MARTÍN OLMOS MEDINA

El rey golfo

In El cañí on 3 de noviembre de 2015 at 21:02

 


 ILUSTRACION ALFONSO XIII

Alfonso XIII financió el precedente del cine de suecas de José Frade y tuvo cinco hijos bastardos.

“La biografía de don Alfonso XIII está todavía oscurecida por la pasión”

FERNANDO DÍAZ-PLAJA

Alfonso XIII fue rey borbón, fumador y putero que hacía trampas en las apuestas de los galgos y tenía halitosis y el barman Emile del Hotel París de Montecarlo le puso su nombre a un cóctel hecho con ginebra y dubonet. Alfonso XIII financió pelis porno con putas del barrio chino de Barcelona que eran medio pandorgas y bigotudas y fue buen tirador de pichón y de pájara. Por lo demás, era prognato, su labio inferior obedecía a la gravedad, le barruntaba el hocico y tendía a perder dientes. Lo que le gustaba era hacer bastardos con las suripantas, jugar mal al bridge y ponerse uniformes de coracero como si fuera el káiser Guillermo mandando tropas en una guerra bonita y colonial. Alfonso XIII tuvo su guerra colonial en el moro, pero no le salió bonita porque se le llenó de muertos capaos y se la protestaron en casa y cuando los quintos morían en los blocaos del Rif él estaba en las playas de Deauville, jodiendo modistas. Apreció, sin embargo, que le dijeran el Africano, como a Escipión, igual porque le pareció postizo de reconquista en comparación con el Piernitas, que era como le llamaba el popular por enclenque. Su madre María Cristina, que te quiere gobernar, le decía Bubi, que tampoco es nombre de Miura. Alfonso XIII intuyó, en cambio, la campechanía borbónica y pensó que reinar era bajar al castizo, comerse un cocido con un simple y contarle dos chistes verdes, pero juraba la constitución por la mañana y por la tarde consentía la dictadura de Primo de Rivera. Al rey Manuel II de Portugal le aconsejó salir en los ecos de sociedad y meterse a sus súbditos en el bolsillo porque “en nuestros reinos no se reina por la tradición, sino por la simpatía y los actos personales del soberano”. Alfonso XIII fue simpático de oficio, pero sus actos personales eran los de un señorito un poco calavera que salía de noche al cañí a rendir una juerga de peleón y putas y esencialmente se conducía con el sentido de la superioridad natural de quien ha sido rey desde la niñez. Gregorio Marañón dijo que era un botarate educado entre faldas y sotanas y le vio hacer apuestas de mil duros por disparo en el tiro al pichón. Una tarde ganó sesenta mil pesetas porque no era mal tirador y en una cacería en Santa Cruz de Mudela, en Ciudad Real, cobró 450 perdices, 130 conejos y 40 liebres.

Alfonso XIII fue a buscarse novia al extranjero y le arreglaron una cita con la princesa Patricia de Connaught, que le rechazó por feo (según el historiador Juan Balansó) y porque le apestaba el pico a retrete por la halitosis y el rey se trajo a casa a Victoria Eugenia de Battenberg de trofeo de consolación, que era pechugona y rubia. La casó y le atinó siete aciertos que culminaron con irregular suerte y casi no perpetuó la estirpe porque le salieron dos hijos hemofílicos y uno sordo, pero enseguida le perdió el interés y se puso a merendar fuera de casa. Dejó preñadas a dos institutrices de los infantes, una de ellas era escocesa y sabía tocar el piano, y tuvo dos hijos con la actriz Carmen Ruiz Moragas y otro con Mélanie de Vilmorin que cuando creció se hizo botánico. Carmen Ruiz Moragas debutó en el María Guerrero y estuvo casada seis meses con el torero Rodolfo Gaona, el Califa de León, y el rey le puso un chalet en la avenida del Valle. La leyenda quiere que cuando murió en 1936 de cáncer de útero, se untó los labios de canela y el rey se los besó como el príncipe necrófilo de la Bella Durmiente, pero para entonces ya estaba casada con el periodista comunista Juan Chabás y se había hecho republicana. El rey brioso adornó su lista de queridas con abundamiento y pudo presumir entretenimientos con Celia Gámez y con la Bella Otero, con la marquesa de Craymayel, con Beatriz de Sajonia Coburgo, con la viuda del duque de Fernán Núñez y con la bailarina Carmen de Faya, que en un concurso hípico en San Sebastián le regaló sus zapatos de raso en un arranque de fetichismo y él le devolvió flores. Cuando se iba de putas usaba el nombre de Monsieur Lamy y le gustaban merinas y a medio lavar y encomendó al conde de Romanones la misión de encargarles a los hermanos Baños, propietarios de la productora Royal Films, el rodaje de pelis porno con rameras del barrio chino de Barcelona que salían enseñando los parruses selváticos y sin peinar y tocándole la flauta a un cura. El clero debió apreciarlas, en todo caso, porque tres de ellas (las películas, no las golfas) aparecieron sesenta años después en el monasterio de Moncada y hoy se conservan en la Filmoteca Valenciana.

