MARTÍN OLMOS MEDINA

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Masacre en la universidad

In Matanzas on 25 de octubre de 2012 at 17:55

Cho Seung-hui tenía acné, una novia extraterrestre y dos pistolas. En un par de horas mató a más de treinta personas

“Este es un día de duelo para la comunidad de la Universidad de Virginia y un día de tristeza para la nación en su conjunto”
GEORGE W. BUSH. Cuadragésimo presidente de los Estados Unidos.

La adolescencia es una tregua con granos de pus y gallos en la voz en la que el que la padece se cree que es el centro del universo, que siempre tiene razón y que la humanidad entera conspira contra él. Si logra sobrevivirla, descubre que no siempre estuvo en lo cierto y pierde la cuenta de las cosas que ignora, comprende que es prácticamente invisible a los ojos de casi todo el mundo –excepto en época de elecciones- y que solo un par de personas (que son generalmente de su familia) gastan alguna vez un pensamiento en él. La adolescencia a veces se alarga, como las visitas, y a uno le sale la voz de hombre pero no se saca las posturitas de James Dean ni la mala uva y anda por la calle mirando mal a la gente y buscando camorra. Un adolescente perpetuo no es una inutilidad completa y la sociedad le suele sacar rendimiento y se han dado casos numerosos de hombres que han superado la edad del pavo a los sesenta y tres años y hasta entonces han sido capaces de conservar un empleo decente y de sentar las bases de una estirpe. Los hombres no maduramos, solo nos hacemos viejos, decía William Holden. La adolescencia como enfermedad es un invento del occidente urbano para que coman los psicólogos, porque en el campo, cuando el mozo pega el estirón y le prenden las partes, le mandan a la labor y los madrugones no le dejan tiempo para tonterías. A la adolescencia se le puede culpar de vestir sin decoro, de querer tocar el tambor en un velatorio y de considerar un eructo la expresión más sublime para coronar una velada con la abuela, pero no se le puede hacer responsable de que un tío con la gorra puesta del revés perpetre una matanza porque ha pasado una mala semana. Para que esto ocurra, el chaval de la gorra del revés tiene que criar un cuadro de psicopatía que excede la circunstancia de haberse visto treinta veces “Rebelde sin causa” y tiene que vivir en una comunidad con una legislación de risa en materia de acarrear pistolones.

El chico amarillo
Cho Seung-hui llevaba la gorra puesta del revés. Eso te deja la cara expuesta al sol y la visera pierde su sentido, pero no es grave. A parte de eso, Cho Seung-hui se ponía gafas de sol por la noche, tenía una novia extraterrestre que se llamaba Jelly y viajaba en una nave espacial y había tenido dos apercibimientos policiales por acosar a dos muchachas de las que pensó que se había enamorado. Había nacido en 1984 en Seúl, en Corea del Sur, y cuando tenía ocho años su familia emigró a los Estados Unidos para vivir el sueño americano, que consistió en que sus padres trabajasen doce horas seguidas en la plancha de una tintorería y dejasen a los niños bajo la custodia de la tele. A Cho Seung-hui le enseñaron el inglés los teleñecos. En cualquier caso era un niño raro que hablaba tan poco que los médicos pensaron que era autista. En realidad, no tenía nada bueno que decir. En la escuela le llamaban Limón, le gustaba el baloncesto pero era incapaz de encestar una pelota dentro del océano Pacífico y cargaba con un cuadro de trastorno bipolar, depresión y esquizofrenia paranoide. En su mundo paralelo, además de tener una novia de otra galaxia, tomaba copas con el presidente ruso Vladimir Putin en la Plaza Roja de Moscú. En el instituto tocaba el trombón aceptablemente bien, pero tan bajo que le echaron de la banda, y tenía un cuaderno de tapas negras en el que escribía los nombres de la gente que quería matar. El primero de la lista era su padre. El segundo, su párroco de la iglesia católica de Woodbridge, que decía que llevaba el demonio dentro.

Trabajando la empatía
Cuando se graduó en el instituto se inscribió en la Universidad Estatal de Virginia para estudiar literatura inglesa y se alojó en una habitación compartida en el campus. En el segundo año le expulsaron de la clase de Creación Poética por escribir versos obscenos y sacar fotos con su móvil a las piernas de las chicas. Nadie le oyó nunca acabar una frase, dormía con la luz encendida y se compró dos pistolas automáticas: una Walter del 22 y una Glock de nueve milímetros. Dos chicas le denunciaron por acoso, Cho las seguía y les llenaba la bandeja de sus teléfonos con mensajes indecentes. La poli le visitó en su habitación del campus. Tómatelo con calma, le dijeron. No te pases de la raya, Limón. Le mandaron al Hospital Psiquiátrico Carilion St. Albans y el doctor Roy Crouse determinó que estaba majareta y anotó en su historia clínica una recomendación de internamiento. A uno de sus compañeros de habitación le dijo que quería matarse. Bueno, también decía que su imaginaria novia marciana era una supermodelo. También decía que Eric Harris y Dylan Klebold,  los francotiradores de la carnicería de la Escuela Secundaria de Columbine de 1999, eran dos mártires incomprendidos. Decía eso y poco más, porque se encontraba más a gusto sin decir ni pío. Se sentaba en clase, miraba a la pared, no abría la boca, evitaba el contacto visual con los ojos de los demás y su cabeza era una olla a punto de ebullición. La profesora Lucinda Roy pensó que había remedio y le propuso tutorías individuales, le dio clases a solas y le dijo que tenía que trabajar la empatía. Quiso jugar a los Poetas Muertos. Oh capitán, mi capitán. Cho la sacaba fotos con su teléfono móvil. Lucinda Roy se asustó. Pidió un guardia de seguridad. Le dijo al chico que tenía que aprender a comunicarse. ¿Cómo se hace eso?, le preguntó Cho. Lucinda Roy le dijo: Prueba a decir simplemente “Hola, cómo estás”. Las semanas previas al lunes 16 de abril de 2007 Cho compró cuatrocientas balas de los calibres veintidós y nueve milímetros, un cuchillo de cazador y un chaleco de camuflaje. Llamó a la universidad diciendo que alguien había puesto una bomba y estudió el tiempo de reacción de la poli, envió 27 videos a la cadena de televisión NBC con un manifiesto lunático y alquiló los servicios de una fulana para que bailase en cueros delante de él. El lunes 16 de abril se despertó a las cinco de la mañana, se dio crema para los granos de acné y salió al campus. Se puso la gorra del revés. A las siete y cuarto se cruzó con Emily Hilscher, de 18 años, estudiante de medicina avícola. Quería ser veterinaria de caballos. Cho trabajó la empatía.  Le dijo: “Hola, cómo estás”, y le pegó dos tiros.

Durante las siguientes dos horas Cho recorrió a sus anchas las aulas de la Universidad de Virginia matando a treinta y dos personas, entre alumnos y profesores. Gastó 170 balas. Casi eran las diez cuando él mismo se voló la tapa de los sesos disparándose simultáneamente con sus dos pistolas. Karan Grewal, uno de sus compañeros de habitación, dijo más tarde: ¿Para qué se daría crema para el acné si tenía pensado volarse la cabeza? Se dice que uno descubre el sexo del toro cuando le ve los machos y Cho dio avisos suficientes para suponer que era peligroso. Después todos lo supieron, qué linces. Le vieron los huevos al toro. Cho compró un cuchillo, pero no lo usó. Matando con la intimidad del cuerpo a cuerpo se hubiesen atenuado las bajas. Es un matiz práctico, ni penal ni moral. Sin embargo Cho pudo adquirir dos pistolas semiautomáticas a pesar de arrastrar una historia de desequilibrio porque vivía en un país donde por comprar dos paquetes de magdalenas te regalan un cañón antitanque y un barril de balas. La pistola Walter del 22 la compró por internet y la Glock del nueve en la armería de Roanoke, presentando un carnet de conducir de Virginia, un permiso de residencia y un talonario de cheques. Por unos quinientos pavos. Lo que cuestan dos gabardinas decentes y un par de botas de agua.

MARTÍN OLMOS

Ley y cerveza

In El Far West on 25 de octubre de 2012 at 17:44

El juez Roy Bean inclinaba la ley hacia el más sediento, tenía un oso que se llamaba Mister Bruno y pensaba que los chinos no eran seres humanos

“Bean se proveyó de un cuaderno en el que empezó a redactar sus leyes alternándolas con anotaciones sobre las partidas de póquer que disputaba”
RAFAEL ABELLÁ.

