Cho Seung-hui tenía acné, una novia extraterrestre y dos pistolas. En un par de horas mató a más de treinta personas
“Este es un día de duelo para la comunidad de la Universidad de Virginia y un día de tristeza para la nación en su conjunto”
GEORGE W. BUSH. Cuadragésimo presidente de los Estados Unidos.
La adolescencia es una tregua con granos de pus y gallos en la voz en la que el que la padece se cree que es el centro del universo, que siempre tiene razón y que la humanidad entera conspira contra él. Si logra sobrevivirla, descubre que no siempre estuvo en lo cierto y pierde la cuenta de las cosas que ignora, comprende que es prácticamente invisible a los ojos de casi todo el mundo –excepto en época de elecciones- y que solo un par de personas (que son generalmente de su familia) gastan alguna vez un pensamiento en él. La adolescencia a veces se alarga, como las visitas, y a uno le sale la voz de hombre pero no se saca las posturitas de James Dean ni la mala uva y anda por la calle mirando mal a la gente y buscando camorra. Un adolescente perpetuo no es una inutilidad completa y la sociedad le suele sacar rendimiento y se han dado casos numerosos de hombres que han superado la edad del pavo a los sesenta y tres años y hasta entonces han sido capaces de conservar un empleo decente y de sentar las bases de una estirpe. Los hombres no maduramos, solo nos hacemos viejos, decía William Holden. La adolescencia como enfermedad es un invento del occidente urbano para que coman los psicólogos, porque en el campo, cuando el mozo pega el estirón y le prenden las partes, le mandan a la labor y los madrugones no le dejan tiempo para tonterías. A la adolescencia se le puede culpar de vestir sin decoro, de querer tocar el tambor en un velatorio y de considerar un eructo la expresión más sublime para coronar una velada con la abuela, pero no se le puede hacer responsable de que un tío con la gorra puesta del revés perpetre una matanza porque ha pasado una mala semana. Para que esto ocurra, el chaval de la gorra del revés tiene que criar un cuadro de psicopatía que excede la circunstancia de haberse visto treinta veces “Rebelde sin causa” y tiene que vivir en una comunidad con una legislación de risa en materia de acarrear pistolones.
El chico amarillo
Cho Seung-hui llevaba la gorra puesta del revés. Eso te deja la cara expuesta al sol y la visera pierde su sentido, pero no es grave. A parte de eso, Cho Seung-hui se ponía gafas de sol por la noche, tenía una novia extraterrestre que se llamaba Jelly y viajaba en una nave espacial y había tenido dos apercibimientos policiales por acosar a dos muchachas de las que pensó que se había enamorado. Había nacido en 1984 en Seúl, en Corea del Sur, y cuando tenía ocho años su familia emigró a los Estados Unidos para vivir el sueño americano, que consistió en que sus padres trabajasen doce horas seguidas en la plancha de una tintorería y dejasen a los niños bajo la custodia de la tele. A Cho Seung-hui le enseñaron el inglés los teleñecos. En cualquier caso era un niño raro que hablaba tan poco que los médicos pensaron que era autista. En realidad, no tenía nada bueno que decir. En la escuela le llamaban Limón, le gustaba el baloncesto pero era incapaz de encestar una pelota dentro del océano Pacífico y cargaba con un cuadro de trastorno bipolar, depresión y esquizofrenia paranoide. En su mundo paralelo, además de tener una novia de otra galaxia, tomaba copas con el presidente ruso Vladimir Putin en la Plaza Roja de Moscú. En el instituto tocaba el trombón aceptablemente bien, pero tan bajo que le echaron de la banda, y tenía un cuaderno de tapas negras en el que escribía los nombres de la gente que quería matar. El primero de la lista era su padre. El segundo, su párroco de la iglesia católica de Woodbridge, que decía que llevaba el demonio dentro.
