MARTÍN OLMOS MEDINA

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Los mártires de Cristo

In La cruz y la media luna on 17 de agosto de 2012 at 19:57

La profesión de la fe exigía una muerte más bien barroca que los santos asumían con impavidez

“Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”
FEDERICO GARCÍA LORCA

El escritor japonés Yukio Mishima ejecutó su primer solo de zambomba cuando contempló una lámina que reproducía el martirio de San Sebastián de Guido Reni. En la pintura aparece el santo maniatado a un tocón, lampiño de pecho y entre muscular y mullido, herido de dos flechazos en el costado derecho y debajo del sobaco esquilado, guardando el aire para disimular la cuba e insinuando la pudibundez, como Raquel Meller insinuaba la pulga, que apenas tapa con una gasa desmayada debajo de la que no se sabe si hay sombra o selva. Para andar padeciendo tortura su semblante, en cambio, es sereno y entreabre los labios profanos, mira al cielo con solaz y parece que aquello no le acaba de disgustar. Los mártires de Cristo cogen la del pulpo con morosa delectación, no se sabe si porque les aguarda el paraíso o porque les va la marcha. Además de Reni, a San Sebastián le ha pintado Tiziano, El Greco, van Dyck, Rafael Sanzio y Rubens, T.S. Eliot le escribió una canción de amor (“Me azotaría hasta hacerme sangrar,/ y después de horas y horas de plegarias/ y tortura y deleite…”) y con el tiempo se ha convertido en el santo patrón de la gayería, que también tiene derecho, sin el consentimiento de Roma. A pesar de la iconografía blandengue, San Sebastián era un tío de un par y sobrevivió a los flechazos, lo que pasa es que luego fue a por más y le acabaron matando a palos. Era francés de Narbona, de linaje noble y soldado de Roma, que llegó a ser capitán de la guardia pretoriana. Cuando el emperador Maximiano, que tenía ancestros en la barbarie goda y era un gigante de más de dos metros, descubrió que era seguidor de Jesucristo, le dio a elegir entre la milicia o la cruz y como San Sebastián optó por la segunda, le asaetaron amarrándole en cueros a un tronco de abedul, le dieron por muerto y lo abandonaron a las hienas. Sobrevivió, sin embargo, y fue recogido por Irene, la esposa de San Cástulo (que también sufrió martirio y fue enterrado vivo por el emperador Diocleciano), que le devolvió las condiciones que le duraron poco, porque en vez de coger las de Villadiego, se quedó en Roma para que le mataran a latigazos y echaran su cuerpo a una cloaca.

Elegir ser mártir de Cristo asegura una butaca de palco a la derecha de Dios, pero exige un peaje doloroso de tortura y una ejecución modernista que puede adornar, sin desmerecer, las páginas en color de una revista holandesa. Las muertes de los santos son lentas, como las películas suecas, y conforman una iconografía sadomasoquista de atrocidades que le hacen preguntarse a uno, que es más bien cagón, si merece la pena la eternidad. Queda el consuelo, no obstante, de que solo resucita el alma, porque el cuerpo no llega en condiciones.

Parrillas y cal viva
A Santa Eulalia de Mérida, que tenía doce años, el pretor Calpurniano la expuso en cueros delante del villanaje, al que siempre le viene bien un espectáculo, pero Dios la cubrió de niebla y escondió su desnudez. Como no se murió de la vergüenza le dieron tormento y la azotaron con un látigo con plomadas, le  arañaron la piel con un garfio hasta dejarle el hueso a la vista y le vertieron sobre los pechos una medida de aceite hirviendo. Después la regaron de cal viva, le cortaron con puntas de teja, la asaron en un horno, le arrancaron las uñas de las manos y de los pies y la clavaron a una cruz, que arrojaron a la plaza desde un campanario para que se descoyuntase y cuando murió de su boca salió una paloma. A San Zoilo de Córdoba le sacaron los riñones buscándoselos desde la espalda y le cortaron la cabeza, a Santa Engracia la arrastraron sobre una calle empedrada, le cortaron los dos pechos y con un clavo de puerta hincado en la frente la metieron en un corral lleno de pulgas y a Santa Aquilina le metieron en el oído un listón de hierro candente. A San Genaro de Nápoles, que era obispo de Benevento, le asaron en un horno pero salió de una pieza y como los leones del Coliseo no se lo quisieron comer le degollaron y a la mañana siguiente se le apareció a un pastor para regalarle un paño ensangrentado. A San Policarpo de Esmirna le quemaron en la hoguera, a San Quirino le tiraron al Danubio con una piedra atada al cuello y a San Lorenzo, que fue diácono de Roma y guardián del Santo Grial, le asaron a la parrilla como a un cuino en el Mesón Cándido, cuidando de buscarle el punto. Cuando ya iba pareciendo somarro le dijeron para apostatar y salir crudo pero San Lorenzo les contestó: “Assum est, inqüit, versa et manduca”, que más o menos quiere decir que ya tenía el lomo tostado, que le diesen la vuelta y se lo almorzasen. Una, dos y tres, a los niños Justo y Pastor se los comieron los judíos con hojitas de cilantro, decía una canción que se recitaba para saltar la comba.

Aunque son la infantería de Dios, a los mártires no les dan un pitillo y paredón sino que los matan cadenciosamente o por lo culinario, con adorno de verónicas, como hacen en el  narco de Sinaola y en la macumba del vudú. Para ser mártir hay que nacer y tener correa o una insensibilidad congénita al dolor, lo que no deja de ser una anormalidad del sistema nervioso. O hay que tener fe, que dicen que mueve montañas.

Cuando Yukio Mishima aprendió a tocar la zambomba era pequeñito y frágil, pero con el tiempo se construyó un cuerpo de Maciste y se sacó fotos posando como un San Sebastián de gimnasio de motoristas, sudoriento y enseñando los sobacazos peludos. Mishima fue un hombre de psicología complicada y fetichismos primarios y a los doce años se sintió atraído sexualmente por el vello axilar de un compañero de colegio que era mayor que él y ya estaba sembrado. Fisiológicamente era más bien atávico y consideraba el olor a sudor de los soldados como una brisa marina. Y como los mártires, sintió el placer de morir y en 1970 se vistió de Geyperman,  secuestró al general Kanetoshi Mashita, comandante en jefe del Ejército del Este, largó un discurso a la tropa, que le abucheó, y se abrió en canal solemnizando el ancestral rito del seppuku de los samurais.

MARTÍN OLMOS