MARTÍN OLMOS MEDINA

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La guerra del fútbol

In Hazañas bélicas on 30 de septiembre de 2012 at 21:49

El fútbol no fue el motivo pero sí la excusa para desatar las hostilidades entre Honduras y El Salvador

“Esos bastardos plebeyos jugadores de fútbol”
WILLIAM SHAKESPEARE.

Se sabe de tipos que son incapaces de encontrarse la parte del cuerpo sobre la que se sientan y, sin embargo, pueden recitar de corrido la alineación mítica del cincuenta: Alonso, Parra, los Gonzalvos, Puchades, Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gainza. Y en la puerta Ramallets. Uno a cero contra Inglaterra en el Maracaná. Suelen ser Sénecas de tasca, indiscutibles como la zarza ardiente y virtuosos en otras habilidades de notable mérito como  darle un garbeo entre las perlas al palillo de la oliva a la vez que ovillan un discurso incontestable. Es gente de chato bravío cuando se les contraría y tenaz en la observación de una fidelidad sin grieta a su color futbolero que contrasta con la que guardan a la parienta, a la que cuando pueden la torean y se dan al tuteo de la que pasa. En el tajo fichan hasta con cuarenta de fiebre, porque es gente de cumplir,  pero si hay partido se inventan el fallecimiento del abuelo fingiendo el dolor con gran sentimiento y manejan un verbo que deja discreto a Homero, dicen ariete, capitán, línea defensiva y formación de ataque, hablan de La Furia. Umbral decía que el deporte es una escenificación de la guerra y cuando lo del gol de Zarra, el presidente de la federación española de fútbol Armando Muñoz Calero, que era veterano de la División Azul, le mandó un telegrama al generalísimo en el que le decía: “Excelencia: hemos vencido a la Pérfida Albión”, como si se hubiese empatado lo de la Armada Invencible. Borges sostenía que el fútbol es un juego brutal que no requiere un coraje especial porque nadie se juega la vida y, sin embargo, suele estar acompañado de galas guerreras, banderas y cánticos machos que exacerban  el instinto territorial que propende a la tribu a calculársela para demostrar que la tiene más grande que el vecino. No es poco común, por lo tanto, que a la salida del circo se libre pendencia, que suele ser de tumulto y puñal trapero, y hubo una ocasión en la que sirvió de pretexto para desatar una guerra.

Siempre estorba el pobre ajeno
Cualquier excusa es buena para empezar una pelea, puede ser el asesinato de un archiduque en Sarajevo o el rapto de una rubia en Troya, aunque generalmente es el oro, que dijo Napoleón que es el nervio de la guerra. En el conflicto entre Honduras y El Salvador en 1969 la causa fue la tierra y no saber qué hacer con los muertos de hambre pero el pretexto fue la eliminatoria de la Copa Mundial de Fútbol de 1970. Más de 300.000 campesinos salvadoreños que desertaron del hambre se habían instalado en parcelas de cultivo de Honduras próximas a la frontera, en donde trabajaban el sorgo, el frijol y el maíz, pero, como al pobre ajeno no lo quieren en ningún sitio, estaban a punto de ser despojados de sus huertas por la aplicación del artículo 68 de la ley de reforma agraria que reservaba el beneficio de atribución de tierras a los hondureños de nacimiento. Al gobierno de Oswaldo López Arellano le convino rendirse a la presión de la Federación Nacional de los Agricultores y Ganaderos de Honduras (FENAGH) para desviar los problemas internos por el procedimiento viejo de echarle la culpa al forastero, que para eso está, y empezó las deportaciones en abril de 1969 expulsando de sus tierras a cincuenta familias en los departamentos de Yoro y Comayagua. Los desposeídos regresaron a sus pagos como emigrantes derrotados que habían perdido por el camino la maleta y el gabinete del general Fidel Sánchez Hernández no les abrió, dichoso, los brazos porque El Salvador ya tenía sin ellos serios problemas de superpoblación y desempleo. Ambos países andaban en discordias a cuenta del Mercado Común Centroamericano, promovido por El Salvador y Guatemala y muy dependiente de las importaciones hondureñas, así que los dos gobiernos comprendieron que tirarle piedras a la burra del vecino haría parecer a la propia galana, cuando la tenían coja. Una pelea con el de fuera alivia la tensión en la familia, como se sabe, y convierte en doncel al hijo feo.

