El fútbol no fue el motivo pero sí la excusa para desatar las hostilidades entre Honduras y El Salvador
“Esos bastardos plebeyos jugadores de fútbol”
WILLIAM SHAKESPEARE.
Se sabe de tipos que son incapaces de encontrarse la parte del cuerpo sobre la que se sientan y, sin embargo, pueden recitar de corrido la alineación mítica del cincuenta: Alonso, Parra, los Gonzalvos, Puchades, Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gainza. Y en la puerta Ramallets. Uno a cero contra Inglaterra en el Maracaná. Suelen ser Sénecas de tasca, indiscutibles como la zarza ardiente y virtuosos en otras habilidades de notable mérito como darle un garbeo entre las perlas al palillo de la oliva a la vez que ovillan un discurso incontestable. Es gente de chato bravío cuando se les contraría y tenaz en la observación de una fidelidad sin grieta a su color futbolero que contrasta con la que guardan a la parienta, a la que cuando pueden la torean y se dan al tuteo de la que pasa. En el tajo fichan hasta con cuarenta de fiebre, porque es gente de cumplir, pero si hay partido se inventan el fallecimiento del abuelo fingiendo el dolor con gran sentimiento y manejan un verbo que deja discreto a Homero, dicen ariete, capitán, línea defensiva y formación de ataque, hablan de La Furia. Umbral decía que el deporte es una escenificación de la guerra y cuando lo del gol de Zarra, el presidente de la federación española de fútbol Armando Muñoz Calero, que era veterano de la División Azul, le mandó un telegrama al generalísimo en el que le decía: “Excelencia: hemos vencido a la Pérfida Albión”, como si se hubiese empatado lo de la Armada Invencible. Borges sostenía que el fútbol es un juego brutal que no requiere un coraje especial porque nadie se juega la vida y, sin embargo, suele estar acompañado de galas guerreras, banderas y cánticos machos que exacerban el instinto territorial que propende a la tribu a calculársela para demostrar que la tiene más grande que el vecino. No es poco común, por lo tanto, que a la salida del circo se libre pendencia, que suele ser de tumulto y puñal trapero, y hubo una ocasión en la que sirvió de pretexto para desatar una guerra.
Siempre estorba el pobre ajeno
Cualquier excusa es buena para empezar una pelea, puede ser el asesinato de un archiduque en Sarajevo o el rapto de una rubia en Troya, aunque generalmente es el oro, que dijo Napoleón que es el nervio de la guerra. En el conflicto entre Honduras y El Salvador en 1969 la causa fue la tierra y no saber qué hacer con los muertos de hambre pero el pretexto fue la eliminatoria de la Copa Mundial de Fútbol de 1970. Más de 300.000 campesinos salvadoreños que desertaron del hambre se habían instalado en parcelas de cultivo de Honduras próximas a la frontera, en donde trabajaban el sorgo, el frijol y el maíz, pero, como al pobre ajeno no lo quieren en ningún sitio, estaban a punto de ser despojados de sus huertas por la aplicación del artículo 68 de la ley de reforma agraria que reservaba el beneficio de atribución de tierras a los hondureños de nacimiento. Al gobierno de Oswaldo López Arellano le convino rendirse a la presión de la Federación Nacional de los Agricultores y Ganaderos de Honduras (FENAGH) para desviar los problemas internos por el procedimiento viejo de echarle la culpa al forastero, que para eso está, y empezó las deportaciones en abril de 1969 expulsando de sus tierras a cincuenta familias en los departamentos de Yoro y Comayagua. Los desposeídos regresaron a sus pagos como emigrantes derrotados que habían perdido por el camino la maleta y el gabinete del general Fidel Sánchez Hernández no les abrió, dichoso, los brazos porque El Salvador ya tenía sin ellos serios problemas de superpoblación y desempleo. Ambos países andaban en discordias a cuenta del Mercado Común Centroamericano, promovido por El Salvador y Guatemala y muy dependiente de las importaciones hondureñas, así que los dos gobiernos comprendieron que tirarle piedras a la burra del vecino haría parecer a la propia galana, cuando la tenían coja. Una pelea con el de fuera alivia la tensión en la familia, como se sabe, y convierte en doncel al hijo feo.
Decía Marx que la religión es el opio del pueblo (menos en Tailandia, donde sostiene Manuel Leguineche que el opio del pueblo es el opio) pero en este actual descreído el sedante del popular está en la cancha, en donde se lavan honores y se abrazan los cuñados que no se saludan en navidad. La Copa Mundial de Fútbol de 1970 se iba a librar en México y en un contexto de prólogo de bronca se tuvieron que cruzar las selecciones de El Salvador y Honduras en los partidos eliminatorios. El primer encuentro se jugó en Honduras, en el Estadio Nacional de Tegucigalpa, el 6 de junio de 1969, y la prensa alentó a la hinchada local para que acudiese al hotel de concentración del equipo visitante para tirarles ratas muertas y no dejarles dormir con sus cánticos bárbaros. Los coches de la capital lucían pancartas en las que se leía: “Hondureño, toma un leño y mata un salvadoreño”. A la mañana siguiente la selección de El Salvador perdió uno a cero, por la mínima, que dicen los doctores, y los jugadores derrotados dijeron que habían saltado al campo sin pegar un ojo por el escándalo. Los pobres. Son reflojos los gladiadores del cuero. El 15 de junio se jugó la vuelta en el estadio Flor Blanca de San Salvador y en las peleas que sucedieron al encuentro dos seguidores hondureños fueron asesinados por la turba. El Salvador ganó por tres goles a cero y como en aquella época no se computaban los goles sino las victorias hubo que librar un partido de desempate en una plaza neutral. El 27 de junio, en el Azteca de Ciudad de México, El Salvador ganó por tres goles a dos y se clasificó para disputar el Mundial.
Con el orgullo futbolero batido, el gobierno de Oswaldo López Arellano ordenó acelerar las deportaciones de los terroneros salvadoreños y los acontecimientos tomaron la carretera del vértigo. El 14 de julio de 1969 la aviación salvadoreña atacó objetivos en el interior de Honduras y la infantería penetró en el país aplastando las aldeas de la frontera y ocupando las islas del Golfo de Fonseca. A la mañana siguiente ya habían llegado a la capital del departamento de Ocotepeque y habían pasado a la bayoneta a dos mil civiles, que fueron los que intentaron detener la ofensiva mientras el ejército hondureño intentaba estructurar la defensa. La Organización de Estados Americanos (OEA) consiguió que el 18 de julio, cien horas después de iniciada la guerra, se declarase un alto el fuego que tuvo efectos plenos a partir del día 20. A principios de agosto las tropas salvadoreñas se retiraron de Honduras saqueando el camino de botines de asalto. El nombre de la Guerra del Fútbol lo acuñó el reportero polaco Ryszard Kapuscinski pero el conflicto se conoció como el de los Cien Días y se llevó por delante el sueño de un mercado común centroamericano. A partir de entonces ambos países se rearmaron cuando lo que necesitaban era pan y los salvadoreños residentes en Honduras conocieron el rigor del campo de concentración. Albert Camus decía que todo cuanto sabía con certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol pero a Borges le parecía una forma de tedio. El Mundial de México de 1970 fue el del bombardero Gerd Müller, pero lo ganó el Brasil de Pelé. El Salvador no pasó de cuartos y quedó último de su grupo, perdió todos los partidos, encajó nueve goles y metió ninguno.
MARTÍN OLMOS