieron la espalda de Alexander Selcraig y, sin embargo, ciento ochenta años después le perpetuaron en una estatua que colocaron en una hornacina de la finca que se levantó sobre lo que un día fue su casa. La estatua es de piedra gris y la verdeó el aire de la mar y la sufragó mister David Gillies, fabricante de redes.

El capitán William Dampier besó una vez la mano del rey Guillermo y era un notable botánico y, sin embargo, era un bucanero y un granuja que había sido sometido a un consejo de guerra por azotar a un grumete de catorce años al que dejó los huesos a la inclemencia a puros trallazos. En 1702 consiguió financiación particular para navegar en corso prometiendo a sus valedores el oro español de Perú y en septiembre del año siguiente partió del puerto de Kinsale, en Irlanda, en una expedición formada por los galeones St George, de 26 cañones y una tripulación de ciento veinte hombres, y el Cinque Ports, de dieciséis cañones y tripulación de sesenta y tres.  A bordo del segundo sentó plaza de piloto Alexander Selcraig, que disimuló su apellido por el de Selkirk para no adornarlo con el oprobio de la piratería. Un año después había reñido con Dampier y le había dudado la navegación a su inmediato superior, el teniente Thomas Stradling, y comandó un motín de cuarenta hombres que fue sofocado con la promesa del oro. En septiembre de 1704 el Cinque Ports, después de combatir al viento cruzando el cabo de Hornos,  arribó en el islote Más a Tierra, en el archipiélago de Juan Fernández, a 670 kilómetros de Valparaíso, para reparar la arboladura y proveerse de agua potable y Alexander Selkirk cuestionó la seguridad del barco y exigió quedarse en tierra pensando que le iban a seguir cincuenta partidarios que a la última rajaron y prefirieron quedarse a bordo. Selkirk fue arriado en un lanchón y abandonado a su suerte en el islote con unas mantas, una tetera, una pipa y unas pocas libras de tabaco, un hacha, un cuchillo, un trozo de pedernal de yesca, un fusil de chispa, munición y una bolsa de pólvora y una Biblia. Vestía una camisa de lino, zahones de marinero, unas medias largas de lana y un par de zapatos de hebilla. Recién desembarcó en la playa se arrepintió y clamó porque le regresaran pero el teniente Thomas Stradling se burló de él desde el puente y ordenó izar el ancla. El Cinque Ports, sin embargo, encalló unos meses después en la costa de Colombia cuando iba rumbo a Panamá y su tripulación fue capturada por el español. Al teniente Thomas Stradling le dieron presidio en Lima.

Soledad
Alexander Selkirk pasó en soledad cuatro años y cuatro meses en la isla Más a Tierra. Durante las primeras semanas hirvió mariscos y comió tortugas, hizo fuego con ramas de pimentero y no se alejó de la playa y sucumbió a la enfermedad de la melancolía que le condujo a acariciar la idea de quitarse la vida. Con el tiempo, en cambio, exploró el interior y leyó la Biblia y aprendió a cazar a los feroces leones marinos, cuya carne encontró tan sabrosa como el cordero inglés y su grasa óptima para usarla como mantequilla, reunió un rebaño de cabras silvestres y a algunas las amputó una pata para guardarlas para el porvenir (a otras les hizo una marca en la oreja y treinta años después las encontró el comodoro George Anson cuando recaló en Más a Tierra durante un crucero alrededor del mundo), se construyó un refugio y combatió una plaga de ratas amaestrando gatos salvajes. Descubrió que la isla daba calabazas, berros y nabos y una especie de pimienta que se llamaba malagita que resultaba excelente para ventear las digestiones. Por las noches cantaba salmos a voz en grito y bailaba con sus gatos melodías que tenía en su cabeza y solo Dios sabe por qué no enloqueció.