Decía Marx que la religión es el opio del pueblo (menos en Tailandia, donde sostiene Manuel Leguineche que el opio del pueblo es el opio) pero en este actual descreído el sedante del popular está en la cancha, en donde se lavan honores y se abrazan los cuñados que no se saludan en navidad. La Copa Mundial de Fútbol de 1970 se iba a librar en México y en un contexto de prólogo de bronca se tuvieron que cruzar las selecciones de El Salvador y Honduras en los partidos eliminatorios. El primer encuentro se jugó en Honduras, en el Estadio Nacional de Tegucigalpa, el 6 de junio de 1969, y la prensa alentó a la hinchada local para que acudiese al hotel de concentración del equipo visitante para tirarles ratas muertas y no dejarles dormir con sus cánticos bárbaros. Los coches de la capital lucían pancartas en las que se leía: “Hondureño, toma un leño y mata un salvadoreño”. A la mañana siguiente la selección de El Salvador perdió uno a cero, por la mínima, que dicen los doctores, y los jugadores derrotados dijeron que habían saltado al campo sin pegar un ojo por el escándalo. Los pobres. Son reflojos los gladiadores  del cuero.  El 15 de junio se jugó la vuelta en el estadio Flor Blanca de San Salvador y en las peleas que sucedieron al encuentro dos seguidores hondureños fueron asesinados por la turba. El Salvador ganó por tres goles a cero y como en aquella época no se computaban los goles sino las victorias hubo que librar un partido de desempate en una plaza neutral. El 27 de junio, en el Azteca de Ciudad de México, El Salvador ganó por tres goles a dos y se clasificó para disputar el Mundial.

Con el orgullo futbolero batido, el gobierno de Oswaldo López  Arellano ordenó acelerar las deportaciones de los terroneros salvadoreños y los acontecimientos tomaron la carretera del vértigo. El 14 de julio de 1969 la aviación salvadoreña atacó objetivos en el interior de Honduras y la infantería penetró en el país  aplastando las aldeas de la frontera y ocupando las islas del Golfo de Fonseca. A la mañana siguiente ya habían llegado a la capital del departamento de Ocotepeque y habían pasado a la bayoneta a dos mil civiles, que fueron los que intentaron detener la ofensiva mientras el ejército hondureño intentaba estructurar la defensa. La Organización de Estados Americanos (OEA) consiguió que el 18 de julio, cien horas después de iniciada la guerra, se declarase un alto el fuego que tuvo efectos plenos a partir del día 20. A principios de agosto las tropas salvadoreñas se retiraron de Honduras saqueando el camino de botines de asalto. El nombre de la Guerra del Fútbol lo acuñó el reportero polaco Ryszard Kapuscinski pero el conflicto se conoció como el de los Cien Días y se llevó por delante el sueño de un mercado común centroamericano. A partir de entonces ambos países se rearmaron cuando lo que necesitaban era pan y los salvadoreños residentes en Honduras conocieron el rigor del campo de concentración.  Albert Camus decía que todo cuanto sabía con certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debía al fútbol pero a Borges le parecía una forma de tedio. El Mundial de México de 1970 fue el del bombardero Gerd Müller, pero lo ganó el Brasil de Pelé. El Salvador no pasó de cuartos y quedó último de su grupo, perdió todos los partidos, encajó nueve goles  y metió ninguno.

MARTÍN OLMOS

Calor y perros

In Lunáticos on 30 de septiembre de 2012 at 21:39

David Berkowitz dijo, como podía haber dicho otra cosa,  que un demonio de 6.000 años que había poseído al perro de su vecino le ordenaba matar

“ De hecho, el término “asesino serial” surgió con el caso Berkowitz”
SPIKE LEE.

