MARTÍN OLMOS MEDINA

Archive for the ‘Los chicos de la prensa’ Category

Obituario del maestro Suárez

In Los chicos de la prensa on 13 de enero de 2015 at 19:19

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Murió el fundador de El Caso de rondón, como cuando se colaba en los cabaréts.

“Suárez fue el periodista más expedientado y sancionado del país”
JUAN S. RADA.

Eugenio Suárez se murió, por joder, la víspera de un día sin periódicos para no hacer un titular necrófilo, porque ya se sabe que la prensa no contempla el anteayer. Se conoce que quiso tener una jornada de ventaja para gestionarse de exclusiva, porque ya se sabe, también, que los periodistas comparten el pan como hermanos, pero las noticias como gitanos. Ay, que ya no se puede decir gitanos como no se puede regalar una caja de puros a un asesino confeso para agradecerle la contribución a multiplicar la tirada. Eugenio Suárez se murió de noventa y cinco años, jodón como vivió, el día de nochevieja del año pasado para que le sacasen obituarios atenuados por la resaca y ser una noticia de anteayer. Eugenio Suárez intuyó un periodismo hecho de viáticos a los porteros de finca y noches de comisaría, de rifas de cocodrilos y tiros en la redacción, y llegó a la conclusión de que jamás había que fiarse de un policía abstemio. Premonitoriamente, de chaval fue putero de bayú, que es como decían en la época a la reunión indecente, y frecuentó el Kussaal de la calle Magdalena, la Cigale Parisienne y el Edén Concert, en donde vio a una señora coger un duro con el parrús. Entraba de medio rondón con los pantalones largos que le prestaba un primo suyo y que se los tenía que cinchar desde el sobaco y a la Cigale le llevó una tarde a Tierno Galván, que ya entonces le pareció viejo. Los jóvenes, en cambio, se afiliaban a la Falange por la fascinación icónica de José Antonio y a Eugenio Suárez le detuvieron por alborotar de camisa azul cuando aún no había rendido el bachillerato y le encerraron en la Cárcel Modelo. Le metieron con los comunes y se aprendió el himno del trullo, que decía el menú del rancho: “Arroz, judías y patatas,/ unos trocitos de sebo/ con la carne de un ratón,/ servido en una negra lata/ con más mierda que el retrete/ que hay en nuestra habitación”.

Eugenio Suárez empezó a fumar a los nueve años pitillos de anís que compraba en el Retiro y luego se pasó al rubio americano, a los perfumados ingleses y a los Abdullah turcos. Su padre consideró que la edad tolerada para fumar era la de la rendición del bachillerato y cuando lo obtuvo a los quince años le regaló una pitillera de alpaca. Cuando salió de la cárcel se fue a Berlín de corresponsal de prensa arropado por la Falange y cuando estalló la guerra española le pusieron a vigilar la embajada con una pistola F N del 7´65 con la que le pegó un tiro en la pierna a un tío que pretendió subir las escaleras que él custodiaba. Regresó a España y se alistó con los rebeldes en la 2ª Bandera de Castilla y en las trincheras de la carretera de Extremadura, a la salida de Madrid, los combatientes de ambos bandos confraternizaban de puro aburrimiento y pactaron una tregua para que José María de Vega, amigo íntimo de Suárez, accediese al convento que servía de refugio a los milicianos para interpretar al piano canciones de Quintero, León y Quiroga. El piano estaba lleno de agujeros de bala y José María de Vega solo había estudiado dos años escasos de solfeo, con lo que Suárez comprendió que la guerra estaba provocada, realmente, por “la acerba crítica que expresaban los oyentes adversarios”. Una vez vio como el cadáver de un portugués expulsaba los algodones que taponaban sus fosas nasales por los gases provocados por la descomposición con un ruido que pareció un cañonazo.

El Caso
Cuando acabó la guerra se casó y tuvo una hija, y en 1940 consiguió un empleo precario (con sueldo de 500 pesetas) de censor del turno nocturno en la Dirección General de Prensa, donde su jefe, Antonio Heredero, se pasaba las noches en el café Comercial de la glorieta de Bilbao y le recomendaba que se atuviese a las consignas del “pincho” y que tachara lo que le pareciera oportuno. En el cargo le sucedió Camilo José Cela. Al año siguiente se alistó en el banderín de enganche de la División Azul para ir a combatir a Rusia: con veinte paisanos salió de la Estación del Norte y cambió de tren en Hendaya, en donde fue desinfectado de piojos, y cuando llegaron a Karlsruhe, las chicas de la Juventudes Hitlerianas les recibieron con café pero se confundieron y les cantaron el Himno de Riego. Recibió entrenamiento en el campo de Graffenwöhr, en la Selva Negra, pero le enchufó de asistente un cuñado de Milans del Bosch, más tarde célebre revoltoso. Cuando iba a iniciar la Gran Marcha a la Unión Soviética pescó la hepatitis y le repatriaron sin disparar un solo tiro. A su regreso, arrastró los pies por el Café Gijón y le dio la tabarra a Juan Aparicio, delegado nacional de Prensa, que por quitárselo de encima le envió dos años de corresponsal y agregado cultural a Budapest. A la vuelta cobró su primer artículo en el Diario Vasco y acabó en el diario Madrid de Juan Pujol, que una tarde de 1951 le encargó que cubriese el crimen del Monchito porque no tenía a nadie más a mano. El Monchito era Ramón Oliva Márquez, de veinte años y  tonto de premio, que como tenía preñada a la novia (porque los tontos riegan con solvencia) le pidió un adelanto de 500 pesetas a su jefe y como se las negó, apuñaló treinta estocadas a su mujer, envolvió la ganancia en una funda de almohada y se compró un acordeón. En el garrote preguntó cómo estaba la señora, que imagínense, y rellenó una quiniela la noche antes de que le rompiesen la médula. Eugenio Suárez escribió una crónica larga con cebos para la censura, que milagrosamente la dejó casi intacta, y se hizo compadre del inspector Antonio Viqueira Hinojosa, que le compartió noches ociosas en la comisaría diciéndole de los hampones. Suárez intuyó el género e inauguró una sección en el diario que se llamaba “El caso de…”, cuyo título copió del serial de Perry Mason, en la que contaba crímenes viejos que ya llevaban el final escrito. Después fundó El Caso por su cuenta, sostenido por las 15.000 pesetas que le procuraron los hermanos Zehr, fabricantes del reloj suizo Buren, y la publicidad contratada por Galerías Preciados, Wagon-Lits y la Paella Riscal.

El Caso revolucionó la crónica de sucesos franquista, que era escueta por obligación y basada en mondas notas de prensa de la BIC, y propició la primera publicación que mostraba, saliéndose del cinturón, la realidad de un país que, debajo del vítor sobre el que se alzaba el generalito africano y meapilas, era miserable, violento y analfabeto. Lo leyeron los maulas del taller y los serenos, y lo leyeron Graves, Cela y Goytisolo, y lo leyó el generalito, al que igual le vino bien la divulgación de los navajazos y de los platillos volantes y lo permitió, como escribió Umbral, “porque pensaba que la población, distraída con el crimen de la portera, la gata con alas o el hongo milagroso, se iba a despolitizar, como así fue”.

El Caso dobló su tirada con los asesinatos de Jarabo y Suárez le envío a la prisión una caja de puros habanos María Guerrero a través del pasma que le interrogó, Sebastián Fernández, con una nota de reconocimiento a su infausta contribución al fulminante éxito de ventas. El Lute aprendió a leer con El Caso y le prometió a Suárez sus memorias, pero cuando se ilustró le pidió mucha pasta y prefirió irse de pasante con Tierno Galván. Eugenio Suárez también intuyó el periódico como tómbola y rifó un contador Geiger y un cocodrilo, que al ganador le pareció un premio excesivo y el bicho se quedó de mascota de la redacción, le pusieron de nombre Leopoldo y le metieron en un acuario del que le sacaban al retrete cuando dos funcionarios del zoo venían a limpiarlo. Leopoldo quiso morder una vez a un ministro y Eugenio Suárez ponía orden en la redacción pegando tiros al techo con su pistola de la 2ª Bandera de Castilla. Eugenio Suárez se bandeó con los ilustres y se iba a almorzar con Juan Caño al Zalacaín, pero le decía que pidiese el plato del día. Combatió a Franco desde el Decreto de Unificación que marginó a los falangistas y Jorge Semprún no le dejó afiliarse al Partido Comunista. Al general le dejó de combatir cuando murió porque no quería ser antifranquista a moro muerto.