La demostración incontestable de que el Juez de la Horca Roy Bean fue cocinero antes que fraile era la cicatriz que ostentaba en el cuello de una vez que le quisieron despedir en la frontera mejicana por enredarse con la mujer del prójimo. Los carnales del cornudo le dejaron colgando de un árbol con las botas a tres pies del suelo polvoriento y si el señor Bean, que en aquellas se dedicaba a la mercachiflería ambulante, no murió descoyuntado fue porque la soga que utilizaron se la habían comprado a él y la trenza estaba podrida de puro vieja, a pesar de que el señor Roy Bean anunciaba su género como de primera. A partir de ese día sufrió de rigidez de pescuezo y cuando cambiaba el tiempo amanecía tieso como una estaca y tenía que aplicarse friegas en la nuca de aguardiente y pimienta. Bean vendió leña verde y leche aguada, y pencos viejos como los Mandamientos como si fueran corceles recién desbravados por el sistema de prenderles una aguja en la base de las orejas para que las mantuviesen firmes como los potros jóvenes. Si tenía que pelear procuraba hacerlo con ventaja y mató a tiros a un borracho que le sacó un cuchillo en un tinglado de Chihuahua y a un mestizo en California, en una reyerta por faldas en el bar El Cuartel, que regentaba con su hermano Joshua, que con el tiempo llegó a ser alcalde de San Diego y murió asesinado por un marido al que le empezó a quedar pequeño el sombrero. Bean timbeaba con barajas de cinco ases, no cumplía sus promesas y durante la Guerra de Secesión capitaneó una banda de contrabandistas que se hacían llamar Los Vagabundos Libres que  robaban armas en México y las vendían a la Confederación. De tanto bordear la frontera se acabó enganchando con la chola Anastasia Chávez, que le enseñó los rudimentos del español y a desconfiar de los indios yaquis. Con ella puso choza en San Antonio de Texas y tuvo cuatro hijos que se llamaron Roy, Laura, Zulema y Samuel y la chola Anastasia engendró por su cuenta un descuido al que llamó John, cuya condición de vástago de trastienda no le quitaba el hambre y había que cebarlo como a los legítimos. Sea como fuere, Roy Bean se las arregló para conservar el pellejo y subsistir con estrechuras a base de vender a la projimería gatos como si fueran liebres paseándose, según el viento que soplase, por ambos lados de la ley. A la edad de 57 años, cuando los demás hombres empezaban a pensar en una dieta más blanda, lió la alforja, abandonó la camada sin mirar atrás y siguió la estela del progreso con alegre determinación. El ferrocarril estaba partiendo en dos el país de Texas, el de los indios comanches, las manadas infinitas y los campos amarillos, y Bean encontró tajo en las vías, poniendo cantina en Vinegaroon, un secarral de saguaros y serpientes de cascabel que se levantaba en la mitad de la línea de San Antonio a El Paso. En Texas llaman vinegaroon a un alacrán negro y chiquito cuya picadura es mortal, en Texas había poca agua y poca ley y Roy Bean entendió que las apariencias, generalmente, engañan. En el valle del río Pecos la única ley que se respetaba era la del árbol alto y el colt de seis tiros, el juzgado más cercano estaba a 500 kilómetros y la mitad de la población no sabía leer. Bean gastaba barba cana de patriarca, figura rotunda y la voz profunda del que parece que sabe lo que dice, con lo que las autoridades del condado le nombraron juez de paz presuponiendo que un hombre que había alcanzado su edad sin agujeros en el cuero podía poner algo de orden en el desierto salvaje. Era 1882, los tiempos estaban cambiando y Roy Bean se convirtió en el legislador más pintoresco de la frontera a pesar de que pensaba que “habeas corpus” era una blasfemia, apenas sabía escribir y las únicas leyes que conocía era por haberlas transgredido.

Bean levantó su juzgado en el villorrio de Langtry, al lado del Río Grande, en una barraca desvencijada que a la vez era el bar del pueblo. Impartía la justicia sentado en un barril en el porche, con un sombrero de paja para que el sol no confundiese su dictado y usando como mazo la culata de un colt 45, y en los recesos de las sesiones abría la tasca y servía cerveza fría y un whisky turbio del color de un céntimo de cobre. En sus veredictos influía directamente la cantidad de rondas que el acusado pagase y si la vista se alargaba se hacía una pausa para dormir la curda y se continuaba al día siguiente. De mascota tenía un oso grizzly que atendía al nombre de Mister Bruno, el bicho, que era enorme, estaba completamente alcoholizado y el juez le limaba las garras cuando dormía las tajadas en el suelo del juzgado. Montesquieu dijo que las leyes deben adaptarse a los hombres y no al contrario y Bean, que no sabía quién era Montesquieu, las adoptó a su propia conveniencia y llegó a la conclusión de que era ocioso colgar a un cristiano cuando aún le quedaban unos dólares que ordeñar. Una vez que encontraron a un tipo muerto en el desierto el juez le cacheó y le encontró un revólver y 40 dólares, así que le impuso una multa póstuma de la misma cantidad por ocultación de armas y, en otra ocasión, cuando un sediento le pagó una cerveza de 30 centavos con un billete de veinte dólares y no obtuvo el cambio recibió una multa de 19 con 70 por desacato a la autoridad. El importe de las penalizaciones iba directamente a su caja de cigarros porque sostenía que el juzgado no costaba un chavo al erario porque se autofinanciaba. Le llamaron el Juez de la Horca pero ahorcó poco y con desgana, el verdadero juez sin piedad fue Isaac Parker, que sí había estudiado derecho y ejerció en Fort Smith, Arkansas, en donde colgó a 190 desgraciados en veinte años demostrando que le gustaba más balancear a un reo que a un lechón las seis ubres de su madre. En la particular jurisprudencia del juez Bean se afirmaba que un chino no era un ser humano, conclusión a la que llegó cuando un irlandés mató a uno y sus compinches amenazaron con destrozarle el tinglado si le condenaban,  y dictó la independencia de un islote en mitad del Río Grande para celebrar el campeonato mundial de boxeo, que estaba prohibido en Texas, que disputaron en 1896 Bob Fitzsimmons y Pete Maher. El juez fue constantemente reelegido porque se presentaba en el colegio electoral con una escopeta del diez y en una ocasión se contaron más votos que habitantes; Bean creía firmemente en el sufragio cualitativo y sus partidarios votaban tres veces. Y Mister Bruno, que estaba censado, también. Roy Bean murió en 1903 con ochenta años, se dijo que le mató el mestizo Joey Garza de un tiro a traición con un rifle de precisión, pero en realidad se cayó del pescante de un carro cuando estaba borracho como una cuba. Su ley resulta arbitraria para un librepensador de estos tiempos (y para un chino de cualquier época) porque se inclinaba hacia el que más cerveza gastaba, pero ahora sale absuelto el que contrata, en vez de jarras,  un despacho mejor. Los abogados de oficio tienen mucho tajo y han dormido mal. El oso Mister Bruno murió poco después que su amo, de pena que le dio.

MARTÍN OLMOS

Tragicomedia caníbal

In Caníbales on 25 de octubre de 2012 at 17:29

Jeffrey Dahmer quería tener un novio zombi y dos policías pensaron que era normal que un laosiano corriese desnudo y esposado por las calles de Milwaukee

“Dahmer era un enfermo mental, aunque a veces pareciera estar en su sano juicio y racionalizara su conducta»
ROBERT RESSLER. Criminólogo.

Como en el tablao de la farsa, en la biografía macabra del caníbal Jeffrey Dahmer coincidió el disparate con el horror y al final, cuando solo quedaron los despojos de la carnicería, puso el circo su feria y todo el mundo quiso sacarle al monstruo su rendimiento.

El pobrecito Jeffrey Dahmer nació en 1960 en Milwaukee, Wisconsin, y enseguida comprendió que no tenía nada que decir y se mantuvo calladito mientras sus padres rompían la vajilla. Su madre practicaba la autocompasión y su padre la química y el niño se daba garbeos desamparados con carita de pena, solito y sin decir nada, y los vecinos le dedicaban una ración de compasión que, si la gestionaban correctamente, les servía para pasar la semana como buenos cristianos. La principal función de la compasión es dulcificar las digestiones de los que la padecen, lo que no les obliga a levantarse de la mesa y echar una mano a fregar los platos. Milwaukee es la ciudad de los Estados Unidos en la que más se empina el codo y durante décadas ha sostenido a las cuatro mayores productoras cerveceras del mundo. A Jeffrey Dahmer le operaron de una hernia a los siete años y a los ocho mató a los gatos de su callejón, los desmembró y guardó sus huesos en un tarro de melocotones que rellenó con formol. A los diez clavó la cabeza de un perro en una estaca, a los doce bebía como un sargento de regulares y a los trece estaba definitivamente alcoholizado, lo que era  una precocidad incluso para Milwaukee.

La pasma en Babia
A los diecisiete años su padre cogió las de Villadiego y su madre se merendó un tubo de pastillas para roncar y acabó meando por una sonda. Jeffrey terminó el instituto, entró en la universidad por la puerta principal y salió por la de atrás después de pasarse trompa un semestre entero. En los infrecuentes interludios de serenidad se iba a ver los entrenamientos de los machos del rugby, que sudaban con ostentación. Calibró cuál era la pierna que le cojeaba y comprendió que era lo que en fino dicen un nefandario y en los billares un bujarrón. Cuando tuvo dieciocho años recogió a un chaval en autostop, se llamaba Steven Hicks, y quiso ver en su compañía el rojizo amanecer. Hicks era diestro de costumbres y le dio calabazas, y Jeffrey le mató rompiéndole la cabeza con una pesa de mancuerna y le hizo el responso haciéndose un consuelo que el muchacho no estuvo en condiciones de agradecer.  Después le troceó con un cuchillo montañero, guardó los despojos en tres bolsas de basura y las metió en el maletero. Iba a tirarlas en un vertedero cuando le paró la poli por pisar la línea continua. Los pasmas le endosaron una multa y le preguntaron por las bolsas, pero como olían mal no miraron lo que tenían dentro. Jeffrey regresó a casa y las escondió en una tubería. Pagó la multa y se alistó en el ejército, le destinaron a una base en Alemania y le dieron la licencia por borracho. Volvió a Milwaukee y alquiló un apartamento, mangó un maniquí y le preparó los desayunos, vivió con él un idilio y después empezó a frecuentar los bares en los que ponían a Village People y ligó con jóvenes de tez morena. El maniquí se puso triste. Le gustaban los negritos, le gustaban los chinitos, él era el blanco rubio anglosajón y perseguía el dominio. Se llevaba a los chicos a su apartamento y les drogaba la bebida y cuando estaban fritos los estrangulaba, les disfrutaba antes de que se pusieran tiesos y después los descuartizaba. Sacaba fotos de la carnicería y hervía sus cabezas para quedarse con los cráneos pelados, que pintaba con aerosol de maquetas de color azul y los ponía sobre una balda, sujetando los libros. Los genitales los guardaba en tarros con formol, las partes blandas se las zampaba y el resto lo diluía en ácido dentro de  un bidón que echaba pestes. Dahmer buscaba el novio perfecto, que estuviese dispuesto para la lidia pero que no diese mucha conversación y que no se fuese al amanecer. Quiso crear zombis por el sistema de trepanarles el cráneo e inyectarles ácido en el cerebro pero sus proyectos la diñaban y luego se los tenía que comer. En mayo de 1991 se llevó a casa a Konerak Sinthasomphone, un laosiano de catorce años que apenas hablaba inglés, le drogó, le esposó y le hizo un agujero en la cresta con un taladro de bricolaje. Antes de acabarlo, Dahmer se agarró una curda y Konerak se escapó más muerto que vivo. Los agentes de policía Joseph Gabrish y John Balcerzak le interceptaron en la calle. El chico estaba en cueros, esposado, hablaba raro y le sangraba la cabeza. Les llevó al apartamento de Dahmer y éste les dijo que era su novio, que estaban de juerga loca y que se habían peleado. A Gabrish y a Balcerzak les pareció una riña de sarasas. Debían ser hombres de mundo y no les extrañó la pared manchada de sangre, las fotos de descuartizamientos, las calaveras sujetando los libros y el olor a sumidero. Quién no se ha encontrado alguna vez a un chino desnudo, esposado  y con un agujero en la cabeza. Dejaron al muchacho en el matadero y se fueron a comer donuts. Dahmer se lo zampó. Hay polis sagaces, polis del montón y Gabrish y Balcerzak, que eran unos linces.