En 1929 se mezcló en un asunto feo de galgos y mangantes y engordó la cartera con sus acciones de la sociedad la Liebre Mecánica, que recibía los réditos de las apuestas de las carreras de galgos organizadas por el Club Deportivo Galguero Español, una sociedad sin ánimo de lucro cuyos beneficios debían ir al fomento del galgo español y a la beneficencia en vez de al bolsillo de los jetas. Cuando se proclamó la República en 1931, el rey quemó su colección de fotos de chavalas en cueros, dejó a la familia en la cama, recibiendo pedradas y guardada por veinticinco alabarderos, y se escapó del Palacio Real por una puerta de retaguardia que daba al Campo del Moro. Se montó en un Hispano Suiza y llegó a Cartagena, se embarcó en el “Príncipe Alfonso”, al mando del capitán Manuel Fernández Piña, y puso rumbo a Marsella, donde llegó a las tres de la mañana y se quejó de que estuviesen cerradas las casas de putas. Valle Inclán dijo que el pueblo le echó por ladrón. Alfonso XIII hizo un exilio decadente de hoteles, casinos, safaris en Sudán y viajes a Hollywood con Douglas Fairbanks, al que le pidió que le presentase a Fatty Arbuckle, su cómico favorito, y cuando le dijo que no era una compañía conveniente desde que se le había muerto una corista de una peritonitis provocada por la introducción de una botella de champán por la escotilla, le contestó que eso le podía haber pasado a cualquiera. Encontró que el exilio engordaba y la libertad le pareció una lata porque tenía que bajar a por el periódico. Se compró un Bugatti y lo guiaba a ciento veinte por hora y en Viena mató a un peatón y se apostaba cien libras por mano en las mesas de Deauville jugando al chemin, una variante del bacarrá. Murió el 28 de febrero de 1941 en el Gran Hotel de Roma, de una angina de pecho, atendido por el doctor Frugoni y por sor Inés, una monja navarra del valle de Echauri, abrazado al manto de la Virgen del Pilar y diciendo según unos: “¡Dios mío, España!”, y según otros pidiendo agua fría. Baroja le encontró esencialmente cursi y dijo que tenía los gustos de un señorito de la burguesía y que sus andanzas de colchón no tenían mérito porque eran facilísimas por su posición de sultán, y que “anduvo con una cupletista tonta que en Cuba, según dicen, estuvo liada hasta con los negros”. La inclusión de los negros cimarrones en la ecuación de don Pío igual le confundió y tenía en la cabeza al príncipe Alfonso de Borbón y Battembreg, el primogénito del rey, que renunció a sus derechos sucesorios para casarse con la cubana Edelmira Sampedro, que le decían la Puchunga, de la que se divorció para reincidir en el Caribe y volverse a casar con la modelo Marta Rocafort, natural de La Havana, con la que solo duró seis meses. Don Alfonso se consoló en Miami con una cigarrera de un boliche de alterne que se llamaba Mildred Gaydon y le decían la Alegre y a la que pidió casorio que no llegó a celebrar porque se mató, el pobre, estampándose en coche contra una cabina.

