Murió el fundador de El Caso de rondón, como cuando se colaba en los cabaréts.
“Suárez fue el periodista más expedientado y sancionado del país”
JUAN S. RADA.
Eugenio Suárez se murió, por joder, la víspera de un día sin periódicos para no hacer un titular necrófilo, porque ya se sabe que la prensa no contempla el anteayer. Se conoce que quiso tener una jornada de ventaja para gestionarse de exclusiva, porque ya se sabe, también, que los periodistas comparten el pan como hermanos, pero las noticias como gitanos. Ay, que ya no se puede decir gitanos como no se puede regalar una caja de puros a un asesino confeso para agradecerle la contribución a multiplicar la tirada. Eugenio Suárez se murió de noventa y cinco años, jodón como vivió, el día de nochevieja del año pasado para que le sacasen obituarios atenuados por la resaca y ser una noticia de anteayer. Eugenio Suárez intuyó un periodismo hecho de viáticos a los porteros de finca y noches de comisaría, de rifas de cocodrilos y tiros en la redacción, y llegó a la conclusión de que jamás había que fiarse de un policía abstemio. Premonitoriamente, de chaval fue putero de bayú, que es como decían en la época a la reunión indecente, y frecuentó el Kussaal de la calle Magdalena, la Cigale Parisienne y el Edén Concert, en donde vio a una señora coger un duro con el parrús. Entraba de medio rondón con los pantalones largos que le prestaba un primo suyo y que se los tenía que cinchar desde el sobaco y a la Cigale le llevó una tarde a Tierno Galván, que ya entonces le pareció viejo. Los jóvenes, en cambio, se afiliaban a la Falange por la fascinación icónica de José Antonio y a Eugenio Suárez le detuvieron por alborotar de camisa azul cuando aún no había rendido el bachillerato y le encerraron en la Cárcel Modelo. Le metieron con los comunes y se aprendió el himno del trullo, que decía el menú del rancho: “Arroz, judías y patatas,/ unos trocitos de sebo/ con la carne de un ratón,/ servido en una negra lata/ con más mierda que el retrete/ que hay en nuestra habitación”.
Eugenio Suárez empezó a fumar a los nueve años pitillos de anís que compraba en el Retiro y luego se pasó al rubio americano, a los perfumados ingleses y a los Abdullah turcos. Su padre consideró que la edad tolerada para fumar era la de la rendición del bachillerato y cuando lo obtuvo a los quince años le regaló una pitillera de alpaca. Cuando salió de la cárcel se fue a Berlín de corresponsal de prensa arropado por la Falange y cuando estalló la guerra española le pusieron a vigilar la embajada con una pistola F N del 7´65 con la que le pegó un tiro en la pierna a un tío que pretendió subir las escaleras que él custodiaba. Regresó a España y se alistó con los rebeldes en la 2ª Bandera de Castilla y en las trincheras de la carretera de Extremadura, a la salida de Madrid, los combatientes de ambos bandos confraternizaban de puro aburrimiento y pactaron una tregua para que José María de Vega, amigo íntimo de Suárez, accediese al convento que servía de refugio a los milicianos para interpretar al piano canciones de Quintero, León y Quiroga. El piano estaba lleno de agujeros de bala y José María de Vega solo había estudiado dos años escasos de solfeo, con lo que Suárez comprendió que la guerra estaba provocada, realmente, por “la acerba crítica que expresaban los oyentes adversarios”. Una vez vio como el cadáver de un portugués expulsaba los algodones que taponaban sus fosas nasales por los gases provocados por la descomposición con un ruido que pareció un cañonazo.
