MARTÍN OLMOS MEDINA

Archive for the ‘Fuera de carta’ Category

«Del valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe»

In Fuera de carta on 3 de marzo de 2014 at 23:16

 Hace cien años que nació José Mallorquí, el creador del justiciero enmascarado El Coyote

PORTADA EL COYOTE ,

Don César de Echagüe es un caballerito español con hacienda en California que perora filosofía y le tienen por presuntuoso y por un poquito cagón, pero en las noches oscuras se esconde detrás de un antifaz y enmienda las injusticias gringas a tiros de colt. Entonces se convierte en el misterioso Coyote, que se viste con traje charro de gala, corbata roja de rebozo, sombrero galoneado de fieltro con barboquejo de gamuza y botas de cueraje bayo. Don César se ha formado en el extranjero y regresa a sus tierras recién firmado el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que Méjico entregó California a los Estados Unidos, y encuentra la región sumida en la revisión a la gringa de los títulos de propiedad de las minas de oro. Don César decepciona, por pusilánime, a su padre y a su prometida Leonor de Acevedo y no hace honor al lema familiar que dice: “De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe” y se acaba arrugando cuando el sicario Douglas Moore le desafía a duelo. Sin embargo, cuando se emboza es El Coyote, que rinde al villanaje y escapa a la galopada dejando al canalla su marca, que es un tiro en el lóbulo de la oreja.

El héroe enmascarado
El Coyote es la reescritura de varios tópicos literarios populares: en primer lugar revisa al jinete charro de las novelas de cowboys, que generalmente era un rufián grasiento ladrón de caballos o el compadre torpe del héroe anglosajón que se caía de culo en una acequia y decía constantemente “cuate”, “manito” o “por la Virgen de Guadalupe”. En segundo lugar es el heredero de los tradicionales héroes enmascarados clásicos Dick Turpin y La Pímpinela Escarlata, y en consecuencia, un precedente de los superhéroes disfrazados de los tebeos de Stan Lee. José Mallorquí Figuerola escribió “El Coyote” en 1943 para la editorial Molino con el seudónimo de Carter Mulford y desarrolló posteriormente el personaje en la editorial Cliper de Germán Plaza (que aún no se había asociado con José Janés). Antes había sido un hijo sin apellidos, un niño triste internado en los Salesianos, un heredero súbito y un sportman derrochador. Mallorquí, como todos los escritores de pulp que no albergan una conciencia exagerada de sí mismos, se inspiró alegremente y sin rubor en el personaje de El Zorro, el justiciero con antifaz que creó Johnston McCulley en “La JOSÉ MALLORQUÍmaldición de Capistrano”, en 1919. McCulley, que empezó de reportero de sucesos,  también se basó en las historias legendarias del bandido Joaquín Murrieta, que le decían el Robín Hood de California, y en la novela “Memorias de un Impostor”, de Vicente Riva Palacio, un escritor mejicano, masón y antiguo guerrillero contra la invasión norteamericana de su país. Ambos personajes comparten el apodo cánido, el antifaz y el traje de faena, que en el caso de El Coyote es el de la charrería fina y en el de El Zorro la capa negra, que no fue original al modelo literario sino aportación de la película de Douglas Fairbanks “La marca del Zorro” (Fred Niblo, 1920). En sus dos peripecias hay padre, hacienda y prometida,  los dos peinan bigote, son tomados por cobardes cuando van sin embozar y dejan en el cuero de los villanos una marca registrada, que en el caso del Zorro es la “Z” marcada a florete en la faz del canalla y en el de El Coyote un tiro en el lóbulo de la oreja.

El niño que nadie quería
José Mallorquí Figuerola nació en Barcelona el 12 de febrero de 1913 sin que nadie le esperase. Su padre, José Serra, no le reconoció y le negó sus apellidos. Su madre, Eulalia Mallorquí, le cedió los suyos pero no su ubre y lo dio a criar a una mujer que se llamaba Isidra, luego a otra que se llamaba Ramona, a la que el niño tuvo siempre por abuela, y después le internó en los Salesianos. José Mallorquí fue un niño triste y natural, mal estudiante y lector desordenado de Zane Grey y Blasco Ibañez. Dejó el pupitre a los catorce años y se puso a trabajar de meritorio en los Electrodomésticos Marelli para sacarse un jornal. En 1931 murió su madre y le dejó una herencia que invirtió en pegarse dos años de viajero y sportman. En aquella época el sport era para los ociosos y el deporte se hacía en calcetines de rombos pantorrilleros y jersey de casimir. Hoy el deporte se ha democratizado a la misma velocidad con la que ha ganado vileza y cualquiera se pone a andar en bici con leotardos de trapecista y cuentakilómetros. Cuando Mallorquí se gastó la herencia por lo menos había aprendido francés y se puso de traductor en la editorial Molino. Se casó con Leonor del Corral y cuando estalló la guerra rompió sus gafas de miope para escapar de las trincheras y pasó hambre. Volvió a la editorial Molino y publicó novelas deportivas y biografías de conquistadores españoles y no acertó con las policíacas, que fueron un fracaso. Su primer éxito fue la saga de “Los Tres Hombres Buenos”, un western que conoció serial radiofónico que escuchaba Fernando Savater cuando tenía diez años. El Coyote llegó en 1943 y se convirtió en serie en 1944, alcanzó casi doscientos títulos y fue la literatura popular preferida del español hasta pasados los años cincuenta. El generalísimo Franco los leía en el yate Azor, mientras le picaban los atunes, aunque él decía que estudiaba tratados de economía.

PORTADA EL COYOTE

Cuando el Coyote declinó en 1953, José Mallorquí tuvo un hijo al que le puso César y se metió en el negocio de los seriales radiofónicos, coleccionó vitolas de puros, sellos y botellines de whisky, echó barriga y se dio a los banquetes aunque era diabético, no ahorró un chavo y daba propinas del veinte por ciento de la consumición. Escribió los guiones de “Dos cuentos para dos”, de Luis Lucía, con Tony Leblanc, y del western “Brandy”, de José Luis Borau. Vio al Coyote en el cine en dos películas de Joaquín Luis Romero Marchent protagonizadas por el actor mejicano Abel Salazar, que no dio la talla, y tuvo la prudencia de no estar en este mundo cuando se estrenó en 1998 “La vuelta del Coyote”, de Mario Camus, con José Coronado como César de Echagüe, que pretendió cosechar laurel recogiendo las propinas de “La máscara del Zorro”, con Antonio Banderas. Amó a su mujer apasionadamente y cuando en 1971 ella murió de un mieloma múltiple  perdió las ganas de vivir. Llenó la casa con sus retratos, paseó el cementerio, se quedó un poco sordo y se le hizo cisco la espalda, lo que le obligó a dictar porque no podía sentarse a la máquina. Acarició la idea de enclaustrarse en un convento pero le aburrían las misas. El siete de noviembre de 1972 se pegó un tiro en la cabeza con una pistola Astra del calibre nueve. Dejó una nota para sus hijos que decía: “No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados”. Y debajo puso: “Perdón”.
«Del valor

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL DIARIO EL CORREO EL 11 DE FEBRERO DE 2013

La guerra de Hassel

In Fuera de carta on 18 de noviembre de 2013 at 9:58

Ha muerto Sven Hassel, que cubrió la guerra de charcos de barro y la despojó de su romanticismo

