MARTÍN OLMOS MEDINA

Archive for the ‘Los raros’ Category

Langosta a la ginebra con guarnición de plomo

In Los raros on 31 de agosto de 2015 at 21:16

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Grady Stiles tenía pinzas en vez de manos, mató a su futuro yerno y murió de tres tiros en la cabeza.

“Soy el hombre sin brazos del circo”

JAVIER GURRUCHAGA

 

La Mujer Electrificada se casó con el Hombre Langosta, que tenía la índole torcida y las curdas beligerantes, y como recibió perra vida le abandonó y se casó con el Enano Humano, pero le pareció poco (es un juego de palabras). La Mujer Electrificada plantó al Enano Humano y volvió con el Hombre Langosta, que la deslomó a palos y le dio un Niño Langosta y una niña del montón. Al Hombre Langosta le gustaba, no necesariamente por este orden, soplar ginebra Seagram´s, usar sus pinzas de crustáceo como arietes sexuales, los pitillos Pall Mall sin filtro y amargar la vida a los cercanos. Por lo demás, había matado al novio de su hija. La Mujer Electrificada se cansó de que el Hombre Langosta la intentase asfixiar con una almohada y de que le amenazase poniéndole la hoja de un cuchillo de cocina al pelo de la garganta y le dio mil quinientos machacantes a un menda de diecisiete años para que le pegase tres tiros. El chaval se llamaba Chris Wyant y tenía un tatuaje de un león en el hombro izquierdo, una imperiosa necesidad de mil quinientos pavos y ninguna previsión de las consecuencias. Chris Wyant entró en la caravana del Hombre Langosta y le sorprendió en calzoncillos, viendo una película por la tele, fumando Pall Malls sin filtro y honrando su segundo latigazo doble de Seagram´s y le pegó tres tiros en la cabeza. No se encontró ni a una sola persona que se ofreciese a cargar el ataúd del Hombre Langosta porque era un miserable hijo de puta.

Los monstruos no existían cuando no había piedad y la naturaleza hacía su trabajo e imponía su inexorable selección. En el cuento “La ley de la vida”, de Jack London, el viejo Koskoosh es abandonado en la nevada con un puño de astillas para hacer lumbre porque ya no puede seguir el viaje de la tribu y cuando se consume la última escoria de su hoguera intuye los hocicos fríos de los lobos con resignación. Los hombres fuimos derivando hacia la piedad (que vino del excedente alimenticio y del usufructo) y dejamos vivir a los viejos que no podían seguir el viaje de la tribu para darles una esquina y la invisibilidad y dejamos vivir a los monstruos a los que la naturaleza incapacitó para procurarse pero les dimos a cambio el circo para ir a verlos cuando tenemos un mal día y practicar la compasión. La compasión es el tío que es más tonto que nosotros y nos admira del que hablaba Boileau y es un ejercicio de vanidad que queda muy lejos de la misericordia. La compasión se practica las mañanas de los domingos o cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer. A los monstruos les toca la farándula y el circo y a los demás nos toca el asombro, pasar por caja y darles nuestra compasión bendita, que una vez derramada nos inclina a un sueño sereno. Los monstruos le gustaban al Bosco, a Tod Browning y a Fellini y le gustan a Javier Gurruchaga y le gustan a usted, sombrío pecador, porque le sirven para mirarlos comparativamente y hacerse la ilusión de que su vida no es tan perra. De la exhibición de los monstruos hicieron industria Tom Norman y Phineas Barnum, charlatanes que provenían del trile. Norman enseñó al Hombre Elefante Joseph Merryck y Barnum al enano Tom Thumb, el General Más Pequeño del Mundo, que llegó a bailar delante del presidente Lincoln. Desde entonces hasta los lanzamientos de enanos en las tascas de Australia hemos tenido a mano monstruos para que nos consuelen; pasen y vean a los errores de Dios y dejen la pasta en el sombrero.

Vean para alimentar su vanidad a Sara Baartman, la Venus Hotentote, y su culo excesivo producto de la esteatopigia cuyos genitales se enseñaron disecados en el Museo del Hombre de París hasta que Nelson Mandela los recuperó para enterrarlos a la orilla del río Gamtoos, en Puerto Isabel. Vean a Ella Harper, la Mujer Camello, que podía doblar sus rodillas hacia atrás, y al gitano portugués Juan Baptista dos Santos, que tenía tres piernas y dos penes operativos que se ponían firmes a la vez. Juan Baptista dos Santos, artillero de dos pistolas, tuvo amoríos durante una gira por Francia con la mulata Blanche Dumas, que tenía dos vaginas y se dedicaba al oficio adelantándose a las ofertas de dos por el precio de uno. Vean a Unzie el Albino y a Isaac Sprague, el Hombre Esqueleto, que pesaba veinte kilos. Vean al pobre Schlitzie Surtees, que sufrió de microcefalia y entendió la vida a través del cerebro de un niño de tres años y, sin embargo, fue feliz en el circo y aprendió a contar hasta diez.

Vean al Hombre Langosta, el desgraciado hijo de puta que mató al novio de su hija y era un borrachuzo inmundo de ginebra Seagram´s que apoyaba los trinchantes de cocina sobre el pescuezo de la Mujer Electrificada y fue tan miserable que nadie quiso cargarle en su funeral. Grady Stiles contradijo el cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont que sostiene que la belleza de la Bestia está en el interior y se dedicó toda su vida a enseñarse igual de feo por dentro que por fuera. Grady Stiles nació el 18 de julio de 1937 en Pittsburgh y provenía de una estirpe de langostas. Antes que él, su abuelo y su padre sufrieron de ectrodactilia, una enfermedad que se manifiesta en la ausencia de dedos completos en las extremidades que hacen que las manos y los pies parezcan pinzas de langosta. Grady Stiles tenía las manos de crustáceo, fuertes como dos tenazas, y las piernas le acababan en las rodillas, de modo que no podía andar y se conducía sobre un carro de ruedas y apoyándose sobre los brazos, que se le pusieron pelotudos. Stiles se dedicó al circo y a la violencia doméstica, a la ginebra y a esconder su índole detrás de la desgracia para cobrar en capital deGRADY STILES compasión. Grady tenía éxito en la feria porque parecía un mutante de los tebeos de la Marvel con sus brazos musculosos terminados en pinzas de bogavante pero era un putero priápico que hacía espeleología con ellas dentro de las simas de las rameras. Grady se casó tres veces con dos mujeres: una vez con Barbara Browning y dos con Theresa Herzog, la Mujer Electrificada, que provenía del circo en donde tenía un número en el que la electrocutaban y la metían en una caja en la que le clavaban sables. Grady tuvo cuatro hijos, dos de ellos con pinzas y dos del montón y a todos les dio palizas de campeonato por el medio de bascular sobre sus brazos y zurrarles con la cabeza. Theresa Herzog, la Mujer Electrificada se separó de él cansada de recibir y se lió con un enano (con el que tuvo un hijo llamado Glenn Newman que tuvo un número en el que se presentaba como el Tonto Humano y clavaba un clavo con la nariz), pero volvió a Grady y pusieron caravana en Gibsonton, en Florida, donde pasaban el invierno de temporada baja los feriantes y era una comunidad adaptada para los artistas que tenía la única oficina de correos del país con cancelas adaptadas para los enanos. Donna, una de sus hijas del montón, se echó novio y puso fecha de casamiento sin el consentimiento de su padre y el Hombre Langosta se las arregló para matar a su futuro yerno de un tiro de escopeta. Fue juzgado y le dieron quince años de libertad provisional porque no encontraron ningún presidio adaptado a su naturaleza peculiar. Grady se creyó poderoso porque manejaba su desgracia para cobrar en misericordia y expandió su brutalidad. Instauró el miedo en su caravana hasta que la Mujer Electrificada le ofreció a Chris Wyant mil quinientos machacantes por volarle la cabeza a su marido. Wyant le compró a su colega Dennis Cowell una pistola Colt del 32 y en la tarde del 29 de noviembre de 1992 entró en la caravana del Hombre Langosta y le sorprendió soplando en calzoncillos y viendo por la tele la película “Ruby”, en la que Danny Aiello hacía del asesino de Lee Harvey Oswald. Los vecinos escucharon los tres disparos pero pensaron que provenían de la tele. Grady Stiles la diñó en el sofá como un centollo boca arriba y a Chris Wyant le metieron 27 años por asesinato en segundo grado y a Dennis Cowell tres por venderle la pipa. A la Mujer Electrificada y a su hijo, el Tonto Humano, les condenaron por conspiración para asesinar y ningún vecino prestó su hombro para llevar al miserable Hombre Langosta a su tumba en el cementerio de Tampa, sobre la que alguien tuvo la presencia de ánimo de esculpir al relieve dos manos humanas unidas en actitud de rezar.

MARTÍN OLMOS

La desdichada vida y la época extraordinaria de Joseph Carey Merrick, monstruo

In Los raros on 6 de junio de 2015 at 17:12

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOSJOSEPH MERRICK

El Hombre Elefante vivió en un mundo de pícaros.