MARTÍN OLMOS

El cura Galeote y su sobrina doña Tránsito

In La cruz y la media luna on 17 de octubre de 2015 at 13:01

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Al obispo de Madrid le mató un cura por una misa de dieciocho reales.

 

“Galeote parece una fiera enjaulada, balanceándose con un movimiento semejante al de los cuadrúpedos aprisionados”

BENITO PÉREZ GALDÓS

El 18 de abril de 1886, cuando iba a decir la misa del Domingo de Ramos en la catedral de San Isidro, a monseñor Narciso Martínez Izquierdo, obispo de Madrid, le mató de tres tiros a bocajarro el cura Cayetano Galeote y Cotilla, que era malagueño, sordo y follador. Al cura Cayetano Galeote y Cotilla le venía la vesania de familia y estaba teniente porque de chaval le curó mal una otitis. El cura Cayetano Galeote y Cotilla tenía tres hermanos locos y uno en la Guardia Civil. El cura Cayetano Galeote y Cotilla tenía muy mala herencia, el pobre, e irritable cualidad. Llevaba revólver desde que estuvo en Puerto Rico, evangelizando a los taínos de Loíza, y era un poco tartamudo. Por lo demás, jodía con su gobernanta, doña Tránsito Durdal y Cortés, y era mirón con las pesetas, hambrón, malasombra, prognato y raquítico de cráneo. El cura Cayetano Galeote y Cotilla era clérigo de necesidad, de olla negra y poca, y lo que quería era ser portero de finca y dejarse de hostias, pero no le atendieron y acabó diciendo misas a medio duro en la iglesia de la Encarnación. Decía las homilías de aliño, por cumplir, tardándolas por tartaja, y los feligreses se iban a casa sin el Espíritu Santo. El cura Cayetano Galeote y Cotilla no podía confesar porque, como era sordo como una pared, no entendía las faltas y dictaba las penitencias a ojo, calibrándole la pinta al pecador. El cura Cayetano Galeote y Cotilla era lombrosiano sin saberlo y quería ser portero de finca, darse al alivio con doña Tránsito Durdal y Cortés y ponerle jamón al cocido viudo.

El cura Cayetano Galeote y Cotilla nació en Vélez Málaga alrededor de 1840, padeció una otitis bilateral que le dejó como una tapia y como no servía para la milicia, abrazó el hábito sin vocación. Culminó los estudios en Madrid y transitó por varias parroquias hasta que se fue a las colonias y pasó un tiempo de cura castrense en Fernando Poo y cinco años de misionero en Puerto Rico, donde le compró un revólver de seis tiros a un tropical. Regresó a Madrid en 1880 padeciendo derrames de sangre que le volvían peleador y en una barbería a poco que tiró a un tío por la ventana porque le porfió. Cambió de parroquia frecuentemente buscando la misa rentable y dijo el culto en la Encarnación por medio duro, en la capilla de los Irlandeses por tres pesetas y en el Cristo de la Salud de Atocha por dieciocho reales. Vivía mudando de una pensión a otra y en cuatro años estuvo en la calle de La Abada, en la del Reloj, en la Calle Mayor y en el Arco de Triunfo y se trajo para que le gobernase a doña Tránsito Durdal y Cortés, carnuda de hechura, en los treinta y pocos, hocicona de morro, morena y natural de Marbella, con la que postraba en amancebamiento y decía que era su sobrina. Doña Tránsito Durdal y Cortés decía que al cura Galeote le daban ratos de furia que se los calmaba jodiendo. El cura Cayetano Galeote y Cotilla miraba la peseta y puso un anuncio en “El Progreso” pretendiendo una portería, pero no le atendieron y le pegó un sablazo de cincuenta duros al padre Vizcaíno, capellán del Cristo de la Salud, para socorrer a su familia cuando el terremoto de Málaga de 1884. El cura Cayetano Galeote y Cotilla tenía en gran estima a su honor y lo cuidaba de los ultrajes contestando follón. El honor sin duros es difícil de guardar, comprendía, y comía cocido de asilo sin jamón y vivía de pensión. Doña Tránsito Durdal y Cortés, bendita sea, le sosegaba a jodiendas.