SVEN HASSEL

Los soldados de las novelas de Sven Hassel son chusma de patíbulo, perros sin despiojar, flacos, malos, trileros y supervivientes de batallones de castigo que no tienen tiempo para la piedad. Observan la prioridad de aligerar de dientes de oro a los combatientes muertos, birlar raciones y largarse de los burdeles sin pagar. A la hora de la brega prefieren arrancar cabezas con una pala de cavar trincheras porque han descubierto, a la fuerza, que es más efectiva que la bayoneta de reglamento. Tienen frío en el corredor de Minsk y calor en Monte Cassino, hambre a todas horas y pretenden salir de la guerra de una pieza, dándoles un poco igual quién la gane. No aspiran a medallas, comen gatos y se acogen al derecho de espada PORTADA HASSEL 3robando todo lo que se pueda comer, beber o permutar. Nadie les preguntó si querían ver mundo, les movilizaron a la fuerza y son los hijos del proletariado alemán. Los profesores de literatura en sus cabales no recomendaban las obras de Sven Hassel pero los que las leían en las ediciones de Reno, de portadas abigarradas, llegaban a la conclusión de que Hemingway, Remarque y Boixcar eran un poco mariquitas. Sus catorce novelas se apoyan sobre un esquema casi inalterable que alterna la descripción de violentísimas batallas con periodos de trinchera plagados de ejecuciones de tapia y tiro de gracia, entradas y salidas de casas de putañear, diálogos absurdos y timbas de dados sobre una manta PORTADA HASSEL 1colonizada por los piojos. Sus personajes fijos son buscavidas que se mueven a lo largo de las más brutales carnicerías de la Segunda Guerra Mundial y su estilo confuso recuerda a la escritura urgente de Salgari, que es la interpretación literaria de la estrategia del general Patton: no sostener la posición, sino seguir avanzando.

El soldado o el farsante
La obra de Hassel la difundió en España Mario Lacruz cuando dirigía para Plaza y Janés la colección Reno, que se llegó a vender en expositores giratorios en los supermercados y publicó a Mika Waltari, a Thomas Mann y a Giovanni Guareschi, que parió al cura Don Camilo. Lacruz escribía novelas policíacas y no tenía el barniz intelectual, izquierdista y divino,  de Carlos Barral y los libros de bolsillo de Reno se podían permitir portadas al agua que recordaban a las de las novelas de tiros de Estefanía. Hassel vendió tiradas como churros después de una verbena y cultivó el cartel de veterano de los escenarios más duros de la guerra, medio ciego de la fiebre caucásica que contrajo en el frente oriental y condecorado con dos Cruces de Hierro, de 1ª y 2ª clase, con la medalla de Mannerheim y con la Cruz Militar Italiana. Nació en Frederiksborg, en Dinamarca, en 1917 y surcó el mar en un carguero por necesidad. Cuando dejó el salitre se alistó en el ejército alemán y entró en Polonia con una división Panzer. Desertó con los galones de cabo, pero fue capturado y le agregaron al 27º regimiento de Carros de Combate, un batallón disciplinario con el que se batió en todos los frentes del escenario europeo. Se rindió al ruso Iván en Berlín, en el Parque Tiergarten, ostentando hombrera de teniente y quincalla en la solapa, se alistó en la Legión Extranjera, como Beau Geste, y publicó su primera novela, “La legión de los condenados”, en 1958.

Sin embargo, el periodista danés Erik Haaest se dedicó durante una década a desmentir su biografía bélica de héroe a la fuerza y aseguró que Hassel se pasó la guerra en Dinamarca, mangando bicicletas y  pegando timos de segunda, vestido con un uniforme de las Waffen-SS que había birlado con el que conseguía cartillas de racionamiento con las que negociaba en las trastiendas y alardeando de medallas de hojalata tan falsas como la sonrisa de una hiena. Haaest le desmontó incluso su tinglado literario y dijo que las novelas se las escribía su mujer Dorthe Jensen, inventándose las atrocidades que Hassel disfrazaba de recuerdos.

Hassel se instaló en Barcelona, en Castelldefels, en 1964, quizá porque había oído que en España vivía Otto Skorzeny, PORTADA HASSEL 2el libertador de Mussolini, y aquí se ha dejado coger por la muerte el pasado día 21 de septiembre, a los 95 años de edad. Hace poco, la editorial Inédita volvió a difundir su obra en su colección de bolsillo. Ha guardado bien sus secretos, le gustaba el cochinillo de Cándido, en donde se exhibía hasta hace poco una foto suya, y coleccionaba recuerdos militares junto a sus medallas obtenidas en combate o en un rastrillo de quincallas de Dinamarca.

BIBLIOGRAFÍA DE SVEN HASSEL:
“La legión de los condenados” (1953)
“Los Panzers de la muerte” (1958)
“Camaradas del frente” (1960)
“Batallón de castigo” (1962)
“Monte Cassino” (1963)
“Gestapo” (1963)
“¡Liquidad París!” (1967)
“General SS” (1969)
“Comando Reichsfürer Himmler” (1971)
“Los vi morir” (1975)
“La ruta sangrienta” (1977)
“Ejecución” (1979)
“Prisión GPU” (1981)
“El comisario” (1985)

MARTÍN OLMOS

Publicado el 27 de septiembre de 2012 en el diario El Correo

El villano de limón

In Fuera de carta on 15 de May de 2013 at 23:23

El doctor Fu Manchú, creado por el escritor Sax Rohmer, cumple cien años

CHRISTOPHER LEE COMO FU MANCHÚ

“Donde la mitificación del mal encuentra su más alto representante es en el doctor Fu Manchú”
SALVADOR VÁZQUEZ DE PARGA

“Fu Manchú viene a ser un equivalente de Hitler”
FEREYDOUN HOVEYDA

“Fu Manchú debe haber exterminado una población equivalente a la de un país como Bélgica o Suiza; y, sin embargo, no nos resulta antipático”
JACQUES BERGIER

“Fu Manchú pertenece a la ilustre cofradía de Mabuse, Fantomas, Moriarty y restantes genios del mal, como suelen decir los cómics”
FERNANDO SAVATER

“Las historias de Fu Manchú son, para decirlo sin paliativos, absolutamente basura”
JULIAN SYMONS

“Rohmer creó a Fu Manchú, tan misterioso como Bin Laden, un adversario ideal, siempre presente, nunca hallable, diabólico en sus intenciones. Los enemigos de Occidente, hoy, preservan esa versatilidad”
BENGT OLDENBURG

“Imaginad que tiene la cruel inteligencia de Asia entera acumulada en su poderoso cerebro modelado con todos los conocimientos de la ciencia antigua y moderna”
SAX ROHMER

Fu Manchú es amarillo como la ictericia, doctor en filosofía, experto lingüista y químico genial, jamás se corta las uñas de las manos (por razones prácticas hay que suponer que sí las de los pies) y dirige con mesianismo la siniestra sociedad Si-Fan, un contubernio con sabor de limón que persigue dominar el mundo. Fu Manchú es místico y pragmático, “tiene la frente de Shakespeare y el rostro de Satanás”, y posee el dominio de la alquimia, una provisión de fondos inagotable, un odio eterno hacia el blanco anglosajón y una legión de estranguladores Tongs ciegos de opio que hablan poco, preguntan menos y son aniquilados con frecuencia para ser inmediatamente reemplazados confirmando el rigor de la infinita camada mandarina. Fu Manchú desciende de Fantomas, el archimalvado de los folletines de Marcel Allain y Pierre Souvestre, pertenece a la estirpe de villanos con grandes expectativas como el profesor Moriarty y el Doctor No y es el precedente de Bin Laden como genio del mal, con el que tuvo en común la cueva ignota, el discurso místico y la intangibilidad. En “La Pequeña Historia de los Grandes Criminales”, Jacques Bergier calcula que a lo largo de sus trece aventuras Fu Manchú ha exterminado a una población equivalente a la de un país como Bélgica y sin embargo, sus planes para instalar en el mundo la era del jade y del marfil son desbaratados por su enemigo Denis Nayland-Smith, alto comisario de Birmania, diplomático y agente secreto, y su fiel compañero el doctor Petrie, que son como Sherlock Holmes y Watson pero con una cuarta parte de su carisma.