  “Joseph Merrick era la personificación de la soledad”

DOCTOR FREDERICK TREVERS

 

El 29 de diciembre de 1861 se casaron en la iglesia parroquial de Thurmaston, en Leicestershire, el señor Joseph Rockley Merrick, de veinticuatro años, postillón de un coche “brougham” de punto y almacenero en una fábrica de algodón, y la señorita, que lo fue hasta ese momento (aunque se verá que no tanto), Mary Jane Potterton, de veinticinco, nacida en Evington de padres rurales que jamás supieron escribir su nombre y sirvienta de profesión. El joven matrimonio puso casa en el número cincuenta de Lee Street, en Leicester, a la vera del indócil río Soar, una sentina inmunda que cada año crecía de medio metro a uno entero de altura y se abría camino por la comarca divulgando la viruela. A principios de mayo de 1862, la señora Mary Jane Merrick, de soltera Potterton, preñada, visitó la feria de Humberstongate en la que se estrenó en la plaza el circo de caballos Croueste´s y se exhibió a un grupo de gigantes descendientes de los bíblicos Anakim, a un cerdo monstruoso y a una vaca de cinco patas cuya extremidad adicional, informó el dueño de la res a un del “Leicester Journal”, tenía la misión expresa de permitirle rascarse la nariz. En dicha feria de Humberstonegate, que se levantaba a la vera del mercado de ganado y quesos, fue sin embargo la atracción principal la célebre casa de fieras del señor George Wombwell. George Wombwell, antiguo zapatero del Soho, se convirtió en el más famoso exhibidor de animales salvajes de toda Inglaterra y en tres ocasiones actuó ante la reina Victoria. Para unos, Wombwell fue un empresario emprendedor, y para otros un granuja y el escritor satírico William Hone le describió como un hombre mezquino, astuto y de sentimientos pervertidos por la avaricia que, además, era un notorio borracho. En una ocasión, en Warwick, a orillas del río Avon, el señor George Wombwell exhibió una lucha entre una jauría de seis perros bulldog contra sus dos leones Nerón y Wallace. George Wombwell se jactaba fundadamente de llevar elefantes en sus espectáculos y tuvo uno de Siam que era capaz de descorchar botellas y decir vivas al rey. En otra ocasión reventó a un elefante al obligarle a cubrir esforzadamente los cuatrocientos kilómetros que distaban desde Newcastle-on-Tyne hasta Londres y aún así no perdió la oportunidad de negocio y enseñó el cadáver del animal en las fiestas de san Bartolomé anunciándolo como “el único elefante muerto de la feria”. No obstante, en la feria de Humberstonegate de 1862 a la que acudió preñada la señora Mary Jane Merrick, de soltera Potterton, no pudo ir el señor Wombwell en persona por la circunstancia de que llevaba doce años difunto, pero su circo de fieras salvajes lo gestionaba su viuda y empezó la parada con un desfile de elefantes. La señora Mary Jane Merrick resbaló delante de uno de ellos y a punto estuvo de morir aplastada debajo de sus patas pero, por fortuna, el suceso se quedó en un susto que no mereció blasón en la prensa y que, sin embargo, tuvo ulteriores consecuencias en el embrión que guardaba en el claustro. Inveteradas supersticiones señalaban que una vez efectuada la concepción, ciertas impresiones recibidas por la madre durante el embarazo afectarían al hijo por nacer: se sabía de un hombre de Cambridgeshire que nació con las dos manos deformes porque un perro se abalanzó sobre su madre poco antes de su nacimiento posándole las patas en el estómago.

Lo que salió de un susto

La señora Mary Jane Merrick parió a su primer hijo el cinco de agosto de 1862, con lo que cualquier ciudadano que fuese capaz de sumar cifras sencillas pudo concluir que no compareció doncella ante el altar. Puso a la criatura dos nombres que fueron: Joseph por el padre y Carey por el misionero William Carey , que, entre otros méritos prodigiosos, tradujo el Nuevo Testamento al idioma bengalí. La señora Mary Jane Merrick, baptista, juró sobre una Biblia santa que el niño vino al mundo sollozando como era su deber, dueño de unas medidas antropomórficas regulares y lo suficientemente robusto como para vencer al año escaso una epidemia de viruela que asoló la región de Leicester. Sin embargo, al afrontar el tiempo, se desarrolló desordenadamente y le creció la cabeza con desmesura hasta rodear una circunferencia de más de noventa centímetros que le remataba el tiesto por delante con una protuberancia que le cegaba un ojo y por detrás por otra que parecía una coliflor parda, le salió una masa carnosa de cien gramos desde debajo del labio superior, se le cubrieron las piernas de piel gruesa y bultos grises y se le hinchó el brazo derecho hasta alcanzar un grosor de muñeca de treinta centímetros y doce y medio alrededor de uno de sus dedos. Además se quedó medio tapujo y no alzó más arriba del metro y medio, las deformaciones de la boca le impedían hacerse entender en un inglés articulado y se rompió la cadera izquierda quedándose renco y condenado a un bastón. No obstante, aprendió a leer. No obstante, su madre le amó como a un niño querubín. Mary Jane Merrick asoció la desgracia de su hijo al susto del elefante de la feria de Humberstonegate.

A Mary Jane Merrick se la llevó el buen Dios al alba del jueves 19 de mayo de 1873 por el intermedio de una bronconeumonía y dejó huérfano a su hijo Joseph Carey a la edad de once años. Joseph Rockley Merrick, su padre, volvió a casar con la viuda Emma Wood Antill en la capilla baptista de Archdeacon Lane. Emma Wood Antill aportó al matrimonio camada propia, ninguna intención de atender al deforme y ciertos aires de superioridad que cultivaba porque decía que era hija de un caballero. Joseph Carey JOSEPH MERRICKMerrick dejó la escuela Board de la calle Syston a los doce años y se puso a vender mercerías de buhonero. Durante un tiempo encontró trabajo en la fábrica Freeman´s de tabacos, en el nueve de Lower Hill Street, hasta que le despidieron porque el crecimiento de su mano derecha le impidió torcer cigarros. Volvió al ambulante hasta que los ropavejeros consiguieron que le despojasen de su licencia de venta pública por feo. Su padre, al verle desvalido, le dio una soberana paliza. El pobre Joseph Carey Merrick acabó en el hospicio de Leicester al amparo de la beneficencia, en donde vistió uniforme de sarga parda y desató estopa de cáñamo para ganarse el rancho de puré de avena. Para entonces, la protuberancia de su labio inferior medía sus buenos veinte centímetros y le impedía comer con decoro y pronunciar de manera concebible. En la enfermería del hospicio, el doctor cirujano Charles Marriott le despojó de cien gramos de la trompa, pero el joven Merrick pretendía una vida normal y ganarse la vida como un inglés cabal y comprendió que debía hacer oficio de ser monstruo. El 3 de agosto de 1884 abandonó por voluntad propia el hospicio y la sarga gris y se puso al amparo del feriante Tom Norman, antiguo carnicero de Sussex, aficionado a palmar en los caballos y exhibidor de fenómenos de barraca que en cierta ocasión presentó por zulúes salvajes a una cuadrilla de marineros jubilados de Rattcliffe Highway borrachos como obispos y pintados con corcho quemado. Tom Norman solía vestir sombrero hongo torcido, monedas de plata cosidas a su chaleco y sortijas sobre guantes blancos. Norman enseñó a Joseph Carey Merrick en las casetas de Whitechapel y en giras provincianas a través de las Tierras Medias, en conventillos de carpa que levantaba al lado de las tabernas. En Whitechapel Road, en un antiguo museo de figuras de cera, el doctor Frederick Trevers pagó un chelín por contemplar a Merrick, al que consideró un retrasado mental porque no era capaz de entenderle, le llevó al London Hospital para que sus colegas le midieran y le devolvió a la feria regalándole una tarjeta de visita. De aquellos años de circo, Merrick ahorró cincuenta libras y después fue cedido a un barraquero austriaco que le llevó al continente, le birló la pasta y le dejó abandonado en Bruselas. Regresó el monstruo por sus medios a Londres, embozándose la cabeza en medio saco, y por no volver al hospicio, se dirigió al London Hospital con el pasaporte de la tarjeta del doctor Trevers, que le acogió y descubrió que no era idiota, que podía llorar pero no sonreír, que había leído la Biblia, el Libro de las Plegarias y las novelas de Jane Austen, que sucumbió en un desgarrador sollozo cuando una mujer le cogió la mano y que conocía de memoria los versos del reverendo Isaac Watts que decían: “Si fuese tan alto como para llegar al mástil,/ o abarcar el océano con mis brazos,/ sería medido por el alma,/ pues la mente es la pauta del hombre”. Una navidad le pidió al doctor Trevers un estuche de tocador para caballeros con un peine con montura de plata y un par de navajas de mango de marfil. El doctor se lo regaló pero eludió incluir un espejo. El viernes 11 de abril de 1890 murió a la edad de veintisiete años desnucado por el peso desmesurado de su cabeza.