Eugenio Suárez fundó más semanarios y se terminó arruinando y viviendo de la caridad de Polanco y se murió en nochevieja de noventa y cinco años de pura juventud en los que practicó un periodismo de inmediatez y de propina al sereno a medio camino entre el folletín y la investigación en unos tiempos en los que tu padre, con dos cojones,  te regalaba una petaca de alpaca para que fumases bachiller y se podía decir gitano y mandarle puros al artista.

MARTÍN OLMOS

Sangre y entrañas a todo color

In Los chicos de la prensa on 23 de agosto de 2014 at 19:59

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOSLa reportera Christine Chubbuck se voló la cabeza en directo durante un programa de televisión matinal

 

“Odio la televisión. La odio como a los cacahuetes. Pero no puedo dejar de comer cacahuetes”
ORSON WELLES

György Faludy, húngaro, poeta, preso de Stalin y traductor de Villon, dijo que la mayoría de las cadenas de televisión norteamericanas reproducen en una noche lo que un romano habría visto en el Coliseo durante todo el reinado de Nerón. Christine Chubbuck estaba pasando una mala racha. Iba para vestir santos y le habían extirpado el ovario derecho. Los médicos le dijeron: Christine, no podrás ser mamá. Christine Chubbuck: una mezcla de Pocahontas y de morena de Julio Romero de Torres. Treinta años y virgen; había tenido dos citas en toda su vida. Los tíos no le cumplían las expectativas. Christine Chubbuck: visitaba a un loquero, tomaba píldoras para combatir la depre. Se intentó suicidar en 1970 intoxicándose con medicamentos: perdió la conciencia, se le colapsó el sistema nervioso, sobrevivió. Le gustaba hablar del intento. Amaba a su madre Peg. Amaba a su hermano mayor Tim. Amaba a su hermano menor Greg. Amaba a los niños con enfermedades mentales  del Hospital Sarasota Memorial y les montaba espectáculos de títeres que ella misma construía. Pinochos para los niños locos. Vivía en la casa familiar de Cayo Siesta, en Florida. Trabajaba de reportera en la cadena de televisión WXLT, en el canal cuarenta. Presentaba un programa matinal de interés local. Quería ser la voz de los borrachos, de los solitarios y de los yonquis. Fue la voz de los árboles del distrito de Bradenton-Sarasota. Le estaban a punto de dar un premio de reconocimiento forestal y estaba a punto de volarse la sesera. A veces sacaba los títeres en el programa. Los llevaba en una bolsa de punto que acomodaba en su regazo. Pinochos para la audiencia. Christine Chubbuck creía que la televisión era un medio. Ernie Kovaks, actor, cómico, parásito de Jerry Lewis e insumiso fiscal, dijo que la televisión es un medio porque ni está cruda ni tampoco bien hecha.

Pausa para la publicidad
En 1911, Jack London escribió el cuento “Semper Idem”, en el que un hombre en un asilo se corta el cuello de oreja a oreja con una navaja de afeitar. Ejecuta la operación de pie, con la cabeza inclinada hacia delante para poder contemplar la fotografía de una mujer que tiene apoyada en el cabo de una vela. Se corta la tráquea y la yugular, pero el servicio de ambulancias municipal actúa con presteza y llega vivo al hospital, donde el doctor Bricknell, milagrosamente, le remienda y le devuelve a la vida.

CHRISTINE CHUBBUCKChristine Chubbuck en 1974: guapa, morena y triste, manejaba los títeres. Refractaria a los halagos. Le incomodaban los abrazos. Se sentía mejor con las marionetas. Le hablaba a mamá de cuando se zampó las pastillas. Visitaba a un loquero. Mamá no le dijo a la gerencia del canal cuarenta las tendencias suicidas de su hija: a nadie le gustan los depres. Echan a perder las fiestas. Crean un mal rollo que te cagas. Les acaban despidiendo porque son un coñazo. Según los expertos, en los Estados Unidos un programa de televisión necesita una audiencia  mínima de doce millones de espectadores para que sea económicamente viable. El dueño de la cadena WXLT, Robert Nelson, pidió a sus redactores que se concentrasen en las historias policiales de “sangre y entrañas”. Christine Chubbuck se enamoró de su compañero George Peter Ryan y le hizo un pastel de cumpleaños. George Peter Ryan tenía un romance con la reportera de deportes. Las reporteras de deportes son las plusmarquistas del morbo, colega. Tienen acceso al vestuario de los futbolistas. Trabajan en un ambiente de testosterona y de olor a pinreles. Los hombres respondemos a unos estímulos fetichistas básicos: una tía subida en una Harley, una maestra de primaria que suelta tacos, una reportera de deportes tuteando a machotes en toallitas. Christine Chubbuck jugaba con títeres. Jugaba en la segunda división. Estaba pasando una mala racha. Le gustaba echarse por tierra. Le propuso a su director hacer un reportaje de investigación sobre el suicidio. Le dieron vía. Era buena en su trabajo. Era concienzuda.

Otra pausa, enseguida volvemos
En el cuento de Jack London, el hombre que se cortó el cuello se repone pero no dice una palabra. El doctor Bricknell le da el alta y le pone una mano en el hombro. Después le dice que la mejor manera de decapitarse con rapidez y limpieza es mantener la barbilla en alto, con la cabeza hacia atrás y el cuello en tensión.

Christine Chubbuck era buena en su trabajo. Era concienzuda, Preparó el reportaje sobre el suicidio con minuciosidad. Se entrevistó con un oficial del departamento del sheriff y le preguntó por métodos de suicidio. El oficial le dijo que la gente creía que la mejor manera de volarse la sesera era disparándose en la sien, pero que era mucho más efectivo, limpio y rápido pegarse un tiro en la parte posterior de la cabeza, detrás de la oreja, con una bala con la punta perforada del calibre 38. Balas con la punta perforada: las llamaban “frenahombres” en la Primera Guerra Mundial porque tumbaban a un boche de buen tamaño a la primera en los combates a corta distancia de las trincheras. Una semana antes del 15 de julio de 1974, Christine Chubbuck, guapa, morena y triste, le dijo a su compañero Robert Smith, editor del informativo nocturno, que se había comprado una pipa y le estaba dando vueltas a volarse la cabeza en directo riguroso. El dueño de la cadena WXLT, Robert Nelson, quería historias de “sangre y entrañas”. Christine Chubbuck estaba pasando una mala racha. Guardó en su bolsa de punto los pinochos de los niños locos, un cacharrón negro del 38 y ninguna esperanza. Otto Preminger, dos veces nominado a los Oscar,  no comprendía por qué en la televisión se excusan las interrupciones pero nunca la programación normal.

Excusen la interrupción
El doctor Bricknell del cuento de Jack London termina su jornada poniéndole en su sitio la clavícula a un trapero y, justo antes de largarse a casa, le anuncian el regreso del hombre del cuello cortado con los deberes hechos. Se ha rebanado el pescuezo siguiendo sus pautas incontestables, con la barbilla alta, el cuello en tensión y la cabeza echada hacia atrás y se muere sin remedio.