El peligro amarillo
Las novelas de Fu Manchú hicieron rico a su autor, Sax Rohmer, un escritor mediocre que se las daba de egiptólogo porque echó una tarde leyendo un par de libros de momias, creía en el más allá y tenía mala suerte en el naipe. Sax Rohmer nació en Birmingham en 1883 y se llamaba en realidad Arthur Henry Ward, pero añadió por su cuenta el apellido Sarsfield porque se le antojó descender del general irlandés Patrick Sarsfield, primer Conde de Lucan y mariscal de campo de Luis XIV que murió en 1693 en la batalla de Landen, durante la Guerra de los Nueve Años. Rohmer fue la segunda prioridad de su madre después de la ginebra y hasta los diez años no pisó una escuela. Antes de cumplir los veinte había sido mozo de una compañía de gas, recadista en un periódico y empleado de banca y en 1903 vendió el relato “La Momia Misteriosa” a la revista semanal Pearson, en la que colaboraban Gorki y George Bernard Shaw. A partir de entonces se dedicó a escribir seriales para los periódicos y chistes para el cabaret y en 1909 se casó con Rose Elizabeth Knox, malabarista de circo y artista clarividente que le inició en el juego de la ouija y en las tertulias con los fantasmas. Recogió una colección de monólogos cómicos que publicó anónimamente, le escribió las memorias al comediante Harry Relph, un bailarín de music hall que se hacía llamar El Pequeño Tich y medía un metro cuarenta, y en 1913 publicó su primera novela de Fu Manchú basándose, según él, en la figura de Mister King, el jefe de una triada del barrio londinense de Limehouse que controlaba las timbas chinas y el tráfico de opio. Fu Manchú le hizo rico y exacerbó en Inglaterra el terror al Peligro Amarillo del que ya había avisado Napoleón cuando dijo: “Cuando China despierte el mundo temblará”. En realidad, desde 1900 hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, la población china del barrio del East End estaba formada por unos pocos cientos de limones que se mataban de sol a sol en las lavanderías y casi todo el tráfico de cocaína venía de Alemania, donde se comercializaba sin restricciones. Sin embargo, los londinenses acabaron convencidos de que todos los chinos eran miembros de una triada o contrabandistas de opio.

SAX RHOMER

El doctor Fu Manchú es un personaje excesivo mirándolo desde cualquier esquina y fabrica oro con sus conocimientos de alquimia, tiene más de cien años y cuando presencia sus masacres exclama (porque Fu Manchú no dice, exclama): “¡Soy el dios de la destrucción!”. Sin embargo no tiene ningún fundamento lingüístico, botánico ni médico: los dos términos de su nombre, Fu y Manchú, son incompatibles en la nomenclatura oriental; en su primera aventura crea unas setas antropófagas que se zampan a una dotación de detectives y Sax Rohmer le añade la circunstancia fisiológica de tener velado el globo del ojo por la membrana nictitante, el tercer párpado de los animales. Tampoco se sostiene desde el punto de vista del London Detection Club, la asociación británica de escritores de novelas policíacas a la que pertenecieron Agatha Christie, Dorothy Sayers y Chesterton, cuya cuarta regla advertía de no usar en las tramas venenos imposibles, pasadizos secretos ni casualidades afortunadas. Las novelas de Fu Manchú no se levantan sobre la verosimilitud, que brilla por su ausencia, ni sobre sus cualidades literarias (Julian Symons escribió que eran “horrores de a penique  vestidos con tapas duras”) sino sobre el carisma de su villano misterioso, que desdibuja a los héroes de la función, Nayland-Smith y Petrie, y termina por dar igual que estén armadas a base de vigas de cartón. Con el tiempo, a Fu Manchú le salió un primo, que fue el emperador Ming de los tebeos de Flash Gordon de Alex Raymond, y Sax Rohmer se inició en la orden de los rosacruces, habló con ectoplasmas, viajó a Egipto y se arruinó en Montecarlo jugando al bacarrá. Se recuperó vendiendo los derechos de sus novelas al cine por cuatro millones de dólares y murió el uno de junio de 1959 de gripe aviar.

Hoy ya casi nadie se acuerda de Fu Manchú pero el miedo al chino sobrevive con salud porque aunque es pequeñajo sabe llaves de kung-fú. Ahora no acomete en triadas sino en bazares en los que libera móviles y vende gatos dorados que mueven el brazo compulsivamente, como un metrónomo, pero para combatirle no hace falta el viejo y soso Nayland-Smith sino enseñarle a disfrutar del fin de semana de paellas de merendero, vino con gaseosa en el porrón y fútbol en el transistor.

MARTÍN OLMOS (PUBLICADO EN EL CORREO EL 28-03-2013)

Ciudadano Silver Kane

In Fuera de carta on 11 de marzo de 2013 at 12:26

“Con esta novela me he atrevido a volver a mis jóvenes años de la aventura y la pasión, el sufrimiento y la virginidad literaria.”
FRANCISCO GONZÁLEZ LEDESMA.

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Valle Inclán solía decir: una idea la puede tener cualquiera, pero a ver si pinta usted un gitano con una burra. Francisco González Ledesma aprendió a pintar estampas calés a la fuerza, para quitarse el hambre tenaz de la posguerra dura y poderse pagar los estudios de derecho con los que encarar con algo más de cintura el futuro imperfecto. Cambió al gitano de aceituna por el pistolero de la llanura, de nombre Bill, de apodo Tex, parco de verbo, generalmente taciturno y suelto de colt, y a la burra la ascendió a caballo mesteño, que a veces se llamaba Diablo y acudía al silbido. Se vistió con un nombre gringo y se puso al tajo, con una olivetti, mirando al Mediterráneo, cobrando a plazos,  y firmó las cuatrocientas novelas de un oeste que se vendía a duro en los portales de las chucherías, con los Celtas sueltos y los palos de regaliz. A un millón de kilómetros de Arizona. Como Francisco González Ledesma no existía, tuvo que existir Silver Kane. O más bien, a Francisco González Ledesma, como escritor, no le dejaban existir por ser, según la censura franquista,  rojo y pornógrafo, así que se tuvo que poner a tramar balaceras de yanquis de la frontera sin pararse mucho a florearlas, porque le tocaban a dos novelas por semana. A ese ritmo, o se aprendían trucos o se quedaba uno en la cuneta: una bala era una bala, como la rosa de Gertrude Stein, o, apurando mucho, un proyectil, y ahí se acababan los sinónimos. No había tiempo para esperar a la musa, sentado en el café de los artistas, con la pluma entre los dientes, había que ponerse a la tarea en horario de mina: Ledesma le contó a Fernando Sánchez Dragó que durante un apagón que duró horas, de los frecuentes que había en Barcelona, tuvo que subirse al tejado para rematar una novela a la luz de la luna y cumplir a la mañana siguiente con el plazo de entrega.