  MARTÍN OLMOS

Los meandros de las historias

In Los raros, Matanzas on 22 de febrero de 2015 at 21:41

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Una historia desbocada puede derivar en cualquier cosa

“Si la mitad de las piezas de un rompecabezas están faltando, lo más probable es que algo pueda seguir siendo armado”
NORMAN MAILER

Una historia es un organismo vivo al que hay que amaestrar como a una foca de parque acuático para que haga sus gracias con un balón a cambio de una sardina. Una historia se construye a base de una carpintería de diques para que fluya por donde a uno le conviene. De lo contrario, la historia meandra por donde se le antoja y va sacando afluentes que unas veces van a alguna parte y otras no. Norman Mailer decía que un esquiador decente rara vez se preocupa por el camino porque confía en que reaccionará ante los cambios del sendero a medida que se le presenten, pero no todos los esquiadores son lo suficientemente eficaces y entonces les conviene  conocer donde acaba la pista y donde doblan las curvas. A una historia hay que podarle las ramificaciones como al brazo de un árbol si lo que uno anda buscando es que le salga un cayado. Para eso le hace falta un cuchillo de desbrozar y una noción mediana del concepto de la línea recta. Le puede ayudar también calibrar la resistencia del sarmiento para que le sostenga un par de paseos o tres. Puede, sin embargo, que piense que sus piernas son lo suficientemente fuertes como para no necesitar reforzarlas y entonces observa el ramizo con toda su frondosidad y lo conserva sin desbrozarle los afluentes. Una historia sin pelar se parece a un cuadro de Jackson Pollock hecho con salpicaduras de pintura líquida. Uno a Jackson Pollock le tiene poco mirado y se lo tienen que explicar. Si a uno le tienen que explicar un cuadro se cree que está mirando un teorema. A uno le dicen que Pollock hacía “action painting” . Uno va al museo a ver cristos crucificados y bodegones con perdices. A un cuadro de Pollock hay que acercarse con un estado de ánimo receptivo. Uno, cuando le sale un día mundano como de tío que para mucho en Nueva York, se pone delante de un cuadro de Pollock y asiente levemente con la cabeza, no más de tres veces pero perceptivamente para que se sepa que está en el rollo. Uno, cuando le sale un día de porrón como de tío que una vez fue a una Feria de la Herramienta a Valencia, se pone delante de un cuadro de Pollock y va y  suelta la gracia y dice: esto lo pinta mi sobrino con unas témperas. A una historia hay que acercarse con un adecuado estado de ánimo, como si se mirase un cuadro de Pollock o a una mujer madura. Si la historia posee su carpintería de diques asentados redondea de alguna forma conformando un conjunto homogéneo. Si, por el contrario, distrae por afluentes hay que afrontarla con la pericia de un esquiador decente reaccionando a los cambios del sendero y sale San Antón si tiene barba, y si no la Purísima Concepción.

Esta historia empieza con las suelas de las alpargatas de un hombre asesinado y acaba con un encuentro en la tercera fase. En agosto de 2009 desenterraron de una fosa común en Las Palomas, en la carretera entre Valverde y Villanueva de la Vera, en Cáceres, seis suelas de alpargata, un botón roto y una moneda de perra gorda. Las suelas de las alpargatas eran de Gregorio Recio Marcos, de diecisiete años, de Lorenzo Cordero Ramos, de treinta y cinco, y de Teodoro Tornero Fernández, de veintiocho, asesinados por una patrulla irregular de falangistas en octubre de 1936 durante la represión que sucedió a la toma de la comarca por las tropas de la rebelión. En Villanueva de la Vera hubo dos muertos más célebres que fueron el alcalde socialista Anastasio Arroyo Gironda, antiguo chofer del marqués de Esquilache, y su compadre Pedro González Hernández, cantaor de flamenco, jornalero y caballista de reses bravas. Anastasio Arroyo Gironda hizo campaña por el Frente Popular y Pedro González Hernández le camelaba al auditorio cantando por bulerías. A Anastasio Arroyo, a Pedro González y a otros tres jornaleros les trincaron los falangistas cuando entraron las columnas africanas a Talaveruela camino de Madrid y les pasearon en la carretera de Villanueva de la Vera, a la altura de la fuente de El Pocillo, en Aguasfrías, después de obligarles a cavar sus propias tumbas. Les mataron de noche y les malenterraron y a la mañana siguiente vio un cabrero un brazo brotar de la tierra como un sarmiento de olivo. Los cinco hombres muertos habían posado en tiempos mejores en una fotografía en la que salen tres destocados, uno con una gorra y otro con una boina y los cinco calzando alpargatas esparteñas de suela de cordel y capellada de trapo. Ninguno lleva sombrero y miran a la posteridad. Ninguna de las seis suelas de alpargata que salieron de la fosa de tierra de Las Palomas era de ninguno de aquellos cinco hombres y eran, en cambio, de Gregorio Recio Marcos, de Lorenzo Cordero Ramos y de Teodoro Tornero Fernández. Teodoro Tornero Fernández fue uno de los fundadores del Ateneo de Villanueva de la Vera y pensaba que se progresaba leyendo y cuando los falangistas le llevaron a pasear al yermo de Las Palomas uno de ellos le sacó los dos ojos con los pulgares, le puso delante de un libro quemado y le dijo que lo leyera. Las suelas de sus alpargatas, y una moneda de perra gorda y un botón roto, salieron de la tierra en agosto de 2009. Ochenta años después, en Villanueva de la Vera vive una comunidad sufí naqshbandí, la rama más espiritual del Islam, por donde pasaron antaño los moros de El Mizzian buscando el sexo pálido de las milicianas y las orejas cristianas con las que engarzar un collar para presumir en el Rif. La muerte espantosa de Teodoro Tornero Fernández, que pensaba, pobre loco, que se progresaba leyendo y le sacó los ojos con los pulgares un paisano para pagar, seguramente, una rencilla vieja de pueblo estrecho que espera una guerra para saldar cuentas antiguas y amargas como los negros del Watts esperan al huracán para robar una tele, la refirió José María Zavala en “Los horrores de la Guerra Civil” recogiendo el testimonio de Eduardo Pons Prades, veterano anarquista de la Quinta del Biberón y herido en los bombardeos de Barcelona que siguió peleando por inercia en Francia con el maquis y en la columna del general Leclerc.

Alpargatas y marcianos
Eduardo Pons Prades nació en 1920 en el Raval de Barcelona y su tío cargó al hombro el ataúd de Buenaventura Durruti. En 1937 falseó la edad y se alistó en el Ejército Republicano, en el que llegó a sargento instructor de ametralladoras de la mano del poeta Miguel Hernández. Con la 105 Brigada Mixta combatió en los frentes del Ebro, de Madrid, de Guadarrama, de Brunete y del Segre. Cuando cayó la República cruzó la frontera por Port Bou, apacentó cerdos en Bloumac y se unió al maquis para pelear al alemán en Bélgica y en Luxemburgo. Dirigió un comando guerrillero en el río Ariege y liberó Aude integrado en las tropas de los generales Leclerc y De Gaulle. Después de la guerra cruzó varias veces la frontera en el clandestino para rendir misiones misteriosas a cuenta del Partido Sindicalista y regresó definitivamente a España en 1962 abrigándose  en una amnistía de Franco con motivo de la coronación del papa Juan XXIII. Participó en la fundación de la editorial Alfaguara y escribió una docena de libros sobre las dos guerras que conoció, sobre el exilio y sobre los campos de exterminio hasta que en 1981, en la carretera de Perpiñán, se encontró con una nave espacial de setenta y cinco metros de altura y unos marcianos vestidos con monos blancos le dijeron que venían de la Armoniosa Confraternidad Universal y le hicieron partícipe de un mensaje que le grabaron en la mente por medio de un casco con la forma de un birrete de rabino. Publicó su experiencia en “El mensaje de otros mundos” (Planeta, 1982), a pesar de las reticencias de su editor, que no veía manera de engarzar la obra en el resto de su bibliografía igual porque nunca se paró delante de un cuadro de Pollock hecho de salpicaduras de pintura líquida a la buena de Dios. Esta historia empieza con suelas de alpargatas y cunetas plantadas de represalia, con muertes atroces de villanos que aprovechan el huracán como los negros que saquean teles y se desarrolla a través de la pista de esquí de Norman Mailer hasta derivar, a causa de la ausencia de diques y a base de coser eslabones sin ninguna noción de la línea recta, en un historiador racionalista que acaba viendo marcianos una noche en Perpiñán. Queda entre Buñuel y George Lucas y como un cuadro pintado por tu sobrino con una témperas. Pollock murió en 1956 cuando se estampó con su coche conduciendo trompa.

MARTÍN OLMOS

El día en que los tíos empezaron a dormir con un ojo abierto

In Destripadores y sacamantecas, Los raros on 7 de febrero de 2015 at 12:06

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Cuando Lorena le cortó a Johnny el rabito o el circo americano

“Y las esposas dóciles palpan el filo del trinchante”
RAYMOND CHANDLER

Los tíos casados que vieron las noticias el 24 de junio de 1993 decidieron dormir con un ojo abierto. Se fueron a mear cuidando de no pillársela con la cremallera. Repasaron sus pecados y pensaron que no era la hora de tirar piedras. Los tíos solterones no lamentaron su lecho para uno. Se la machacaron felizmente y sin riesgo. Eclosionaron los símbolos. Se desarrolló en el macho el dolor por empatía y los tíos se la tocaron y musitaron: uy. Una peluquerita de metro y medio fue la nueva Simone de Beauvoir. Le taló la pija al vaquero y la tiró a un jardín que no prendió. La peluquerita era una medio chola cuencana de la provincia del Guayas del Ecuador y sabía poquito inglés. El tío al que iba prendido la picha era un protestante no mal parecido si te gustan los idiotas. La picha aquella se puso simbólica y fue antiimperialista y fue feminista. No fue, por un pelo, la merienda de un perro. La picha aquella fue la hostia. Fue una proeza médica. Fue una industria de la que vivir una temporada. Fue una manera de hablar. Fue una polla insolvente y totémica. En la Edad Media se creía que el semen y el pis que regaban los ahorcados alimentaba a la planta de la mandrágora, cuya raíz tenía la forma de un niño. La pichita cortada del protestante que más bien era idiota prendió en alegorías que cada cual interpretó según su estado de ánimo. Fue una polla de partidarios. Fue una polla sandinista para la América ingenua que dijo Rubén Darío que tenía sangre indígena, que aún rezaba a Jesucristo y aún hablaba en español. Fue la polla del talión para la feroz mensajera de las valquirias Camille Paglia, una tía que daba miedo. Fue al final una polla para hacer chistes malos en el cabaret. Fue la polla aquella polla. Dio bien de sí, como la de Jorge.