El cura Cayetano Galeote y Cotilla erró en desorden y se dejó crecer la barba y en cada esquina interpretaba una afrenta que respondía riñendo, hasta que el padre Vizcaíno recomendó al rectorado que le apartase de la parroquia del Cristo de la Salud. El cura Galeote se vio tocado de honor y de los dieciocho reales de cada misa y elevó una plegaria al obispo Narciso Martínez Izquierdo para que dispusiera la devolución de su ministerio amenazándole, de lo contrario, con celebrar de espontaneo y dar escándalo. Monseñor Martínez Izquierdo era doctor en teología y catedrático de griego, medio carlista, alcarreño y antiguo senador por Valladolid. Martínez Izquierdo era eclesiástico vocacional que socorrió con limosnas a los enfermos de cólera de la epidemia de 1885 y combatía al clero sopista de misa de medio duro y los frailes tumbaollas le miraban del revés. El obispo no contestó y el cura Galeote se vio agraviado y el Domingo de Ramos de 1886 le pegó tres tiros a bocajarro en las escaleras de la catedral de San Isidro. Se abrió paso entre la concurrencia y le metió tres balazos con su revólver tropical que le atravesaron el hígado, la médula y el muslo derecho. Después intentó volarse la cabeza pero los fieles le dieron una zurra de palos y le entregaron a los guardias, que le llevaron detenido a la comisaría de la calle de Juanelo primero y después a la cárcel Modelo porque se juntó feligresía que le quería linchar. El cura Galeote se negó a comer y se bebió una docena de tazas de café y pretendió una celda de pago a costa de empeñar la sotana, pero le metieron en una de oficio. A la mañana siguiente murió el obispo después de recibir la visita del presidente Cánovas y una bendición de León XIII.

Al cura Cayetano Galeote y Cotilla, presbítero sordo y jodedor, le dieron juicio con concurrencia en el que fue clamoreado por el popular el testimonio de doña Tránsito Durdal y Cortés, que dijo que sosegaba al señor a tumbadas. Doña Ana Galeote y Cotilla, hermana del reo, compareció vestida de luto y explicó que tenía tres hermanos epilépticos y dos locos de atar, pero que Cayetano era hombre desprendido que entregó a la familia cuarenta mil duros que se trajo de Puerto Rico. Benito Pérez Galdós visitó al cura Galeote en el brete y le escribió de soberbio y depravado y le pareció un cuadrúpedo encerrado. El cura Cayetano Galeote y Cotilla lloró insistentemente y dijo que Dios le había negado la virtud del mártir. Se libró del garrote porque el doctor Luis Simarro, frenólogo, valenciano y masón, le midió la cocorota y determinó que tenía el cráneo raquítico propio de los idiotas. Le vio también tenacidad en las minucias, memoria desmesurada, sordera, tartamudez, estrechura de pupilas y prognatismo. El doctor Escuder, por refrendar a su colega, efectuó un estudio genealógico de la estirpe de los Galeote y Cotilla en Vélez Málaga y concluyó que la mayor parte de la familia presentaba cuadros de histeria y apoplejía o eran sangrones y medio tuberculosos, además de fecundos jodedores que despachaban de quince a veinte hijos por cada consorcio. Descubrió, además, que el cura Galeote tenía una prima que creció en confusión y meando de pie contra la pared hasta que comprendió que era una mujer cuando le llamaron a quintas y no pudo demostrar prenda. A partir de la revelación, meó en cuclillas como es de Dios. Al cura Cayetano Galeote y Cotilla, mosén de revólver boricua, follador, tapia y malagueño, lombrosiano involuntario, trabuco y recitador de Dios por medio duro, le encerraron en el manicomio de Leganés en donde murió el tres de abril de 1922 de pura vejez y amén. Pueden ir en paz.

MARTÍN OLMOS

El león y el sacamuelas

In Bichos on 27 de septiembre de 2015 at 23:00

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Apuntes sobre la caza deportiva o ¿a quién le cae bien un dentista?