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Seguramente, las novelitas de quiosco fueron lo más parecido que hubo en España a las publicaciones pulp norteamericanas. Se envolvían en portadas abigarradas pintadas al guaché y metían anuncios de crecepelo en la página del final. Eran la literatura de los pobres, de la que los académicos decían que era como el agua mineral, que bebas la que bebas, siempre sabe igual. NOVELA SILVER KANE 4Generalmente ni se compraban, sino que  se cambiaban en el cajón de la tienda, con lo que muchos ejemplares ostentaban las marcas del lector, como un hierro de res,  para distinguir las leídas, igual que un ex libris pero  pragmático y sin pretensión, más que nada para no repetir el tiroteo.  Se dividían según el género, fuesen de marcianos o del F.B.I., pero, a parte de los romances de azúcar de Corín Tellado y Carlos de Santander, las que más abundaban eran las del Oeste, de las que había tanta producción (porque existía la demanda) que tuvieron que ordenarse en colecciones. Además de Silver Kane, que se ocupaba de las de Bravo Oeste, Clark Carrados escribía las de la serie Bisonte, Keith Luger las de Ases del Oeste, Donald Curtis las de California y, claro, Marcial Lafuente Estefanía, que debía tener tres manos derechas, las de Texas, Kansas y Bufalo. Detrás de esos nombres de matón de Abilane había estajanovistas del colt que escondían muchas biografías de hambre. De hambre y represión. Encima de la tecla rápida, detrás del argumento fugaz y la avaricia en el adjetivo, estaban los jueces castigados, los  arquitectos sin proyecto y hasta el letrista de “El último cuplé”, al que no le daban otro trabajo. Estaban los que perdieron. Edward Goodman era el periodista anarcosindicalista Eduardo Guzmán, que había levantado la noticia de los sucesos de Casas Viejas, y Keith Luger era Miguel Oliveros Touan, antiguo funcionario del ayuntamiento de Valencia. Marcial Lafuente Estefanía era ingeniero y había sido general de artillería en el ejército republicano, y había visto de muy cerca un pelotón de fusilamiento, desde la parte menos saludable de la formación. Luis García Lecha era funcionario de prisiones cuando conoció a Francisco González Ledesma en la Modelo, donde éste se guardaba del sol, y le ayudó con alguna trama hasta que se puso por su cuenta, pidió una excedencia, y se convirtió en Clark Carrados y en Louis G. Milk (Lecha por Milk, seguro que lo han pescado). García Lecha era el único franquista de la cuadra, lo que venía muy bien al resto cuando requerían un favor por haberse metido en un apuro. Lecha cumplía, igual le daba el bando, honor de pistoleros.  Como la naturaleza imita al arte, era como en los westerns de Hollywood, en los que los combatientes derrotados de la Confederación tenían que buscárselas con el revólver con la necesidad vital de ser rápidos.

Francisco González Ledesma nació en Barcelona  en 1927, el día de San Patricio y de San José de Arimatea, y se crió en el barrio del Poble Sec, entre la montaña de Montjuic y el puerto,  en donde también nació Serrat y la mitad del grupo Los Mustang. El NOVELA SILVER KANE 3nombre de Pueblo Seco le venía porque hasta 1894 no pusieron en la zona ni una fuente. La avenida del Paralelo lo separaba del Barrio Chino, con lo que la zona andaba surtida de faroles rojos y cabarets, y de muchachos que veían de farra el amanecer. González Ledesma estudió con los Escolapios, que tenían la mano larga, y en el instituto Balmes, en donde recibió clases de Guillermo Díaz-Plaja, se merendó la biblioteca de su tío y empezó a escribir. En 1948, con 21 años, ganó el Premio Internacional de Novela de José Janés con la obra “Sombras viejas”. A William Somerset Maugham, que formaba parte del jurado junto a Walter Starkie, le gustó tanto que le dijo que era el mejor novelista joven de Europa, sin embargo, la censura prohibió su publicación y afirmó que Ledesma era un “rojo subversivo y un pornógrafo”, no le metió en el trullo por un pelo y le cerró en las narices las puertas de todas las editoriales. Con Franco respirando, tenía tantas posibilidades de sacar libro como de salir vivo del saloon de Dodge City después de pedir leche con galletas.  Así que nació Silver Kane para llenar de tiros los quioscos y entretener a los viejos en el parque, entre el cucurucho de las palomas y el recuerdo de los tiempos mejores, y a los quintos de imaginaria, y a los porteros de finca. Y a los marinos, a los golfos y a los que iban en el tranvía. Como ha escrito Javier Pérez Andujar, “una de las diferencias más maravillosas que hay entre la literatura y la subliteratura, es que ésta última sí que se compra para ser leída”.
Francisco González Ledesma ha recordado con frecuencia sus tiempos de destajista, unas veces con melancolía y otras no, reconociendo que fue una buena escuela para aprender la arquitectura de la novela, pero también una vida de perros, lejos de la bohemia y más cerca del tajo a porcentaje. Las reglas eran estrictas y los plazos cortos, los buenos tenían que ser de una pieza y ganar al final, las mujeres virtuosas y los malos a la cárcel, los diálogos de patíbulo, los revólveres ladraban y los hombres gruñían y, a veces, hasta exclamaban. La violencia era la marca del rancho, sin medias tintas, el enterrador no paraba. “¿Qué has venido a buscar aquí?”, “Vengo  a hacer liquidación”, “¿Liquidación de qué?”, “De hijos de perra. Y el primero va a ser usted. De modo que le aconsejo una cosa: haga testamento” (“Muerto por partida doble”, de Silver Kane, colección Bravo Oeste. Bruguera, 1990). Así eran las cosas.

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Con el tiempo consiguió sacar la cabeza del polvo de la cuneta y hoy Francisco González Ledesma tiene una placa en el 22 de la calle Tapioles que conmemora su nacimiento, el premio Planeta por “Crónica sentimental en rojo” y la medalla de oro de la ciudad de Toulousse. El tiempo, que según Borges,  destruye los alcázares pero hermosea los versos, ha concedido una pátina de dignidad a las viejas novelas de duro. El año pasado, Ediciones B publicó “La conjura”, una novela histórica de Curtis Garland, pseudónimo de Juan Gallardo Muñoz que también escribió sus recuerdos de obrero de la tecla, “Yo, Curtis Garland”, en la editorial Morsa. El Área de Filología del Instituto de Estudios Riojanos, en colaboración con el Aula de Cultura del diario La Rioja, organizó un año antes de su muerte las jornadas de homenaje a Luis García Lecha (Clark Carrados o Louis G. Milk) en Haro, y los libritos de Silver Kane se cotizan en internet. Terenci Moix los coleccionaba. Ahora, la  editorial Planeta va a editar “La Dama y el Recuerdo”, novela del west que ha escrito González Ledesma usando su viejo blasón de Silver Kane. Tiene más años, muchos más, pero menos prisa y el dominio natural de la técnica, y no le atosigó el plazo, ni el hambre, ni las ochenta páginas para solucionar la trama. Para rematarla a tiros y a por otra. Así que puede demorarse en elaborar un principio que invita a seguir leyendo: “Aquella mañana ocurrieron en Jackson, Kansas, cuatro cosas juntas que no habían ocurrido nunca: se pararon a la vez cien relojes de cuerda, llegó un jefe indio que quería comprar la paz para su pueblo, un pistolero llenó el saloon no de clientes, sino de muertos, y un hombre perfectamente vestido quiso comprar un cementerio”. Es el mismo pero tomándose más tiempo para apuntar, lo que se traduce en una obra más elaborada, más sabia, pero igual de diáfana en su planteamiento, en su voluntad de entretener y no de cambiar el mundo, si es que alguna obra literaria lo cambia. Es más frecuente que lo cambie la espada. Y más doloroso para la población civil.