El 15 de julio de 1974 Christine Chubbuck llegó al canal 40 a las nueve de la mañana en su Volkswagen amarillo con un vestido blanco y negro. Su programa empezaba en media hora. Estaba bronceada. Iba a entrevistar a un tío del departamento forestal, pero la escaleta se cayó porque la noche anterior unos imbéciles se habían pegado de balazos en el restaurante Beef and Bootle, cerca del aeropuerto de Sarasota. Había imágenes. Sangre y entrañas. Hubo un problema técnico y no pudieron emitirse. Christine Chubbuck rindió ocho minutos de programa y después improvisó. Dijo: «Siguiendo  la política del Canal 40 de brindarles lo último en sangre y entrañas a todo color, están a punto de ver una primicia: un intento de suicidio».  Sacó el revólver del 38 y se disparó una bala perforada detrás de la oreja derecha, evitando la sien. El revólver voló de su mano y su pelo negro se movió y su cabeza se derrumbó hacia delante. Un cámara pensó que era una broma. Algunos espectadores llamaron a Emergencias. El regidor ordenó un fundido en negro. Llevaron a Christine al Hospital Sarasota Memorial y certificaron su muerte quince horas después. No hubo títeres para los niños locos. Suspendieron su programa y lo cambiaron por una serie de un chaval  que se hacía amigo de un oso pardo.

En la tele sale un skin zurrando a un chino en el metro y las domingas de Sabrina y unos oligofrénicos follando encerrados en una casa y diciendo: qué fuerte, tía, es todo tan intenso. En junio de 2011 la BBC echó un reportaje en el que se veía al millonario Peter Smedley suicidándose con un cóctel de barbitúricos, pero no enganchó audiencia. Días después del asesinato de Kennedy, el New York Times dijo que fue a causa de la violencia televisiva, pero a Kennedy no le disparó una tele. Christine Chubbuck hizo Nuevo Periodismo y que se joda Hunter S. Thompson y sus reportajes gonzos en los que fumaba porros y hacía el chorra con los Ángeles del Infierno. Federico Fellini, italiano de Rimini, neorrealista, director melancólico y cultor de las tetas grandes, dijo: “Condenar la televisión sería tan ridículo como excomulgar la electricidad o la teoría de la gravedad”.

MARTÍN OLMOS

Verdades, parábolas y el tinglado de la antigua farsa

In Los chicos de la prensa on 13 de enero de 2014 at 18:20

Janet Cooke, la promesa del Washington Post, tuvo que devolver el Premio Pulitzer cuando se descubrió que se había inventado el reportaje

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

 “Lo malo es que en periodismo un solo dato falso desvirtúa sin remedio a los otros datos verídicos”
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Un redactor jefe del Chicago Tribune le dijo a un reportero: Si tu madre te dice que te quiere, verifícalo. Tom Wolfe ha dicho que leer periódicos de papel ya no es cool. Ahora cualquier menda con un móvil con cámara, un pulso decente y una noche de suerte graba a dos chavales zurrándose una tunda a la salida de un after, lo cuelga en el internés y se cree que es Leguineche. Luego lo miran un millón de tíos y se convierte en trending nosequé, que es la pera, lo que se puede ver en cualquier fiesta de la vendimia de un pueblo de campestres cuando a los mozos se les calienta la pitarra al final de la verbena. Henry Fielding dijo que un periódico siempre tiene el mismo número de palabras, haya noticias o no. Siempre hay un par de agropecuarios trompa que discuten por una vaca y se abren la cabeza a palos después del zurracapote. Una vaca es una vaca. Enrique Meneses dijo que el periodismo es ir, escuchar, ver, volver y contarlo. Si uno no va, no escucha y no ve, no tiene que volver y sin embargo puede contarlo si es capaz de manejarse con la gramática. El Nuevo Periodismo se lo inventó Stephen Crane en 1893 cuando escribió “Maggie: Una chica de la calle” y pescó la tuberculosis visitando los infames “flophouses”, los dormideros de quince céntimos para los que no tenían dónde caerse muertos. El periodismo ápodo se lo inventaron los columnistas para no tener que salir de casa en los días de lluvia, con la que está cayendo. Voltaire dijo que los periodistas son los últimos de los escritores inútiles, la canalla que critica con insolencia lo que no entiende. Mark Twain dijo que desembarcó en el periodismo cuando fracasó en todos los demás oficios. García Márquez ha dicho que el periodismo es el mejor oficio del mundo.

Ben Bradlee tuvo una corazonada y les dio una oportunidad a los mocosos Woodward y Bernstein y el gobierno de Nixon se fue al diablo. Ben Bradlee ha dicho que el fundamento del periodismo es buscar la verdad y contarla. Ben Bradlee tuvo otra corazonada a finales de los setenta y contrató de reportera del Washington Post a Janet Cooke, una chica negra, guapa y nerviosa que había estudiado un año en la Sorbona, se había graduado con sobresaliente cum laude en Vassar y hablaba cuatro idiomas. Janet Cooke escribía bien y con ella Bradlee podía ocupar tres sillas con un mismo culo, porque el Washington Post andaba rezagado en el porcentaje de mujeres y minorías raciales en la redacción en los tiempos de los Colores Unidos de Benetton. En ocho meses Janet Cooke firmó cincuenta artículos. En 1980 llovía sobre Washington el polvo de la región de la Media Luna Dorada, formada por Irán, Pakistán y Afganistán, el opio talibán para los descreídos más barato que la harina de los narcocholos. En 1980 Janet Cooke le dijo a su editor que había oído decir de un chaval de ocho años que estaba enganchado a la heroína. Hay infancias que no salen en el canal Disney. A Andrea Sin Apellidos la violaron en un portal, se quedó preñada  y su vida se puso difícil. Mangó en menudo y al tirón y se enganchó. Dijo que la droga le daba sus únicos momentos de paz. Marie Ebner-Eschenbach dijo: “Solamente puedes tener paz si tú la proporcionas”. Andrea Sin Apellidos parió a Jimmy. Elvis cantó: “Mientras cae la nieve un pobre niño nace en el gueto”. Andrea se buscó la vida. Un tío que se llamaba Ron vino del sur y la cameló. Elvis cantó: “Y su mamá llora porque si hay una cosa que no necesita es otra boca hambrienta que alimentar en el gueto”. Ron era un vivo. Andrea pensó que a Jimmy le vendría bien tener a un maromo cerca. Ron cocía el polvo de los talibanes en la cocina y recibía al personal a la hora del desayuno de los campeones. Pinchó por primera vez a Jimmy cuando tenía cinco años. A los ocho le dijo: esto vas a tener que aprender a hacerlo por tu cuenta. Jimmy era un chaval despierto con el pelo de color arena, los ojos castaños y la cara redonda. A Jimmy le gustaban las zapatillas de marca, las camisetas Izod y los Orioles de Baltimore. De mayor quería ser camello en Condon Terrace para comprarse un pastor alemán, una bici y un balón de basket.