El caníbal pop
Un mes después, a Dahmer se le volvió a escapar un novio. Tracy Edwards salió pitando de su apartamento desnudo y con las esposas puestas. Ese día no estaba Charlot patrullando el barrio. Un poli que tenía dos dedos de frente detuvo a Dahmer. Como no tenía tanto mundo como Gabrish y Balcerzak le pareció sospechoso encontrarse una cabeza humana en la nevera. Es lo malo de un poli paleto, que no sabe lo que es el art decó. A Dahmer le juzgaron por diecisiete asesinatos y nadie puso en duda que estaba como una cabra, pero le condenaron como si estuviese cuerdo y le sentenciaron a mil años de trullo. Se salvó de la parrilla porque en Wisconsin no hay pena de muerte. Como era rubio y guapo le salió un club de fans que le escribió cartas de amor. Un estampador de camisetas vendió delantales con su cara y una asociación de vecinos con iniciativa comercial compró en una subasta el bidón del ácido, las fotos y los trastos de matar para exhibirlos en un museo de los horrores. Tracy Edwards quiso hacer agosto y salió en la tele dando por hecho que su condición de víctima le convertía en un hombre justo, pero resultó que fue reconocido por una chica a la que violó y le metieron en la cárcel. Una fábrica de taladros refrendó la calidad de su género poniendo la cara de Dahmer en la publicidad. Dahmer no percibió dividendos. Se convirtió en un recurso económico local, en el caníbal pop, y salió en un episodio de “South Park”. Le mantenían aislado en la prisión de Portage, en el condado de Columbia, y pidió que le dejaran salir al patio para socializarse con los demás presos. En 1994, Christopher Scarver, un recluso esquizofrénico, le socializó la cabeza con una barra de pesas y le mandó al otro barrio. En la prisión de Portage prohibieron la halterofilia. Se murió el caníbal pero no el negocio. Sus padres, que estaban divorciados, se pelearon por su cerebro: papá quería enterrarlo sin ruido y mamá vendérselo a un hospital psiquiátrico. Sacaron tajada los abogados. Como siempre.

MARTÍN OLMOS

El pistolero diestro

In El Far West on 19 de octubre de 2012 at 11:45

Un error al reproducir el único retrato de Billy el Niño divulgó la leyenda de que era zurdo

“En esa fotografía Billy el Niño parece tosco y zafio”
MICHAEL ONDAATJE.

El Kid Billy aportó a la Frontera su inagotable leyenda de coraje joven. Dios puso los crótalos y el paisaje inhóspito y los bailes tapatíos pusieron la sangre mestiza. Las mujeres morenas tenían el vientre de cobre y los ojos negros y los gringos las sembraban sobre las jarapas y tomaban los tequilitas olvidando la añoranza del norte. Les decían güeros a los mejicanos rubios que abundaban la lindería. Al Kid Billy le contaban en las fogatas que pintaban el cielo de la raya de atardecer y de melancolía. Al pastor güero le era natural la guitarra y recién compaseaba la chicharra se ponía a cantar: “Fue una noche oscura y triste/ en el pueblo de Fort Summner/ cuando el sheriff Pat Garrtett/ a Billy el Niño mató/ a Billy el Niño mató”. Ahora ya no le cuentan tanto al Kid Billy porque se ha ido perdiendo la costumbre de apurar la noche contando y se han perdido las fogatas, que eran rojas y parecían eternas. “Mil ochocientos ochenta y uno,/ presente lo tengo yo,/ cuando en la casa de Pedro Maxwell/ nomás dos tiros le dio,/ nomás dos tiros le dio”. Del Kid se dijo mucho pero se sabía poco; se sabía su valor, su edad escueta, su muerte pronta y violenta, su risa mellada y su joven vanidad, que tenía algo de blasfemia. Se sabían sus novias de ojos negros. “Vuela, vuela palomita,/ a los pueblos de Río Pecos,/ cuéntale a las morenitas/ que ya su Billy murió,/ que ya su Billy murió”. Del Kid se quiso saber una infancia pendenciera en el arrabal de Nueva York, el asesinato temprano de un minero que mentó a su madre a destiempo y el dominio incontestable de su mano zurda y, sin embargo, los tres hechos se tuvieron, a la fuerza, que desmentir: del primero tuvo la culpa Borges, que le inventó al Niño un pretérito violento en los conventillos del Bowery, del segundo tuvo la culpa el adorno de un corrido y del tercero un retrato que se hizo el Kid en Fort Summner un año antes de morir y que le devolvió la imagen como el reflejo de un arroyo. Se imprimió aquella fotografía invertida en los almanaques y se vio al Niño como él mismo se miraba cuando se asomaba a un espejo, en vez de verlo como lo hicieron los hombres que lo afrontaron, y fue quedando la certeza de un Kid zurdo como Judas.

Hasta no hace tanto tiempo, el lujo de la fotografía era un acontecimiento extraordinario, como el natalicio de una infanta o un eclipse de sol. Hoy, sin embargo, un tío se va un puente a París y vuelve con un millón de fotos debajo del brazo. De la Torre Eiffel, del Planet Hollywood y así. A ver si quedamos un domingo por la tarde en casa y las vemos, que hago una sangría y lo pasamos fetén. Sí, claro. Fetén. De aquellas tardes fetén ha quedado la conclusión de que si no hay refrendo gráfico no se rindió el viaje, y lo malo es cuando se va uno a Pisa y tiene que echar la jornada encuadrando la foto chorra de la parienta sujetando la torre. Que graciosa queda. De aquellas tardes fetén queda la conclusión de no querer ir a más tardes fetén. Antes, la fotografía era un rito solemne que se permitían cuatro, que posaban con la ropa del domingo, delante de un trampantojo que dibujaba un jardín veneciano y con cara de susto y los demás nos teníamos que recordar de memoria. Ahora se tiran fotos como se dan consejos, a la buena de Dios y a lo que salga, y lo que sale es un tonto poniéndole cuernos al padrino, un niño haciéndose el bizco y  la novia enseñando la liga.

La imagen invertida
No abundaban los fotógrafos en el territorio copioso  del Nuevo México y los hombres olvidaban los rostros de sus muertos. En 1880 paraba en Fort Sumner el Niño Billy y compartía un techo de adobe con su cuate pistolero Charlie Bowdre. Decían en la cantina que también le compartía a la mujer, que se llamaba Manuela. El Niño ya andaba tasado por asesino y mandaba una banda de cuatreros que oficiaba entre Tascosa y las minas de White Oaks, en la tierra mescalera. El sheriff Pat Garrett ya le andaba detrás. El Niño gastaba sus ocios suerteando el naipe en las tambarrias, generalmente al juego del monte español, y rasgaba con desigual talento el guitarrón en el mariachi, pero se le daba mejor bailar el tapatío a las chamacas en las romerías, danzando guapo sobre una teja. Llegó a Fort Sumner en otoño un fotógrafo itinerante y clavó el trípode en la plaza en una tarde de feria. El Niño se animó a perpetuarse, puede que porque ya intuyese su inmortalidad o porque quiso dejar a sus novias morenas un consuelo para cuando le estuviese huyendo a la ley. Posó con gesto de matón de barriada y descuido, con la boca abierta enseñando la mordida irregular y los párpados dormilones, con el chaleco abierto enseñando una camisa con una ancla bordada, un jersey de lana que se presume polvoriento, acaso un anillo de plata en el meñique izquierdo y el copete del  sombrero chato. Parece culón el Kid, y sin embargo decían que era galán. Desde la cadera derecha le surge el revólver insolente y con la mano izquierda sujeta por la boca del cañón un rifle Winchester del 1873. El artista le cobró diez céntimos de dólar por dos copias en ferrotipo, una se perdió y la otra se la regaló el Kid a su cuatacho Sam Dedrick, de los White Oaks, que era socio suyo en el negocio rentable de vender vacas ajenas. No se hizo más fotos el Niño, no fue a Pisa a sujetar la torre.