BÚFALO BILL Y TORO SENTADO

LOS SIOUX DE MONTJUIC
La colonización del Oeste Americano la llevaron a cabo los granjeros que se dejaron los riñones en la siembra, las mujeres que parieron a pelo y los chinos que construyeron el ferrocarril manteniéndose en pie con el opio, pero el  Far West mítico se lo inventó Búfalo Bill Cody, el mayor embustero de la pradera. También se inventó un precedente del turismo de aventura y se dedicó a pasear a la nobleza europea por las llanuras de Wyoming, en donde los lores británicos y los Grandes Duques rusos se disfrazaban de Davy Crockett, con suerte veían de lejos a un indio, con más hambre que ferocidad, dormían al raso y le pegaban un tiro a algún pobre bisonte. Más tarde puso un circo, claro, el “Wild West Show”, que cuando reventó la caja en su país, se lo llevó a la vieja Europa en una gira que actuó ante la Reina Victoria y el rey de Sajonia, ante el millonario Rothschild y el Káiser Guillermo. Después de llenar en la Exposición Universal de París de 1889, en donde les fue a ver el Shah de Persia y el príncipe Rolando Bonaparte, se fueron a Barcelona, en donde todo salió al revés. Era improbable que un espectáculo con animales en el que al final no se matara a un toro tuviese predicamento en España y la parada fue un desastre desde el principio. En el puerto de Barcelona, Búfalo Bill, al ver la estatua de Colón, les dijo a los periodistas que estaba orgulloso de representar su circo en el puerto desde el que partió el Almirante, y los periodistas se murieron de risa. Esta vez no hubo marquesas en el público sino un ejército de menesterosos que acudían a las tiendas de los indios mendigando comida y llevando consigo la viruela. A pesar de que rebajaron el precio de las entradas a la mitad, las sillas se quedaban vacías y toda la compañía se puso enferma. La navidad de 1889 murieron tres peones de viruela, diez sioux de gripe y el jefe de pista Frank Richmond. Sanidad les puso un mes de cuarentena y cuando la cumplieron pusieron un mar de por medio y se fueron con los bártulos a Italia, en donde actuaron para el Papa León XIII en el Coliseo de Ben-Hur. Los diez sioux feroces, los que vencieron a Custer pero sucumbieron a la miseria española, fueron enterrados en el cementerio de Montjuic, a cuyas faldas se levanta el Poble Sec de Silver Kane, camino del puerto y del barrio del Raval.

MARTÍN OLMOS (PUBLICADO EN EL CORREO EL 02 DE ABRIL DE 2010)

Muerte al alba

In Con buena letra, Fuera de carta on 9 de febrero de 2013 at 12:57

Hace cincuenta años que Ernest Hemingway atajó su dolor por el camino más corto.

ILUSTRACION de MARTIN OLMOS

“Pocos americanos han producido mayor impacto de emociones y actividades sobre el pueblo americano, que Ernest Hemingway”
JOHN F. KENNEDY

“Hemingway es mi escritor favorito”
FIDEL CASTRO

“¿Suicidio? ¿Y quién no dice que quisieron eliminarle?”
GREGORIO FUENTES. Antiguo patrón del barco de pesca de Hemingway.

El doctor Clarence Edmonds Hemingway tenía una consulta en un barrio de posibles a las afueras de Chicago, “en donde acaban las tabernas y empiezan las iglesias”, y tenía dos acres de tierra en la orilla del lago Walloon, que le decían el Lago de los Osos,  en los bosques de Michigan, cerca de un campamento de indios chipewa. El doctor Clarence Edmonds Hemingway enseñó a su hijo Ernest a encontrar el norte observando de qué lado del árbol crecía el musgo y le enseñó el nombre en latín de todas las aves de la selva. También le enseñó a no pescar más de lo que podía comer y a disparar a los pajaritos con una escopeta del calibre doce. A Ernest le gustaba acompañar a su padre al campamento chipewa porque a todos los niños les gustan los indios y los piratas.

La señora del doctor Hemingway, de soltera Grace Ernestine Hall, había querido ser cantante de ópera y llegó a debutar en el HEMINGWAY-ESCOPETA 1Madison Square Garden de Nueva York, pero las luces del proscenio le dañaban las pupilas. Tenía voz de contralto y siempre pensó que se perdió un mundo más ancho al casarse con el médico montañero. La señora Hemingway, de soltera Grace Ernestine Hall, quería que su hijo Ernest tocase el violoncello y le ponía vestiditos rosas de chiquilla. Decía que cuando el niño vino al mundo, los petirrojos cantaron sus canciones más dulces para darle la bienvenida.

El doctor Clarence Edmonds Hemingway era capaz de seguir el rastro de un gato montés a través de las pistas del bosque. Grace Ernestine Hall llevaba los pantalones en casa.

Ernest creció y se fue convirtiendo en Hemingway, no aprendió a tocar el violoncello, pescó más de lo que podía comer y renunció a la universidad para irse a la guerra, a conducir ambulancias al frente del Piave. Cuando volvió a Chicago tenía una recomendación para la medalla italiana al valor y metralla en las dos piernas. Su madre, Grace Ernestine Hall, se cansó de verle fardar con el uniforme de “sotto tenente” de la Cruz Roja, de beber vino y de no buscarse un empleo decente y le echó de casa. El doctor Clarence Edmonds Hemingway no dijo nada.

En 1923, en París, cuando Ernest ya era definitivamente Hemingway, se publicó su primer libro, “Tres cuentos y diez poemas”. Se editó una tirada de trescientos ejemplares. Media docena de ellos se los envió a su padre. Esperó su bendición. El doctor Clarence Edmonds Hemingway se los devolvió con una carta en la que le decía que un caballero solo habla de enfermedades venéreas en la consulta de su médico.

En el nombre del padre.
En 1928 el doctor Clarence Edmonds Hemingway estaba enfermo. Tenía diabetes y una angina de pecho. Había invertido en tierras en Florida, esperando que se revalorizasen con la explosión demográfica, pero los precios habían bajado y ahora no valían un chavo. El seis de diciembre pasó consulta por la mañana y por la tarde quemó sus papeles personales en un horno, se encerró en su dormitorio y se pegó un tiro detrás de la oreja.

Ernest Hemingway se enteró de la noticia cuando iba de camino desde Nueva York a Key West, en Florida. Para variar, estaba sin blanca. Le sableó cien dólares a Scott Fitzgerald, que por aquel entonces aún era su amigo, y compró un billete para Chicago. El HEMINGWAY-ESCOPETA 4doctor Clarence Edmonds Hemingway había sido diácono de la Primera Iglesia Congregacional de Oak Park y su suicidio le había deshonrado. Tenía un seguro de vida que proporcionó a los herederos 25.000 dólares de los cuales se fueron 15.000 en el levantamiento de la hipoteca de la casa familiar, 600 en impuestos y lo que quedaba en deudas. Hemingway le dijo a su hermano pequeño Leicester que no quería lloros en el funeral, le dijo que los demás eran un hatajo de paganos que deberían avergonzarse de sí mismos y que rezase para que el alma de su padre saliese del purgatorio. Luego se llevó de recuerdo el revólver con el que se disparó, un Smith y Wesson del calibre 32 que había pertenecido a su abuelo, y regresó a los Cayos de Florida, a pescar peces que no se podía comer.