La parábola
“El mundo de Jimmy”, de Janet Cooke, salió en la primera página del Washington Post el 28 de septiembre de 1980 y hubo gente que, snif, lloró. Ben Bradlee presentó el reportaje al Premio Pulitzer y Janet Cooke lo ganó. La chavala guapa y políglota bajó a la cloaca en tacones de fiesta y regresó con el gordo sin necesidad de pescarse una JANET COOKEtuberculosis. Los acontecimientos se precipitaron en una vorágine. Llegaron cartas al periódico informando de casos similares al de Jimmy. Los pasmas de Washington buscaron al chaval para entregarlo a la asistencia social. No había fotos de Jimmy, solo una ilustración de Michael Gnatek en la que salía un puño haciéndole un torniquete al brazo de un crío negro. Janet Cooke no reveló su fuente y dijo que había recibido amenazas de muerte de los camellos. El alcalde de Washington Marion Barry arrugó la nariz. El jefe de la poli Burtell Jefferson no encontró al niño drogota y amenazó al Post con exigir legalmente la identificación de las fuentes. Bradlee se amparó en la Primera Enmienda y en los pelos de su nuca se podía colgar un jamón. Encerró a Janet Cooke en una sala y la asó a preguntas durante diez horas. Janet Cooke no sabía cuatro idiomas ni había estado en Vassar y Jimmy, Andrea, Ron y su clientela de yonquis eran tan reales como el Espíritu Santo. Tuvo que devolver el Pulitzer y el editor ejecutivo del Post Donald Graham pidió perdón a los lectores del periódico. Según se mire Janet Cooke escribió una sarta de embustes o una parábola, porque existen los niños enganchados y las mujeres sin esperanza y los tíos vivos como Ron, que vienen del sur. Según se mire el Nuevo Testamento es periodismo con línea editorial. A Janet Cooke la pusieron en la calle y quince años después se casó con un diplomático, se fue a vivir a París y vendió su historia al cine por un millón de machacantes reales como la gripe y no parabólicos. Tom Wolfe ha dicho que leer los periódicos de papel ya no es cool. Un periódico vale un euro y pico, unos cuarenta duros al cambio, lo que no es suficiente para comprarle un peine a un charlatán de feria. Si lo administras bien te dura el día completo y un café con leche sale medio pavo más caro y veinte pitillos cinco veces más y te dejan olor a fogata en la gabardina. El periódico de papel trae un crucigrama para matar un rato, la cartelera del cine, lo que echan en la tele, las esquelas, el balompié, las ofertas inmobiliarias y el precio del colorao, por si andas en un apuro, y decía el difunto Umbral que mantiene a los ciudadanos avisados, a las putas advertidas y al gobierno inquieto. Por un euro y pico, oiga, no sea tan cool, que es una tendencia que le va a obligar a pedir café “ristretto” en vez de un carajillo, y no pretenda que por ese precio todo lo que le contemos sea verdad.

MARTÍN OLMOS

El estafador por inercia

In Los chicos de la prensa on 11 de junio de 2013 at 13:35

El reportero Edward  Morpphy se inventó un pobre que nació con un pan debajo del brazo y pensó que a la ocasión la pintan calva

ILUSTRACION MARTIN OLMOS.

“Los reporteros de Hearst eran aventureros, brillantes, mistificadores, malandrines, imaginativos hasta el exceso, golfos”.
MANUEL LEGUINECHE.

Hubo un tiempo de máquinas de escribir Underwood en el que los periódicos los escribían mendas que gorreaban puros en los bautizos, hacían trampas al naipe y tomaban sus notas sobre el posavasos del tugurio de, es un decir, Lola la Maña, que tenía moqueta roja y taburetes de símil piel. Aquellos periodistas antañones practicaban la frecuencia de los pasmas con bolsillos de doble forro, de los concejales con trajes de piel de camaleón y de las damas peripatéticas. Les decían peripatéticos, que viene del griego “paseo” (peripatos), a los discípulos de Aristóteles porque éste exponía sus ocurrencias mientras caminaba por la plaza y los finolis llaman peripatéticas a las golfas porque su oficio requiere gasto de alpargata. Los caballeros de la prensa de esos tiempos anteriores a la deontología eran generalmente insolventes, alérgicos a los caseros y conscientes de que la posteridad de sus literaturas duraba una tarde. Se le atribuye a Chesterton la definición del periodismo como el arte de llenar columnas impresas al dorso de los anuncios. Un tipo cuyo hijo quería ser periodista le pidió a Hemingway un consejo para el chaval y Hemingway le dijo: déle cien pavos y que se vaya al diablo. Con cien pavos, un reportero de los de antes podía comprarse un traje decente de tres piezas con un alfiler de corbata a juego, pero lo normal era que los palmase en el hipódromo. Y con el bolsillo otra vez mondo tenía que volver a pasear la calle, como las discípulas de Aristóteles, en busca de una verdad que publicar en la parte de atrás del anuncio del linimento del doctor Sloan. Aquellos hombres de pluma urgente tuvieron con la Verdad una relación de amor cuando eran jóvenes, que derivó con el tiempo primero en aquiescencia y después en el juego de tahúres en el que se convierte un matrimonio que lleva muchos años durmiendo en el mismo colchón. Pensaban: no dejes que la verdad eche a perder una buena historia.

Fabricar la noticia
Una de las cuevas de borrachos más notorias de San Francisco al acabar el siglo XIX era la redacción del “Examiner”, cuyo dueño era William Randolph Hearst, al que sus empleados le llamaban El Jefe, que era anglicano, multimillonario, ladrón de obras de arte y el mayor embaucador de la prensa escrita anterior a la era Murdoch. Hearst decía que si no había noticias había que fabricarlas y contribuyó al periodismo con las ocho columnas, los titulares de diez centímetros, las tiras de historietas y los suplementos dominicales. Sus redactores, que eran una manada de golfos, solían ser caballeros refractarios al agua potable y Hearst era tolerante con su afición a empinar el codo hasta el punto de reconocer que le bastaba con que su mano derecha, Sam Chamberlain, solo estuviese sobrio una vez al mes. Cuando se murió su padre, el senador demócrata George Hearst, la crónica del funeral la tuvo que escribir un becario porque sus redactores titulares se emborracharon en el velatorio con barra libre. Pensaba que los periódicos los vendían los crímenes, los dramones de llorar, la destrucción de reputaciones y las guerras y casi se inventó la de Cuba de 1898. Envió al ilustrador Frederic Remington a La Habana para que tomase apuntes de las brutalidades a las que sometían los españoles a los independistas cubanos y cuando el artista le mandó un telegrama informándole que allí todo estaba tranquilo Hearst le contestó: “Permanezca en La Habana. Mande dibujos, yo pondré la guerra”.

El huérfano McGinty
Hearst decoraba su despacho del “Examiner” con momias egipcias que había comprado por cuatro gordas en El Cairo y quería que sus lectores llorasen como María Magdalena al pie de la cruz cuando leyesen su periódico. En 1896 le encargó al redactor Edward Morphy una serie de siete semblanzas de personajes destacados de San Francisco.  Morphy escribió seis perfiles veraces pero cuando estaba pensando en el séptimo le cogió el cierre de la edición, así que se fue a un bar y se inventó desde la primera hasta la última palabra la historia del pequeño McGinty. No se sabe si el retraso de Morphy lo provocó una timba de dados o una amiguita, pero sobre la barra de la tasca le salió una tarde sentimental y escribió la historia del huérfano McGinty, el mayor de tres hermanitos que vivían en una barraca lúgubre y que a duras penas cenaban una pizca de pan de ayer. El muchacho se levantaba antes del alba y se multiplicaba en una docena de trabajos duros en los que arañaba los dólares escasos para llevar rancho a la camada y lumbre para el hogar, no tenía tiempo para la escuela y caminaba sobre suelas de cartón. A la mañana siguiente no quedó ni una nariz seca sobre un ejemplar del “Examiner” y a las oficinas del periódico empezaron a llegar donativos de los lectores que querían contribuir a paliar la miseria de los McGinty. Hasta la señora Phoebe Apperson, madre de William Randolph Hearst, extendió un generoso cheque para que su hijo se lo hiciese llegar a los huerfanitos. Hearst, el Jefe, llamó a Morphy a su despacho de momias egipcias y le ordenó que escribiera más capítulos de la melodramática biografía de McGinty, que esta vez irían apoyados por dibujos a plumilla de un artista local. Le dijo que se había pasado dos horas llorando después de leer su reportaje y le otorgó la responsabilidad de la administración de los donativos para hacer que aquellos pobres muchachos tuvieran una vida mejor. A Morphy le nació el huérfano con un pan debajo del brazo y se sacó del sombrero una sarta de patrañas lacrimógenas que multiplicaron las ventas del periódico. Por supuesto que Hearst no se creyó ni la primera línea pero igual le dio mientras los lectores siguieran llorando. Como escribió Balzac, el periodismo es una tienda en la que se venden al público las palabras del color que las quiera. El problema de Morphy como custodio del capital de los McGinty era que no había McGintys, así que le pidió consejo al redactor jefe y llegaron a la conclusión de que la pasta ya había cumplido su función de bálsamo de las conciencias de los ciudadanos de San Francisco, porque la caridad sirve principalmente para que no se le avinagre a uno la digestión. Y como ellos disfrutaban, Dios mediante, de un estómago a prueba de balas, se la pulieron en discípulas de Aristóteles y en enjuiciar con criterio los licores de la comarca.