Como los ferrotipos dan una imagen invertida, la publicación de la fotografía del Kid dio lugar al mito del pistolero zurdo. Durante casi un siglo se divulgó por error a un Niño zocato y Hollywood hizo una película en 1958 que se tituló, ostensiblemente, “El zurdo” (The Left Handed Gun), dirigida por Arthur Penn a partir de un guión de Gore Vidal. Paul Newman aprendió a usar la izquierda de balde. Hizo un Kid cargante que parecía un chaval de BUP que se quiere poner un pendiente. Billy el Niño salió del espejo en 1986, cuando los herederos de Dedrick sacaron a la luz pública la placa original y la volvieron a invertir para mirarla como es debido y  enseñar al bandido como posó, diestro y joven y rondando a la muerte. Al Kid, todo el mundo lo sabe, le terminó tumbando Pat Garrett una noche de verano de 1881 y después le contaron en las fogatas los pastores güeros del Nuevo México. “¡Ay, qué cobarde el Pat Garrett,/ ni chansa a Billy le dio!/ En los brazos de su amada, / ahí mismo lo mató/ ahí mismo lo mató”. Ahora ya no le cuentan tanto al Kid porque se ha ido perdiendo la costumbre de apurar la noche contando y se han perdido las fogatas, que eran rojas y parecían eternas.

MARTÍN OLMOS

El bandido de hojalata

In Bandidos on 19 de octubre de 2012 at 11:36

El forajido Ned Kelly, como Don Quijote, se calzó un yelmo para combatir a los gigantes

“Allí aún cabalga el bandido y batidor de bosques Ned Kelly, una figura fantasmagórica, amenazante y frágil en su armadura de fabricación casera”
ERIC HOBSBAWN.

Les decían “bushrangers”, los que caminan la mata, a los forajidos australianos que se escapaban de las colonias penitenciarias de la Tierra de Van Diemen, la antigua Tasmania, para vivir del pillaje en los jarales del interior de aquella tierra grande que, como Dios pobló de animales incomprensibles, la tuvo que poner en el revés de la tierra. Generalmente eran hijos de la Verde Erín que llegaron cruzando océanos con el tobillo abrazado a un grillete a bordo de bodegas que olían a pis y a idiosincrasia. En sus escuetos petates de trapo llevaban una flor de trébol, un deshonor y ganas de pendenciar.

 El fajín verde
Uno de aquellos irlandeses con deudas de ley era John Kelly, que le decían el Rojo y gustaba de anunciarse de sedicioso contra la corona inglesa aunque acarreaba la cadena por el robo prosaico  de dos cerdos de Yorkshire, una camisa de sarga roja y un saco de patatas. El Rojo Kelly abonó siete años en el penal de Port Arthur y cuando salió se asentó en Beveridge, en el estado de Victoria, al norte de Melbourne,  en donde casó con la señorita Ellen Quinn y crió camada de siete cachorros que crecieron sin conocer una cena en condiciones. Al mayor de sus varones le pusieron Edward pero le dijeron Ned, por abreviar, le bautizó el cura agustino Charles O´Shea y de niño conoció la responsabilidad de ser un héroe. Fue en 1864, cuando tenía nueve años y arriesgó su peladura al zambullirse en un río proceloso para salvar al pequeño Dick Shelton de morir ahogado. Las autoridades de Beveridge le dieron un discurso en el que le pusieron de ejemplo cristiano y le regalaron un fajín de tela verde de tabí, que es la que lleva labores que forman aguas. El fajín verde lo conservó durante toda su vida proscrita y lo ciñó,  orgulloso, el día que le colgaron en Melbourne por cuatrero y asesino.

Las baladas del “bush”
Es difícil llevar vida heroica cuando se tiene al padre en el trullo de Kilmore por robar un becerro y el estómago sin amueblar, así que al joven Kelly se le puso cuesta arriba hacerle el honor al fajín verde de tabí y se dio a la delincuencia. A los catorce años le arrestaron por darle una paliza a un chino llamado Fook y birlarle un cerdo, a los quince andaba con el cuatrero Henry Johnson, notorio ladrón de caballos, y a los dieciséis descalabró a palos al vendedor Jeremías McCormack y le envió a su mujer una carta en la que le rogaba que no declarase contra él acompañada de los testículos de un ternero. Kelly tenía cartel de maleante en la policía, que sabía que afanaba pencos a los que borraba la marca y participaba en peleas ilegales con los puños desnudos. Los ocios los gastaba en el bebedero, emborrachándose de whisky de jara y escuchando las baladas del “bush”, las Canciones de la Mata que decían las hazañas legendarias de los bandidos John  César “el Negro” y Jack Donahue “el Intrépido”, caballeros de Irlanda que se vieron en la obligación de matar el hambre en el país de los canguros interpretando con laxitud las leyes de los ingleses. Kelly hizo banda con sus hermanos Dan y Jim, con Joe Byrne, que estaba dominado por el opio y hablaba la lengua china de Cantón, y con Steve Hart, un antiguo jockey que había sido campeón del Racing de Benalla montando a la mujeriega para dar ventaja.

La hermana del bandolero
El alguacil Alexander Fitzpatrick se tenía por galán, con su uniforme gerifalte, su potro del gobierno y su soldada para invitar y pretendió a Ellen Kelly, la hermana de Ned, que era moza de apetecer. El 15 de abril de 1878, estando Kelly en la escapada, visitó a la familia con la excusa de interrogar a Dan por el robo de una montura. Iba con mamancia bronca y valentona y le hizo el requiebro zafio a la niña, que se lo agradeció zurrándole en la muñeca con una pala de carbón. Los hombres que había en la casa le echaron  al suelo y lo largaron a patadas y Fitzpatrick contó en la comisaría que Ned Kelly y su banda le habían intentado finar a tiros. La ley formó partida caballista para capturar a la banda y a Ned Kelly le negaron la enmienda. Libraron encuentro en Stringybark Creek, en una cabaña de buscadores de oro al norte de Mansfield, en Victoria, donde acampó el grupo formado por el sargento Kennedy y los alguaciles McIntire, Lonigan y Scanlon. Entablaron tiroteo con los Kelly, con Hart y con John Byrne y cayeron el sargento y dos de sus hombres muertos a tiros.  El alguacil McIntire consiguió escapar al galope y Ned Kelly despojó al sargento Kennedy de su reloj de oro porque entendió que a un muerto no le servía de nada guardar puntualidad. Más tarde, cuando la purria irlandesa le cantó himnos,  lo devolvió a su familia para no echar cartel de saqueador de cadáveres.

Dos meses más tarde la banda asaltó el banco de Euroa, a medio camino entre Melbourne y Albury, por el medio de retener rehenes, a los que para entretener la espera Kelly les hizo una exhibición de equitación que arrancó el aplauso de los prisioneros. A cambio, éstos le invitaron a cenar y la banda salió de la comunidad sin haber gastado plomo y con 2.260 libras en las alforjas. Mientras tanto, el parlamento de Victoria había aprobado la “Ley de Aprehensión de Delincuentes”, por la que permitía a cualquier ciudadano disparar contra los miembros del gang sin intermedio de la autoridad competente.  La cabeza de Kelly se puso golosa, como la melaza para un oso que estrena la primavera, los soplones abundaron y a un par de ellos los despacharon Byrne y Hart a tiros de mosquetón en noches de emboscada. El ocho de febrero de 1879 Kelly tomó el pueblo de Jerilderie, en Nueva Gales del Sur, encerró a la autoridad y tomó sesenta rehenes con los que compartió tristes baladas y el licor de la comarca. Robó 2.414 libras del banco y quemó las hipotecas que ahogaban a sus propietarios. En la espera le dictó a Joe Byrne una carta de 56 folios en los que denunciaba el trato al que eran sometidos los católicos irlandeses y llamaba a la independencia. Las autoridades la ocultaron hasta que fue publicada en 1930 por el Herald de Melbourne. Hoy se puede ver en la Biblioteca del Estado de Victoria, junto a la bitácora del capitán Cook,  y está considerada un clásico de la literatura australiana.

El caballero de la armadura
Una vez Ned Kelly vio un vitral en el que se representaba a un caballero con armadura combatiendo a un dragón. Puede que fuese San Jorge. Australia era tierra de dragones en donde se podía ver al horrendo moloch, que le decían el Diablo Espinoso, o al varano gigante, un lagarto que puede pesar los veinte kilos. O puede que fuese Don Quijote, que peleó batallas perdidas. Kelly y Byrne construyeron cuatro armaduras de hierro fundido formadas por una coraza, un yelmo y un faldón, y protegidos por ellas desafiaron a la policía a un torneo a muerte en Glenrowan, a doscientos kilómetros al norte de Melbourne. El 28 de junio de 1880 un ejército de cincuenta hombres les cercó y decidió no darles cuartel. Steve Hart y Dan Kelly fueron sitiados en un hotel y se envenenaron antes de morir quemados y Joe Byrne fue abatido de un tiro que le perforó la femoral y murió desangrado. Ned Kelly salió a campo abierto con su armadura de cuarenta kilos y dio batalla, hirió en la muñeca a un policía y fue acribillado en las piernas, que las llevaba desprotegidas. Llegó vivo al patíbulo y fue colgado en  la cárcel de Melbourne el 11 de noviembre de 1880. El día antes se dejó fotografiar para la posteridad, se cardó la barba con una lendrera para ir a la muerte sin picores y pidió ceñir en el cadalso el fajín verde de tabí de cuando fue un buen  héroe cristiano.