Doce años después escribió: “Nunca olvidaré lo miserable que me pareció la primera vez que me di cuenta de que mi padre era un cobarde.”

…y del hijo.
En 1961 Ernest Hemingway iba a cumplir 62 años, cinco más de los que tenía su padre cuando tomó el atajo. Durante su vida había coleccionado esposas, guerras y cabezas de bichos colgadas en la pared. Aún ceñía el cinturón de campeón de las letras americanas y porque pensaba que todos los tiempos eran los viejos tiempos quería seguir viviendo como una mezcla de estrella de Hollywood, cazador blanco de leones barbudos y general de brigada. Y sin embargo, como al final de todas las buenas cenas, le llegó la dolorosa. Hemingway padecía diabetes, hipertensión y tenía los niveles de colesterol por las nubes, tenía el hígado disuelto en whisky y los riñones cumplían unas veces sí y otras no tanto. Es probable que también sufriese una hemocromatosis, un trastorno metabólico congénito que provoca una acumulación de hierro que afecta al corazón de forma irreversible.

Su último verano español había sido un desastre. En el restaurante Mayte de Madrid armó una pelea porque decía que los comensales de la mesa de al lado eran agentes del F.B.I. que le espiaban y en la finca malagueña de “La Cónsula”, donde pasó unos días con Antonio Ordoñez, hablaba solo y quiso atizar a un invitado porque le tocó la nuca. En “La Cónsula” trabajaba de doncella una niña de dieciséis años que se llamaba María Isabel Carabante, que era de Coín, y a la que aquel hombrón barbudo se le parecía a Cristo. Hemingway dejó escrito que España no era tierra para morir, sino para vivir intensamente, y como los elefantes heridos regresó a su pago a cumplir con la que él llamaba la Puta, la Eterna Puta y, a veces,  la Señora.

Su último hogar estuvo en Ketchum, Idaho, a la sombra del Monte Baldy, al lado de la Reserva Forestal del río Wood en donde en verano pastaban las ovejas que cuidaban los pastores vascos de los Pirineos. Hemingway veía federales en cada esquina y tenía miedo de ir al trullo por evasión de impuestos. No había declarado 4.000 dólares que ganó apostando en el boxeo y pedía constantemente extractos bancarios. El hombre sin miedo a los obuses de las guerras de los demás tenía miedo a la cartera seca. El Gran Cazador Blanco ya no podía encarar el rifle. El amante no conseguía izar la bandera. El escritor dejó de encontrar la frase verdadera. Empezó a verle el lado bueno al lado malo de la escopeta. Su cuarta mujer, Mary Welsh, logró internarlo en la Clínica Mayo, en donde le aplicaron electrochoques dos veces por semana y le administraron reserpina, un medicamento para la hipertensión entre cuyos efectos secundarios estaba la depresión.

La noche del 1 de julio de 1961 Hemingway le dijo a su mujer que le iba a hacer un regalo. Le cantó una canción italiana que había aprendido en Cortina. La canción decía: “Tutti mi chiamano bionda, ma bionda io non soro: porto i capelli neri”. Al alba del día siguiente se levantó sin hacer ruido. Se puso una bata roja. Solía decir que había visto todos los amaneceres de su vida. Vio aquel. Cogió una escopeta Boss de dos cañones que usaba para el pichón y se disparó en la cabeza. Su mujer dijo que sonó como cuando un cajón se cierra de golpe.

Amén.
Se celebró el funeral católico el 6 de julio de 1961. El padre Robert J. Waldmann leyó en latín y en inglés los versículos tres, cuatro y cinco del Eclesiastés: “¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana debajo de la capa del sol? Pasa una generación, y le sucede otra; más la tierra permanece. Nace el sol y se pone, y vuelve a su lugar; y de allí nace.” Uno de los monaguillos se desmayó por el calor y se cayó sobre una cruz de flores blancas. Se rezaron tres Avemarías y tres Padrenuestros. Mary Welsh dijo a la prensa que su marido se había disparado por accidente  al limpiar el arma pero nadie se lo creyó. En 1966, en una entrevista con Oriana Fallaci, seguía manteniendo esa versión.

El 11 de julio Antonio Ordoñez sufragó una misa por su alma en la capilla de San Fermín, en la Iglesia de San Lorenzo, a la que asistió Orson Welles, Deborah Kerr y el alcalde de Pamplona, don Miguel Javier Urmeneta. Se mezcló el luto negro con el pañuelo rojo. A Ketchum llegaron necrológicas de la Casa Blanca, del Kremlin y del Vaticano. María Isabel Carabante, la doncella de “La Cónsula”, lloró cuando se enteró de su muerte. Hace unos años vivía en Algete y tenía una foto de Hemingway en el salón. Nunca leyó un libro suyo, pero una vez vio una película sobre un viejo que pescaba solo en un mar de tiburones. García Márquez estaba en México cuando se enteró y escribió una crónica en la que decía que la noticia había conmovido “a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus chóferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado”. A Norman Mailer la muerte de Hemingway “le esposó con el horror” y aseguró que muchos chupatintas se sintieron secretamente alegres porque Hemingway era el muro del fortín y después de él se creyeron más fuertes. Borges, en cambio, dijo que se suicidó cuando descubrió que era un mal escritor.

En invierno la tumba de Hemingway se cubre de nieve blanca y el periodista Hunter S. Thompson observó que en verano los turistas se llevaban la tierra a puñados. Hemingway escribió que cuando nacemos le debemos una muerte a Dios. Escribió que todas las historias verdaderas acaban con la muerte. Hemingway escribió: “Y ahora él duerme con esa vieja ramera, la Muerte…¿Aceptas a esta vieja ramera Muerte como la mujer legítima?”.

EL HIJO RARO DEL MACHO ALFA.

GREGORY HEMINGWAY
En las verdes colinas de África Ernest Hemingway abatió al león melenudo y en la Corriente del Golfo pescó al tiburón. Ernest Hemingway se paseó por tres guerras como si lo hiciese por la salita de estar de la casa de su abuela y tenía pelo en el pecho. A su hijo pequeño Gregory le llamaba Gigi, lo que no es un buen comienzo para alguien que tenía el decreto de observar la masculinidad. Cuando tenía diez años Gigi le acertó a un pichón en vuelo con una escopeta más grande que él. Fue un tiro de primera. Con doce escribió un relato impecable. Su padre descubrió más tarde que lo había copiado al pie de la letra de un cuento de Turgenev y el tiro ya no le pareció tan bueno. Hemingway dijo que el chico había nacido para ser malo.  Gigi creció y se hizo anestesista, se casó cuatro veces, tuvo siete hijos y corrió maratones. Se atizó el hígado. No conservó ningún empleo. Le gustaba ponerse medias de seda y camisones de satén de color salmón. Después de su último divorcio se hizo una operación de cambio de sexo. Gregory dejó de ser Gigi y fue Gloria. Perdió los estribos. Gloria era mala. Le arrestaban frecuentemente por escándalo público. Una vez le partió la cara a un conductor de autobuses. En octubre de 2001 tenía 69 años y le detuvieron por pasearse en cueros por el bulevar de Crandon, en Cayo Vizcaíno, en Miami. Murió cinco días después, en el Centro de Detención para Mujeres de Miami-Dade, de un ataque al corazón.