William Randolph Hearst murió en 1951 después de inventarse todo lo bueno y todo lo malo del periodismo moderno. Tenía 88 años y Orson Welles le pintó un retrato implacable en “Ciudadano Kane”. Hoy en las facultades se enseñan escrúpulos y en las redacciones han quitado de fumar. Y se ha oído de un reportero que se mantuvo sobrio como un obispo durante una recepción en una embajada en la que se escanciaron cócteles de gorra, pero no hay testimonio gráfico.

MARTÍN OLMOS

Página de sucesos

In Con buena letra, Los chicos de la prensa on 24 de febrero de 2013 at 23:42

El crimen se cantó en verso, se vendió en pliego y se convirtió en el acompañante canalla de la crónica de sociedad

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Agosto, con luna llena y luz rojiza es el ambiente más propicio para que los psicópatas disparen”
MARGARITA LANDI

La crónica de sucesos nació para solaz del pueblo llanazo porque la aristocracia ya tenía la caza para entretener sus ocios y no consideraba pasatiempo de buen gusto gastar la tertulia con mujeres estranguladitas. Con las pastas finas y el oporto no marida bien comentar al sacamantecas, otra cosa es en el zaguán, a la fresca, después de la faena, en donde los cuentos sanguinarios de bandoleros y robaniños animan la patata viuda, la servilleta de manga y el porrón de la pitarra. Desde que el Génesis dio la noticia del crimen de Caín, la crónica de sociedad ha guardado un rincón del almanaque a los landrús,  destripadores y al capones para ver si Dios se daba cuenta de lo torcida que le salió la humanidad. Y como hasta las infamias se tienen que decir con gracia, tuvieron que salir juglares que las diesen referencia y que el popular no perdiese ripio de las cuchilladas que se administraban en el vecindario.

El periodismo de sucesos nació en el siglo XVII en métrica romance y cantado por los ciegos, que hoy venden sueños y ayer decían  las pesadillas. Los copleros mendigos describían con lujo de truculencias los crímenes sanguinarios en la plaza, atendidos por un auditorio ágrafo, y a veces les ponían música de zanfonía, que le decían en Zamora la gaita del pobre, y era un violín de manubrio que hacía melodías monótonas. Las posibilidades narrativas del suceso, y los detalles que el recitador se inventaba sobre la marcha, determinaban la extensión del romance, de versos octosílabos de rima asonante los pares y libres los impares, y al final solían  dictar catecismo, una moraleja para adoctrinar virtud al público que, según se mire, era una especie de editorial. “Recuerda pues el refrán,/ Para evitar igual suerte:/ A hierro acaba muriendo/ Quien a hierro da la muerte.” Los rimadores parias ponían la cazuela para que les echasen la voluntad y predicaban a los asesinos, los que contaban mejor recogían mayor cosecha y con el tiempo se agruparon en la Cofradía de Ciegos, a cuyo Hermano Mayor la  Sala de Alcaldes de Casa y Corte enviaba un extracto de los procesos célebres para que los líricos las hiciesen rapsodias bárbaras y sus afiliados las dijeran en la calle. Las canciones más famosas se imprimían en pliegos de una hoja, que doblada dos veces formaba un cuaderno de ocho páginas sin guillotinar, se adornaban con xilografías grabadas a buril sobre una matriz de madera y se vendían por dos chavos en tendederos de cuerda, por lo que se llamaron pliegos de cordel. Uno de los últimos que se distribuyó en España fue con motivo del ajusticiamiento de Juan Díaz de Garayo, el Sacamantecas de Vitoria, en 1881.  Tenía sesenta y un versos y llevaba rimado el precio: “Y aquí se acaba el romance/ Que en pliego escrito va,/ Solo dos céntimos cuesta/ A quien lo quiera llevar.” Como los periódicos actuales, a la mañana siguiente servían para envolver los arenques del almuerzo del tajo.

Los pliegos cordeleros desaparecieron a finales del XIX arrinconados por el abaratamiento de la prensa general, pero las gacetas no perdieron la querencia por la sangre derramada en el callejón. Los editores de periódicos reconocieron que un crimen sañudo, los violentos celos y los dramas de puñal convocaban auditorio si se destacaban con la tipografía  adecuada e ilustraciones al guaché. William T. Stead, director del Pall Mall Gazette, unió el sensacionalismo informativo con la investigación de los hechos al seriar su cruzada contra la prostitución infantil en Londres en 1885. Stead pasó una temporada en la prisión de Holloway  por organizar la compra de una niña de trece años, hija de un deshollinador, para demostrar que el siniestro comercio existía en los tugurios del Támesis y sus artículos promovieron la aprobación de la Ley de Reforma Penal. Stead murió en el Titanic, cuando iba a los Estados Unidos a participar en una conferencia de paz en el Carnegie Hall invitado por el presidente Taft. En 1888 diarios como el “Illustrated Police News” blasonaron las hazañas de Jack el Destripador, asesino de golfas, y seguramente  obligaron a la ley a conceder importancia a unos hechos que eran desgraciadamente prosaicos alrededor de los bebederos de fulanas y valentones de la parte ruin de Londres. El sanguinario Jack, quien quiera que fuese, comprendió la importancia del bramido de la prensa, a la que escribía cartas manchadas de sangre “desde el infierno”, convirtiéndose en el primer asesino mediático.

El crimen de la calle Fuencarral, en 1888,  desató el auge de la crónica negra en el periodismo español y también la discusión sobre si los diarios sobrepasaban la función informativa para tomar parte activa en la instrucción del proceso. Pérez Galdós denunció que los reporteros de El Liberal, que dobló su tirada, construían fantaseada y novelesca la historia del espantoso drama, que acabó con la doméstica Higinia Balaguer en el garrote, pero reconoció que contribuyeron a señalar el camino de la verdad.  También en el París de los campos de pluma, el Petit Journal, con una tirada de un millón de ejemplares, dedicaba en 1913 el doce por ciento de su espacio a noticiar carnicerías y riñas pandilleras  en Montmartre.

Durante la dictadura franquista, la página de sucesos se volvió escueta por obligación,  porque en el nuevo régimen todo ocurría por decreto y, según el Ministerio de Propaganda, “en la Nueva España no cabían las indignidades”. Los periódicos solo publicaban las notas breves de la Dirección General de la Policía hasta que llegó el semanario El Caso, fundado en 1952 por EL CASO PORTADA 4Eugenio Suárez, veterano del diario Madrid. El Caso bailaba con la censura a la luz de la luna y a veces la dejaba plantada en mitad de la canción, tiraba 40.000 ejemplares en los tiempos del Jarabo y del Lute y tenía por norma escribir sobre un solo asesinato español por número. Sus portadas a la acuarela, en tonos negros y rojos, espantaban a los finolis, que lo llamaban “el diario de las porteras” porque se conoce que ellos solo leían a Plutarco. En su plantilla escribieron Enrique Rubio, maño y experto en timos, y Margarita Landi, “la rubia del deportivo”. Landi se llamaba en realidad Encarnación Margarita Isabel Verdugo, nació en Madrid en 1918 y su abuelo escribía crónicas taurinas en verso. Enviudó joven y trabajó en las revistas femeninas “Ventanal” y “La moda de España” hasta que la fichó Eugenio Suárez y la soltó en el callejón  de la canalla. Landi pasó de frecuentar a las marquesas a rozarse el percal con los guirlocheros chungos, los espadistas de gancho,  los pasmas de la BIC y los tricornios del andurrial, y como Don Juan Tenorio, “a los palacios subió y a las cabañas bajó”. A  Landi le llamaban los maderos de la chapa el “Inspector Pedrito”, conducía un Karman-Guía negro descapotable, fumaba en pipa y decían que llevaba un revólver en el bolso. De joven fue rubia aventurera y con la edad acabó cultivando un personaje como de señorita Marple con mucha legua caminada. El Caso cerró la persiana en 1980 y Landi murió en 2004, en Gijón, después de renquear dos años derrotada por una operación de cadera. Ha llovido mucho, y no al gusto de todos, desde las rimas ciegas con música de gaita pobre  hasta la tele y sus evidencias y, sin embargo, el ser humano no  ha perdido la constancia en conducirse como si no lo fuera y el cronista de la iniquidad solo tiene que sentarse a esperar la próxima, contarla y que con sus insomnios, mañana, envuelvan el arenque para el almuerzo del tajo.