MARTÍN OLMOS

El príncipe de las ballenas

In Esto es Hollywood on 12 de octubre de 2012 at 11:34

Una farra, la botella y una chica muerta acabaron con la carrera del cómico “Fatty” Arbuckle

“Los ojos de Arbuckle eran los de un hombre que espera ser mirado como un monstruo pero que todavía no se ha acostumbrado”.
DASHIELL HAMMETT.

Eran los tiempos de la risa sin retórica, la que se afloja loca y sin complejo con la gracia del payaso triste y el beso afilado de la mujer barbuda. Eran los tiempos de los zapatos grandes y el resbalón con trompada. La gente, tan mezquina, se troncha cuando se cae un señor en la calle. Cuando me caiga y nadie se ría es cuando empezaré a preocuparme, decía Jardiel Poncela. Eran los tiempos en los que el cine no era un arte sino un milagro en el que se veía la vida en una sábana por cinco céntimos acuñados en níquel y, como la magia,  no necesitaba las palabras. El cine era la electricidad, decía Ilia Ehrenburg. Era oficio, en arte lo convirtieron las revistas franchutes y entonces hubo que explicarlo, como hubo que explicar la pintura, que sirvió al principio para enseñarle al hombre rudo del campo la cara de Dios y un bodegón con perdices y luego vino el cubismo para confundirle. Con el tiempo, y con las revistas franchutes, todo termina por necesitar explicación, hasta el vino, que antes sabía a vino y había del bueno, del regular y la pitarra peleona y ahora sabe a almendra tostada y tonos de canela. El cine era feria y como en el tinglado de la antigua farsa los comediantes ejecutaban su máscara en blanco, negro y gris y acompañamiento de pianola. El hábito hacía al monje y el zapato hambriento construía a Charlot, las gafas de carey y la acrobacia a Harold Lloyd y el gesto tacaño a Buster Keaton, que le decían Pamplinas en España y Malec en Francia y murió loco de no sonreír. Antes que Oliver Hardy el gordo de la función fue Roscoe Arbuckle, que tenía cara de plenilunio, flequillo chiquillo y labios de Nerón. El gordo es comedia porque provoca la risa al que se abrocha sin dificultad el pantalón, como el señor que se cae se la arranca al que se mantiene en la vertical, esto es un hecho, hasta que las revistas francesas digan lo contrario.

Arbuckle nació en Kansas en 1887 y crió el bigote en los “medicine shows”, los espectáculos de las medicinas itinerantes del Medio Oeste, que eran vodeviles que se celebraban sobre un carromato armado con una lona en cuyos intermedios se vendían elixires curativos y ponzoñas crecepelo como el linimento de serpiente del doctor Stanley o el vigorizante “Hadacol”, que llevaba quince partes de alcohol, patentado por el honrado senador Dudley LeBlanc. Aquellas caravanas eran una buena escuela  porque los pueblerinos eran dados a tirar al río a los cómicos a los que no les veían la gracia, los arrojaban al agua untados de brea y cubiertos de plumas, con lo que Arbuckle llegó a Hollywood con el rodaje cumplido en condiciones. Allí le contrató Mack Sennett, el inventor del “slapstick”, la comedia física de persecuciones y trompazos, le dio tres dólares diarios y le metió en sus películas de peleas de tartas. Arbuckle pesaba 130 kilos pero era capaz de dar volatines de saltimbanqui, trabajó con Chaplin, con Mabel Normand y con Buster Keaton y en 1917 la Paramount le contrató por cinco mil semanales y le puso en la puerta de su camerino el título de “Prince of Whales” (el Príncipe de las Ballenas), que sonaba igual que “Prince of Wales” (el Príncipe de Gales). Para celebrarlo, Arbuckle se encerró en la posada Brownie Kennedy de Boston con doce rameras de mil pavos el consuelo y ninguna se fue sin cumplir. Decían en los mentideros que gastaba sable garañón y celo permanente, se compró un descapotable Pierce-Arrow y se convirtió en el rey de la comedia. Pronto iba a ganar un millón anual, el mayor sueldo pagado hasta entonces por un estudio, y pronto iba a resbalar cayendo de bruces con mucho ruido y pocas risas, porque solo se troncharon las hienas.

Virginia Rappe quería ser estrella, como todas, era guapa y morena y tenía los ojos gitanos, y era flexible de moral por parte de madre, que había golfeado en Chicago, y lo suficientemente despierta para comprender que los hombres son agradecidos cuando están colmados. Virginia Rappe colmaba por doquier y esperaba los réditos y a veces se descuidaba y se iba a las matronas clandestinas para que le practicasen abortos  a la luz de un quinqué. Entró en el estudio de Mack Sennett y empezó a interpretar pequeños papeles, salió en la portada de un disco que reproducía la canción “Deja que te llame corazón” y difundió las ladillas. Mack Sennett tuvo que cerrar el estudio y fumigarlo porque por los decorados andaban rascándose los ejecutivos, los actores y el chaval que vaciaba los ceniceros. Sin embargo no la despidió y se la presentó a “Fatty” Arbuckle, que nunca decía que no a un revolcón. En 1921 el cómico tenía tres Cadillacs, uno de ellos modificado para no tocar el claxon con la  barriga, y una mansión de cien mil dólares en la calle West Adam, tenía la risa del público y el control absoluto de sus películas por medio de su productora, la Comique Film Corporation. Tenía también el corazón alegre, ascuas en el bolsillo y ganas de juerga.

El 5 de septiembre de 1921, Arbuckle alquiló tres suites colindantes en el piso doce del Hotel St. Francis de San Francisco, llamó a su proveedor de bebercios, el botones Tom-Tom (era la temporada seca de la Prohibición), y se compró un sombrero Panamá. Se juntaron cincuenta gorrones en una fiesta que tenía que durar todo el fin de semana, se bailó el “Shimmy” y el Charlestón y se trasegaron cócteles de Orange Blossom con gin de contrabando, se llenó una bañera con champán y las chicas fueron descaradas, pagaba el gordo la barra libre y los muebles rotos, corría a su cuenta el carnaval, y entonces Virginia Rappe, trompa y chistosa, se llevó a Arbuckle al dormitorio de la suite 1221. Cabalgaron al galope y rompieron la cama y Virginia Rappe gritó, pero los bacantes dedujeron que era el pertrecho legendario de Arbuckle y la pasión. Como los gritos siguieron dos chicas llamaron a la puerta y compareció el cómico, que estaba furioso y vestido con informalidad: solo llevaba puestos los calcetines y el sombrero Panamá. Virginia sangraba el mar por el sumidero, el gordo amenazó con tirarla por la ventana, y al final la llevaron envuelta en una sábana al hospital de Pine Street, en donde murió de peritonitis.

Esta vez ni los dólares de Hollywood consiguieron atenuar el escándalo y la prensa sanguinaria del magnate William Hearst –el Ciudadano Kane de Orson Welles- preñó de miserias sus hojas amarillas. No me escriban bonito, les decía Hearst a sus plumíferos, y si no encuentran noticias publiquen los rumores. Publicaron que Arbuckle, borrachuzo, no había conseguido izar la bandera y terminó el partido anotando con una botella de Coca-Cola. Eludieron el pasado de amores mercantiles de Virginia Rappe y pasaron por alto las ladillas. Olvidaron decir que una semana antes le habían practicado otro aborto para no afrontar la prole del actor Henry Lehrman y que no estaba en condiciones de recibir. A Arbuckle le sentaron en el banquillo y le acusaron de violación y asesinato y los papás dejaron de llevar a los niños a reírle los volatines. Salió absuelto pero el negocio ingrato de los sueños le negó las candilejas y retiraron sus películas. Arbuckle no volvió a salir en la sábana y tuvo que vender los Cadillacs, se dio al trago y en una ocasión fue detenido por lanzar una botella a la poli gritando: “¡Ahí va la evidencia!”  Murió olvidado en 1933, con 46 años, de un infarto, murió el gordinflón que había perdido la gracia y Buster Keaton, con su cara impasible del que se sabe todos los chistes, dijo que hacía tiempo que le habían roto el corazón.

MARTÍN OLMOS

Balada para un turco

In El cañí on 12 de octubre de 2012 at 11:26

Para no desmerecer del  inglés, España tuvo su crimen de marqueses con mayordomo

“Mucho se especuló con la posibilidad de que Rafi no se hubiera suicidado, sino que le hubiesen suicidado”
JESÚS QUINTERO.

Rafael Escobedo, que le decían Rafi, nunca fue don Rafael y no pasó de pollo pera, que era como les decían en el cañí a los niños bien. El pollo pera Rafi Escobedo empezó a estudiar Derecho pero acabó torcido y edificó castillos de aire en noches de marijuana. Tenía, como Rimbaud, la mirada desvalida y la sonrisa naif. La mirada desvalida y la sonrisa naif también la tienen los que no se enteran de la fiesta y cuando se quieren dar cuenta están pagando la dolorosa. Rafi Escobedo emparentó con la sangre azul pero no hizo carrera de yerno y no pudo ser, qué pena, marqués consorte de chiste de Mingote, que es un señor que adorna y pasea en corte,  gandul y que juega al polo. Dejó en cambio para la posteridad impresión de talentoso para digerir mochuelos y guardarles el chitón a los que eran más listos que él.  Escobedo merendó trullo por haberse cargado a tiros a sus suegros, los marqueses de Urquijo, y acabó matándose con incertidumbre en el penal de El Dueso, donde observaba un régimen de reja, cocacola y Chesterfield. El crimen de los Urquijo animó mucho el ocio ochentero de Movidas y Nacha Pop y le vino bien al español para fardarlo en el extranjero, por donde andaba cabizbajo por no tener para presumir más que Lutes, cuchilladas de navaja de capar y bandidos con patillas. El crimen de los Urquijo tenía marqués tacaño, mayordomo mariquita y cocinera negra, tenía elenco como de novela de Poirot y todos iban y venían de Londres como quien cruza la calle para ir al estanco. En los ochenta se llevaron las hombreras, los calientapiernas y tener una teoría sobre el crimen de los Urquijo y el español volvió a demostrar que no se fía ni lo justo de la ley ni de los que viajan mucho al extranjero, en donde no se aprende nada bueno. Demostró también que aunque estuviese aprendiendo a ser moderno y conceptual, lo que de verdad le entretenía la tarde era El Caso, como ya intuía Umbral cuando escribió: “Dicen que somos un pueblo alegre y cantaor, y puede que sea verdad, pero nuestra alegría se alimenta de despojos, funerales, asesinaditas, violadas, locos homicidas, suicidios con lejía y amores que terminan a hachazos. Entre crimen y crimen nos cantamos unas bulerías”.