MARTÍN OLMOS

(PUBLICADO EN EL CORREO EL 25 DE JUNIO DE 2011)

El corsario sin fortuna

In Fuera de carta on 30 de diciembre de 2012 at 18:47

Hace 100 años que Emilio Salgari se suicidó con una navaja barbera. A pesar de lo que mantienen las entradas de algunas enciclopedias nunca navegó por los mares del sur y vivió sorteando la miseria

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“¿Cuánto tiempo ha pasado desde que jugaba a los piratas malayos!”
CESARE PAVESE

“Salgari tuvo talento para carecer de él, lo que no es tan fácil como parece”.
FERNANDO SAVATER

“Cuando yo era chico, Julio Verne había sido desplazado en España por Salgari”.
JULIO CARO BAROJA

“Emilio Salgari no era malo. Lo que sucede es que yo no lo  merezco y no sé leerlo; releerlo.”
JUAN BAS

“Salgari no debe ser propuesto como ejemplo de bien escribir y debe, por tanto, dosificarse y alternarse con la lectura de los clásicos.”
UMBERTO ECO

“La relación de Italia con Malasia es extremadamente fantástica y procede de un tal Emilio Salgari.”
ANTHONY BURGESS

“En todas partes hay escritores a los que se elogia y escritores a los que se lee.”
RAMÓN J. SENDER

Hace cien años que a Emilio Salgari le mataron sus editores, que le dieron el hambre y la neurastenia, el frágil asidero de la botella para mantenerse en cordura y la obligación de acometer la pluma como si fuera el remo de la galera. De joven Salgari tenía hambre de mar del sur y bandera de calavera y de hombre tuvo el hambre sin metáforas, el hambre de pan y cama limpia, y prefirió agarrar en la mano a un pájaro, que era un gorrión raquítico, que emprender la caza de los cien que pasaban volando llevándose sus sueños de sal, de alfanjes fieros y de gloria. Salgari quiso ser marino pero no tenía el don de los números y quiso la mesa colmada pero le dieron el plato escuálido y a la prole sin saciar porque firmó, como si fuera con sangre, el contrato feroz de la miseria. Mejor le hubiera ido firmar uno con el diablo Belcebú y arriesgar el alma, pero lo hizo con el editor Antonio Donath, judío y Harpagón, que le ganó la vida.

Emilio Salgari nació en Verona en 1862 en una familia del Negrar-Valpolicella que comerciaba con telas y era ajena al mar y a las letras. En Verona nació el poeta Catulo y se amaron Romeo y Julieta sin la bendición de la familia. El niño Salgari fue chaval renacuajo y poco doncel que dibujaba bergantines en su cuaderno, miraba al mar y huía del pupitre para leer los folletines franceses de Dumas y Eugene Sue y las aventuras de Gustave Aimard, Mayne Reid y el Capitán Marryat. A los 16 años se trasladó a Venecia para estudiar náutica en el Instituto Regio de Paolo Sarpi pero suspendió geometría, navegación oral, astronomía y trigonometría y se quedó sin ceñir la gorra de capitán mercante. Estimó, sin embargo, que el mar era un estado de ánimo y no papel timbrado y a partir de entonces alardeó de patrón de cabotaje y de lobo de océano seco. Con el tiempo llegó a creerse su máscara y libró duelo a espada con el periodista Giuseppe Biasoli porque éste puso en duda sus galones capitanes.  Fue en 1885, Biasoli escribió en el semanario L´Adige que Salgari era marino de agua dulce y el escritor le desafió. Salgari también presumía de consumado esgrimista y de inventor de una estocada mortal. Se batieron a la sombra de la torre del campanario de la Basílica de San Zenón y Salgari hirió ligeramente al periodista, fue duelo a primera sangre para evitar la onerosa consecuencia administrativa  de uno a muerte, y tuvo que penar una semana de mazmorra que le pareció barata por lavar su honor. En realidad Salgari solo conoció el mar Adriático, que es de marea apacible, que navegó a bordo del “trabaccolo” Italia Una, una goleta de cabotaje con carga de carbón en la que sacó billete de turista para rendir viaje desde Venecia hasta Brindisi. Allí acabó su idilio con las sirenas y los siguientes mares se los tuvo que inventar.

ILUATRACION DE MARTÍN OLMOS

Salgari publicó sus primeros relatos de piratas de Java en el periódico L´Arena, en formato de folletín por entregas, cuando tenía veintiún años. Emprendió  noviazgo con Ida Peruzzi, morena rizada de orejas grandes, a la que escribía cartas mentirosas en las que le contaba que había nacido en una noche de tormenta y que había capeado tempestades en los océanos indomables. Ida Peruzzi era actriz de tercera, portadora de sífilis, alcohólica y ninfómana y a Salgari le gustaba disfrutarla vestida de reina mora.  Se casaron en 1892 y tuvieron prole numerosa a la que bautizaron con exotismo, a la hembra la pusieron Fátima, como la heroína de “La favorita del Mahdi”, y a los varones Nadir, Romero y Omar. Los chavales de nombres fabulosos comen igual que los que gastan designación prosaica y Salgari tuvo que afrontar el condumio de la camada, la mujer, la suegra y una asistenta y se obligó a noches de pluma y café negro. Era mal administrador y negociante penoso y firmó contrato con el editor Antonio Donath, logrero y estafador, que le ofreció la seguridad dudosa de un sueldo anual por los derechos de sus novelas pero le escatimó el porcentaje de las ventas. Su literatura fue la del apremio y se sostenía sobre un andamiaje de postal y sin embargo se convirtió en la más leída de Italia, daba igual que sus argumentos sucumbieran al embrollo, sus personajes monolíticos murieran dos veces en la misma trama y su estilo fuera folletín. En el prólogo del Fausto de Goethe el Poeta afirmaba que solo lo verdaderamente grande permanece sin perderse para la posteridad y el Bufón, más juicioso, le replicaba que si él se dedicase a la posteridad no habría nadie que hiciese reír a los contemporáneos. El reembolso en liras se lo apuntaba el editor Donath y Salgari se anotaba la gloria, que no es comestible ni arregla las trampas del colmado, y acabó, con el tiempo, con el chaleco sin botones y los niños sin propina.

ILUSTRACION MARTIN OLMOS

Durante toda su vida Salgari tuvo que escribir mucho para comer poco y el trabajo enfebrecido le pasó la factura y como la golfa del chiste, en vez de tener un cliente de un millón, tenía que aliviar a dos mil de a quinientos. En los últimos años sucumbió al alcoholismo del vino corriente y su mujer enloqueció de pobreza, también contribuyó la sífilis, y besaba a los soldados en las paradas y blasfemaba a gritos por la ventana. La Casa Real le nombró caballero y la reina Margarita de Saboya le escribió ponderando la labor docente de su obra pero en casa no había postre ni lumbre. Salgari, el capitán sin mar, se hacía llamar Almirante y calzaba alzas para disimular que era tapujo pero las cuentas le seguían sin cuadrar. En 1909 la reina mora Ida Peruzzi fue internada en un manicomio de caridad y Salgari intentó matarse clavándose una cimitarra pero solo se rasguñó el pecho. Todos somos un poco como él y añoramos barcos que nunca abordamos porque andábamos en fichar en el tajo que pone en la mesa el plato de hoy y el de mañana ya veremos, que está la cosa muy mal, nos subimos en alzas para parecer gallardos, dejamos los sueños sin cumplir y un día amanecemos pensando: así que vivir es esto. Una tarde, por hacernos la ilusión de que aún nos queda sangre forajida, contestamos mal al jefe o fumamos un pitillo corsario en el retrete del aeropuerto, como los sin ley, pero al cabo volvemos a remar en agua dulce y al piso con hipoteca, que mañana hay que madrugar.