 

“Ganarse la vida arrancando los dientes a la gente es buscarse problemas”

LARRY McMURTRY

 

Un sacamuelas de Minnesota se cargó a un simba en Zimbabue y se armó un cristo. Lo que hubiese sido raro en Zimbabue es cargarse a un oso polar. Resulta que el simba tenía crédito y al sacamuelas le pasó lo que a Tartarín de Tarascón, que mató a un león ciego del convento de Mohammed y casi le pudren en un silo después de darle un consejo de guerra (tuvo suerte, sin embargo, y como lo cazó en territorio civil, se libró con una multa de dos mil quinientos francos que le impuso el Tribunal de Comercio de Orleansville, en el norte de Argelia). El león que mató el sacamuelas se llamaba Cecilio, el pobre, y resulta que era la atracción del parque Hwange. El difunto Cecilio era león célebre, de guedeja negra, de unos trece años y padre de familia. Se lo montó de baranda de la manada después de derrotar en una pelea a muerte al macho Mpofu, al que dejó cojo y tuvieron que sacrificar, y engendró veinticuatro cachorros, meritoriamente, preñando a seis hembras distintas como si fuera Brigham Young, el profeta de los cien lechos. Cecilio era león funcionario del Ministerio de Turismo, próximo a la jubilación, y llevaba hendido un localizador con GPS en el cuello para prevenirle del absentismo laboral. Rugía con complacencia, para el respetable; rugía de nueve a cinco, aquiescente con su deber, y le fue a joder la vida un sacamuelas de Minnesota que quería ser Allan Quatermain y se quedó en serpiente de verano.

En el periodismo clásico, la figura de la Serpiente de Verano era generalmente un escocés borracho como un obispo que una tarde de agosto veía al Monstruo del Lago Ness y se refrendaba tirándole una foto al cabo de una tubería asomando de un charco sucio que daba para dos o tres páginas en laborable y para una doble en el dominical, si se conseguía administrar manejando las expectativas. Sin embargo, hoy el Monstruo del Lago Ness no sería capaz de sostener ni un suelto y para que una noticia lo sea tiene que guardar distintos niveles de lectura para que la tertulien en la tele una dietista, el tonto del pueblo, un mariquita y un sociólogo, todos ciudadanos dueños de opiniones sólidas. La muerte del león Cecilio, felino funcionario y mormón, contiene los meandros suficientes para que se interprete a convenio y marida al gusto. A la muerte triste del león Cecilio se le puede hacer la demagógica, la antiimperialista, la ecológica y la de las barricadas y las aguanta todas, con lo que uno concluye, avisado de la complaciente idiosincrasia del difunto, que se dejó matar para darnos coloquio de sobremesa en este estío sin bicicletas.

Al león Cecilio le mató el dentista Walter James Palmer a principios de julio, después de apartarle con un cebo de carroña fuera de la protección del parque Hwange, donde está prohibida la caza. Palmer le metió un flechazo que le hirió de muerte y Cecilio vagó desangrándose durante dos días hasta que fue localizado por la partida y rematado a tiros. Después le desollaron la gabardina para hacerse una alfombra de mortaja, le decapitaron y le intentaron quitar el localizador sacándoselo del cuello con un puñal. Se armó el cristo y hubo un prólogo confuso en el que se aventuró que el cazador era un furtivo español y alguien por acá dijo: Majestad, ¿otra vez? El león Cecilio, cordial y polígamo, ascendió a mártir y resultó que era una celebridad nacional de la que más de la mitad de los paisanos de Zimbabue no habían oído hablar. Los niños en el occidente lloraron porque creyeron que habían vuelto a matar a Mufasa y los niños del sur siguieron llorando de hambre. La derivación demagógica propuesta en la frase anterior puso de acuerdo a la dietista y al sociólogo, ambos ciudadanos dueños de opiniones sólidas a la vez que acreditados conocedores de la política internacional (rama África de color), que se apresuraron a distraer el coloquio hacia la denuncia del gobierno en satrapía de Robert Mugabe, viejo y negro como la sarna y matón orillero que liquida a la oposición. El discurso acabó, con la aquiescencia del popular, con la ponderación comparativa entre la muerte del pobre Cecilio, león funcionario, con la de los cimarrones de las pateras.

El discurso ecológico se desarrolló por los cauces habituales cargando las tintas en el dibujo de un león moroso que casi jugaba con los niños soslayando su parentesco con los del Tsavo, que se merendaron a la mano de obra hindú que trabajaba en la construcción de la línea del ferrocarril entre Kenia y Uganda. Ortega y Gasset culpaba del ecologismo al pueblo inglés, del que admiraba su histórica dureza en contra de sus “amanerados enternecimientos de última hora”, desde que supo de una vieja británica que pretendió sufragar una flota de ambulancias para perros durante la Guerra Civil Española. Ortega escribió: “Es inconcebible que no se haya hecho ningún estudio, desde el punto de vista ético, sobre la Sociedad Protectora de Animales, analizando sus normas e intervenciones. ¡Vaya usted a saber si la zoofilia inglesa no tiene una de sus raíces en cierta secreta antipatía del inglés hacia todo lo humano que no sea inglés o griego!”. Ortega consideraba que la caza fotográfica era un amaneramiento y no un refinamiento. Ortega señaló en su ensayo sobre la caza el privilegio de la misma y sostuvo que una de las causas de la Revolución Francesa fue la irritación de los campesinos porque no se les dejaba cazar. “En toda revolución –escribió- lo primero que ha hecho siempre el pueblo fue saltar las vallas de los cotos o demolerlas y en nombre de la justicia social perseguir la liebre y la perdiz”. El dentista Walter James Palmer de Minnesota pagó cincuenta mil machacantes por matar al león Cecilio, lo que convirtió su hazaña en un capricho pijo tan desnudo de épica como el golf o un curso de enología. Lo que conduce inevitablemente a cribar al elenco y se concluye que un león fiero lo puede cazar Hemingway o Tarzán y no alguien cuyo oficio sea el de rey de España o un dentista de Minnesota que te cambia un riñón por ponerte un puente. También queremos disparar a un bicho los que andamos justos a mitad de mes e irnos a Zimbabue a jugar a las Memorias de África o a la India, a encontrarnos a nosotros mismos (te lo juro, tía, ya no soy la misma, allí todo es tan oriental).

El carácter principal de la muerte triste del león Cecilio es la personalidad de su verdugo, el doctor Walter J. Palmer, que ha regalado a la mitología un villano de pies a cabeza: Palmer es yanqui de Minnesota y además dentista, un wasp con jeta de calvinista y duraderos dólares de la Unión y un chulo de segunda que alardeaba de poder atravesar un naipe de un tiro a noventa metros. A Walter J. Palmer le sacaron los rubores por matón y resultó que había tenido problemas por cazar a un oso en Wisconsin y una empleada suya le acusó de tocarle el culo en su consulta, por lo que tuvo que pagarle una satisfacción de ciento treinta mil pavos. Al doctor Palmer le destrozaron su casa de verano en Florida y le pintaron amenazas en su consulta de Bloomington y se lamentó de lo mal que lo estaba pasando su hija sintiéndose acosada mientras que a los veinticuatro hijos de Cecilio se los comió el león Jericó, que le heredó la manada y no quiso perpetuar su estirpe. Al doctor Palmer lo que le pasa, amén de ser yanqui imperialista, wasp ricachón y un poco pulpo, es que es dentista y, dejando para otra ocasión a Ortega, al que conviene repetir es al capitán Augustus McRae, antiguo cazador de comanches en Texas y copropietario de la Hat Creek Cattle Company, que cuando vio a su amigo Jake Spoon, amante de los caballos alazanes, llegar montado sobre un penco rijoso le preguntó la razón de su prisa y Spoon le dijo que había tenido que salir pitando de Fort Smith, Arkansas, porque le querían ahorcar por disparar a un dentista y McRae le contestó: eso no me lo trago, Jake, ni siquiera en Arkansas te cuelgan por matar a un dentista.

P.D. Al final de agosto de 2015, un mes después de la muerte de Cecilio, un león de su manada del parque Hganwe llamado Nxaha se merendó a un guía.

MARTÍN OLMOS