El Cluedo
Cuando detuvieron a Rafi Escobedo llevaba puesto un polo de tenis de color rosa, como no podía ser de otra manera, pero en la foto policial le quedó jeta de quinqui chungo de recortá. Los hombres son iguales a los ojos de Dios y a los del fotógrafo de la comisaría, que a todos los saca sin peinar. A Rafi, que estaba hecho para intemperies de veranito en terrazas de Serrano, le bajaron al sótano de la Dirección General de Seguridad, le dejaron en cueros y le pusieron a hacer flexiones. Oyó la inevitable metáfora comparativa a costa del tamaño de su colita. Sin embargo no arrugó hasta que le llevaron a ver a su padre a través de un cristal polarizado. Don Miguel Escobedo Gómez-Martín, abogado en ejercicio y coleccionista de armas, comparecía empulserado con esposas de criminal y con barba de una noche de calabozo, que crece azul y tosca y el doble que la que sale en una noche de dormir. Arrugó el pobre Rafi, desvalido y naif, y pidió los trastos de firmar, tuvo la trama su turco y nadie se lo creyó.

A los marqueses de Urquijo los apiolaron a tiros en la madrugada del uno de agosto de 1980 en su chalet del Camino Viejo de Somosaguas. Los asesinos entraron rompiendo el cristal de la puerta de la piscina, fundieron la cerradura de la cocina con un soplete y subieron al dormitorio del marqués. Don Manuel de la Sierra Torres, marqués consorte, más que por soñar dormía por obstinación y se ponía un antifaz opaco, como don Gato, y tapones en los oídos. Ni se enteró de que le metieron un tiro en la sien con una pistola Star F, del calibre 22. En el dormitorio contiguo se despertó su mujer, que si hubiese tenido el sueño más plomizo habría visto el amanecer. Le pegaron un tiro en la boca y la remataron con otro en el cuello. El perro no ladró y la cocinera negra, que se llamaba Florentina Dishmey y guisaba criollo, si oyó jaleo lo estimó asunto ajeno, que es lo que manda el catón del servicio. Al día siguiente desayunó el español su crimen de pistas de Cluedo y sangre azul; al día siguiente se le antojó al español tostaditas y mermelada de naranja amarga en lugar de porras y tazón con sopas. No había navaja malasañera ni la maté porque era mía, dejaba el país de matar en alpargatas.

Desayuno continental
El señor marqués tenía herpes y mala uva, un cerrojo en la cartera y el yerno que nunca quiso, jugaba  bando porque impulsó la carrera de Adolfo Suárez en contra de la de José María de Areilza, conde de Motrico, y manejaba cierto margen de influencia en la embajada norteamericana. La marquesa era Grande de España por hilo directo y numeraria del Opus Dei, tenía pocas luces, sueño ligero y pauta de ansiolíticos. Sobre el tapete había doscientos millones de pesetas, mil hectáreas en fincas en Orozco, Llodio y Oquendo,  casa en Sotogrande y la mayor parte de las acciones del Banco Urquijo. Del pot de la timba eran beneficiarios los hijos: Miriam, la mayor, que había deshecho su mala boda con Rafi (en régimen de separación de bienes) y gastaba querido americano y Juan, joven triste de mirar llorón y un poquito sordo. Rafi tenía silueta banderillera y pantalón ceñido y sueños de bares de copas que le iban a forrar, pero mientras tanto vivía de gorra en las quelis de los troncos y de blandirle el sable a papá. Tenía la cabeza de chorlito y la acabó teniendo de turco y después de la noche de flexiones en pelotas se merendó el menú hasta el postre mientras otros se reían. A los marqueses difuntos los lavó el administrador Diego Martinez Herrera antes de que llegase la policía, se conoce que para no desmentir al vernáculo el color de la sangre noble, y a la prensa la atendió un mayordomo, tradicionalmente sospechoso, que le decían por plumífero la Loca. A Rafi le condenaron a dos penas de veintiséis años y en el trullo se le durmió la lengua pero a veces amagaba y decía que iba a tirar de la manta. En Carabanchel tuvo un canario que le cantaba por las mañanas pero otro preso se lo mató. En el penal de El Dueso, que huele a la marisma de Santoña,  fue carne derribada. No encajó en el barrio, que le hizo la vida difícil, insinuó que le habían aparcado la bici en el patio de atrás y se tiró al jaco. Se mereció Rafi, culpable o no, un Truman Capote que le escribiera la novela de no ficción pero se echó el día encima y anocheció. El 27 de julio de 1988 apareció muerto en su celda, colgado de un barrote con un jirón de sábana. Dejó de herencia un periquito. Al español le dejó crimen de marquesones, mayordomos y negras, de amigos americanos y administradores con esquinas, y como ya estaba cansado de pleitos de lindes y Lutes se puso a desayunar continental,  pero tuvo que volver al carajillo cuando al año siguiente de enterrar a los Urquijo regresó el castizal y entró en el Congreso un guardia civil con bigote y gramática parda, pegando tiros al techo y jugando a las sanjurjadas.

MARTÍN OLMOS

Easy Rider en Saigón

In Esto es Hollywood, Los chicos de la prensa on 12 de octubre de 2012 at 11:18

Errol Flynn se hacía un lío en las guerras de verdad y su hijo Sean se fue de reportero a Vietnam y desapareció en Camboya

“Sean me hablaba con pasión de las motos, como quien habla de los pura sangre”
MANUEL LEGUINECHE.

Errol Flynn animaba las fiestas tocando el piano con el chisme, ¿con qué?, con el chisme, que lo tenía como el bauprés de un galeón. Errol Flynn brindaba de gorra (Hemingway decía de él que tenía los bolsillos cosidos) y de vez en cuando se sentaba delante de un juez porque se le olvidaba preguntarles la edad a sus novias de ocasión: todas le parecían votantes, así que más que estuprador era demócrata. No le gustaba trabajar ni las mujeres casadas, que decía que traían a la larga más problemas que las que no tenían perro que les lamiese, era un pugilista decente en los reñideros de tasca y un notable esgrimista de florete en el tapiz y de sable en los momentos de precariedad. Errol Flynn practicaba el lujo de hombrear macho aunque llevase puestos los leotardos verdes de Robin Hood y a ver quién diablos puede sostener así el cartel. John Huston dijo de él que en su comportamiento diario era “pendenciero, bebedor, alborotador y putero” y cuando al Secretario de Defensa británico sir Malcom Rifkind no le cuadraban las cuentas decía: “Siempre que pienso en los problemas presupuestarios, imagino las dificultades de Errol Flynn para cubrir sus hábitos inconfesables con sus ingresos netos”. Dichos hábitos eran el vodka y la morfina, las muchachas pecuniarias y las que no pasaban factura pero tenían afición.

El diablo de Tasmania
Flynn nació en Tasmania en 1909 y decía que bajaba del linaje de Fletcher Christian, el amotinado de la Bounty, ganó la Copa Davis Junior en 1926 y en su juventud se ocupó en los oficios de los caballeros y fue buscador de tesoros, guía por el territorio de los cazadores de cabezas de Nueva Guinea y capador de corderos. Le descubrió para el cine el director de reparto John Warwick y después de hacer películas en Australia se convirtió en estrella de Hollywood interpretando al Capitán Blood.

Se nacionalizó norteamericano en 1942 y estalló la guerra, el ejército le llamó a filas y hubiese hecho un soldado gallardo pero cuando le mondaron la peladura de espadachín enseñó la ruina física y resultó que tenía un soplo en el corazón, tuberculosis crónica, malaria, tres o cuatro enfermedades venéreas y la espalda hecha una calamidad. Los estudios ocultaron que detrás de los velos Robin Hood escondía la lepra, como el Profeta del Jorasán. Flynn no celebró eludir la trinchera y peleó sus batallas particulares en los bodegones, liándose en tánganas a puñetazos por razones volanderas. Era contendiente por naturaleza, prácticamente un camorrista, y como no pudo batirse de uniforme, con lo bien que le sentaba, propendió a enredarse en aventuras de retaguardia. Apoyó la causa republicana durante la Guerra Civil Española y se fue a Madrid a tomar copas con Hemingway en el Chicote mientras caían las bombas, pero también se mezcló con el doctor Hermann Erbin, un fotógrafo austriaco a sueldo del Tercer Reich. Erbin abonaba los bebercios y a Flynn no le caían bien los judíos, y aunque no hacía de eso un oficio, acabó rumoreado de espía de los nazis. Más tarde fue el depositario de un millón y medio de dólares recaudados en Hollywood que debían ser entregados al gobierno del Frente Popular y que se perdieron por el camino. Flynn paseó la pasta por Europa, se entrevistó con Martin Bormann, con Rudolph Hess y con el Duque de Windsor, pasó una temporada de gorra en el Hotel Meurice de París, el gobierno leal no recibió ni un céntimo y salieron chismes que contaron que el botín acabó en manos de la Falange de José Antonio y de los republicanos del I.R.A. Probablemente, ni siquiera Flynn se enteró dónde terminó aquel millón de machacantes y su aportación bélica, en cualquiera de los bandos que le quiera reclamar para adornar el elenco, fue más bien ruinosa. Unos cuantos años después se hizo amigo de Fidel Castro y cuando se entrompaba en un cóctel contaba que había recibido un tiro en la pierna combatiendo a Batista.