EMILIO SALGARI

El 25 de abril de 1911 Salgari se metió una navaja barbera en el bolsillo y les dijo a sus hijos que no le esperasen a cenar. Vivía en Turín, esclavizado a su mesita coja de escribir por su nuevo editor, el señor Bemporad de Florencia, tenía 150 liras en una caja y un contrato que le obligaba a terminar una novela cada dos meses, tenía en la mano el final. Se dirigió paseando al Valle de San Martino y se rajó el estómago y el cuello. El Valle de San Martino es barrancoso y queda en el camino de Briançon, donde un día se levantó la fortaleza de Pignerol, donde estuvo preso el Hombre de la Máscara de Hierro sobre el que especuló Dumas. Salgari tenía 49 años. A él no le vinieron a salvar los mosqueteros. Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente, despojado de los ojos por los pájaros. A su funeral fue concurrencia escasa porque coincidió con la inauguración de la Exposición Universal. El editor Bemporad no le lloró luto y le resucitó contratando plumas mercenarias que continuaron sus sagas.

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL CORREO ESPAÑOL EL 26 DE ABRIL DE 2011

Un duro de tiros

In Fuera de carta on 1 de noviembre de 2012 at 23:46

La editorial Almuzara (creada por Manuel Pimentel, autor de la excentricidad poco común de dimitir del sillón de Ministro de Trabajo del gabinete de Aznar por estar en desacuerdo con la invasión de Irak para dedicarse a divulgar la arqueología) reimprime las mejores novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía

Los forasteros de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía mascullan o exclaman, pero rara vez dicen, y ni falta que les hace, porque gastan más plomo que saliva y los enterradores viven en perpetuo agosto. El Oeste de don Marcial es doméstico, casi manchego, y limita por el sur en la página noventa y seis, sin posibilidad de cruzar la frontera porque el papel cuesta dinero. El Oeste de don Marcial huele a taller y a imaginaria y a garita de portero de finca, a cocido de garbanzos, a rueda de arenques y a confesionario de capellán de pueblo. Huele a achicoria de Cuéllar, que oficiaba de café,  a harina de cáscara de patata y al duro viejo de cinco pesetas. Tumba a estrechura y a  permuta de quiosco.

El Oeste de don Marcial, que dejó de ser don porque perdió una guerra, es redundante como la melodía tartamuda del Winchester de repetición y en vez de base argumental se sostiene sobre un rosario de sucesos, lo que es muy barojiano, y acaba siendo el mismo “saloon” de beberciar, el mismo pianista que desafina y la misma pradera sin ley. Y la misma puta triste de buen corazón. Al lector no le importa y lo que le gusta es que todas las novelas sean un poco la misma y así no se complica. “Lo mismo ocurre con los días de nuestra vida”, ha escrito Savater.

Los forasteros de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía mascullan o exclaman, los enterradores viven con desahogo su agosto perpetuo y las putas bailan el can-can y tienen buen corazón. Una puta de trinchera le salvó el pellejo a Marcial Lafuente Estefanía una tarde que le iban a fusilar. Seguramente no sabía bailar el can-can pero seguía con jondura el compás del fandango y olé. Puede que tuviese buen corazón; lo que es seguro es que tenía hambre. Estefanía formaba parte de una cuerda de presos republicanos que iban pasando uno por uno por la tapia para ser ejecutados por un oficial rebelde que amaneció con ganas de disparar. Cuando le tocó su turno apareció una coima de las que frecuentaban el frente para quitarse la canina y por enmendar la jornada le enredó al oficial para irse a cundir encima de una manta y dejar la sangría para el día siguiente. Cuando rompió el amanecer llegó un oficial nacional de más graduación y menos gatillo y se hizo cargo del cantón, relevando al expeditivo, y Estefanía salvó la peladura por las cosas del querer y con el tiempo lamentó no haberle dado las gracias a la golfa, por oportuna.

Una página cada diez minutos
Marcial Lafuente Estefanía nació en Toledo en 1903 y era hijo del periodista Federico Lafuente, navarro de Lodosa que volvió a escribir el Quijote en versos romances y le enseñó a su hijo a amar el Siglo de Oro. Marcial estudió ingeniería industrial y ejerció en los extranjeros;  realizó obras hidráulicas en Angola y visitó Arizona y Texas, en donde aún vestigiaba el Oeste. Durante la guerra se alistó en el Ejército Popular y llegó a general de artillería en el frente de Toledo, cayó prisionero y le salvó de la tapia aquel revolcón a tiempo. Le dieron presidio por rojo y en el penal de Ocaña empezó a escribir sobre el papel del retrete, que era raspudo porque llevaba viruta. Salió de prisión sin horizonte y sin posibilidades de volver a ejercer su oficio, pero tuvo la intuición del Oeste y de las novelas de dos chavos y Eugenio Barrientos, dueño de la librería Tetilla y fundador de la editorial Cíes, le reclutó para su cuadra de escritores a destajo, que eran generalmente profesionales liberales de la República que con la guerra perdieron también la silla y el apellido. Primero en Cíes y después en Bruguera, Estefanía escribió alrededor de tres mil novelas a razón de seis folios por hora, lo que son, en aritmética parda, una página cada diez minutos. Ernest Hemingway escribió cuarenta veces el último párrafo de “Adiós a las armas” y don Marcial, en cambio, no tenía tiempo para sortear las cacofonías y no le dieron el Premio Nóbel. Hemingway también dijo que había muchos escritores que se las daban de artistas que eran incapaces de describir una pelea de perros, que era lo que don Marcial hacía con solvencia por imperativo de su oficio. Ganó mucha pasta y en los años sesenta se llegaron a imprimir tiradas de cien mil ejemplares de sus novelas vaqueras (de las que, contractualmente, no percibía los derechos de autor) pero los parneses no le echaban raíz y los fundía en la timba, accediendo al sablazo de los amigos y en tertulias al arrimo del whisky en las que jamás nadie le oyó quejarse, como Baudelaire, de que no le comprendían.

Umberto Eco tiene escrito que la diferencia entre Edipo y una novela de Ringo es que en la segunda todo sucede a nivel de intriga y se fundamenta en la sensación de que no existe un lenguaje. La literatura de Estefanía es la vieja forma de narrar sin verónicas, como cuando un cuento se decía alrededor de la fogata y no lo habían reglado los académicos. Las novelas de duro son la pitarra del bautizo, la de antes del Diluvio. Cuando la tribu intelectual agarra el solaz lo deprava y lo que antes sabía a vino acaba por tener olores otoñales, y sabores de zarza y  vainilla, y uno termina por acercarse al vaso con prevención, sobrepasado por la responsabilidad, sospechando si no estará a la altura. Marcial Lafuente Estefanía murió en agosto de 1984, de pulmonía doble, en el hospital provincial de Madrid. A falta de otros posibles, dejó su nombre a su hijo Federico Lafuente Beorlegui, que sigue en el tajo. Las ediciones de sus obras han conocido suerte diversa, y a veces incierta, y ahora las está reimprimiendo la editorial Almuzara, conservando las portadas vigorosas y el precio asequible de a menos de seis euritos, oiga. Se vuelve a los tiros a duro, igual se vuelve a la permuta, y viendo como va el baile puede que se vuelva, y si no al tiempo, a la achicoria de Cuéllar y a la harina de almortas y cáscara de patata para que se hagan los pobres las gachas.

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL CORREO EL 28 DE AGOSTO DE 2012