El Caso
Cuando acabó la guerra se casó y tuvo una hija, y en 1940 consiguió un empleo precario (con sueldo de 500 pesetas) de censor del turno nocturno en la Dirección General de Prensa, donde su jefe, Antonio Heredero, se pasaba las noches en el café Comercial de la glorieta de Bilbao y le recomendaba que se atuviese a las consignas del “pincho” y que tachara lo que le pareciera oportuno. En el cargo le sucedió Camilo José Cela. Al año siguiente se alistó en el banderín de enganche de la División Azul para ir a combatir a Rusia: con veinte paisanos salió de la Estación del Norte y cambió de tren en Hendaya, en donde fue desinfectado de piojos, y cuando llegaron a Karlsruhe, las chicas de la Juventudes Hitlerianas les recibieron con café pero se confundieron y les cantaron el Himno de Riego. Recibió entrenamiento en el campo de Graffenwöhr, en la Selva Negra, pero le enchufó de asistente un cuñado de Milans del Bosch, más tarde célebre revoltoso. Cuando iba a iniciar la Gran Marcha a la Unión Soviética pescó la hepatitis y le repatriaron sin disparar un solo tiro. A su regreso, arrastró los pies por el Café Gijón y le dio la tabarra a Juan Aparicio, delegado nacional de Prensa, que por quitárselo de encima le envió dos años de corresponsal y agregado cultural a Budapest. A la vuelta cobró su primer artículo en el Diario Vasco y acabó en el diario Madrid de Juan Pujol, que una tarde de 1951 le encargó que cubriese el crimen del Monchito porque no tenía a nadie más a mano. El Monchito era Ramón Oliva Márquez, de veinte años y tonto de premio, que como tenía preñada a la novia (porque los tontos riegan con solvencia) le pidió un adelanto de 500 pesetas a su jefe y como se las negó, apuñaló treinta estocadas a su mujer, envolvió la ganancia en una funda de almohada y se compró un acordeón. En el garrote preguntó cómo estaba la señora, que imagínense, y rellenó una quiniela la noche antes de que le rompiesen la médula. Eugenio Suárez escribió una crónica larga con cebos para la censura, que milagrosamente la dejó casi intacta, y se hizo compadre del inspector Antonio Viqueira Hinojosa, que le compartió noches ociosas en la comisaría diciéndole de los hampones. Suárez intuyó el género e inauguró una sección en el diario que se llamaba “El caso de…”, cuyo título copió del serial de Perry Mason, en la que contaba crímenes viejos que ya llevaban el final escrito. Después fundó El Caso por su cuenta, sostenido por las 15.000 pesetas que le procuraron los hermanos Zehr, fabricantes del reloj suizo Buren, y la publicidad contratada por Galerías Preciados, Wagon-Lits y la Paella Riscal.
El Caso revolucionó la crónica de sucesos franquista, que era escueta por obligación y basada en mondas notas de prensa de la BIC, y propició la primera publicación que mostraba, saliéndose del cinturón, la realidad de un país que, debajo del vítor sobre el que se alzaba el generalito africano y meapilas, era miserable, violento y analfabeto. Lo leyeron los maulas del taller y los serenos, y lo leyeron Graves, Cela y Goytisolo, y lo leyó el generalito, al que igual le vino bien la divulgación de los navajazos y de los platillos volantes y lo permitió, como escribió Umbral, “porque pensaba que la población, distraída con el crimen de la portera, la gata con alas o el hongo milagroso, se iba a despolitizar, como así fue”.
El Caso dobló su tirada con los asesinatos de Jarabo y Suárez le envío a la prisión una caja de puros habanos María Guerrero a través del pasma que le interrogó, Sebastián Fernández, con una nota de reconocimiento a su infausta contribución al fulminante éxito de ventas. El Lute aprendió a leer con El Caso y le prometió a Suárez sus memorias, pero cuando se ilustró le pidió mucha pasta y prefirió irse de pasante con Tierno Galván. Eugenio Suárez también intuyó el periódico como tómbola y rifó un contador Geiger y un cocodrilo, que al ganador le pareció un premio excesivo y el bicho se quedó de mascota de la redacción, le pusieron de nombre Leopoldo y le metieron en un acuario del que le sacaban al retrete cuando dos funcionarios del zoo venían a limpiarlo. Leopoldo quiso morder una vez a un ministro y Eugenio Suárez ponía orden en la redacción pegando tiros al techo con su pistola de la 2ª Bandera de Castilla. Eugenio Suárez se bandeó con los ilustres y se iba a almorzar con Juan Caño al Zalacaín, pero le decía que pidiese el plato del día. Combatió a Franco desde el Decreto de Unificación que marginó a los falangistas y Jorge Semprún no le dejó afiliarse al Partido Comunista. Al general le dejó de combatir cuando murió porque no quería ser antifranquista a moro muerto.
Eugenio Suárez fundó más semanarios y se terminó arruinando y viviendo de la caridad de Polanco y se murió en nochevieja de noventa y cinco años de pura juventud en los que practicó un periodismo de inmediatez y de propina al sereno a medio camino entre el folletín y la investigación en unos tiempos en los que tu padre, con dos cojones, te regalaba una petaca de alpaca para que fumases bachiller y se podía decir gitano y mandarle puros al artista.
MARTÍN OLMOS