Cuando Lorena le cortó a Johnny el rabito o el circo americano
“Y las esposas dóciles palpan el filo del trinchante”
RAYMOND CHANDLER
Los tíos casados que vieron las noticias el 24 de junio de 1993 decidieron dormir con un ojo abierto. Se fueron a mear cuidando de no pillársela con la cremallera. Repasaron sus pecados y pensaron que no era la hora de tirar piedras. Los tíos solterones no lamentaron su lecho para uno. Se la machacaron felizmente y sin riesgo. Eclosionaron los símbolos. Se desarrolló en el macho el dolor por empatía y los tíos se la tocaron y musitaron: uy. Una peluquerita de metro y medio fue la nueva Simone de Beauvoir. Le taló la pija al vaquero y la tiró a un jardín que no prendió. La peluquerita era una medio chola cuencana de la provincia del Guayas del Ecuador y sabía poquito inglés. El tío al que iba prendido la picha era un protestante no mal parecido si te gustan los idiotas. La picha aquella se puso simbólica y fue antiimperialista y fue feminista. No fue, por un pelo, la merienda de un perro. La picha aquella fue la hostia. Fue una proeza médica. Fue una industria de la que vivir una temporada. Fue una manera de hablar. Fue una polla insolvente y totémica. En la Edad Media se creía que el semen y el pis que regaban los ahorcados alimentaba a la planta de la mandrágora, cuya raíz tenía la forma de un niño. La pichita cortada del protestante que más bien era idiota prendió en alegorías que cada cual interpretó según su estado de ánimo. Fue una polla de partidarios. Fue una polla sandinista para la América ingenua que dijo Rubén Darío que tenía sangre indígena, que aún rezaba a Jesucristo y aún hablaba en español. Fue la polla del talión para la feroz mensajera de las valquirias Camille Paglia, una tía que daba miedo. Fue al final una polla para hacer chistes malos en el cabaret. Fue la polla aquella polla. Dio bien de sí, como la de Jorge.
John Wayne Bobbit tenía los ojos verdes y era un imbécil de campeonato. Era moreno y galán y cuadraba su mandíbula entre dos ángulos rectos sin rumores de curvas. No servía para gran cosa. Sirvió para la milicia. Se alistó en los marines fieros. Cantó en la fila: “Aquí mi fusil, aquí mi pistola. La una pega tiros y la otra me consuela”. Era un guaperas de boliche con billar y birra floja. Era el resultado de mezclar la Biblia con las películas de Troy Donahue y la doctrina Monroe. Balbuceaba parlamentos elementales que no merecieron posteridad y contaba chistes de otros. Estaba en condiciones de ligarse a chicas sin expectativas.
Lorena Gallo era una pequeñaja de metro y medio, tenía expectativas pero no entendía bien el inglés. Era una chola católica del Ecuador en el estado baptista de Virginia. Les hacía los pies a las señoras en una pelu. No quería ser Emmeline Pankhurst. Quería un novio gringo y electrodomésticos. Quería comer pavo el Día de acción de Gracias y quería ser Pocahontas. Rezaba a la Virgen del Quinche. Se la ligó John Wayne Bobbit con su mandíbula de cartabón y sus chistes prestados. A Lorena le pareció guapo el chulo de ojos verdes como el verde limón. Le gustaron sus músculos acerados en la infantería y su pinta de macho ancestral y de grandullón con pocas luces. Pensó, quizás, que era la clase de tío que se quita el sombrero cuando entra en cerrado. Se casaron el 18 de junio de 1989 y los colegas de Bobbit les tiraron arroz.