John Wayne Bobbit tenía los ojos verdes y era un imbécil de campeonato. Era moreno y galán y cuadraba su mandíbula entre dos ángulos rectos sin rumores de curvas. No servía para gran cosa. Sirvió para la milicia. Se alistó en los marines fieros. Cantó en la fila: “Aquí mi fusil, aquí mi pistola. La una pega tiros y la otra me consuela”. Era un guaperas de boliche con billar y birra floja. Era el resultado de mezclar la Biblia con las películas de Troy Donahue y la doctrina Monroe. Balbuceaba parlamentos elementales que no merecieron posteridad y contaba chistes de otros. Estaba en condiciones de ligarse a chicas sin expectativas.

Lorena Gallo era una pequeñaja de metro y medio, tenía expectativas pero no entendía bien el inglés. Era una chola católica del Ecuador en el estado baptista de Virginia. Les hacía los pies a las señoras en una pelu. No quería ser Emmeline Pankhurst. Quería un novio gringo y electrodomésticos. Quería comer pavo el Día de acción de Gracias y quería ser Pocahontas. Rezaba a la Virgen del Quinche. Se la ligó John Wayne Bobbit con su mandíbula de cartabón y sus chistes prestados. A Lorena le pareció guapo el chulo de ojos verdes como el verde limón. Le gustaron sus músculos acerados en la infantería y su pinta de macho ancestral y de grandullón con pocas luces. Pensó, quizás, que era la clase de tío que se quita el sombrero cuando entra en cerrado. Se casaron el 18 de junio de 1989 y los colegas de Bobbit les tiraron arroz.

Cortar por lo sano
La vida matrimonial se convirtió en zurras y en polvos de caballería. John Wayne Bobbit practicó la doctrina Monroe en el dormitorio y cuando se entrompaba sacaba un falo violento como un puñal. Lorena Gallo se preñó y su marido la obligó a abortar. La Virgen del Quinche lloró lágrimas amargas de madre seca. Lorena Gallo se confesó y Bobbit le dio una paliza y entró en su claustro al galope sin llamar a la puerta. John Wayne Bobbit se las enganchaba y ligaba con las camareras. Volvía a casa de balde y tomaba el premio de consolación para no irse a dormir con las pelotas llenas. Era un paleto animal. El papanatas le dio la última mano de leña a su mujer la noche del 23 de junio de 1993 y usó unilateralmente de su matrimonio a través de un polvo borrachuzo y trotón y después durmió la curda. Se le desmayó el chisme aturdido y en tregua no pareció ni violento ni puñal. Lorena se levantó, fue a la cocina, cogió un cuchillo, le apañó la polla y se la cortó. Luego salió a la noche y condujo sin concierto guiando el volante con una sola mano porque en la otra aún llevaba el saldo. Cuando se dio cuenta, lo tiró a un jardín baldío a través de la ventanilla. Después llamó a la pasma y les dijo que se la había cortado a su marido. A John Wayne Bobbit le llevó un colega al hospital y el médico dijo: atiza. Le hicieron un torniquete y los pasmas buscaron el saldo en un jardín en el que no había perros. Lo encontraron de chamba y lo guardaron en hielo que pidieron en un 7 Eleven. Los pasmas aquella noche les dijeron piropos a sus esposas. Tal vez las besaron en la frente. Buenas noches, cariño, hoy he tenido un día raro, pero fregaré los platos. Lorena Gallo tumbó de un tajo que duró un segundo el mito que le costó a Freud una vida levantar. Los doctores James T. Sehn y David E. Berman, del hospital de Manassas,  echaron sus buenas nueve horas en coserle el saldo a John Wayne Bobbit y el palurdo salió del quirófano  con un calibre corto como de santo del Greco y un cañón de un cuarto de millón de pavos con el sistema sanitario. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en disparate. Una semana después los dos tenían representante artístico.

Lorena se libró del trullo por trastorno psíquico transitorio y el juicio lo echaron por la tele con anuncios. Pasó cuarenta días en un sanatorio. En Ecuador salieron los cholos a la plaza a celebrarlo. El cuchillo de Lorena fue allá en el sur la espada de Bolívar y la pija demediada la estatua tumbada del tirano. El presidente de Ecuador Abdalá Bucaram la invitó a cenar al palacio de Carondelet. A Lorena, no a la pija. No trascendió el menú, pero mejor si fue consomé y platos de cuchara. La feminista Camille Paglia dijo: “Lorena Bobbit ha consumado el acto definitivo del feminismo moderno”. Camille Paglia es de esa clase de tías conciliadoras que van de buen rollo. Los casados empezaron a dormir con un ojo abierto. Los solterones durmieron de lujo en sus lechos monoplaza. Lorena Bobbit se tiñó de rubia del gringo y perfeccionó su inglés. John Wayne Bobbit fue a fiestas en la mansión de Playboy con su cara de idiota sin remedio. Hizo tres pelis porno de éxito notable. La última se tituló “Frankenpene”, haciendo la gracia con la criatura hecha de los despojos del cementerio. El tío que no servía para nada se lo pasó en grande haciendo la versión paleta del Imperio de los Sentidos. Durante el juicio demostró su talento y entendía las preguntas al revés. Su abogado dijo: “Mi cliente no es el tipo más listo del mundo”. Cuando se le acabó el porno quiso ser luchador de catch en Las Vegas, como Hulk Hogan. Era una monda de tío. Lorena Gallo se volvió a casar y montó una asociación para aconsejar a las mujeres maltratadas. Dijo que John Wayne Bobbit le mandaba rosas el día de San Valentín. Dijo que su segundo marido dormía de un tirón. Qué quieren que les diga. En el país se consolidó la expresión “hacer un Bobbit” como sinónimo de castración. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en etimología. John Wayne Bobbit trabajó un tiempo de reverendo de pega casando a los turistas de Las Vegas vestidos de Elvis Presley. Ambos, a su manera, arrimaron unos gramos de bosta al ventilador. Recogieron la siembra una temporada. John Wayne Bobbit, el tío que no era el más listo del mundo, acabó en la ruina y le detuvieron por mangar ropa en una tienda y por zurrar a su novia Kristina Elliot, artista del cine guarro. Le pidió a la corte de Manassas el cuchillo capador para venderlo en el internet. Su agente Jack Gordon dijo que era un pedazo de la historia del país. John Wayne Bobbit probó la suerte del samaritano y dijo que iba a donar la mitad de lo que apañase a los niños pobres.  La corte de Manassas le mandó a tomar por saco.

MARTÍN OLMOS

El diablo repugnante de GG Allin

In Los raros on 31 de agosto de 2014 at 13:06

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Hasta Dee Dee Ramone le consideraba una mala compañía

“GG Allin es un artista con un mensaje para una sociedad enferma”
JOHN WAYNE GACY. Asesino en serie.

Al rock and roll, yeah, le adorna un mazo la insurrección y todo eso de vivir en la carretera y tal, y diñarla joven y mear en la moqueta de los hoteles, pero como que ya no se cree uno tanta insurgencia para que luego ande cagándose en la manta y exigiendo agua Evian de los manantiales de los Alpes y humidificadores de ozono. El rock and roll, yeah, se viste de anarquía molona y se niega la corbata, como los rojos de tres pesetas, y le saca el rendimiento al cultivo de la trasgresión de invernadero para que no le confundan con Mocedades. Los roqueros se construyen una propaganda de nómadas (Slash: “No tengo un hogar. No tengo un lugar donde almacenar mi mierda”), de borrachuzos (Alice Cooper: “Empecé a beber en 1979 y terminé en 1985, fue un trago muy largo”) y de amotinados (Jim Morrison: “Me interesa cualquier cosa que tenga que ver con las revueltas, el desorden y el caos”) que se la venden muy bien a los chavales de secundaria para que luego les compren camisetas con el dinero de sus viejos, que escuchan a Machín. La vía canalla es una salida de los pimpollos de la Disney para cuando se ponen mazorrales y no pueden seguir cantando pasteles: unos se quedan a verlas venir hasta que les sacan en un programa de viejas glorias enseñando el cartón y otros, que son más vivos, empiezan una carrera de rebeldes porque el mundo les ha hecho así y sacan cuernitos y mean en equilibrio a la salida de los Grammy para ver si hay suerte y les detienen los pasmas como al Kurt Cobain, qué pasada. Les quedan las cuarteladas un poquito impostadas, como de repetidor de octavo que fuma en el retrete, pero las van estirando hasta que pasan a la tercera fase, en la que dicen: buah, colega, pasé una temporada al borde del abismo. Luego se hacen ultracatólicos y dicen que Dios les salvó, aleluya, o acaban amenizando las cenas en el crucero del amor del capitán Stubing. Lo malo de la juventud es que no dura siempre. Lo malo de las revoluciones (también de las artísticas) es que se las acaba apuntando el ministerio; pasó con el jazz, con los prerrafaelistas y con el voto femenino. Frank Sinatra dijo en 1957 que el rock and roll era una farsa tocada por unos cretinos mentecatos, pero tres años después le pagó 125.000 dólares a Elvis Presley para que apareciera seis minutos en uno de sus programas de televisión.