El hijo del capitán Blood
Donde el capitán Blood cobraba bajas indiscutibles  era en los campos de pluma y, además de la legión de contingencias, ensayó tres matrimonios. Su primera esposa fue la actriz  Lili Damita, que era francesa como la flor de lis y bisexual como los omnívoros. Lili Damita le salió pendón (con ese nombre no le iba a salir monja),  casi le arruinó con el divorcio y se llevó el juego bueno de té. Tuvieron un hijo al que llamaron Sean que salió rubio y guapo, no sirvió para actor, se hizo fotógrafo solvente y se dejó matar por la libertad de prensa. Sean vivió poco y deprisa, pero todavía no se ha encontrado su cadáver para ver si lo dejó bonito. Nació en 1941 y creció con su madre, que le enseñó el parlevú, estudió brevemente en la Universidad Privada de Duke, en Carolina del Norte, y probó suerte en el oficio de su padre. Hizo ocho películas, cada una peor que la anterior. La más conocida fue “El hijo del capitán Blood”, dirigida en 1962 por Tulio Demichelli, las demás fueron spaguetti westerns rodados en Almería, aventuras de espías, una cosa que se tituló “Sandok, el Maciste de la jungla” y “Dos pistolas gemelas”, cinta de Rafael Romero Marchent en la que salía la pareja cómica Pili y Mili. Comprendió que por ese camino iba a terminar por hacer pelis de mamporros con Bud Spencer y se fue a Kenia, en donde se dedicó a organizar safaris de caza mayor que no le hicieron rico.

Escuchó la llamada de la selva en 1966, era un buen fotógrafo, hablaba francés y consiguió una  acreditación de la revista Paris-Match para cubrir la guerra de Vietnam. Sean Flynn no fue un turista macabro ni un testigo complaciente sino un reportero solvente cuya foto más conocida muestra a un grupo de las Fuerzas Especiales Americanas torturando a un vietkong al que tienen colgado de un árbol por los pies. Durante el primer año recibió un tiro en la pierna y se lanzó en paracaídas con la 101 División Aerotransportada. Al año siguiente cubrió la guerra de los Seis Días y volvió a Vietnam en 1968 para asistir a la Ofensiva de Tet. Flynn a veces iba hasta arriba de porros, escuchaba una cinta de Jimmy Hendrix a todo pulmón y cabalgaba la selva a lomos de una moto Honda con las cámaras japonesas colgadas del cuello y un sombrero flexible de camuflaje: era una mezcla de Robert Capa y Dennis Hopper en “Easy Rider”. Manuel Leguineche le conoció en Saigón y descubrió que le gustaban los astrólogos. Una tarde, en el bar A Chau, en la antigua calle de España, un adivinador le leyó la mano. Sean le pagó cien dólares. Cobraban cincuenta piastras a los locales. El mago le dijo: “Esta guerra no le traerá nada bueno, haga lo posible por escapar de ella”. Sean le dijo que sin la guerra y sin la vibración no sería capaz de vivir. En abril de 1970, Sean y Dana Stone, periodista de la CBS, fueron capturados por un control de la guerrilla comunista en la Ruta Uno y quince meses después les ejecutaron en un manglar cerca de Kampong Cham, en la frontera de Camboya. Años después, un antiguo pastor de búfalos aseguró haber visto como los Jemeres Rojos  asesinaron a Flynn, después de obligarle a cavar su propia tumba,  rompiéndole la crisma a pedradas porque las pistolas les fallaron de puro viejas.

Errol Flynn murió en 1959, dejando el envoltorio de un Don Juan maduro y los adentros de un tatarabuelo que se iba mucho de zambra. Sus compinches de Hollywood le metieron en el ataúd media docena de botellas de whisky para el camino. Lili Damita gastó un millón de lágrimas y una fortuna financiando expediciones para buscar el cadáver de su hijo pero, por el momento, Sean Flynn sigue sin enterrar, al menos decentemente.

MARTÍN OLMOS

El Hombre del Saco ha perdido autoridad

In Destripadores y sacamantecas, El cañí on 7 de octubre de 2012 at 19:24

El tiempo convirtió el  sanguinario crimen de Gádor en un cuento de asustar que los niños ya no se creen

“Casi todos los hombres mueren de sus remedios, no de sus enfermedades”
MOLIÉRE

Cada vez dura menos la edad de la inocencia y los niños de ahora, recién cumplen el año, dejan de creerse a los Reyes Magos. Lo que no les viene mal a los abuelos, que son los que aflojan la mosca para que el prestigio de rumbosos se lo apunten tres mendas vestidos de triunfos de la baraja. Suele cantar Sabina que las niñas ya no quieren ser princesas y es verdad, ahora quieren una cuenta de internet  y un tatuaje motero y molón para enseñar cuando van en camiseta. Parece que los niños de ahora nacen aprendidos y salen al mundo como los toros de las capeas de agosto: contestones, con poca paciencia y en condiciones de darle lo suyo al más despierto del festejo. A poco de dejar la ubre ya son escépticos, generalmente ateos, preguntones y territoriales y se ponen más difíciles cuando llegan al periodo de doma. A un chaval de los de por aquí es complicado meterle en cintura mentándole al Hombre del Saco, porque no le guarda respeto ni a la policía municipal, y si se levanta con un mal día se zampa al Coco, al Tío Camuñas y al Lobo Feroz a la hora de la merienda. En otros tiempos, hijo mío, la palabra del cura iba a misa y andábamos tiesos como los cirios de Pascua, con la camisa metida por dentro del pantalón, los mocos en la manga y dejando el asiento a las señoras. Y un cuento era un cuento, aunque lo contase una vieja, y había uno que decía que un hombre raptó a una niña cojita y la metió en un saco para pasearla por las aldeas y sacarse unas propinas obligándola a cantar: “Por un anillo de oro, que en la fuente me dejé, estoy metida en el saco y en el saco moriré”. Pero en realidad el Hombre del Saco no fue un titiritero de poco repertorio sino un viejo malo natural de Gádor de Almería, a quince kilómetros de la capital, que tenía el oficio de barbero y de mancebo de la bruja Agustina Rodríguez, curandera de destemples y sierva de Satanás, verrugosa por más señas, que una noche sin luna se llevó a un niño en un costal, lo destripó como a un gurriato de San Martín y vendió sus adentros para untos de sanar con los que ganó tres mil viles talegas de a real y una butaca de preferencia en el infierno de Belcebú.

La Peste Blanca
Fue hace cien años, que no son tantos, que vivía en Gádor un rústico con posibles que se llamaba Francisco Ortega y le decían, por pardo,  el  Moruno. Tenía hacienda y gañanes para trabajarla, despensa y reales en el colchón, pero le fallaba la salud, que dicen que no se compra con dinero pero había que intentarlo. Padecía de romántica tisis, que es el mal de la Dama de las Camelias y le decían la Peste Blanca, y según Camille Mauclair, es enfermedad que aristocratiza los sentidos poniéndolos a las puertas de la lírica. El Moruno, sin embargo, andaba escaso de versos, la poca gramática que gastaba era de color pardo y lo que quería eran pulmones en condiciones para no andar cuidando de no toser las asaduras. Tenía cincuenta y cinco años, escrúpulos los justos y, como todos los hombres que la sienten rondar, miedo a la guadañera. Gastó en boticas que no le dieron remedio y cuando perdió la fe en las licenciaturas se fue a los sanadores serranos que guisaban sopas de enamorar y curaban los reojos. Le dijeron del cortijo de San Patricio, en donde obraba Agustina Rodríguez causas de celestina y cocía la raíz de la mandrágora. Agustina era bruja con necesidad de duros porque parió camada numerosa y de poco rendimiento, su marido era flojo para el campo y la prole le creció medio lerda, con lo que le tocaba a ella echar el condumio a la mesa. La vieja le dijo al Moruno que la enmienda de su mal la sabía Paco Leona, que le llamaban por su oficio el Barbero, pero que afeitaba poco y era, en cambio, sanador de prestigio por haber aprendido las artes de un célebre curandero alpujarreño que le  decían, mejor no  preguntarse por qué, el Doctor Salivilla.  Leona además era reñidor de taberna y malacara, medio furtivo de lazo, un poco contrabandista, saltador de matorrales y tío carnal  del alcalde de Gádor, que era la principal razón de que no estuviese guardando la sombra. Tenía setenta y cinco años y pocos amigos, menos virtud y poca vergüenza y decían que de joven había matado a un hombre. Leona le dijo al Moruno que si quería vivir tenía que beber la sangre caliente de un chaval recién muerto y aplicarse una cataplasma con sus mantecas y el Moruno se hizo las cruces al principio pero después concluyó que antes que Dios estaba su salud en la tierra, y en el eterno ya se verá. En el oscuro cerraron el negocio el barbero, la vieja y el penante y lo firmaron con tres mil reales.