Cortar por lo sano
La vida matrimonial se convirtió en zurras y en polvos de caballería. John Wayne Bobbit practicó la doctrina Monroe en el dormitorio y cuando se entrompaba sacaba un falo violento como un puñal. Lorena Gallo se preñó y su marido la obligó a abortar. La Virgen del Quinche lloró lágrimas amargas de madre seca. Lorena Gallo se confesó y Bobbit le dio una paliza y entró en su claustro al galope sin llamar a la puerta. John Wayne Bobbit se las enganchaba y ligaba con las camareras. Volvía a casa de balde y tomaba el premio de consolación para no irse a dormir con las pelotas llenas. Era un paleto animal. El papanatas le dio la última mano de leña a su mujer la noche del 23 de junio de 1993 y usó unilateralmente de su matrimonio a través de un polvo borrachuzo y trotón y después durmió la curda. Se le desmayó el chisme aturdido y en tregua no pareció ni violento ni puñal. Lorena se levantó, fue a la cocina, cogió un cuchillo, le apañó la polla y se la cortó. Luego salió a la noche y condujo sin concierto guiando el volante con una sola mano porque en la otra aún llevaba el saldo. Cuando se dio cuenta, lo tiró a un jardín baldío a través de la ventanilla. Después llamó a la pasma y les dijo que se la había cortado a su marido. A John Wayne Bobbit le llevó un colega al hospital y el médico dijo: atiza. Le hicieron un torniquete y los pasmas buscaron el saldo en un jardín en el que no había perros. Lo encontraron de chamba y lo guardaron en hielo que pidieron en un 7 Eleven. Los pasmas aquella noche les dijeron piropos a sus esposas. Tal vez las besaron en la frente. Buenas noches, cariño, hoy he tenido un día raro, pero fregaré los platos. Lorena Gallo tumbó de un tajo que duró un segundo el mito que le costó a Freud una vida levantar. Los doctores James T. Sehn y David E. Berman, del hospital de Manassas, echaron sus buenas nueve horas en coserle el saldo a John Wayne Bobbit y el palurdo salió del quirófano con un calibre corto como de santo del Greco y un cañón de un cuarto de millón de pavos con el sistema sanitario. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en disparate. Una semana después los dos tenían representante artístico.
Lorena se libró del trullo por trastorno psíquico transitorio y el juicio lo echaron por la tele con anuncios. Pasó cuarenta días en un sanatorio. En Ecuador salieron los cholos a la plaza a celebrarlo. El cuchillo de Lorena fue allá en el sur la espada de Bolívar y la pija demediada la estatua tumbada del tirano. El presidente de Ecuador Abdalá Bucaram la invitó a cenar al palacio de Carondelet. A Lorena, no a la pija. No trascendió el menú, pero mejor si fue consomé y platos de cuchara. La feminista Camille Paglia dijo: “Lorena Bobbit ha consumado el acto definitivo del feminismo moderno”. Camille Paglia es de esa clase de tías conciliadoras que van de buen rollo. Los casados empezaron a dormir con un ojo abierto. Los solterones durmieron de lujo en sus lechos monoplaza. Lorena Bobbit se tiñó de rubia del gringo y perfeccionó su inglés. John Wayne Bobbit fue a fiestas en la mansión de Playboy con su cara de idiota sin remedio. Hizo tres pelis porno de éxito notable. La última se tituló “Frankenpene”, haciendo la gracia con la criatura hecha de los despojos del cementerio. El tío que no servía para nada se lo pasó en grande haciendo la versión paleta del Imperio de los Sentidos. Durante el juicio demostró su talento y entendía las preguntas al revés. Su abogado dijo: “Mi cliente no es el tipo más listo del mundo”. Cuando se le acabó el porno quiso ser luchador de catch en Las Vegas, como Hulk Hogan. Era una monda de tío. Lorena Gallo se volvió a casar y montó una asociación para aconsejar a las mujeres maltratadas. Dijo que John Wayne Bobbit le mandaba rosas el día de San Valentín. Dijo que su segundo marido dormía de un tirón. Qué quieren que les diga. En el país se consolidó la expresión “hacer un Bobbit” como sinónimo de castración. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en etimología. John Wayne Bobbit trabajó un tiempo de reverendo de pega casando a los turistas de Las Vegas vestidos de Elvis Presley. Ambos, a su manera, arrimaron unos gramos de bosta al ventilador. Recogieron la siembra una temporada. John Wayne Bobbit, el tío que no era el más listo del mundo, acabó en la ruina y le detuvieron por mangar ropa en una tienda y por zurrar a su novia Kristina Elliot, artista del cine guarro. Le pidió a la corte de Manassas el cuchillo capador para venderlo en el internet. Su agente Jack Gordon dijo que era un pedazo de la historia del país. John Wayne Bobbit probó la suerte del samaritano y dijo que iba a donar la mitad de lo que apañase a los niños pobres. La corte de Manassas le mandó a tomar por saco.
MARTÍN OLMOS