Al rock and roll, yeah, le adorna mucho la autodestrucción, lo que pasa es que Mick Jagger ha cumplido setenta y uno. Los punkis de los setenta adoptaron el nihilismo del no hay futuro y el lema “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, que en realidad es una frase de la película “Llamad a cualquier puerta”, dirigida por Nicholas Ray en 1949 con Humphrey Bogart y John Derek (con lo que seguramente fue una ocurrencia de los guionistas John Monks y Daniel Taradash). El punk mezcló las insignias nazis con las botas de quinto y las cremalleras y la rúbrica salvaje se la puso Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols, que recién salió del trullo por haber asesinado a su novia, la diñó de una sobredosis de heroína que le inyectó su propia madre. Los punkis de los ochenta se dividieron entre los que siguieron en la brecha montando follón, los que pretendieron arrimarse al ministerio para pedir agua Evian y humidificadores de ozono y el increíble hombre-pocilga GG Allin, el cerdo indecente de los conciertos de garaje. GG Allin fue un producto de la Biblia y las garrapatas, del travestismo, la bipolaridad y la adicción al laxante, al whisky Jim Bean, a las camorras, a la coprofagia, a la corriente nudista y al masoquismo. GG Allin grabó profusamente pero sin calidad y en sus conciertos en directo (que no solía finalizar porque los interrumpía la pasma o el hospital) ofrecía en comunión su carne, su sangre y sus fluidos a sus acólitos, porque consideraba que su cuerpo era el templo del rock an roll.

Sangre y heces
GG ALLINAllin nació en 1956 en Lancaster, en el estado de New Hampshire, creció en una cabaña de madera sin electricidad ni agua corriente y a los doce años las garrapatas le infectaron de borreliosis. Su padre, Colby Allin, estaba como una cabra y le puso de nombre Jesucristo porque había tenido la visión de que su hijo iba a ser el Mesías. Colby Allin interpretaba la Biblia con dramatismo y preparó un pacto de suicidio con su familia, por lo que cavó cuatro tumbas en el sótano de la cabaña, pero su mujer, Arleta Gunther, cogió a sus dos hijos y puso pies en polvorosa. Arleta le cambió el nombre al pequeño Jesucristo para que no se riesen de él en la escuela y le puso el de Kevin Michael, pero siempre le llamaron GG. GG Allin no encajó en el instituto, quizá por su costumbre de ir a clase vestido de mujer, pero se graduó milagrosamente en 1975 en la Escuela Secundaría de Concord y montó la banda “Negligencia” con su hermano mayor Merle, que le introdujo en el mundo de la droga metiéndole ácido en un donut. Merle y GG Allin fundaron varias bandas hasta llegar a los Murder Junkies en 1990, en la que enrolaron al batería Dino Sex, un melenudo que tocaba desnudo, creía que era inmortal y había pasado una temporada en el trullo por enseñarle el pijo a una niña. GG Allin encontró su voz cantando las mismas mierdas nihilistas de siempre (“Fui un feto infectado, hijo de puta, estoy sobre un puente que se quema”) y montando cristos en sus conciertos en directo en pocilgas ínfimas. Salía al escenario trompa y desnudo, después de haberse bebido una botella de Jim Bean y otra de laxante. Se ponía a cantar, se cagaba, se comía sus propias heces y se daba de hostias con el público. Una vez se rompió seis dientes pegándose él mismo con el micrófono y en un concierto en Texas le partieron el brazo quince seguidores a patada limpia. En otra ocasión se cayó por las escaleras antes de cantar la primera canción y el público le rompió botellas de cerveza en la cabeza. Generalmente le arrestaban a la mitad del concierto y se hizo íntimo amigo de John Wayne Gacy, alias el Payaso Pogo, un asesino en serie que mató a treinta chaperos entre 1975 y 1978. En un experimento contracultural le invitaron a dar una charla en la Universidad de Nueva York que consistió en aparecer en pelotas en el estrado y meterse un plátano por el culo: cinco minutos después le echaron a patadas los de seguridad. Dee Dee Ramone estuvo una semana escasa en su banda, pero la dejó cuando GG le mezcló en una bronca tirando botellas de cerveza a unas putas desde una furgoneta en marcha.

Inevitablemente le entrullaron durante dos años por violar a una chica en Michigan y cuando salió se saltó la libertad condicional yéndose de gira y rodando el documental “Hated: GG Allin and the Murder Junkies”, dirigido por Todd Phillips. El 28 de junio de 1993, cuando iba a cumplir treinta y siete años,  dio su último concierto en una estación de gasolina abandonada en Nueva York. Se puso hasta arriba de coca y se cargó el equipo de sonido pegándose hostias con el micrófono. Pegó a alguien del público, se cagó encima y salpicó de mierda a la concurrencia. Le tiraron botellas de cerveza y se armaron peleas. GG Allin abandonó el escenario, salió a la calle sangrando y detuvo un autobús a botellazos. Llegó la pasma. Allin pescó un taxi en el que subió en pelotas y se largó a un hotel. De madrugada se fue a una fiesta, le pegó al Jim Bean, a la birra y a la coca y se murió vestido con una chupa, una minifalda y un casco nazi. Sus compadres de festejo pensaron que estaba roncando y se hicieron fotos con él. Cuando la poli llegó a la mañana siguiente dijo: ¿qué clase de imbécil se hace fotos con un cadáver?

Merle Allin prohibió al forense lavar el cadáver y velaron a GG con olor a mierda, hinchado y vestido con su chupa negra y unos calzoncillos marcadores sobre los que habían escrito: cómeme. Se los bajaron y le movieron el pajarito para ver si arbolaba y después le metieron en el ataúd bolsitas de coca, un micrófono, dos botellas de Jim Bean, unas bragas y un walkman en el que sonaba su disco “Suicide Sessions”.

MARTÍN OLMOS

A la pata coja

In Los raros, Matones y camorristas on 22 de diciembre de 2013 at 10:35

Los cojos han dejado una caterva de rebeldes desde Timur el Conquistador hasta Jon Manteca

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Pata palo es un pirata malo/ que come pulpo crudo/ y bebe agua del mar”
KIKO VENENO

El cojo maldice su suerte negra porque no les puede bailar el cumbé a las muchachas y de tanto calentar el banco en el candombe va macerando un carácter hostil y pendenciero que le hace tomar torcidas las guasas y contestarlas con camorra. Al cojo es mejor prevenirle como a una gripe y hacerle pocas chuflas porque gasta el sentido del humor justito para ir tirando. Al cojo le dicen renco y patachula y le dicen estropiao y su patrón es san Tirso, pero otros dicen que es san Caralampio, que también es el patrón de los borrachos. Los cojos y los borrachos andan ambos renqueando, jugando con los equilibrios, con su particular concepto de la gravedad y su inquietante idiosincrasia. San Caralampio hacía florecer troncos secos y sufrió martirio cuando tenía ciento siete años, lo que son ganas de enredar, porque era cuestión de cinco minutos que la diñase por su cuenta. San Caralampio tiene levantada una ermita en la Isla de la Toja cuyos muros están cubiertos por conchas de vieiras. Al cojo le dicen también Zátopek y le dicen que tiene la pata galana y el cojo, claro, no pesca la ironía y se embravece. El cojo bravo le riñe al que haga falta sin importarle el tamaño y suelta coces con las manos. Al cojo los valentones le menosprecian por falto y luego reciben lo suyo, por listos, porque el cojo es vigoroso y a base de sujetarse al puro pulso en el muletaje saca unos brazos pelotudos que no es saludable menospreciar. Lord Byron era cojo por haber nacido con un tendón contraído en el pie derecho y sin embargo cruzó a nado el estrecho de los Dardanelos y fue un boxeador notable que recibió entrenamiento del campeón John Jackson el Caballero. El Caballero John Jackson venció en 1795 al legendario Dan Mendoza en Hornchurch, Essex, pegándole mordiscos y estirándole del pelo. El cojo, por lo demás, corre más que un mentiroso y no soporta las escaleras, los zapatos italianos y el juego del truquemé y como sale de paseo con un basto va por el mundo predispuesto a pelear. No obstante, el cojo es expansivo e inventador  y tiene ratos de inmensa dicha. Luis Carandell cuenta de un rector de universidad que tenía una pierna de madera y que usaba las chinchetas del tablón de anuncios para sujetarse el calcetín.