En enero de 1709, los buques Duke y Duchess, al mando del capitán Woodes Rogers, le encontraron vestido con pieles de cabra cosidas con trozos de tripa y desnudo de pies cuyas plantas eran tan duras como el cuero. Selkirk contó su peripecia a duras ESTATUA DE SELKIRK EN LOWER LARGOpenas porque había perdido vocabulario por no pronunciarlo y se apostó con el capitán a que podía correr más velozmente que su perro bullgdog detrás de una cabra. Selkirk se embarcó en el Duke y eludió el ron pero no volvió a ver Inglaterra hasta octubre de 1711 y mientras tanto participó en corso en el saqueo  de Guayaquil, en Perú, obteniendo 800 libras de botín y fue ascendido a piloto de una nave capturada a la que pusieron de nombre  Batchelor. En Londres, Alexander Selkirk, el Gobernador de Juan Fernández, se hizo notable al difundirse su historia en las bitácoras del capitán Rogers y en el periódico The Englishman, editado por el parlamentario sir Richard Steele, y le invitaron a beber jerez en los salones. Volvió Selkirk al ron y a las peleas y en 1714 regresó a Lower Largo vestido con una levita con adornos de oro y como era domingo visitó la iglesia. Vivió en la casa de su hermano pero prefirió los paseos en soledad y amaestrar gatos, quizás añoró la isla, y en una ocasión apaleó a un vecino. Dos años después se escapó a Londres con Sophia Bruce, sobrina de un ministro presbiteriano, pero no la casó y vivió con ella en un apartamento del Pall Mall. Se volvió a embarcar en el H.M.S. Enterprise y cuando regresó en 1719 se encontró con que Daniel Defoe le había otorgado veinticinco años más de soledad en su isla, un loro y un criado negro en “La vida y aventuras extrañas y sorprendentes de Robinson Crusoe, de York, marino”, que se publicó un año antes en un volumen en octavo. Defoe conoció la picota y siempre le debió dinero a alguien y de él dijeron sus enemigos que era “una vil y mercenaria prostituta, un charlatán estatal, escritor de alquiler, pluma escandalosa, mestizo malhablado, autor que escribe para vivir y vive de la difamación”. No se sabe si Selkirk leyó la novela pero se sabe que se volvió a embarcar en el H.M.S. Weymouth con grado de teniente, que en una escala en Plymouth olvidó a Sophia Bruce, se emborrachó y se casó con la viuda Frances Candish, propietaria de una taberna, y que murió de la fiebre amarilla en la costa occidental de África el 13 de diciembre de 1720 dejando de herencia un fusil de chispa con una foca grabada en la culata y para la posteridad un poema de Borges que dice: “Cinco años padecí mirando eternas cosas de soledad y de infinito, que ahora son esa historia que repito, ya como una obsesión, en las tabernas. Dios me ha devuelto al mundo de los hombres, a espejos, puertas, números y nombres, y ya no soy aquel que eternamente miraba el mar y su profunda estepa”.

MARTÍN OLMOS

Y todo a media luz

In Con buena letra on 25 de abril de 2014 at 23:48

El tango cantó a la perdida y al puñalero y lo bailaron los bravos

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Siga un consejo, no se enamore/ y si una vuelta le toca hocicar, /fuerza, canejo, sufra y no llore/ que un hombre macho no debe llorar”  
MANUEL ROMERO

Hoy el tango lo prohibirían como han quitado de fumar en los boliches, a los que se va a tertuliar y a hacer jarana y no a pegarse baños de salud como si fuesen balnearios. Antes iban a los boliches los hombrones después de la mina a echar la timba y a escupir en el suelo, sobre un lecho de serrín, y ahora están llenos de mamás con maxicosis que no quieren malos humos. Con el tiempo a los pesebres les  pondrán moqueta y te darán un masaje en los pies mientras te tomas una menta poleo. Al tango le han ido dejando para música ambiental, sin letra, de las consultas de los dentistas y para baile de salón de los domingos en la Asociación de Divorciados La Segunda Oportunidad y le han escondido su origen de orilla y de canción lasciva y de reyerta. El tango es bastardo de la habanera y del flamenco, de la “canzonetta” napolitana, del candombe de los morenos cimarrones  y del cuplé español (dice Javier Barreiro) y Borges le rastreó el linaje y le intuyó varios pretéritos –imperfectos- en los conventos del barrio de la Boca del Riachuelo, en Montevideo y en los quilombos de meretrices de las calles del Temple y de Junín de Buenos Aires. El tango principió de canción con la que los compadritos le acompañaban a la riña con el cuchillo y al trato con la pendeja –y a la nostalgia de la vieja- y recién lo adecentó París pasó a ser, escribió Borges, nomás una manera de caminar. En el baile el tango es agarrao, casi cosido, y se funden los vientres en una tangencia lujuriosa que inquietó a los eclesiásticos y el Káiser Guillermo se lo prohibió a sus oficiales. Se cuenta, no se sabe si con fundamento, que el Papa Pio X lo excomulgó por lúbrico hasta que el Vasco Casimiro Aín, que también le decían el Lecherito, le bailó uno en el Vaticano y le regalaron una medalla de plata de Nuestra Señora de Loreto. El tango es macho y recela de la hembra, como el Eclesiastés. El tango le destapa a la doña su truco: “Acaso/ te llore y se desespere/ y te diga que te quiere,/ viejo ardid de la mujer” (No te engañes, corazón). El tango la dice de interesada de astracanes: “Aquel tapado de armiño,/ todo forrado en lamé,/ que tu cuerpito abrigaba/ al salir del cabaret,/ me resultó al fin y al cabo/ más durable que tu amor;/ el tapao lo estoy pagando/ y tu amor ya se apagó” (Aquel tapado de armiño). El Eclesiastés dice: “Y hallé que es más amarga que la muerte la mujer; la cual es un lazo de cazar, y una red su corazón, y sus manos unos grillos. Quien es grato a Dios huirá de ella; pero el pecador quedará preso”. Que se sepa, Pio X no excomulgó el Eclesiastés, sin embargo. Al tango le dijo Leopoldo Lugones “reptil de lupanar” y le cantó sin miramiento a la puta, al esgrimista de facón y manta, al que pierde los mangos en las carreras de burros, al garufa de farra rendida al alba y a la puñalada que le sigue al cuerno. El tango le decía a limpiar la infamia de los honores: “…comprobé que me engañaba/ con el amigo más fiel,/ y ofendido en mi amor propio/ quise vengar el ultraje,/ lleno de ira y coraje,/ sin compasión los maté” (Noche de Reyes). El tango hoy lo prohibirían no por cosido de baile sino por machistón y porque en este siglo –igual de cambalache que el anterior- se confunden los géneros literarios con las apologías. A Loquillo le quieren quitar del repertorio el tema “La mataré” (…a punta de navaja/ besándola una vez más) porque todavía no deben saber que al que está por clavar una puñalada da igual que le pongan un gregoriano. Lo que tenían que prohibir es la naturaleza humana. El tango se ha quedado en manera de caminar y han quitado el pucho del trago en los quilombos, donde a nadie obligan a ir.