MARTÍN OLMOS

Easy Rider en Saigón

In Esto es Hollywood, Los chicos de la prensa on 12 de octubre de 2012 at 11:18

Errol Flynn se hacía un lío en las guerras de verdad y su hijo Sean se fue de reportero a Vietnam y desapareció en Camboya

“Sean me hablaba con pasión de las motos, como quien habla de los pura sangre”
MANUEL LEGUINECHE.

Errol Flynn animaba las fiestas tocando el piano con el chisme, ¿con qué?, con el chisme, que lo tenía como el bauprés de un galeón. Errol Flynn brindaba de gorra (Hemingway decía de él que tenía los bolsillos cosidos) y de vez en cuando se sentaba delante de un juez porque se le olvidaba preguntarles la edad a sus novias de ocasión: todas le parecían votantes, así que más que estuprador era demócrata. No le gustaba trabajar ni las mujeres casadas, que decía que traían a la larga más problemas que las que no tenían perro que les lamiese, era un pugilista decente en los reñideros de tasca y un notable esgrimista de florete en el tapiz y de sable en los momentos de precariedad. Errol Flynn practicaba el lujo de hombrear macho aunque llevase puestos los leotardos verdes de Robin Hood y a ver quién diablos puede sostener así el cartel. John Huston dijo de él que en su comportamiento diario era “pendenciero, bebedor, alborotador y putero” y cuando al Secretario de Defensa británico sir Malcom Rifkind no le cuadraban las cuentas decía: “Siempre que pienso en los problemas presupuestarios, imagino las dificultades de Errol Flynn para cubrir sus hábitos inconfesables con sus ingresos netos”. Dichos hábitos eran el vodka y la morfina, las muchachas pecuniarias y las que no pasaban factura pero tenían afición.

El diablo de Tasmania
Flynn nació en Tasmania en 1909 y decía que bajaba del linaje de Fletcher Christian, el amotinado de la Bounty, ganó la Copa Davis Junior en 1926 y en su juventud se ocupó en los oficios de los caballeros y fue buscador de tesoros, guía por el territorio de los cazadores de cabezas de Nueva Guinea y capador de corderos. Le descubrió para el cine el director de reparto John Warwick y después de hacer películas en Australia se convirtió en estrella de Hollywood interpretando al Capitán Blood.

Se nacionalizó norteamericano en 1942 y estalló la guerra, el ejército le llamó a filas y hubiese hecho un soldado gallardo pero cuando le mondaron la peladura de espadachín enseñó la ruina física y resultó que tenía un soplo en el corazón, tuberculosis crónica, malaria, tres o cuatro enfermedades venéreas y la espalda hecha una calamidad. Los estudios ocultaron que detrás de los velos Robin Hood escondía la lepra, como el Profeta del Jorasán. Flynn no celebró eludir la trinchera y peleó sus batallas particulares en los bodegones, liándose en tánganas a puñetazos por razones volanderas. Era contendiente por naturaleza, prácticamente un camorrista, y como no pudo batirse de uniforme, con lo bien que le sentaba, propendió a enredarse en aventuras de retaguardia. Apoyó la causa republicana durante la Guerra Civil Española y se fue a Madrid a tomar copas con Hemingway en el Chicote mientras caían las bombas, pero también se mezcló con el doctor Hermann Erbin, un fotógrafo austriaco a sueldo del Tercer Reich. Erbin abonaba los bebercios y a Flynn no le caían bien los judíos, y aunque no hacía de eso un oficio, acabó rumoreado de espía de los nazis. Más tarde fue el depositario de un millón y medio de dólares recaudados en Hollywood que debían ser entregados al gobierno del Frente Popular y que se perdieron por el camino. Flynn paseó la pasta por Europa, se entrevistó con Martin Bormann, con Rudolph Hess y con el Duque de Windsor, pasó una temporada de gorra en el Hotel Meurice de París, el gobierno leal no recibió ni un céntimo y salieron chismes que contaron que el botín acabó en manos de la Falange de José Antonio y de los republicanos del I.R.A. Probablemente, ni siquiera Flynn se enteró dónde terminó aquel millón de machacantes y su aportación bélica, en cualquiera de los bandos que le quiera reclamar para adornar el elenco, fue más bien ruinosa. Unos cuantos años después se hizo amigo de Fidel Castro y cuando se entrompaba en un cóctel contaba que había recibido un tiro en la pierna combatiendo a Batista.

El hijo del capitán Blood
Donde el capitán Blood cobraba bajas indiscutibles  era en los campos de pluma y, además de la legión de contingencias, ensayó tres matrimonios. Su primera esposa fue la actriz  Lili Damita, que era francesa como la flor de lis y bisexual como los omnívoros. Lili Damita le salió pendón (con ese nombre no le iba a salir monja),  casi le arruinó con el divorcio y se llevó el juego bueno de té. Tuvieron un hijo al que llamaron Sean que salió rubio y guapo, no sirvió para actor, se hizo fotógrafo solvente y se dejó matar por la libertad de prensa. Sean vivió poco y deprisa, pero todavía no se ha encontrado su cadáver para ver si lo dejó bonito. Nació en 1941 y creció con su madre, que le enseñó el parlevú, estudió brevemente en la Universidad Privada de Duke, en Carolina del Norte, y probó suerte en el oficio de su padre. Hizo ocho películas, cada una peor que la anterior. La más conocida fue “El hijo del capitán Blood”, dirigida en 1962 por Tulio Demichelli, las demás fueron spaguetti westerns rodados en Almería, aventuras de espías, una cosa que se tituló “Sandok, el Maciste de la jungla” y “Dos pistolas gemelas”, cinta de Rafael Romero Marchent en la que salía la pareja cómica Pili y Mili. Comprendió que por ese camino iba a terminar por hacer pelis de mamporros con Bud Spencer y se fue a Kenia, en donde se dedicó a organizar safaris de caza mayor que no le hicieron rico.

Escuchó la llamada de la selva en 1966, era un buen fotógrafo, hablaba francés y consiguió una  acreditación de la revista Paris-Match para cubrir la guerra de Vietnam. Sean Flynn no fue un turista macabro ni un testigo complaciente sino un reportero solvente cuya foto más conocida muestra a un grupo de las Fuerzas Especiales Americanas torturando a un vietkong al que tienen colgado de un árbol por los pies. Durante el primer año recibió un tiro en la pierna y se lanzó en paracaídas con la 101 División Aerotransportada. Al año siguiente cubrió la guerra de los Seis Días y volvió a Vietnam en 1968 para asistir a la Ofensiva de Tet. Flynn a veces iba hasta arriba de porros, escuchaba una cinta de Jimmy Hendrix a todo pulmón y cabalgaba la selva a lomos de una moto Honda con las cámaras japonesas colgadas del cuello y un sombrero flexible de camuflaje: era una mezcla de Robert Capa y Dennis Hopper en “Easy Rider”. Manuel Leguineche le conoció en Saigón y descubrió que le gustaban los astrólogos. Una tarde, en el bar A Chau, en la antigua calle de España, un adivinador le leyó la mano. Sean le pagó cien dólares. Cobraban cincuenta piastras a los locales. El mago le dijo: “Esta guerra no le traerá nada bueno, haga lo posible por escapar de ella”. Sean le dijo que sin la guerra y sin la vibración no sería capaz de vivir. En abril de 1970, Sean y Dana Stone, periodista de la CBS, fueron capturados por un control de la guerrilla comunista en la Ruta Uno y quince meses después les ejecutaron en un manglar cerca de Kampong Cham, en la frontera de Camboya. Años después, un antiguo pastor de búfalos aseguró haber visto como los Jemeres Rojos  asesinaron a Flynn, después de obligarle a cavar su propia tumba,  rompiéndole la crisma a pedradas porque las pistolas les fallaron de puro viejas.