Trabajando la empatía
Cuando se graduó en el instituto se inscribió en la Universidad Estatal de Virginia para estudiar literatura inglesa y se alojó en una habitación compartida en el campus. En el segundo año le expulsaron de la clase de Creación Poética por escribir versos obscenos y sacar fotos con su móvil a las piernas de las chicas. Nadie le oyó nunca acabar una frase, dormía con la luz encendida y se compró dos pistolas automáticas: una Walter del 22 y una Glock de nueve milímetros. Dos chicas le denunciaron por acoso, Cho las seguía y les llenaba la bandeja de sus teléfonos con mensajes indecentes. La poli le visitó en su habitación del campus. Tómatelo con calma, le dijeron. No te pases de la raya, Limón. Le mandaron al Hospital Psiquiátrico Carilion St. Albans y el doctor Roy Crouse determinó que estaba majareta y anotó en su historia clínica una recomendación de internamiento. A uno de sus compañeros de habitación le dijo que quería matarse. Bueno, también decía que su imaginaria novia marciana era una supermodelo. También decía que Eric Harris y Dylan Klebold, los francotiradores de la carnicería de la Escuela Secundaria de Columbine de 1999, eran dos mártires incomprendidos. Decía eso y poco más, porque se encontraba más a gusto sin decir ni pío. Se sentaba en clase, miraba a la pared, no abría la boca, evitaba el contacto visual con los ojos de los demás y su cabeza era una olla a punto de ebullición. La profesora Lucinda Roy pensó que había remedio y le propuso tutorías individuales, le dio clases a solas y le dijo que tenía que trabajar la empatía. Quiso jugar a los Poetas Muertos. Oh capitán, mi capitán. Cho la sacaba fotos con su teléfono móvil. Lucinda Roy se asustó. Pidió un guardia de seguridad. Le dijo al chico que tenía que aprender a comunicarse. ¿Cómo se hace eso?, le preguntó Cho. Lucinda Roy le dijo: Prueba a decir simplemente “Hola, cómo estás”. Las semanas previas al lunes 16 de abril de 2007 Cho compró cuatrocientas balas de los calibres veintidós y nueve milímetros, un cuchillo de cazador y un chaleco de camuflaje. Llamó a la universidad diciendo que alguien había puesto una bomba y estudió el tiempo de reacción de la poli, envió 27 videos a la cadena de televisión NBC con un manifiesto lunático y alquiló los servicios de una fulana para que bailase en cueros delante de él. El lunes 16 de abril se despertó a las cinco de la mañana, se dio crema para los granos de acné y salió al campus. Se puso la gorra del revés. A las siete y cuarto se cruzó con Emily Hilscher, de 18 años, estudiante de medicina avícola. Quería ser veterinaria de caballos. Cho trabajó la empatía. Le dijo: “Hola, cómo estás”, y le pegó dos tiros.
Durante las siguientes dos horas Cho recorrió a sus anchas las aulas de la Universidad de Virginia matando a treinta y dos personas, entre alumnos y profesores. Gastó 170 balas. Casi eran las diez cuando él mismo se voló la tapa de los sesos disparándose simultáneamente con sus dos pistolas. Karan Grewal, uno de sus compañeros de habitación, dijo más tarde: ¿Para qué se daría crema para el acné si tenía pensado volarse la cabeza? Se dice que uno descubre el sexo del toro cuando le ve los machos y Cho dio avisos suficientes para suponer que era peligroso. Después todos lo supieron, qué linces. Le vieron los huevos al toro. Cho compró un cuchillo, pero no lo usó. Matando con la intimidad del cuerpo a cuerpo se hubiesen atenuado las bajas. Es un matiz práctico, ni penal ni moral. Sin embargo Cho pudo adquirir dos pistolas semiautomáticas a pesar de arrastrar una historia de desequilibrio porque vivía en un país donde por comprar dos paquetes de magdalenas te regalan un cañón antitanque y un barril de balas. La pistola Walter del 22 la compró por internet y la Glock del nueve en la armería de Roanoke, presentando un carnet de conducir de Virginia, un permiso de residencia y un talonario de cheques. Por unos quinientos pavos. Lo que cuestan dos gabardinas decentes y un par de botas de agua.
MARTÍN OLMOS