Pata de palo
El cojo de mar es el más belicoso y se inclina a la piratería. El cojo de mar se balancea lo mismo a bordo que en tierra firme por razones que no es necesario explicar y se desenvuelve bien en los abordajes. Al corsario francés Francois Le Clerc le llamaban “Jambe de Bois”, el Pata de Palo, porque perdió una pierna peleando a los ingleses en Guernsey, en el Canal de la Mancha. El Pata de Palo saqueó en 1553 Santa Cruz de La Palma y murió en 1563 en las Azores, persiguiendo barcos españoles. El capitán bucanero Cornelius Jol también tenía un jamón de madera y tomó Campeche en compañía del renegado Diego Martín el Mulato en 1633. Al almirante Blas de Lezo le amputaron la pierna izquierda por debajo de la rodilla después de que le acertasen con una bala de cañón en la batalla de Vélez-Málaga en 1704. Dos años después perdió un ojo de un esquirlazo de metralla en la fortaleza de Santa Catalina de Tolón y más tarde se quedó manco del brazo derecho de un tiro de mosquete en Barcelona. A Blas de Lezo, que era de Pasajes, le llamaron el Mediohombre por las piezas que le faltaban, pero los péndulos los tuvo en su sitio cuando mandó de vuelta a su casa al almirante Edward Vernon en Cartagena de Indias. La Armada Inglesa solía reclutar de cocineros de a bordo a los pensionistas del Hospital de Greenwich, que eran generalmente marineros lisiados que, como escribió Ned Ward, fueron sujetos capaces en la última guerra. A los tullidos en batalla en España, que es más desagradecida,  les quedaba mendigar y la sopa boba del convento. En el Barrio de los Embajadores de Madrid, entre Toledo y la Arganzuela, estaba la calle que decían de los Cojos porque en ella se juntaban cinco mutilados que frecuentaban el albergue de San Lorenzo. Contaba Jaime Campmany que dos eran lisiados de la batalla de Lepanto amigos de Cervantes y los otros tres albañiles que se troncharon en la construcción de El Escorial.

Un cojo de monte fue Thomas “Pata de Palo” Smith, que fue un trampero y comerciante de pieles de castor al que le faltaba la pierna derecha que le amputaron después de que los navajos le dispararan en Nuevo México. “Pata de Palo” Smith se dedicó a secuestrar niños apaches para venderlos de peones en las haciendas mejicanas y en 1840 robó una reata de doscientos caballos cerca de la Sierra Nevada, en California. El gangster Dion O´Banion, que le disputó a Capone el negocio de la sed en la Guerra de los Embotelladores de Chicago, era cojo de la zurda porque de pequeño le atropelló un tranvía y el ministro de propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, tenía una pierna más corta que la otra porque de niño tuvo osteomielitis. Al último gran conquistador mongol Timur le llamaban el Cojo y Lope de Aguirre el Loco, que se hizo marañón y se rebeló contra Dios y contra el rey, era chepudo, tenía una mano medio quemada por la pólvora y le dejaron cojitranco de dos arcabuzazos en Perú. A Antonio Martín Escudero le dijeron el Cojo de Málaga porque era renco de la derecha, pero en realidad era cacereño. Se hizo anarquista y empezó la guerra del 36 por la revolución pero la acabó por su cuenta y se hizo rico con el estraperlo y extorsionando a los alcaldes de los pueblos de la frontera de los Pirineos. El Cojo de Málaga y sus bandoleros mataron a más de treinta hombres y fueron abatidos en Bellver por un contingente popular. Hubo otro Cojo de Málaga que fue un gitano cantaor del palo de la taranta. Antonio Sánchez el Tato fue un torero sevillano, yerno de Curro Cúchares, al que en 1896, en la plaza de Madrid, el toro Peregrino, de la ganadería de Vicente Martínez, le pegó una cornada fea en la pierna derecha que se le puso más tarde negra de la gangrena y hubo que amputársela. Dicen que se fumó un puro en la operación y su pierna disecada la exhibieron en el escaparate de una farmacia de Madrid.  En 1871 se presentó en la plaza de Badajoz con una prótesis ortopédica pero no pudo lidiar y se sentó en el estribo de la barrera llorando como un chaval y acabó trabajando en el matadero de Sevilla.

Pero el cojo legendario fue el Manteca, que era nihilista y de Mondragón. Jon Manteca nació en 1967 y cuando tenía quince años se subió a un poste eléctrico, recibió una descarga y se la pegó, abriéndose la cabeza y perdiendo la pierna derecha. El Cojo Manteca se hizo vagabundo y punk y se soplaba litronas, dormía al sereno, fumaba tebas de pitillo EL COJO MANTECAtropezón y llevaba una vida de alegre gorrión. Corría la vía en trashumancia, como un perro sin collar y ladraba a la luna y a la autoridad municipal. En 1987 estaba en Madrid, pidiendo duros en la calle de Alcalá, cuando se unió a una manifestación de estudiantes por el puro gusto por la camorra y destrozó con su muleta el reloj del Banco de España, un cartel del metro y una cabina telefónica que se levantaba al lado del Ministerio de Educación. El Cojo Manteca tenía un siete en el melón, una chatarra en la oreja, los ojitos caídos y el hablar perezoso y cuando fue glorioso dijo: “Paso de estudiantes. Lo mío es tirar piedras”. Fue el heredero natural de Long John Silver y le convirtieron en un icono rebelde y a él como que le dio un poco por el saco. Le entrevistó el Loco Quintero inflándole a cubalibres y el maestro Alcántara le dedicó una columna. La fama le trajo pleitos con la pasma y con los pelones del skin, una vez interrumpió un concierto de la Banda Municipal de Bilbao tocándose la huevada y el respetable le quiso tirar a la ría y en Valencia un cura se cagó en su padre y él dos veces en Dios y le detuvieron por escándalo público. Al Cojo Manteca le salió un imitador en Mallorca y murió de sida en Alicante sin llegar a la treintena.

MARTÍN OLMOS

Madres e hijas

In El cañí, Los raros on 10 de septiembre de 2013 at 23:10

Aurora Rodríguez Carballeira rompió a tiros el sueño de crear a la mujer del futuro

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“No se hubiera dado la situación de Hildegart y de su madre si no hubiera habido el momento histórico social y político de la Segunda República”
CARMEN DOMINGO

Al contrario que el tigre blanco siberiano del Circo Americano, que acaba pasando por el aro en llamas, los hijos son los animales que peor responden a la doma. Basta que el padre quiera que su hijo estudie para médico internista, con la ilusión que le haría al abuelo,  para que el niño quiera ser pianista de cabaret. Los hijos, a cierta edad, siempre tienen razón pero luego se les pasa y vuelven a ser ignorantes y acaban arrepintiéndose de no haber acabado el bachillerato por irse a tocar la guitarra en el metro con una novia que se echaron que tenía el pelo corto y veía películas de Godard. Los hijos tienen que equivocarse por su cuenta como se equivocaron por la suya sus padres y luego tener toda la vida para lamentarlo. A veces, en cambio, los padres recogen la correa y atan corto y juegan a Dios, que dice el Génesis que creó al hombre a su imagen y semejanza (1, 27) y quieren que el hijo sea semejante a lo que ellos no lograron ser. Eso, según se mire, es vanidad o perfeccionismo. Eso también es tener un plan.

Preludio de piano
El plan de Aurora Rodríguez Carballeira era concebir a Juana de Arco. Aurora Rodríguez Carballeira nació en El Ferrol en 1890 y recibió la educación de las señoritas, que era un entrenamiento para hacer un buen casorio. Cartilla y catón, las cuentas de las cuatro reglas y el abecedario, doctrina cristiana, costura y un poco de piano. Aurora sin embargo demoró las tardes en la biblioteca de su padre y se dejó las pestañas interpretando los tomos de los socialistas utópicos Charles Fourier, Robert Owen y el conde de Saint Simon. De aquellas lecturas concluyó que no se casaría nunca, que su hermana era una fresca y su hermano un indolente y que había empresas de más edificio que buscarse a un señor al que bordarle los dobladillos. Para darle la razón, su hermana Pepina se dejó preñar a traición y al niño hubo que criarlo en la casa familiar mientras su madre se largó a Madrid para no ser comentada. Aurora se dedicó a educar a su sobrino y en vez de sacarle al parque a que persiguiese a los gorriones le puso a escuchar las sonatas de Beethoven. Con dos años el crío era capaz de tocar una jota al piano, con tres dio un concierto en el casino de Ferrol, con cuatro Pepina se lo llevó a Madrid, a sacarle un rendimiento, y con cinco dio un recital en el Palacio Real. El chico hizo carrera de niño prodigio con el nombre de Pepito Arriola, que era el apellido de su abuelo materno, y la reina María Cristina le costeó  los estudios en Alemania con Richard Strauss. Aurora pensó que la fresca Pepina se llevó al chaval por la prebenda después de que ella le alimentase la inquietud, pero no pudo hacer nada porque no era la madre que le parió. A Pepito Arriola le llamaron el Mozart español y llegó a ser el pianista del káiser Guillermo, tocó en el Carnegie Hall y en la Scala de Milán y acabó amenizándoles las veladas a Hitler, a  Goebbels y a  Goering, notables melómanos.

Jardín de sabiduría
Aurora comprendió que solo sería suyo lo que le saliese del vientre y concibió la idea de traer al mundo la mujer perfecta. No andaba manca de gracias pero no le interesaban los hombres, así que en vez de un padre, y un compadre, se puso a buscar un sembrador solvente que cumpliese el tajo y tomara el mutis. Lo encontró en un marinero, hermoso y rubio como la cerveza, igual que en la canción de Rafael de León, que se hacía pasar por sacerdote y gastaba el verbo ágil de los cantamañanas. Cerraron el negocio en el que quedó claro que el varón no acarrearía la carga de la paternidad y yacieron en veinte ocasiones con la pasión del que ficha en la oficina y cuando Aurora quedó encinta el marino volvió al mar. Parió en Madrid, en el tres de la calle Juanelo, en la parte alta de Lavapiés, lejos del Ferrol y su orvallo, el 9 de diciembre de 1914. Tuvo suerte y salió niña, y la puso Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar, ni más ni menos, pero la llamó siempre por su primer nombre, que decía, no se sabe a santo de que criterio, que quería decir Jardín de Sabiduría (en germánico Hildegarda significa la que ampara en la batalla, sin jardines ni sapiencias, y sin “t” final).