El precedente del punk
El tango se ha convertido en una manera de caminar y sus cultores en músicos de crepúsculo que amenizan las copas a los donjuanes de boîte, pero en el origen sus predicadores fueron, como ha escrito Barreiro, “asiduos a la trena, que no al conservatorio, a la gresca más que a la tertulia”. Ernesto Ponzio, que le decían el Pibe, violinista milonguero, pudo nacer en el barrio de San Telmo o dicen otros que entre la Penitenciaría Nacional y el Cementerio de la Recoleta, y penó cuatro años de trullo por matar a tiros al guapo Pedro Báez a la salida de un burdel del barrio de la Pichincha, en Rosario, en 1924. El Tigre del Bandoneón Eduardo Arolas llevaba anillos de oro sobre sus guantes blancos y en los hombros una capa de pelo de vicuña, chuleaba percantas y componía de oído tarareándole las melodías a Francisco Canaro, que las pautaba en el pentagrama. Arolas combatió los malos amores con los brebajes y con el exilio  y le mataron en París en 1924 de una paliza que le metieron unos orilleros de Pigalle a cuyo bacán le había levantado una hembra. Pascual Contursi, el letrista de “La Cumparsita”, murió loco de atar por la sífilis en 1932, en el Hospital de las Mercedes de Buenos Aires; el Negro Celedonio Flores, que compuso con Gardel “Mano a mano”, fue de joven garufa y boxeador y Ovidio Bianquet, que le decían el Cachafaz porque de pendejo atropelló mujeres, le ganó un desafío al Pardo Santillán en el salón El Velódromo del barrio de Palermo bailando un tango alrededor de un cuchillo clavado en la tarima que le arañó los tobillos.

Carlos Gardel nació en Toulouse o en Tacuarembó, igual da, no conoció a su padre y se crió en la calle Corrientes. Practicó la CARLOS GARDELsoltería por generosidad y le dijo a la vieja que para qué iba a hacer mártir a una, pudiendo hacer felices a tantas, pero no se libró de que le dijeran de sarasa. Frecuentó, sin embargo, el putero de Giovanna Ritana, que le decían Madame Jeannette, en la calle Viamonte. Gardel grababa los discos en calzoncillos para cantar más suelto y alcanzaba las dos octavas, pero no cuidó su voz y fumaba con avidez, le cogía el amanecer soplando tragos y llegó a pesar ciento veinte kilos de puros almuerzos. Por lo demás, apostaba a los burros en el Hipódromo de Palermo y en 1915 le pegaron un tiro en el pulmón en una noche que salió de garufa en el cabaret Armenoville. Gardel ya había andado con guapos en su juventud en Corrientes y un compadre suyo llamado Carlos Traverso, que le decían el Cielito, andaba en el exilio en Uruguay por haberse madrugado a cuchilladas a un tal Juan Carlos Argerich en el café O´Rondeman, en el Mercado de Abastos. A Gardel le pegó un tiro Roberto Guevara, el tío del Ché, la madrugada del sábado 11 de diciembre de 1915 por una riña de bolingas que empezó en el Palacio de Hielo de La Recoleta. Gardel iba con Elías Alippi, que le decían el Flaco, y los juerguistas de Guevara le rieron. Hubo pendencia que no sangró, pero se volvieron a encontrar en el cabaret Armenoville y en la riña Gardel cogió el balazo que le perforó el pulmón izquierdo. Le atendieron en el Hospital Juan A. Fernández y los médicos decidieron no sacarle la bala, que le hizo compañía hasta que se la vieron en la autopsia que le hicieron veinte años después, cuando murió en un accidente de aviación en Medellín. Una monja se intentó quemar en su funeral en el Luna Park y el monseñor Franceschi le llamó Tenorio de conventillo y cantor de la puñalada, la borrachera y la mujer perdida.