Errol Flynn murió en 1959, dejando el envoltorio de un Don Juan maduro y los adentros de un tatarabuelo que se iba mucho de zambra. Sus compinches de Hollywood le metieron en el ataúd media docena de botellas de whisky para el camino. Lili Damita gastó un millón de lágrimas y una fortuna financiando expediciones para buscar el cadáver de su hijo pero, por el momento, Sean Flynn sigue sin enterrar, al menos decentemente.

MARTÍN OLMOS

Las verdades insostenibles

In Los chicos de la prensa on 27 de julio de 2012 at 19:55

El reportero Stephen Glass nunca dejó que la verdad le arruinase una buena historia

“Yo decido de antemano si mi reportaje será un drama o una comedia”
ORIANA FALLACI

Dios tolera la mentira siempre y cuando se desarrolle en el ámbito del matrimonio y en el de la política municipal. Tampoco está mal visto engañar al fisco, a la pasma y al patrón, y es absolutamente necesario engañarse a uno mismo si se quiere dormir de un tirón. El resto de las trolas ponen en marcha el taxímetro y San Pedro las va anotando en la factura, así que ustedes verán. El hombre es un bicho que se adapta a las circunstancias, como las ratas, y ha terminado por dar por sentado que hay unas instituciones que le pueden mentir y otras que no. Actualmente está dispuesto a manejarse dentro de un margen de incredulidad cuando escucha a un concejal, a un abogado o a un agente inmobiliario y sin embargo pone el grito en el cielo cuando le descubre una patraña a un periodista, cuando debería ser, por el contrario, más tolerante con sus flaquezas, ya que por todos es sabido que en el alma de un reportero, pobre diablo, vive un novelista. En sus inicios, el periodismo fue oficio de canallas (según Voltaire) y de duelistas que con el tiempo se fue solemnizando para darle un disgusto a Oscar Wilde, que manifestó: “Los periódicos han degenerado: ahora se puede tener absoluta confianza en ellos”.

Un periódico cuesta lo mismo que un café con leche sin crema en una tasca sin lujos y menos que una caña de cerveza, que todo el mundo sabe que se adquiere en régimen de alquiler porque es un líquido fútil que enseguida se mea. Un periódico sirve para tentar a los toros de San Fermín, para alfombrar la jaula del periquito y para ponérselo debajo de la camisa en los inviernos de los malos tiempos. Y además tiene dentro cosas para leer. Por un poquito más de un euro el periódico hace compañía todo el día y te dice si te ha tocado la lotería, el tiempo que va a hacer y lo que echan en la tele. Un periódico ofrece las noticias y las interpretaciones, las direcciones de las farmacias de guardia, los resultados del fútbol y un chiste, un crucigrama, una historia de otros tiempos, para que no se la lleve el viento, y las cotizaciones de la bolsa. Por el periódico sabemos quién se fue del barrio y que el yunque del platero se llama tas, dónde está Somalia y las horas de bajamar. Por un poquito más de un euro, oiga, y encima pretende que todo sea verdad.

Las fábulas de Glass
Machado decía que la verdad también se puede inventar y esa es la base sobre la que Stephen Glass, que probablemente no había leído a Machado, edificó su carrera, que fue de corto recorrido. A Glass lo que le pasó fue que le condicionaba su apellido, que en inglés quiere decir cristal, que depende del color que sea interpreta la vida de una manera o de otra. Glass, más que interpretar la vida, se la sacaba de la chistera y esperaba el aplauso, y durante un tiempo la impostura funcionó. En 1994 era un pimpollo de veintidós años recién salido de la Universidad de Pensilvania con una vocación irrefrenable de caerle bien a todo el mundo. Al año siguiente era el redactor más joven de la revista “The New Republic” y publicaba con asiduidad en “Harper´s”, en “Rolling Stone” y en “George”, el mensual fundado por John F. Kennedy Junior. Glass siempre tenía una historia en el carrete, olfato de podenco para sacarle la entretela y una mirífica habilidad para colarse en la trastienda. Contaba en primera persona, era brillante, mondaba la capa y untaba en la yema. En realidad estaba practicando un tipo de reporterismo de investigación que se podía hacer desde la mesa de la cocina, en pantuflas de estar en casa, tan riguroso como un cuento del Barón de Münchaussen. Según sus propias palabras, su técnica consistía en iniciar el reportaje con una verdad, continuarlo con medias verdades, seguirlo con una mentira y acabarlo con una farsa. Las dos primeras partes convencían al lector de que las dos últimas, por aproximación, eran también verdaderas. Las verdades embrionarias eran generalmente las del barquero y el desarrollo era un puro embuste que, además, se adaptaba convenientemente al mecanismo de la narración y culminaba un reportaje redondo que pasaba por veraz. Glass no hacía periodismo sino parábola, como un predicador de la montaña, y le ponía detalles. Tomaba un hecho abstracto pero plausible y le cosía un traje a la medida citando fuentes confidenciales.

¡Enséñame la pasta!
Stephen Glass tuvo el inconveniente de no ser cojo, sino mentiroso, y no duró mucho en la cancha. Un trolero se acaba descuidando, como el tío que maneja un troquel y se cisca la mano, y Glass se fue al diablo en 1998, cuando escribió el reportaje “El paraíso del hacker”. En él contaba como un chaval de quince años que se apellidaba Restill había accedido al sistema informático de la empresa de software Jukt Micronics y ésta, en vez de demandarle, le había hecho una oferta para contratarle como consultor de seguridad. Los ejecutivos de la Jukt y Restill se reunieron durante una convención de piratas informáticos que se celebró en el Hotel Hyatt, en Bethesda, Maryland, y el crío se presentó con un agente y exigió un sueldo escandaloso y un viaje a Disneylandia. Restill salió de la negociación con un contrato en firme y un pasaje en primera para el país del Pato Donald y en el vestíbulo fue recibido por un centenar de chavales granudos con gorras puestas del revés que le jalearon como a una estrella del rock and roll y le gritaron: ¡Enséñame la pasta!, como en la película de Tom Cruise. Glass firmó un reportaje perfecto en “The New Republic” y cuando el editor de la revista “Forbes” Kambiz Foroohar lo leyó endilgó una bronca a su especialista en informática Adam Penenberg por no haberse enterado de lo que estaba sucediendo delante de sus narices. Penenberg inició una investigación y no encontró en el registro mercantil ninguna empresa que se llamase Jukt Micronics, Restill no existía y el día en el que Glass dijo haber estado en la convención de hackers el Hotel Hyatt de Bethesda estaba cerrado a cal y canto. Cuando se abrió el melón quedó en el ambiente olor a gato mojado y Glass se defendió como una tortuga puesta del revés, diseñó una chapuza de página web de la inexistente Jukt Micronics, largó evasivas y mandó imprimir unas tarjetas de visita de ejecutivos invisibles que no engañaron a nadie porque le costaron cuatro gordas. A Glass le creció la nariz y su editor, Chuck Lane, ordenó una revisión de sus 41 artículos. 27 de ellos no aguantaron el examen y se manifestaron tan fiables como las excusas de un moroso. “The New Republic” tuvo que publicar una nota dando explicaciones y Glass salió de la revista por la puerta de atrás, con su carpeta de historias reales que nunca habían ocurrido y su periodismo de feria. Su jeta de granito conoció el rubor pero se le pasó enseguida y se puso a estudiar derecho, escribió un libro autobiográfico de notable éxito, contó chistes en un cabaret de Los Ángeles y hoy, naturalmente, ejerce de abogado.