La niña sin juguetes
Aurora le dio a su hija una infancia sin peonzas ni osos de trapo con ojos de botón, sin juegos de cocinitas. Hildegart nunca tuvo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú, sea lo que sea un canesú. El jardín de su sabiduría, sin embargo, se lo abonó a paladas y por medio de juguetes especiales consiguió que aprendiese a leer con tres años. Con diez hablaba inglés, francés y alemán y con trece leía a Descartes, a Leibniz y a Spinoza y ningún cuento de princesas. Aurora le enseñó a desconfiar de los hombres como del agua mansa y como pensaba que la mujer tendía a la frivolidad por un defecto de educación y que razonaba con lo de Venus, la introdujo en el estudio de la fisiología de la sexualidad vedándole los experimentos de campo. La vistió de negro luto y le pisó la sombra. Más que su hija fue su tesis doctoral y se ignora si alguna vez la amó.

La Virgen Roja
A los trece años Hildegart acabó el bachillerato y a los diecisiete se licenció en Derecho y emprendió Medicina. Sus lecturas de Marx le condujeron a afiliarse en el PSOE y mantenía correspondencia con Sigmund Freud y con el sexólogo inglés Havelock Ellis, que se casó con una  lesbiana y padeció de impotencia hasta que a los sesenta años descubrió que podía mantener la guardia alta observando a una mujer meando.  En Madrid le empezaron a llamar la Virgen Roja y el doctor Gregorio Marañón la escogió para colaborar con la Liga Española por la Reforma Sexual. Escribió más de una docena de libros sobre marxismo, malthusianismo y profilaxis anticonceptiva, lideró la petición del voto para la mujer y se enconó en peleas sindicales. El escritor H.G. Wells, autor de “La Guerra de los Mundos” y miembro de la Sociedad Fabiana (el germen del laborismo británico) se interesó por sus trabajos y le sugirió que podía desarrollar su potencia intelectual sin la influencia atosigante de su madre, que siempre caminaba a un paso por detrás de ella. Le envió un billete para Inglaterra y Aurora Rodríguez Carballeira comprendió que su criatura, como la del doctor Frankenstein, tenía voluntad propia. Vio en un delirio a su hija manejada por el servicio secreto inglés, la vio sonriendo a un quinto de permiso y cambiando el  luto por el color de la primavera, la vio escuchando las promesas de un estudiante que le hacía reír. La vio  creyéndoselas. La madrugada del 9 de junio de 1933 fue a verla dormir por última vez. No le despertó. Hildegart tenía dieciocho años. Le buscó la sien con la boca de un revólver y disparó dos veces. Dijo más tarde que lo hizo con cuidado para no desfigurarla. Después le pegó otros dos tiros en el corazón. Dijo más tarde que intentó causar la menor cantidad de dolor.  Mató a la Virgen Roja con su sexo experto pero sin estrenar, mató a la Eva del futuro y la mató porque era suya. Nunca le regaló una muñeca vestida de azul.

Aurora Rodríguez Carballeira fue condenada a veintiséis años de reclusión en el manicomio de Cienpozuelos. Una vez mordió a una monja. El 18 de julio de 1936 los milicianos abrieron los sanatorios para hacer cuarteles y Aurora salió caminando a la calle, vestida de gris , y desapareció para siempre en mitad de un país que empezaba una guerra.

MARTÍN OLMOS

Los asesinos diletantes

In Los raros, Vilezas on 7 de julio de 2013 at 16:27

Nathan Leopold y Richard Loeb asesinaron a un chaval de catorce años para llevar a cabo un juego intelectual

LUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”
THOMAS DE QUINCEY

El hombre lleva asesinando a sus semejantes desde que descubrió que una piedra es más dura que una cabeza, pero generalmente necesita un motivo, que o lo tiene o se lo inventa. La razón de matar es grandilocuente en los magnicidios, quizás altruista, pero normalmente es codiciosa y se viene matando frecuentemente por quitarle al otro lo que tiene y, puestos a buscar causas, David Berkowitz decía que asesinaba porque se lo mandaba el perro de su vecino, que era el diablo Belcebú. Se mata por amor y por desamor, por celos o por un calentón de pitarra, se mata por una idea que normalmente no merece la pena y se mata porque uno siempre tiene la razón; y por un millón lo mismo que por una perra gorda, por la linde de la huerta, por el honor, por presumir de macho delante de la novia y por hambre. Pero no se mata por nada como no se sale a la calle una noche de diluvio si no se tiene que ir a por pitillos. Ni se mata por juego, que para eso se inventaron los árabes el ajedrez. Los niños juegan a matar en verano, disparando con el dedo índice, que amartillan con el pulgar, pero luego se les pasa. La muerte en los juegos de los niños es un estado transeúnte que limita con la resurrección a la hora de la merienda, pero cuando los chiquillos dejan de serlo descubren que la muerte de verdad no tiene arreglo, como la mona que se viste de seda, y ya no les hace tanta gracia dejarse matar la tarde del domingo porque les tocó ser indios. El asesinato como crucigrama es un RICHARD LOEB (IZQ) Y NATHAN LEOPOLDentretenimiento de diletantes que juegan al Cluedo pero al revés y entretienen la sobremesa haciendo una disertación estética sobre el arte de matar que se queda en toreo de salón. Cualquiera con un concepto mediano de sí mismo piensa que es un Moriarty, pero se queda en pensarlo. Nathan Leopold y Richard Loeb tenían un gran concepto de sí mismos y decidieron cometer el asesinato perfecto para demostrar que eran los más listos del club de campo. Secuestraron y mataron a un chaval de catorce años pero el crimen les salió chapuza, les trincaron en un par de días y se arrugaron a la primera vuelta de tuerca que les atornilló un poli con los pies planos que se tenía por un tío del montón.

Nietzsche y ginebra
Nathan Leopold y Richard Loeb eran amigos, eran raros, leían a Nietzsche, descendían de familias forradas de pasta y vivían en esa clase de vecindarios en los que los perritos mean en francés. Tuvieron una infancia con juguetes, dejaron de mojar la cama a una edad razonable, sus padres no llegaban a casa trompas y pegaban a la abuela y no sufrieron ni diez minutos de frustración.  Nathan Leopold era hijo del presidente de la Fibre Can Company, tenía diecinueve años y dijo su primera palabra esdrújula a los cuatro meses. Y la pronunció bien. Con dieciocho años se licenció en Filosofía por la Universidad de Chicago, hablaba diez idiomas y era un ornitólogo notable que había llamado la atención al Departamento de Historia Natural del estado de Michigan por filmar en libertad a una curruca del pino, un ave tan extremadamente esquiva que los expertos hacía años que la consideraban extinta. Por lo demás, gastaba sus ocios visitando iglesias de barrio porque le fascinaba la contemplación de las imágenes de Jesucristo crucificado y practicaba el desprecio riguroso hacia sus contemporáneos. A Richard Loeb le decían Dick por humanizarlo, tenía dieciocho años, le pregonaban de sarasa, era hijo del vicepresidente de la cadena de tiendas Sears y Roebuck y fue el graduado más joven de la Universidad de Michigan. Los dos muchachos se conocieron en la facultad de derecho y comenzaron una amistad hecha de chistes con segundas y bromas a parte y descubrieron que ambos concedían una valoración subterránea a la humanidad. Estornudaban pasta y matriculas de honor e iban para Gatsbys empollones porque eran los años veinte de Chicago, durante la monarquía de Capone, y faltaba un lustro para que los linces de Wall Street se tirasen ventana abajo. Leopold y Loeb mezclaron las lecturas de las teorías de Nietzsche sobre el superhombre con el gin de desagüe y decidieron cometer un asesinato perfecto como juego intelectual. Quizás les aburría el golf. Eligieron secuestrar y matar a un chico del vecindario para demostrar que podían salir impunes y, por el camino, cobrar un rescate que no necesitaban. Construyeron su plan durante cuatro meses, se procuraron identidades falsas en hoteles de los alrededores, escribieron una pauta de carta de rescate que servía para cualquiera, hicieron una lista de posibles víctimas contra las que no tenían nada en contra, pero tampoco nada a favor, y urdieron un sistema para hacerse con el botín que minimizara los riesgos. Armaron su rompecabezas entre jerez y risas. Ellos no eran hombres ordinarios.