Cuentos de viejas
El 28 de junio de 1910 salió el Barbero al campo a buscar un niño. Iba con Julio Hernández, hijo de la bruja Agustina, de veintisiete años, que le decían el Tonto por la sencilla razón de que lo era y que pactó su participación por cincuenta reales que tenía empeñados en comprarse una escopeta porque le gustaba tumbar pájaros para comérselos crudos. Vieron en la orilla del río Andarax, a su paso por el pueblo de Rioja, lindante con Gádor, a Bernardo González, de siete años sin cumplir, que andaba recogiendo brevas y lo raptaron aplicándole un pañuelo de dormidera, lo metieron en un saco y lo llevaron al cortijo de San Patricio, donde llegaron en noche cerrada. Allí Paco Leona le hizo un tajo en el sobaco con una navaja barbera y Agustina recogió la sangre caliente en un vaso sucio, la mezcló con azúcar y se la dio a beber al Moruno. Después Julio el Tonto remató al chaval de una pedrada y Leona le extrajo las tripas y el mesenterio, las envolvió en un trapo y las posó de cataplasma sobre el pecho tosedor del invitado. Creyó sentir el Moruno el vigor de tres mil reales y se le escapó la enmienda de su alma y todo eso ocurrió a luz de un candil que estaba a medio morir. Echaron después el cuerpo del niño a un barranco de jaras en un andurrial que le decían Las Pocicas y lo cubrieron con piedras. Al amanecer le sacaron los ojos las urracas. No había rendido la siguiente jornada cuando la bruja Agustina y el Leona riñeron por decidir de qué parte iban a salir los cincuenta reales del Tonto y ninguno torció el brazo. El Tonto se vio sin escopeta y cazando los pajaritos a liga, como los chiquillos sin medrar, y por cobrarse la satisfacción se fue a la Guardia Civil y largó dónde paraba el muerto. Comparecieron los actuantes ante el tribunal y se echaron las culpas los unos a los otros, la vieja y el barbero se fueron a guantazos delante del juez y les condenaron a morir en el garrote. El Moruno compró una vida para entregarla en el palo y al Tonto le indultaron por su consideración de idiota, Paco Leona el Barbero no se enfrentó al verdugo porque murió en prisión, descalzo sobre un jergón, probablemente de pulmonía, y los niños se fueron pronto a dormir para que no les cogiera el Hombre del Saco. Con el tiempo el suceso mudó a cuento de la vieja y los niños le quitaron el respeto -“por un anillo de oro, que en la fuente me dejé, estoy metida en el saco y en el saco moriré”- y hoy definitivamente no se lo tragan y se van a la cama cuando les da la gana, pero tampoco se creen que hasta hace más bien poco no se podía sacar un teléfono fuera de casa, se escribían cartas de amor en papeles que olían a jazmín y las pieles dibujadas eran cosa de legionarios, marineros de los siete mares y guerreros de Nueva Zelanda. Y los aros en el hocico de la res.

MARTÍN OLMOS

Sangre y Coca Cola

In Vampiros y licántropos on 7 de octubre de 2012 at 19:10

El Vampiro de Sacramento estaba loco de atar, se practicaba transfusiones de sangre de conejo y pensaba que su corazón se estaba pudriendo

“Richard Chase, cuyo extraño caso es poco conocido a pesar de lo horripilante de sus crímenes, constituye un ejemplo típico de asesino psicótico paranoide”
STÉPHANE BOURGOIN. Escritor.

Dick Chase contribuyó a la ciencia de la homeopatía con la teoría de la absorción por ósmosis de la vitamina C y al mundo de la coctelería con la invención del Bloody Cola, un remedio vigorizante contra la resaca del sábado. De ninguna de sus aportaciones, sin embargo, se ha guardado recuerdo.  Dick Chase nació en 1950 en el Condado de Santa Clara, en California, y sufrió una infancia sin prestigio porque mojó la cama hasta los quince años. Su madre, para acabar de arruinarle definitivamente la reputación, colgaba las sábanas manchadas en el balcón como si fueran un pendón marinero y los chiquillos del vecindario le perseguían la cresta a pedradas por meón. El chaval, para consolarse, degollaba crías de gato. Su padre, por ver las cosas desde otro punto de vista, se abrazó a la botella, pero como  le siguieron pareciendo un asco cogió una muda limpia y se largó de casa. Con el tiempo, Dick Chase fue llegando a sus propias conclusiones y comprendió que el uso del jabón erosionaba sus defensas naturales dejándole a merced de los agentes patógenos y descubrió que era víctima de un complot tenebroso. Tapió con tablas la puerta de su habitación y abrió una gatera en la pared por la que salía a comprar marihuana cuando se echaba la noche, dejó de lavarse por detrás de las orejas y cumplió 21 años. Su madre llegó a la conclusión de que tenía un hijo raro.

Nazis caníbales
A Dick Chase le costaba hacer vida social, es de suponer que porque era un saco de piojos, y en lo sentimental acarreaba problemas para poner derecho el palo mayor debido a que generalmente estaba drogado. Para ponerle remedio fue al hospital y le dijo al médico que alguien le había robado la arteria pulmonar y le había interrumpido su circulación sanguínea, le dijo que los huesos de su cráneo se movían a su antojo y pretendían agujerearle la piel. Le sentaron en un diván y cuando le dijo al loquero  que existía una conspiración para matarle urdida por su madre, por la Mafia y por Frank Sinatra le pusieron la chaqueta de las correas y le mandaron con los demás lunáticos. Con una tonelada de pastillas, un estropajo de cerdas de crin y ropa limpia, Dick volvió a parecer un ser humano y salió del manicomio por medio de un compromiso de tutela firmado por su madre. El gobierno le proporcionó una pensión de invalidez con la que se alquiló un apartamento en Sacramento y dejó de tomar la medicación. Volvió a la mugre y a la locura y empezó a dormir colocando naranjas alrededor de su cabeza porque pensaba que así la vitamina C se filtraba hacia su cerebro. El hecho de que se secaran  al cabo del tiempo confirmaba su teoría de que había absorbido su beneficio por ósmosis. Estaba convencido de que su estómago estaba podrido y de que sus órganos migraban de un lado a otro por dentro de su cuerpo. Creía que le acosaba una banda de nazis caníbales. Cuando cumplió veinticinco años se gastó 1.430 dólares en una manada de conejos a los que degolló uno por uno para beberse su sangre caliente mezclada con Coca Cola. Cuando se le acabaron mató perros, gatos y una vaca. Además de bebérsela, en ocasiones se inyectaba la sangre de los bichos en las venas con una jeringuilla jaquera. Dick Chase estaba convencido de que era un vampiro.

El vampiro de Sacramento
El cine ha representado a los vampiros como si fueran marqueses venidos a menos que se empeñan en conservar la mansión de la familia aunque amenace derribo.  Francisco Umbral decía que el vampiro es fauna de invierno, porque en verano se queda en “Rodríguez”. Dick Chase era un vampiro raquítico de la soleada California, donde los paisanos van por la calle en sandalias, enseñando los dedazos gordos de los pies, y apestaba como un gato muerto metido en un cajón, que es como tiene el deber de apestar un Rodríguez al final del verano. A Dick Chase le empezaron a llamar Drácula en el vecindario. En 1977 se compró una pistola y pensó que lo que mejor le iba a su metabolismo era la sangre semejante. Que a un tipo así le vendieran un arma sin preguntar, aunque fuese una lima de uñas, explica la alegre idiosincrasia pionera de los norteamericanos, su democracia desmedida y, si se profundiza, la razón por la que no han sido capaces de desarrollar una gastronomía decente. Al acabar el año ya había matado a un hombre, se llamaba Griffin Ambrose, era un ingeniero de cincuenta años al que no había visto en su vida y le pegó un tiro traidor en el aparcamiento de un supermercado. Disparó también contra un chiquillo que iba en bici, pero marró.

La carnicería
Un mes después, el 23 de enero de 1978, se coló en un piso y afanó quince dólares, unos prismáticos y un estetoscopio, echó una meada dentro de un cajón y se cagó en la cama de los niños. Oyó ruidos y salió pitando y por el camino se fijó en una mujer que sacaba la basura. La siguió hasta la puerta de su casa y la pegó tres tiros a quemarropa. La arrastró hasta el dormitorio y la extirpó a cuchilladas los intestinos, el hígado y un pulmón y se bebió su sangre mezclada con yogur. Cuatro días después entró en la casa de Evelyn Miroth, de veintisiete años, y se abandonó a la carnicería. Chase había ido tentando puertas y franqueó  la suya porque se la encontró abierta, la vida es una tómbola y el que maneja la rueda es un loco de atar. Evelyn atendía la visita de su amigo Daniel Meredith y de su hijo Jason, de siete años, y cuidaba a su sobrino David, de veinte meses. Chase los mató a todos a tiros en la cabeza y se tendió con el cadáver de la mujer, a la que entró por la retaguardia.  Luego bebió su sangre y le arrancó los ojos. Metió el cuerpo del bebé en una funda de almohada y se lo llevó a su guarida, pero aquella misma tarde tenía a la bofia  rodeándole la puerta. El apartamento del Vampiro de Sacramento estaba decorado con mierda, había sangre en las paredes y una colección de sus digestiones sobre la alfombra. Chase estaba a punto de merendarse el cerebro del niño. Los psiquiatras reconocieron que la observación de los derechos civiles de Dick Chase entraron en conflicto con los del resto del mundo, pero eso cualquiera lo sabía después de la catástrofe y el caso es que no le encerraron en una habitación acolchada cuando aún hubo tiempo y le vendieron una pistola. Fueron menos quisquillosos a la hora de condenarle a muerte y le mandaron al corredor de San Quintín. Le administraron pastillas de colorines para mantenerle tranquilo y durante un mes las despistó en la celda hasta que juntó despensa. La nochebuena de 1979 se las zampó de golpe y le ahorró la tarea al estado.

MARTÍN OLMOS