MARTÍN OLMOS

El paseo que no le dieron (o sí) a Rafael Sánchez Mazas

In Con buena letra on 15 de marzo de 2014 at 13:56

A Rafael Sánchez Mazas le fusilaron, pero no del todo, y tiene un paseo en Bilbao

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Hoy poca gente se acuerda de él, y quizá lo merece. Hay en Bilbao una calle que lleva su nombre”
JAVIER CERCAS

Andan en el Ayuntamiento de Bilbao matando moscas con el rabo a cuenta de unos alcaldes del franquismo de los que ya no se acuerda nadie y les van a quitar los retratos al óleo del pasillo sin darse cuenta de los cercos que van a dejar en la pared,  que a ver con qué los llenan como no sea con una alcayata y colgando una gabardina. Los cercos siluetean el pasado, confiesan el color que tuvo la pared de antaño y les pasa como a los albañiles que se quitan el pañuelo de cuatro nudos de la cabeza y enseñan una frente blanca que linda por el sur con el resto de la jeta pintada de intemperie y de tajo al sol. La variedad cromática en una misma piel indica madrugones o ciclismo, porque el bronce de balandro atenúa las diferencias de tono con un sfumato renacentista que evidencia los posibles. Los cercos de la pared hacen a casa venida a menos que ha tenido que empeñar los cuadros de perros persiguiendo jabalíes en el Monte de Piedad para pagar la luz y las visitas, cuando ven el yermo recuadrado sobre el papel pintado, dicen: qué pena de familia, con lo que ha sido. Las visitas sirven para eso: para beber de gorra y para mirar debajo de las alfombras para ver si hay polvo. Decía el difunto Umbral que los retratos están hechos con aceites de halago y pintura mala y que todos son, al final, el retrato de Dorian Gray. Cuando vacíen la pared de regidores franquistones va a quedar el pasillo como los mapas de África de antes del doctor Livingstone, con intermedios ignotos en los que no se sabía si había marfil o caníbales, con lo que igual sería mejor dejar la cartografía bien dibujada para saber por dónde podemos tropezar. Decía Umbral también que los retratos reflejan solo los días de fiesta y están hechos con los colores más falsos de la paleta. Descolgar esos cuadros de los alcaldes de Franco pintados con sus colores falsos tiene el riesgo de perpetuar otra falsedad, que es la de hacer creer que aquel medio siglo no pasó y todos fueron días de fiesta.