MARTÍN OLMOS

El periódico de las porteras

In Los chicos de la prensa on 14 de julio de 2012 at 10:38

El legendario semanario El Caso contaba con desinhibición la España oscura, pero no lo leían las personas decentes

“A todo el mundo le interesa un asesinato, excepto a la víctima”
ALFRED HITCHCOCK. Director de cine.

El plumiferío de El Caso no echaba la tarde en el velador buscando una metáfora con el café con leche y el bollo suizo pero dejaba mejores propinas. Los cronistas de El Caso aflojaban viático a los porteros de finca, a los serenos y a las lumis de portal y hacían el periodismo en la calle, donde había tertulia de navaja de reñir y luz de poco farol, tascas de chato de frasca, a la fuerza peleón, y miradas de reojo. Así llegaban al muerto los primeros, antes que el rigor mortis y las ambulancias, y a veces les confundían, por similitud fonética, con los de El Ocaso, que aparecían bastante más tarde para enterrar al difunto. A El Caso le decían los finolis “el periódico de las porteras”, porque se conoce que ellos solo leían a Descartes en francés, y las viejitas que lo compraban le pedían al quiosquero “el feo” y se lo llevaban escondido entre las páginas del “Ya”, que era formal, democristiano y amplio como una sábana, útil para ocultar el último descuartizamiento de hacha y celos con el que acompañar la merienda de mojicones y menta poleo. El primer número salió el 11 de mayo de 1952, que era domingo y día de San Evelio, mártir romano que fue degollado por Nerón, y dio cuento del crimen del Plantío. Tiró trece mil ejemplares de dieciséis páginas a dos pesetas y solo tenía un anunciante, que era una casa de relojes suizos que puso los duros de un año por adelantado. Su fundador Eugenio Suárez, que también era uno de los dos redactores, intuyó que al español le gustaba una sangría para acompañar la paella del domingo y seis años después tiró el medio millón de copias con el crimen del Jarabo -que fue suceso con golfo guapo, prestamistas de usura y querida inglesa- con las que rompió el techo de la prensa española, que estaba en los 300.000 ejemplares vendidos por el Marca el día después del gol de Zarra. Para celebrarlo, Suárez le hizo llegar a Jarabo, que era señorito, una caja de Habanos María Guerrero torcidos a mano, así que le convirtió en el primer asesino con comisión de ventas.

Los valores de la patria
Eugenio Suárez gastaba camisa azul porque “José Antonio era marqués, joven y una vez le pegó un bofetón a un general muy alto”, se alistó en la División Azul pero no llegó a combatir en Rusia y la prensa del Movimiento le envió de corresponsal a Budapest el último año de la ocupación nazi. Después de la guerra empezó a trabajar en el diario “Madrid” y conoció trifulca con la censura, que le inhabilitó durante un año por molestar con un artículo al secretario general del Movimiento José Luis Arrese. En 1951 cubrió para su periódico el crimen del Monchito, en el que un aprendiz de mecánico con menos luces que una vela apuñaló a una mujer por cuatro perras con las que se compró un acordeón. El canallerío del género le gustó y empezó una serie que tituló “El caso de…”, nombre que tomó prestado de los episodios de Perry Mason, y al año siguiente fundó El Caso en una redacción diminuta en la calle Jordán, al lado de Chamberí. En la solicitud para conseguir el trámite administrativo manifestó que el semanario iba a tratar de difundir la cultura, el idioma castellano y los valores de la patria.

El Caso lo formaron al principio dos redactores, José María de Vega y el propio Suárez, dos fotógrafos y el dibujante Josechu Pinedo, costaba dos pesetas en rigor y hasta un duro en la reventa, que la hubo cuando el crimen era fetén, y se editaba en los antiguos talleres del diario “Informaciones”. Con el tiempo se incorporaron Enrique Rubio, “licenciado en Timología y doctor honoris causa por la Universidad de la Picaresca Callejera”, José Quílez, que venía del destierro cubano, y Margarita Landi, “la rubia del deportivo”, que fumaba en pipa y se metía a los pasmas en el bolsillo. Súarez no presumía la inocencia de nadie, ponía orden en la redacción pegando tiros al techo con su pistola de la Falange y decía que no había que fiarse de un policía abstemio. “Dejad buenas propinas, que se note que sois de El Caso”, les decía a sus corresponsales porque sabía que la lechuga es buena para la memoria. A los periodistas jóvenes que querían ser Hemingway les daba el consejo de casarse con la hija de un rico y tuvo de mascota de la redacción a un cocodrilo africano que se llamaba Leopoldo. Compró al bicho cuando abultaba como una lagartija y lo rifó en un condumio de beneficencia para los niños con síndrome de Down, pero la dama que lo ganó (manifestando cierto criterio) no se lo quiso llevar a casa y Suárez lo adoptó para acompañar la oficina. Cuando Leopoldo se puso galán hubo que donarlo al zoológico de Madrid porque rompía los muebles con la cola y asustaba a las mecanógrafas.

Goles y cuchilladas
En El Caso se practicó el periodismo de investigación en la época en la que generalmente se transcribían mondas las notas de prensa de la poli, con honestidad en la medida de las posibilidades y con la alegría irresponsable del que sabe que ya partió con mala fama. Cuando la censura de Juan Aparicio, Delegado Nacional de Prensa, le ciñó a un crimen sangriento por número, empezó a sacar diferentes ediciones regionales para que ninguna provincia se quedase sin su carnicería, con lo que se puede decir que descentralizó la puñalada, y su red de distribución llevaba el semanario a las aldeas a las que no llegaba ningún otro papel impreso. En El Caso se hacía oficio del bueno, con documentación, pesquisa y folletín y si había que hacer serial se hacía porque el límite del párrafo lo mandaba el interés. A El Caso estaban suscritos Camilo José Cela, Juan Goytisolo y Robert Graves y se comentaba en el bajinis que Franco lo hojeaba y luego tomaba la comunión, aunque a bordo del yate Azor solo se encontraron novelas de El Coyote. El negocio fue rentable hasta que llegó la tele, que sacó a la parentela del muerto llorando en directo, lo que condujo a una bajada de ventas que decidió su cierre en 1987 dejando para el popular la frase “vamos a salir en El Caso”, que se pronuncia todavía hoy, medio para conciliar, medio para provocar, cuando amenaza una bronca.

El Caso blasonó a los reincidentes, a los guardacapas y a los asesinos y desgranó el rosario de estrangulamientos, asaduras y discordias de mal arreglo en el tiempo en el que en España, según Eugenio Suárez, se mataba poco y mal. El paisano ibérico le cogió costumbre a la letra impresa con el gol de Zarra y con las fugas de El Lute, con las novelas de tiros y con los romances de Carlos de Santander, con lo que creyó que la lectura era una costumbre vergonzante, como el fumeque, sin darse cuenta de que el crimen lo escribió Shakespeare con desahogo, Fernando de Rojas, los evangelistas, Homero y Truman Capote. Por eso escondía al Feo entre las páginas serias del “Ya” y lo leía en el retrete, con sinfonía de vientre y rubor. Y sin embargo, aquel español que fuimos no se diferencia mucho del que cursa (salvo que ahora no le dejan echarse el pito en el calor de la tasca y tiene que tomarse el carajillo a la carrera y salir a la calle a que se le congelen los pies) y hoy lee con desenvoltura los goles de Iniesta (a los que les hacen interpretación económica para darles fuste) y las puñaladas costaleras de los parias de la tele (a las que les hacen la sociológica y se quedan tan campantes).

MARTÍN OLMOS

A %d blogueros les gusta esto: