MARTÍN OLMOS MEDINA

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Y todo a media luz

In Con buena letra on 25 de abril de 2014 at 23:48

El tango cantó a la perdida y al puñalero y lo bailaron los bravos

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Siga un consejo, no se enamore/ y si una vuelta le toca hocicar, /fuerza, canejo, sufra y no llore/ que un hombre macho no debe llorar”  
MANUEL ROMERO

Hoy el tango lo prohibirían como han quitado de fumar en los boliches, a los que se va a tertuliar y a hacer jarana y no a pegarse baños de salud como si fuesen balnearios. Antes iban a los boliches los hombrones después de la mina a echar la timba y a escupir en el suelo, sobre un lecho de serrín, y ahora están llenos de mamás con maxicosis que no quieren malos humos. Con el tiempo a los pesebres les  pondrán moqueta y te darán un masaje en los pies mientras te tomas una menta poleo. Al tango le han ido dejando para música ambiental, sin letra, de las consultas de los dentistas y para baile de salón de los domingos en la Asociación de Divorciados La Segunda Oportunidad y le han escondido su origen de orilla y de canción lasciva y de reyerta. El tango es bastardo de la habanera y del flamenco, de la “canzonetta” napolitana, del candombe de los morenos cimarrones  y del cuplé español (dice Javier Barreiro) y Borges le rastreó el linaje y le intuyó varios pretéritos –imperfectos- en los conventos del barrio de la Boca del Riachuelo, en Montevideo y en los quilombos de meretrices de las calles del Temple y de Junín de Buenos Aires. El tango principió de canción con la que los compadritos le acompañaban a la riña con el cuchillo y al trato con la pendeja –y a la nostalgia de la vieja- y recién lo adecentó París pasó a ser, escribió Borges, nomás una manera de caminar. En el baile el tango es agarrao, casi cosido, y se funden los vientres en una tangencia lujuriosa que inquietó a los eclesiásticos y el Káiser Guillermo se lo prohibió a sus oficiales. Se cuenta, no se sabe si con fundamento, que el Papa Pio X lo excomulgó por lúbrico hasta que el Vasco Casimiro Aín, que también le decían el Lecherito, le bailó uno en el Vaticano y le regalaron una medalla de plata de Nuestra Señora de Loreto. El tango es macho y recela de la hembra, como el Eclesiastés. El tango le destapa a la doña su truco: “Acaso/ te llore y se desespere/ y te diga que te quiere,/ viejo ardid de la mujer” (No te engañes, corazón). El tango la dice de interesada de astracanes: “Aquel tapado de armiño,/ todo forrado en lamé,/ que tu cuerpito abrigaba/ al salir del cabaret,/ me resultó al fin y al cabo/ más durable que tu amor;/ el tapao lo estoy pagando/ y tu amor ya se apagó” (Aquel tapado de armiño). El Eclesiastés dice: “Y hallé que es más amarga que la muerte la mujer; la cual es un lazo de cazar, y una red su corazón, y sus manos unos grillos. Quien es grato a Dios huirá de ella; pero el pecador quedará preso”. Que se sepa, Pio X no excomulgó el Eclesiastés, sin embargo. Al tango le dijo Leopoldo Lugones “reptil de lupanar” y le cantó sin miramiento a la puta, al esgrimista de facón y manta, al que pierde los mangos en las carreras de burros, al garufa de farra rendida al alba y a la puñalada que le sigue al cuerno. El tango le decía a limpiar la infamia de los honores: “…comprobé que me engañaba/ con el amigo más fiel,/ y ofendido en mi amor propio/ quise vengar el ultraje,/ lleno de ira y coraje,/ sin compasión los maté” (Noche de Reyes). El tango hoy lo prohibirían no por cosido de baile sino por machistón y porque en este siglo –igual de cambalache que el anterior- se confunden los géneros literarios con las apologías. A Loquillo le quieren quitar del repertorio el tema “La mataré” (…a punta de navaja/ besándola una vez más) porque todavía no deben saber que al que está por clavar una puñalada da igual que le pongan un gregoriano. Lo que tenían que prohibir es la naturaleza humana. El tango se ha quedado en manera de caminar y han quitado el pucho del trago en los quilombos, donde a nadie obligan a ir.

El precedente del punk
El tango se ha convertido en una manera de caminar y sus cultores en músicos de crepúsculo que amenizan las copas a los donjuanes de boîte, pero en el origen sus predicadores fueron, como ha escrito Barreiro, “asiduos a la trena, que no al conservatorio, a la gresca más que a la tertulia”. Ernesto Ponzio, que le decían el Pibe, violinista milonguero, pudo nacer en el barrio de San Telmo o dicen otros que entre la Penitenciaría Nacional y el Cementerio de la Recoleta, y penó cuatro años de trullo por matar a tiros al guapo Pedro Báez a la salida de un burdel del barrio de la Pichincha, en Rosario, en 1924. El Tigre del Bandoneón Eduardo Arolas llevaba anillos de oro sobre sus guantes blancos y en los hombros una capa de pelo de vicuña, chuleaba percantas y componía de oído tarareándole las melodías a Francisco Canaro, que las pautaba en el pentagrama. Arolas combatió los malos amores con los brebajes y con el exilio  y le mataron en París en 1924 de una paliza que le metieron unos orilleros de Pigalle a cuyo bacán le había levantado una hembra. Pascual Contursi, el letrista de “La Cumparsita”, murió loco de atar por la sífilis en 1932, en el Hospital de las Mercedes de Buenos Aires; el Negro Celedonio Flores, que compuso con Gardel “Mano a mano”, fue de joven garufa y boxeador y Ovidio Bianquet, que le decían el Cachafaz porque de pendejo atropelló mujeres, le ganó un desafío al Pardo Santillán en el salón El Velódromo del barrio de Palermo bailando un tango alrededor de un cuchillo clavado en la tarima que le arañó los tobillos.

Carlos Gardel nació en Toulouse o en Tacuarembó, igual da, no conoció a su padre y se crió en la calle Corrientes. Practicó la CARLOS GARDELsoltería por generosidad y le dijo a la vieja que para qué iba a hacer mártir a una, pudiendo hacer felices a tantas, pero no se libró de que le dijeran de sarasa. Frecuentó, sin embargo, el putero de Giovanna Ritana, que le decían Madame Jeannette, en la calle Viamonte. Gardel grababa los discos en calzoncillos para cantar más suelto y alcanzaba las dos octavas, pero no cuidó su voz y fumaba con avidez, le cogía el amanecer soplando tragos y llegó a pesar ciento veinte kilos de puros almuerzos. Por lo demás, apostaba a los burros en el Hipódromo de Palermo y en 1915 le pegaron un tiro en el pulmón en una noche que salió de garufa en el cabaret Armenoville. Gardel ya había andado con guapos en su juventud en Corrientes y un compadre suyo llamado Carlos Traverso, que le decían el Cielito, andaba en el exilio en Uruguay por haberse madrugado a cuchilladas a un tal Juan Carlos Argerich en el café O´Rondeman, en el Mercado de Abastos. A Gardel le pegó un tiro Roberto Guevara, el tío del Ché, la madrugada del sábado 11 de diciembre de 1915 por una riña de bolingas que empezó en el Palacio de Hielo de La Recoleta. Gardel iba con Elías Alippi, que le decían el Flaco, y los juerguistas de Guevara le rieron. Hubo pendencia que no sangró, pero se volvieron a encontrar en el cabaret Armenoville y en la riña Gardel cogió el balazo que le perforó el pulmón izquierdo. Le atendieron en el Hospital Juan A. Fernández y los médicos decidieron no sacarle la bala, que le hizo compañía hasta que se la vieron en la autopsia que le hicieron veinte años después, cuando murió en un accidente de aviación en Medellín. Una monja se intentó quemar en su funeral en el Luna Park y el monseñor Franceschi le llamó Tenorio de conventillo y cantor de la puñalada, la borrachera y la mujer perdida.

MARTÍN OLMOS

El séptimo hijo de doña Benilda

In Vilezas on 17 de abril de 2014 at 23:58

Puede que siga vivo el infame Pedro Alonso López, que ostenta la marca mundial de asesinato de niñas

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“En estos tiempos, el diablo está tan cansado que prefiere dejar las cosas en manos de los hombres, más eficaces que él”
LEONARDO SCIASCIA

Mataron a Jorge Eliécer Gaitán en la Carrera Séptima de Bogotá y Colombia sucumbió a las balaceras. Mientras tanto, doña Benilda López, puta de profesión, paría abundantemente y sin necesidad. Más que parir, doña Benilda López, puta de profesión, demografiaba de vientre con soltura y vehementemente, sin practicantes y a las sentadillas y cagó trece meones a los que alimentó lo justo con el rendimiento del oficio. Doña Benilda López, puta de profesión, recibía detrás de una jarapa y los chiquillos escuchaban los lances y se imaginaban que aquello era amor. Poco a poco se fueron desengañando. A Jorge Eliécer Gaitán, candidato del Partido Liberal,  le mataron el 9 de abril de 1948 a la una de la tarde de tres tiros –dos en la espalda y uno en la nuca- a la salida de su oficina del Edificio Agustín Nieto, en la Carrera Séptima, cuando iba a coger la vía del Hotel Continental, en donde tenía reserva para almorzar. Le disparó Juan Roa Sierra, un tapujo medio raro que frecuentaba a los echadores de cartas y se creía la reencarnación de don Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Bogotá. Roa Sierra consiguió un revólver Iver Johnson del calibre treinta y dos de los que les decían en Colombia “lechuceros” por el grabado de un búho que ostentaban en la parte superior de las cachas. Recién le mató, a Roa le trincó la turba y le arrastró por la calle atado con unas corbatas. En la Plaza de Bolívar le aplastaron la cara con un ladrillo, le pusieron en cueros, respetándole solo los calzoncillos y la corbata, y le mataron a palos. Dejaron su cadáver mutilado frente al Palacio Presidencial, al pie de un mástil en el que enarbolaron sus pantalones manchados de sangre. Seis meses después, doña Benilda López, puta de profesión, contribuyó a infamar este mundo pariendo a Pedro Alonso López, que fue el séptimo de la camada,  en la aldea de Santa Isabel, en el departamento de Tolima, en los Andes colombianos. El asesinato de Gaitán desembocó en el decenio que los colombianos llamaron La Violencia, para no buscarle una metáfora, en el que la guerra entre los partidarios de los liberales y los conservadores dejó medio millón de muertos y a la quinta parte de la población en la emigración. En el campesino, los comunistas se armaron para defenderse de las matanzas del presidente conservador Mariano Ospina, se agruparon en repúblicas independientes y ensayaron la crisálida de las FARC. Colombia dejó que sus hijos se matasen con desahogo. Doña Benilda López, como era puta de profesión, aprovechaba las quimas de cualquier mata y no anotaba los linajes, pero recordó que el padre de Pedro Alonso López fue Megdardo Reyes, al que mataron a balazos los liberales cinco meses antes de que naciera su hijo.

Pedro Alonso López medró sin padre y con la madre repartida entre los hermanos de la recua y los comensales que venían al menú y cuando tenía ocho años se llevó a su hermana pequeña detrás de la jarapa y le tocó el juego de tazas. Irguió el pendejo y quiso estrenar pero le sorprendió doña Benilda López y le sacó a palos de la barraca y le echó al mundo a que se procurase la suerte por su cuenta. El niño Pedro tuvo que hozar en las basuras y dormir al sereno como una alimaña y un viejo le apiadó, le acarició la cabeza y le prometió techo y comida, pero cuando le confió le apretó uno por la retaguardia y le rompió el cagón. Le tuvo de huésped a la fuerza en un chamizo costroso amándole por el  revés y cuando se cansó le devolvió a la vía, medio roto, de vuelta a hozar en las basuras y a dormir al sereno como una alimaña. Pedro Alonso López llegó a Bogotá con nueve años y se juntó con los gamines a fumar la escoria de la cocaína, que la dicen “basuko”, y a pelear a cuchillo por un portal. Una pareja de gringos le adoptó y le dio techo y un pupitre y durante tres años conoció el sosiego, pero una tarde en la escuela un profesor le intuyó cedido de fondo y le violó. Pedro Alonso López robó cuatro cuartos de la secretaría y por no alborotar volvió a la calle. Vivió del robo escuálido y aprendió a mangar coches hasta que a los dieciocho años le metieron en el trullo. En la cárcel demoró las noches mirando pornografía y tres presos le vieron casadero y le dieron sodomía en el retrete. Unos días más tarde los mató a cuchilladas y decidió ser más malo que una fiera.

El Monstruo de los Andes
Pedro Alonso López salió del penal en 1978 con la determinación de no volver a ser la piel del tambor y corrió los Andes dándose al instinto como un animal. En Perú asesinó a más de cien niñas después de violarlas en el territorio de los indios ayacuchos. Después las enterraba en la selva y esperaba que las fieras hicieran su parte. Los ayacuchos le capturaron cuando intentó llevarse a una de nueve años y le enterraron vivo hasta la cabeza, que se la untaron  de jalea para que las hormigas le comiesen los ojos. Una misionera gringa que aún creía en la redención convenció a los indios para que le soltasen y prometió entregarle a la ley, pero por el camino le liberó en la frontera de Colombia. La gringa era pelleja para el gusto de Pedro Alonso y por eso se salvó. Las mujeres hechas le desconcertaban porque se acordaba de doña Benilda López, puta de profesión. Las PEDRO ALONSO LOPEZblancas le prevenían porque andaban más vigiladas y prefería a las mestizas porque iban sueltas y los pasmas no las ponían atención. Pedro Alonso López asesinó a otras doscientas niñas en Ecuador y Colombia haciéndose pasar por buhonero y engañándolas con baratos. A veces volvía a hablar con las muertitas y les contaba sus cosas. En 1980, una riada en San Juan de Ambato, en la provincia de Tungurahua del Ecuador, dejó al aire a sus doncellas muertas y le trincaron cuando le andaba detrás a la niña Carvina  Poveda, una indita de nueve años que le salió desconfiada y pidió socorro. El capitán Córdoba Gudino se hizo pasar por cura y le sacó la confesión y encontraron sesenta cadáveres medio enterrados en los yermos que empezaban la selva. Pedro Alonso López pasó quince años de presidio en el Penal García Moreno grabando la cara del diablo en las cruces de las monedas con un punzón y evitando el solecito del patio para que no le partieran en dos. Cuando cumplió le detuvieron por indocumentado y le deportaron a Colombia, en donde le metieron en un sanatorio para darle inyecciones. Le dieron por sano en 1998 y le dejaron en libertad. La tele echó su excarcelación a la hora del  culebrón. La poli le sacó en furgón para que no le linchasen y se fue a visitar a su madre, doña Benilda López, puta de profesión, que ya no estaba para recibir detrás de la jarapa y tuvo que vender la cama para darle al hijo célebre dos cuartos y quitárselo de casa, en donde no hacía más que dar tertulia a las vecinas, ustedes verán. Los familiares de las víctimas reunieron un escote de 25.000 dólares y los prometieron por su cabeza. Pedro Alonso López cogió los cuartos de la vieja y desapareció. Tiene cara de peladito de cafetal y la napia doblada ligeramente hacia el oeste, seguramente de un puñetazo, el pelo de mata gruesa y los ojos pequeños. Es flaco y juncal y magrito de mal comer como un cholito de cumbia que anda corto a final de mes. Pertenece a la clase de rufianes que cuando se ven publicados se creen Moriarty y dijo: “Soy el Hombre del Siglo. Nadie podrá olvidarme”, y lo que pasa es que a nadie le importan las indias que van descalzas y se cuidó bien de no seguir rubias del turismo. Puede que lo hayan matado. Otros dicen que lo han visto caminando los Andes. Estará viejito, de seguir vivo. Carraco y yendo para setentón.

MARTÍN OLMOS

La guerra de los simios

In Bichos on 12 de abril de 2014 at 12:55

Cuando el mono se quita el circo y los platillos es mejor darle de comer aparte

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Los simios no son pacíficos. Pueden ser tan brutales y violentos como nosotros”
JANE GOODALL

El chimpancé es un primo nuestro que repitió curso y no se recuperó de Ibiza, y ahí anda en cueros y greñudo, pestilencial y tocándose las partes a todas horas para darle un capricho al cuerpo sin pensar que hay un mañana. Un niño no es más que un chimpancé pelón al que le va a acabar echando a perder la educación de los Maristas, que le dicen que se bañe y que se va a quedar ciego como siga investigándose. El adulto, en cambio, le huye a la idiosincrasia del mono cuando está en la edad de provecho y procura caminar lo más erguido que puede para que no le confundan, pero no se le acaban las ganas de disfrazar a los niños y a los chimpancés para hacer una gracia, ja, ja, qué risa: a los niños les viste de baturros o de legionarios con un fusil que dispara corchitos y a los chimpancés de botones de hotel, como Sacarino, y, a veces, les monta en un triciclo y les da un tambor pero ya no les pone a fumar porque se queja la Asociación del Orgullo Macaco (sin ánimo de lucro) y para qué quieres más. Un chimpancé fumador fue Charlie, que gorreaba pitillos a los paisanos que iban a verle al zoológico de Bloemfontein, en Sudáfrica, y se murió de viejo en 2010 con cincuenta y dos abriles y no de cáncer de pulmón. El hombre debería mirar al mono como si se mirase en un espejo de feria de esos que distorsionan y te enseñan bracilargo y cabezudo y darse cuenta de cómo estuvo a punto de ser y, sin embargo, le usa para arreglar los ratos muertos de las películas de chistes o de aventuras del África Negra. Un chimpancé que se llamaba Bonzo le salvó la carrera a Ronald Reagan (“Bedtime for Bonzo”, dirigida por Frederick de Cordova en 1951) y Clyde, un orangután pelirrojo, le robó dos pelis a Clint Eastwood repartiéndoles hostias a unos motoristas macarras (“Duro de pelar”, 1978, y “La gran pelea”, 1980). A Clyde le interpretaron varios híbridos de las especies de Sumatra y Borneo y el último de ellos no pudo recoger la renta de mono célebre y envejecer como una star porque su entrenador le mató a palos con el mango de un hacha porque no se aprendió una gracia. El más famoso de los micos comediantes fue la mona Chita de Tarzán, que en realidad era un chimpancé macho que se llamaba Jiggs y le construyeron una biografía a la medida en la que pintó cuadros con los pies, escribió sus memorias y murió con ochenta años batiendo el record de longevidad de los primates. Jiggs nació en Liberia en 1932 y llegó a Hollywood en avión, escondido en el abrigo de su cuidador, le dieron un premio en el Festival de Cine de Peñíscola y una estrella en el Paseo de la Fama, durante un tiempo fumó y bebió whisky sin moderación y la primatóloga Jane Goodall le cantó en su setenta y cinco cumpleaños. La verdad, sin embargo, es que Jiggs se murió de neumonía en la segunda película de Tarzán y a Chita la interpretaron en el resto de la saga quince chimpancés diferentes y un niño disfrazado.

La llamada de la selva
El mono da igual que se vista de seda y tiene el doble de la proporción de masa muscular en los brazos que un hombre, puede aprender doscientas palabras del lenguaje de los sordomudos y es capaz de recordar y de  manifestar tristeza, felicidad, miedo y desilusión. El mono es gracioso cuando se rasca la cabeza con los pies y porque es procaz y pajillero, como un tío solterón,  pero cuando se esquina es mejor prevenirle porque derrocha mala virgen. Al mono hay que enseñarle lo justo, como a los pendejos que salen torcidos y frecuentan los futbolines. El zoólogo Vitus Dröscher recogió la historia del chimpancé John, del zoológico de Chicago, al que le pusieron a ver películas violentas en una tele y aparentemente no las prestó mucha atención y siguió jugando sobre un columpio. Sin embargo, a la mañana siguiente se escondió cuando entró su cuidador, le pegó en la cresta con un palo y se escapó de la jaula. Y el chimpancé Santino, del zoo de Furuvik en Estocolmo, le cogió gusto a apedrear a los visitantes y aprendió a esconder la munición debajo del heno y a hacerse el sueco (¡qué bueno!) disimulando para coger por sorpresa a sus dianas, que solían salir de una pieza porque el mono era incapaz de acertarle a una huerta. Los machos langures indios, considerados la encarnación del dios Hánuman, matan a los hijos de las hembras de su harén que no han sido concebidos por ellos y las siembran de nuevo para asegurarse su propia estirpe, como si fueran reyes. Al mono le sale la selva de improviso, igual que a nosotros en las noches de machos: el chimpancé Travis, que había hecho anuncios de Coca Cola, era la mascota doméstica de Sandra Herold, una viejita de Nueva York, y era un mono burgués que cenaba con vino, se cepillaba los dientes después del almuerzo y navegaba por el internet. Travis sacó la jungla una tarde de febrero de 2009 y atacó a una visita dejándola a las puertas de la muerte a golpes y mordiscos y después acometió a un coche de la pasma rompiéndole el retrovisor hasta que le frieron a tiros. En abril de 2006, treinta chimpancés se fugaron del Santuario Tacugama de Sierra Leona como los bravos de Gerónimo de la Reserva de San Carlos y atacaron a tres turistas norteamericanos y a un taxista local, al que descuartizaron a mordiscos. A otro nativo le arrancaron una mano.

En el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, en enero de 1974, la doctora Jane Goodall observó la primera guerra de los chimpancés por expandir su territorio, que se desató con el asesinato del macho Godi. Dos años antes, siete machos jóvenes se separaron del clan del valle de Kasekela y formaron su propio grupo en la planicie de Kahama. El nuevo clan comenzó a atacar en escaramuzas a sus antiguos compañeros hasta que el siete de enero de 1974 una patrulla de ocho chimpancés del grupo escindido avanzó sigilosamente en fila india hasta que sorprendió a Godi, un macho joven del clan de Kasekela que se había apartado de la manada para comer en solitario. La partida de ataque la formaron seis machos jóvenes, un varón viejo y una hembra. Los jóvenes atacaron a Godi, se sentaron sobre su cabeza y le golpearon durante diez minutos. La hembra jaleaba. Le retorcieron una pierna. Lo remató el macho viejo aplastándole el cráneo con una piedra de dos kilos. Durante los tres años siguientes se libró la guerra por el territorio que acabó cuando el clan de Kahama asesinó al último macho del valle de Kasekela, al que le abrieron la cabeza y un enemigo formó un cuenco con las manos debajo de su barbilla y se bebió su sangre que le manaba desde la frente. Los chimpancés del grupo de Kahama llegaron a practicar el canibalismo y se comieron a las crías del clan enemigo. Los chimpancés del Parque de Gombe eran aprovisionados de comida por los cuidadores, con lo que la guerra no la desató el hambre sino la expansión territorial y el dominio de sus vecinos. Los monos nazis de Gombe invadieron Polonia. Caín puede que fuese un mono que quería tener más sitio y Abel otro que se llevó la peor parte. Caín puede que fuese un pajillero procaz que se rascaba la cabeza con los pies y le hacía mucha gracia a Dios hasta que sacó la mala leche. Malcom de Chazal escribió que los monos son superiores a los hombres porque cuando se miran en un espejo solo ven monos.

MARTÍN OLMOS

La noche sin gabardina

In El cañí on 6 de abril de 2014 at 11:23

A Luis Miguel Iglesias el Piqui le finó un limpiabotas  por la cuenta de dos chatos de vino

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Una calle de Oviedo quedó ensangrentada el 16 de marzo de 1955 a causa del bárbaro crimen cometido por un limpiabotas borracho”  
MARGARITA LANDI

El 16 de marzo de 1955, día de los santos Julián, Agapito y Heriberto, salió Luis Miguel Iglesias, que le decían el Piqui por recogidito, a rendir una zambra de pitarra y madrugada que se acabó torciendo y la terminó sentadito en el cruce de la calle de San Juan con Schultz en Oviedo con una peseta y media en el bolsillo, muerto de dos balazos y huérfano de gabardina. Le tropezó un sereno en bicicleta que venía de meter en la piltra a un huésped de fonda y le tomó por un cristiano que se había tumbado un raudal de cuartillos y estaba roncándola, lo apartó de la carretera para que no se lo llevase por delante un Biscúter y se fue a pedirle un taxi. En la segunda ojeada le vio los dos agujeros en el cuero y la sangre, le intuyó el alma descolgándosele de la percha y vio en el suelo tres casquillos que más tarde le dijeron los chapas que eran del 7´65. El Piqui andaba entre varias faldas porque impartía el amor con desprendimiento  –o porque tenía veinte años y a esa edad se puede- y frecuentaba el ramo bodeguero y las querellas de mesón que no iban más lejos de los mecagüendioses. Al Piqui le salió el pulmonar escueto y no anchó de coraza para llenar un uniforme y cuando le tallaron para ir de quinto le devolvieron al corral por estrecho de caja y se quedó, el pobrecito, sin vestirse de verde oliva. El Piqui había estado de cajonero en una tienda que cerró por quiebra, se puso a estudiar contabilidad y andaba opositando a Telefónica. El Piqui quería porvenir. Tenía novia formal de nombre María Ángeles a la que le llevó un domingo por la tarde al cine a ver “Marcelino Pan y Vino” y por el atrás le requebraba a una bella que atendía por Marily disputándosela a otro mozo. El Piqui era canijo pero audaz y llegaba tarde a casa y su madre doña Amalia le tenía el luto presentido cuando le veía perfumarse para salir de parranda a los chigres de la barriada de San Lázaro. Ay, que algo le va a pasar a mi niño, decía la mujer vete a saber por qué intuición. Las madres trágicas se quedan en casa esperando a los hijos, cosiendo dobladillos y agorando desgracias. A doña Amalia le gustaba María Ángeles por formal y desconfiaba de la Marily porque le acababa el nombre en ye exótica como de pilingui del amateur o por lo menos de fresca. A doña Amalia no le gustaba la compañía de hombrones de bebedero que frecuentaba el hijo, que cuando empitarraban se volvían broncos de vocear y soltar el macho. El Piqui no rehuía la pendencia pero no le acompañaba el cuero y llevaba las de perder.

El Piqui empezó el martes 16 de marzo de 1955, día de los santos Julián, Agapito y Heriberto, cumpliendo en un funeral en el que lloró con sentimiento y figuró en la presidencia del duelo porque le tenía ley al difunto. Después fue también al entierro y como le quedó mal cuerpo se quitó a vermuses el olor a ciprés, empeñó un reloj en el Monte de Piedad por treinta duros y volvió a casa, a eso de las seis de la tarde, con flojera de apetito. Doña Amalia le puso de merendar porque le hiciera la cama a lo que llevaba bebido y le intentó convencer de que no saliera de juerga al anochecer. El Piqui le dijo, en cambio, puede que por molestar, que se iba a ver a la Marily. Doña Amalia le dijo que cogiera la gabardina porque la noche de Oviedo en marzo rociaba relente si se la rendía al sereno. Las madres trágicas que esperan en casa cosiendo dobladillos y agorando desgracias siempre recomiendan gabardina aunque sea verano, y por algo será.