Los iconoclastas tienen algo de adolescentes y, por lo tanto, no lo saben todo y se les ha escapado que Bilbao le guarda un paseo a Rafael Sánchez Mazas, falangista primigenio que estuvo con Dionisio Ridruejo y con Foxá en la reunión del bar Or Kompon de la calle Miguel Moya de Madrid en la que se compuso el “Cara al sol” (aportó los versos: “volverán banderas victoriosas/ al paso alegre de la paz”). Sánchez Mazas nació en Madrid en 1894 pero envaronó en Bilbao, en una casa de cinco plantas que tenía la familia de su madre en la calle Henao. En Bilbao frecuentó la tertulia del café Lyon d´Or en la que participaban Mourlane Michelena y Gregorio Balparda. Mourlane Michelena exhibía lecturas para pasar por enciclopedista y Sánchez Mazas le dijo en una ocasión: “Con el trabajo que le cuesta a usted fingir una cultura que no tiene, podría haberse hecho una cultura de verdad”. Gregorio Balparda fue alcalde de Bilbao en 1905 y era un monárquico anticlerical que durante la guerra civil se negó a juzgar por rebelión al teniente general Mario Muslera y le encerraron en el buque prisión Cabo Quilates, un antiguo mercante de la naviera Ybarra fondeado en El Abra, en el que los milicianos le molieron a palos, le pasaron por la quilla en cueros, le robaron los zapatos y le pegaron un tiro en la cabeza. Sánchez Mazas empezó a comulgar fascismo cuando en 1922 le mandó Juan Ignacio Luca de Tena a Roma como corresponsal del ABC. Cuando regresó a España fundó la revista “El Fascio”, que solo publicó un número, y se hizo amigo de José Antonio Primo de Rivera. Participó en la fundación de la Falange Española el 29 de octubre de 1933 en el Teatro de la Comedia de Madrid y la proveyó del símbolo del yugo y las flechas (que había visto en el escudo de los Reyes Católicos de la Torre de Castellamare, en Palermo), del grito ritual de “¡Arriba España!” y de la “Oración por los muertos de la Falange”. Sánchez Mazas hizo un falangista primicial, estético y gafoso que nunca fue un hombre de acción, por lo que algún camarada le mentó de cagón, y la guerra le cogió en Madrid y se refugió en la embajada de Chile para escribir la novela “Rosa Krüger” en folletín y beberse la RAFAEL SÁNCHEZ MAZASbodega del cónsul mientras en la Gran Vía levantaban las barricadas. Un año después intentó pasar a Francia a bordo de un camión de hortalizas, hizo una escala en Barcelona para reunirse con los quintacolumnistas falangistas en el bar Iberia y le dio dos chavos a una gitana que le echó la buenaventura y le dijo: “Tu sangre no será derramada”. Sin embargo fue detenido por agentes del Servicio de Información Militar el 29 de noviembre de 1937 y encerrado en el buque prisión Uruguay, fondeado en el puerto de Barcelona. El 24 de enero de 1939 le trasladaron al santuario de Santa María del Collell, en Gerona, en donde pasó cinco días hasta que le sacaron a pasearle en una cuerda de cincuenta presos que fueron ametrallados en una vuelta del camino.

“Nos fusilaron mal”
Los fusilamientos en los yermos y en las tapias de los  cementerios se hicieron siniestra rutina durante la guerra por encono o por no gastar en sopa para los presos y a veces se cumplían con desgana o con vino. A Miguel Gila le cogieron los moros de la 13ª División de Yagüe en el Viso de los Pedroches, en Córdoba, y le fusilaron mal porque estaban medio trompas y más preocupados por asar unas gallinas de saqueo que en atinar a los reos y a Marcial Lafuente Estefanía le apoyó un oficial rebelde en una tapia y le iba a ejecutar pero lo dejó para otro día porque le entraron ganas de irse de putas. Uno acabó haciendo chistes con un teléfono y el otro escribiendo novelas del oeste. Vicente Aleixandre le compuso a José Lorente Granero el “Romance del Fusilado”. José Lorente era tramoyista y de la U.G.T. y se alistó voluntario en el Quinto Regimiento de los leales. Le cogieron los rebeldes en el Alto del León, en la sierra de Madrid, y le fusilaron de dos tiros en la espalda y uno de gracia que le atravesó el cuello, se hizo el muerto y consiguió llegar a sus filas arrastrándose y tapándose la heridas con un trozo de camisa. Al grupo del santuario de Santa María del Collell lo ametrallaron al bulto y Sánchez Mazas se escapó tirándose a un brezal y consiguió llegar al puesto nacional. De aquella peripecia le hizo Javier Cercas una novela, pero ciertos falangistas le empezaron a llamar “el mal fusilao” y se sospechó que Sánchez Mazas se inventó la historia para quitarse el cartel de cobarde que gastaba (era miope y desbrozado y dicen que una vez se desmayó de miedo porque Serrano Suñer le levantó la voz) y, en realidad, rindió su presidio sin salir del barco Uruguay hasta que fue canjeado por prisioneros republicanos. Sánchez Mazas practicó después de la guerra la columna periodística, la novela de Pedrito de Andía (de la que hizo una película Joselito) y un falangismo excéntrico que fue derivando en desilusión, contribuyó a que le conmutaran la pena de muerte a Miguel Hernández y fue ministro de Franco, pero siempre llegaba tarde a los plenos y una vez el Generalísimo le quitó la silla, le obligó a permanecer de pie y le dijo: mañana no es necesario que vuelva. Y no volvió, se retiró a una casa de una tía suya en Coria y murió en 1966. Cuando le honraron poniéndole su nombre a un pasaje de Bilbao, puede que uno de los alcaldes descolgados, con el sentido del humor que gasta la diestra, le concediese un paseo en vez de una calle para recordarle lo mal que se dejó fusilar privándole de un mártir a la Falange.

MARTÍN OLMOS

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