El boxeador gitano Johann Trollmann se dejó ganar sin resistencia en un combate que humilló al Tercer Reich.
“La finalidad de tomar ciertas medidas por el Estado para defender la homogeneidad de la nación alemana debe ser la separación física de los gitanos de la nación alemana”
HEINRICH HIMMLER
Impávido en medio del ring, como una estatua de mármol, con el pelo pintado de rubio y el cuerpo cubierto de harina, Johann Trollmann el Rukeli asentó sus piernas separadas y bajó la guardia para recibir el martirio. Impávido en medio del ring, como una figura de harina, sin el duende de su raza, sin la ventaja de la envergadura y sin la gracia del baile, Johann Trollmann el Rukeli se dejó pegar durante cinco asaltos interminables por Gustav Eder el Hombre de Hierro, que le tumbó inevitablemente. Al Rukeli le quitaron la patria y la gracia de pelear y le quitaron la simiente gitana para no dar niños pardos al país de los sigfridos y le dejaron la feria, el frente ruso y el holocausto. A Johann Trollmann el Rukeli le iban a matar a golpes con una pala de cavar zanjas por ganar su última pelea que disputó con la inferioridad del hambre.
Johann Trollmann era guapo y racial y probablemente sentimental y no imaginaba que iba a predecir el boxeo nervioso de Muhammad Alí. Trollmann era gitano sinti, descendiente de los nómadas de las Siete Caravanas, hijo de Guillermo y Federica, que dejaron el carro, tocaban el violín y se instalaron en Hannover. Nació en diciembre de 1907 y le dijeron el Rukeli, que en el misterioso idioma romaní quiere decir arbusto, porque salió magro de carne. El Rukeli empezó a pelear en el club Heros cuando tenía diez años y aprendió la esgrima de Erich Seelig, entrenador judío y antiguo reñidor, que le introdujo en los campeonatos de los circuitos regionales. El Rukeli tumbó a bestias cerveceras que parecían toros con las piernas soldadas a la lona boxeando un estilo bailón en el que corría el cuadro incesantemente. Con veinte años combatió los campeonatos nacionales de Alemania y estuvo a punto de ir a las olimpiadas de Estocolmo de 1928, pero la federación se lo impidió por gitano. El Rukeli hizo la manta y se fue a Berlín, al circuito profesional en el que se ganaban marcos de bolsa en vez de medallas y se hizo un cartel en los reñideros pensando que nadie iba a tener en cuenta su pretérito de carro y oso. A las fraus les gustaba el gitano danzarín que tenía crespos de pelo negro, pero a los herrs no les parecía que pelease a la alemana, tomando el castigo con el tiesto y contestando martillazos en horda, y el Völkischen Beobachter, el periódico del Partido Nazi, le llamó púgil afeminado.
En 1933 tuvo la oportunidad de disputar el campeonato de Alemania peleando contra el Maceador de Kiel Adolf Witt, un boxeador gigantesco y martilleador pero con dos patas de palo. Witt reñía a la alemana, estático en el centro del cuadro y pegando en la distancia corta como los hombres y no como los maricas. Pelearon doce asaltos en la cervecería Bock y Trollmann le toreó bailando y corriendo el ring, cogiendo apenas un par de golpes y acertándole, en cambio, casi todos los que ensayó. Al final del combate, Witt quedó medio desmadejado pero los jueces decretaron pelea nula porque los nazis habían colonizado la federación y no quisieron refrendar la superioridad evidente del gitano. El público protestó y tiró las sillas al ring y los jueces cambiaron la decisión para que no les linchasen y dieron por vencedor al Rukeli, que lloró de emoción lágrimas que iban a tener consecuencias. Una semana después, le despojaron del título desde una oficina enviándole una carta en la que le decían que los campeones no corren como liebres y adjudicándole un “comportamiento vergonzoso” por llorar como una mujer.
El luchador pálido
Un mes después le ofrecieron una pelea con la condición de que combatiese según el estilo de los arios. La federación le tendió la trampa y le amenazó con retirarle la licencia si no peleaba en el centro del ring, sin bailar alrededor del enemigo y combatiendo en la distancia corta sin aprovecharse de la envergadura de sus brazos. Le ofrecieron pelear sin distancia o retirarse y le pusieron en frente a Gustav Eder, el hombre de Hierro de Dortmund, un peleador acostumbrado a reñir quieto contra contrincantes estáticos. Trollmann no era un pegador y tampoco un fajador, con lo que sin la esgrima ni el movimiento no tenía posibilidad y comprendió el juego. Eder demolía en cada puñetazo pero tenía la cintura de cemento. Trollmann asintió y ofreció al público un luchador ario para el sacrificio. Se vistió de alemán de ópera y compareció en el ring con el pelo teñido de rubio y el cuerpo pintado con harina para ocultar su tono de oliva. Sin duende ni baile ni la ventaja de sus brazos, sin su raza gitana, les dio a los nazis su germano perfecto. Impávido en medio del ring, como una estatua de mármol, asentó sus piernas separadas y bajó la guardia para recibir el martirio. No la levantó ni una sola vez a lo largo de la caricatura de la pelea. Gustav Eder le tumbó a puñetazos sin resistencia que le pegó durante cinco asaltos interminables. Cada golpe levantó una polvareda de harina.
Trollmann el Rukeli apenas disputó otros diez combates en los que era obligado a pelear en quietud y tuvo que degenerar en los combates de feria, en tinglados de carpa en cervecerías y en rounds ilegales contra marineros medio curdas que querían tumbar al gitano. Volvió el gitano al circo del camino. La federación le acabó retirando la licencia y Trollmann se divorció de su mujer, que no era zíngara, para ofrecerle una oportunidad. En 1935 se promulgó la ley para la Protección de la Sangre y el Honor que más tarde desataría el terrible “porraimos”, el genocidio gitano. Como a otros de su raza, a Trollmann le esterilizaron para que no apestase el país de niños de ojazos negros y durante la guerra le alistaron a la fuerza y le mandaron a pelear al frente del este. En 1942 volvió a Hannover de permiso y fue detenido por la Gestapo, que le envió al campo de concentración de Neuengamme, en Hamburgo. Los guardias reconocieron al boxeador gitano que se había reído de la raza aria en el preso 721/1943 y le obligaron a disputar combates con reglas más bien laxas contra otros presos. Le ponían a pelear después de una jornada de tajo extenuante a cambio de una esquina de pan duro. En 1944, le organizaron un combate en el patio contra Emil Cornelius, un preso de los que llamaban “kapos”, que eran los chivatos que gozaban de la confianza de los guardias y comían con relativa frecuencia. Trollmann el Rukeli era una pura osamenta tapada de piel y harapo pero tumbó a Cornelius delante de los oficiales bailando su antigua esgrima. Prevaleció el ballet sobre el hambre. Emil Cornelius, humillado ante sus amos, tenía la potestad de organizar los turnos de trabajo y a la mañana siguiente obligó a Trollmann a una jornada doble y cuando le vio que apenas podía sostenerse sobre sus dos piernas le mató a golpes con una pala de cavar zanjas.
MARTÍN OLMOS