El Piqui se echó sobre el cuero la gabardina, cogió los treinta duros, se puso loción de oler bien y salió a compadrear y, como tenía el reloj empeñado, se le fue gastando la noche sin enterarse en los pesebres de San Lázaro. Si encontró a la Marily, la de la ye pilingui, nadie lo sabe, pero se conoce que acabó en la tasca de La Belmontina, en la calle del Águila, bebiendo con un valentón llamado Manuel Cuesta González, de oficio limpiabotas y falangistón que cargaba pistola. Manuel Cuesta González rondaba los cincuenta y oficiaba de macho bravo cuando enseñaba el plomo y le gustaba multiplicar sus méritos por fardar. Se las daba de sargento militar cuando no ascendió de cabo primero en la milicia y decía que había sido jefe ferroviario por una temporada que fue mozo de estación. En la Belmontina el Piqui ya tenía fundidos los treinta duros y riñó con el limpiabotas por quién convidaba la última. El patrón del changarro le tomó la gabardina en prenda para no palmar y los dos empinadores salieron de la tasca metidos en discusión y media hora después Manuel Cuesta le pegó tres tiros al Piqui en la esquina de Schultz con la calle de San Juan. Dos balas le dieron de muerte y la otra se clavó en una máquina de caramelos que había en una tienda de  ultramarinos. Así la entregó en la mitad de la calle el pobrecito Luis Miguel Iglesias, que le decían el Piqui por magro, húmedo de vino y de orvallo y sin gabardina y con una peseta y media que le quedó del préstamo del reloj y la madre esperando en casa, presintiéndole el luto y cosiendo dobladillos.

Al funeral del Piqui acudió la mitad de Oviedo y la madre preguntó por la gabardina. Le dijeron, mujer, no la llevaba y le encontraron a cuerpo bravo. Manuel Cuesta González le dio el pésame a doña Amalia en el velorio y dijo a aquel que le quisiera oír que había que colgar al canalla que asesinó a un chaval que estaba en la flor de la vida. Después le dijo al segundo jefe de la Guardia Municipal que la policía no estaba haciendo lo suficiente por echar el guante al criminal. El crimen del Piqui lo instruyó el juez don Manuel de la Cruz y lo investigó el comisario García Cofiña y Margarita Landi le sacó la reseña en El Caso. Manuel Cuesta González le prometió la muerte al patrón de La Belmontina si decía la gabardina y en la calle tuvo otro pleito con otro muchacho al que le enseñó la pistola del 7´65. No se le había quitado el bocón por asesino y seguía riñendo grescas y pistoleando como un matón. Le trincaron en cinco días en un cuarto en el que dormía en la travesía de la Silla del Rey. Primero cantó por la milhombres diciendo que de él no se reía nadie y que le importaba poco pegarle  tres tiros a uno como hay Dios y luego, cuando la vio negra, contó que el Piqui le amenazó con darle dos bofetadas y se tuvo que defender. Se tuvo que defender a muerte el medio sargento hombrón del pobre Piqui de veinte abriles, curda y tieso de frío porque iba sin gabardina y dispensado de la quinta por escurrido, ya ven. Manuel Cuesta González pasó nada más que dos años de trullo, dicen que le menguaron la penitencia por la falangista,  y cuando salió le puso una demanda a Matgarita Landi por injuriarle el honor, que no prosperó.

El crimen del Piqui fue habitual como los lunes, como de cocido de garbanzos, y no tuvo marquesas ni sacamantecas. Fue un crimen de dos chatos de pitarra y de calentón, de nochecita flamenca que se va torciendo y torciendo y hoy ya no se cosen tantos dobladillos porque la raza ha ido medrando, que da gusto verla, pero las madres trágicas siguen esperando a que los hijos vuelvan del botellón con gabardina para que no les agarre un catarro y sin enredos de honores curdas que parecen tan importantes de madrugada y siguen esperando, por Dios, que vuelvan de una pieza los hijos, los hijos.

MARTÍN OLMOS