La elección de la víctima fue aleatoria. El 21 de mayo de 1924 se encontraron con Bobby Franks, de catorce años, vecino de Loeb e hijo del millonario Jacob Franks. Le convencieron para subir a su coche para ir a jugar unos puntos de tenis y en cinco minutos le mataron rompiéndole la cabeza con un cincel. Desnudaron su cadáver, lo rociaron con ácido clorhídrico y lo arrojaron al lago Wolf, después enviaron una petición de rescate de 10.000 dólares al señor Franks y se fueron a cenar perritos calientes. Un obrero polaco llamado Tony Minke encontró el cuerpo cuando atajó por el lago para ir a un taller para que le arreglasen el reloj. El detective Patrick Byrne encontró en el escenario un par de gafas con un sistema especial de bisagra que pertenecían a Nathan Leopold (hoy se enseñan en el Museo de Historia de Chicago). El plan perfecto se fue al carajo. Leopold y Loeb no le aguantaron media hora a un poli que no leía a Nietzsche y arrastraba un verbo vernáculo, tirando a monosilábico. Reconocieron que cometieron el crimen por la emoción de llevarlo a cabo, como quien inventa una trampa infalible en el  bridge. Sus trajes caros se llenaron de piojos en el calabozo, durmieron con dos chorizos y llamaron a sus papás. Sus papás contrataron los servicios de Clarence Darrow, un picapleitos zurdo de las dos manos que era capaz de presentarle un contencioso  a las tablas de Moisés. Un cuarto de hora de sus consejos legales costaba lo mismo que el producto interior bruto de un país mediano. Nathan Leopold intentó sobornar a un pasma para que le procurase ginebra. Un muerto de hambre llamado Curt Geissler se ofreció para ser ahorcado en el lugar de alguno de los dos muchachos a condición de que les pagasen a sus herederos un millón de dólares. Lamentó no tener dos pescuezos para sacar el doble. Clarence Darrow les libró de la soga y les metieron cadena perpetua por asesinato y noventa y nueve años por secuestro. El padre de Loeb se suicidó un mes después de la sentencia. Richard Loeb observó el clasicismo carcelario y se dejó matar de cincuenta cuchilladas en las duchas de la prisión de Stateville en 1936. Nathan Leopold enseñó a leer a los negros analfabetos del penal, se contagió voluntariamente la malaria para investigar la enfermedad y después de treinta años en el trullo le concedieron la condicional, se fue a vivir a Puerto Rico, se casó con una viuda y cuando murió de diabetes en 1971 hablaba veintisiete idiomas y en ninguno de ellos aprendió la palabra compasión. En el juicio había dicho: “Estábamos haciendo un experimento. El crimen fue accidental y secundario. Pero es tan justificable una muerte en dichas circunstancias como lo es que un entomólogo empale un escarabajo en un alfiler”. Donó sus córneas.

MARTÍN OLMOS

Los coleccionistas de atrocidades

In Los raros, Los trastos de matar on 28 de febrero de 2013 at 23:24

En un ejercicio de arqueología macabra, los cazadores de reliquias han pagado fortunas por los recuerdos sanguinarios

ILUSTRACION de martin olmos

“Ra-Ra-Rasputin/ Russia´s greatest love-machine”
BONEY M. Grupo musical.

Sobre las teles de los empleados de banca de Düsseldorf que volvieron de pasar quince días de agosto tomando el sol en Mallorca bailan las flamencas morenas y embisten los toros de cartón. Bravos y zainos. Los toros bravos de cartón soportan mal el paso del tiempo, que les va desnudando de su pelaje de terciopelo malo y acaban enseñando el andamio, aunque generalmente los rompen antes las domésticas turcas de los empleados de banca de Düsseldorf, que son poco miradas con el ornamento porque cobran poco. También es socorrida la bola de cristal que cuando se agita con dedicación nieva sobre la Virgen de Covadonga y el sacapuntas con la torre Eiffel. Souvenir es palabra francesa que quiere decir recuerdo y hoy es industria que se sostiene a costa del pueril exhibicionismo del pequeño burgués que quiere pasar por hombre de mundo y enseñar al vecino la alfombra que le salió de ganga en su último viaje a Estambul, a donde va siempre que puede, ya sabes, porque le encanta la cultura oriental. Si no se anda listo el vecino le cuentan el pormenor del regateo. El souvenir es repetitivo, como la digestión del ajo, y siempre es el mismo toro y la misma bailaora y el mismo zoquete del muro de Berlín. El recuerdo viajero puede ser una toalla de Portugal o la foto de la parienta haciendo que sujeta la torre de Pisa (tres horas para encuadrar) y existe una especialidad religiosa que convierte el souvenir en reliquia, que suele ser un frasquito con agua de Lourdes del que se acuerda uno cuando la está diñando el abuelo y se lo vacía en la sopa esperando el milagro, pero el abuelo la diña igual. El souvenir puede ser prenda, si es el bucle de una dama, o fetiche libertino, dependiendo de donde se segó. Los vendedores de recuerdos hacen el agosto en agosto y en las tardes de fútbol, en las que venden bufandas del Inter de Milán. Los verdugos ingleses del XIX sabían que el souvenir era una compra de impulso, como los chicles en la línea de cajas del super, y recién entregaba el alma el reo, cuando el cuerpo aún guardaba el calor, sacaban a subasta sus prendas, el papel donde escribió sus últimas voluntades y el pelo del cogote que le raparon para ahorcarlo mejor.

Fotos dedicadas
El souvenir macabro es igual de respetable que la taza que conmemora una boda real y, en muchas ocasiones,  de bastante mejor gusto. El pistolero John Wesley Harding, asesino de cuarenta hombres, hacía exhibiciones de puntería disparando contra un naipe que después firmaba y por el que sacaba un rendimiento de quince dólares cuando se lo vendía a un caprichoso. Un as de trébol con seis balazos y su rúbrica se conserva en el Museo Gene Autry de Los Ángeles.  El director de cine John Ford guardaba como si fuese la santa faz de Cristo un diagrama que le dibujó a lápiz Wyatt Earp en el que pretendió  explicar la colocación de los beligerantes durante el duelo legendario del O.K. Corral y la estrella del cine mudo William S. Hart adquirió a muy buen precio un revólver del 45 que le aseguraron que había pertenecido al bandido Billy el Niño, solo que era un modelo de 1887, seis años posterior a la muerte del forajido. Sobre el souvenir macabro planea la duda, pero lo que es seguro es que la camiseta que refrenda un atracón de hamburguesas en el restaurante Planet Hollywood de Orlando, Florida, está estampada en Taiwan. Al gangster Albert Anastasia le dejaron seco a tiros dos torpedos de Vito Genovese cuando se estaba cortando el pelo en la peluquería del Hotel Park Sheraton de Manhattan y los coleccionistas de extravagancias le compraron al barbero mechones de su cabello, y como Anastasia no era un melenudo, el hombre aprovechó las cabelleras del resto de los clientes del día para estirar el negocio. Cuando acribillaron a John Dillinger a la salida del cine Biograph de Chicago en 1934, las mujeres mojaron los pañuelos en su sangre y los convirtieron en reliquia y el caudillo apache Gerónimo, cuando con ochenta primaveras consintió que le exhibieran como a un lechón con dos rabos en la Exposición Universal  de San Luis, cobró a los visitantes dos dólares por cada copia de una fotografía suya autografiada. También firmaba fotos a sus partidarios Joaquín Camargo Gómez, que le decían el Vivillo, que fue bandolero de Estepa, contrabandista y picador de toros, pero como era un sentimental  las regalaba. El Vivillo escribió sus memorias, que tuvieron un gran éxito, pero los sentimentales no prosperan en esta vida y se suicidó en Argentina cuando murió su mujer. Pobre bandido triste que se mató de soledad.

El chisme de Rasputín
El souvenir criminal no se hace a troquel como los sombreros cordobeses y dura más que las corbatas de Unquera, con lo que generalmente se tasan como el azafrán. Por una radiografía de la médula espinal de Charles Manson se pagaron ocho mil dólares, sesenta mil por el sombrero de Jack Ruby, el hombre que mató al asesino de Kennedy, y catorce mil por la sudadera negra de Theodore Kaczynski,  genio matemático, anarquista y observador del neoludismo (una ideología contraria al desarrollo COLT 38 DE AL CAPONEinformático), que sembró de bombas las universidades norteamericanas durante los años ochenta matando a tres personas. La puja por un revólver Colt del calibre 38 que perteneció a Al Capone superó los cien mil dólares en la casa de subastas  Christie´s de Londres y los cuadros de payasos que pintó en la cárcel el asesino de niños John Wayne Gacy alcanzaron el precio de trescientos mil machacantes. Los cuadros de payasos son inquietantes, como las muñecas sin ojos, y no quedan bien en ningún sitio. Durante un tiempo colonizaron las paredes de los dormitorios infantiles propiciando una generación de niños tarados.

El souvenir macabro de más trapío, sin embargo, es el pistolón de Rasputín, su enorme cacharrazo de mujik que tan solvente servicio le prestó en vida. Rasputín, el monje loco y visionario que se metió a los zares de la vieja Rusia en el bolsillo de su sotana de curandero fue asesinado por una comisión de nobles en el invierno de 1916. Le envenenaron con cianuro potásico, le PENE DE RASPUTINdispararon, le abrieron la cabeza con un atizador y le tiraron a las gélidas aguas del río Neva. Rasputín no frecuentaba el jabón y era un borrachuzo sin remedio, melenudo y con mala reputación y, sin embargo, cabalgó sobre las damas más lustrosas de San Petersburgo, que se fueron bien consoladas y certificando con sus suspiros la fama que merecía de gastar trasto garañón. Parece ser que fue castrado durante la autopsia y el pene de Rasputín se exhibe hoy, sumergido en un tarro de formol, en la clínica del urólogo Igor Kniazkin, de San Petersburgo, coleccionista de falos de cerámica y sanador de impotencias, que se lo compró por ocho mil dólares a un anticuario francés. El órgano no está entero, porque una parte se la comió un perro, pero en posición de descanso alarga los veintiocho centímetros y medio, con lo que completo y en postura de pelea es de imaginar que podía servir perfectamente para sujetar una librería. El doctor Kniazkin asegura que su sola visión cura las flojeras en la alcoba, pero hay zoólogos que mantienen que aquello es lo de un caballo percherón.

MARTÍN OLMOS

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