En Nueva York, en verano de 1977, los termómetros no bajaron de los cuarenta grados. Por la noche la canícula no concedía tregua y las juergas de amigos del alma acababan en peleas a muerte. Las truchas del río Hudson desovaban huevos cocidos, la Estatua de la Libertad se moría por bajar de su peana y mojarse los pies. El ayuntamiento estaba a un paso de la bancarrota, los Yankees ganaron la liga y el Studio 54 se acababa de inaugurar. Detrás de sus cortinas se escondía la pasta y la cocaína y en el sótano Jimmy Carter, el Rey del Maní,  se metía por las napias raciones de felicidad en línea recta. Cantaba Donna Summer. Cantaba Frank Sinatra: “New York, New York, quiero despertarme en una ciudad que nunca duerme”. Nadie dormía en el horno y pesaban las sábanas y estorbaban las parientas y no funcionaban las plegarias y no hacían gracia los chistes. Se abrieron las espitas de las bocas de riego y los puertorriqueños se pusieron en remojo. El héroe del verano fue Reggie Jackson, Mister Octubre, que bateó tres cuadrangulares a los Dodgers, sea lo que sea una cuadrangular. La noche del 13 al 14 de julio hubo un apagón. La compañía Consolidated Edison dijo que fue un acto de Dios y el alcalde Abraham Beame contestó que un carajo, que eran una pandilla de negligentes. Salió la jungla. Hubo una juerga de barra libre en la noche sin faroles. Se saquearon mil quinientas tiendas. Los negros se llevaron las teles en los carritos. En el Bronx mangaron medio centenar de Pontiacs de un concesionario. Bugas nuevos de momio en la Cocina del Infierno, hermano, Papá Noel adelantó la navidad. Se desataron los incendios. Quinientos polis acabaron en el hospital con las cabezas rotas y se llevó a cabo una detención masiva de cuatro mil salteadores. No sabían donde meterlos y se habilitaron los sótanos de las comisarías. Dios sabe como debieron apestar. Se vieron los primeros punks en Harlem, se bailaba a Gloria Gaynor debajo de las bolas horteras de mosaicos de cristal y fue un mal año para meterse mano en los coches a la luz de las farolas. En las noches de verano de 1977 depredaba el Asesino del Calibre 44 disparando a las parejas que demoraban sus despedidas. A los novios jóvenes les cuesta decir adiós. Todavía tienen cosas que decirse. Con el tiempo se acaban despidiendo a la francesa. Todo el mundo tiene un culo y una excusa. La de la Consolidated Edison fue Dios y la del Asesino del Calibre 44 el diablo, que le exigía sangre para el sacrificio.

El tío raro de Yonkers
El diablo tenía cara de querubín mofletudo porque el hábito no hace al monje. El padre de David Berkowitz preñó a su madre y se largó. Mamá se echó un novio italiano que dijo que no quería llevar maletas y dieron al crío en adopción. David creció en otro nido, como el cuco,  y se enteró a los siete años de que era un niño adoptado cuando los chavales del barrio le dijeron que no era un hijo de verdad. David amó a su nueva madre Pearl Berkowitz con devoción y entendió que el loro de ésta le disputaba la atención y le envenenó. A los diez años no soportó su muerte y frecuentó su recuerdo velándola en el cementerio, durmió debajo de la cama y empezó a provocar incendios. Fue un chico violento, hiperactivo y solitario, le gustaba el béisbol, los tebeos de vampiros y la comida grasienta. No le gustaban los demás. Las hamburguesas le pusieron mofletes de ángel de postal de navidad y con veinte años no se había comido una rosca. Su padre adoptivo le abandonó y David se puso al amparo de la madre patria y se alistó en el ejército. Sirvió en Corea, se estrenó por dos gordas con una china del oficio y pescó una gonorrea, se peleó con el sargento y le licenciaron sin honor. Regresó a Nueva York en 1974, con veintidós años, y provocó dos mil incendios en yermos y solares, alquiló un apartamento en Yonkers y trabajó de vigilante, de taxista y de cartero. Se ponía hasta reventar de hamburguesas con queso y papas fritas y gastaba porno, era adicto a la tele y escribía en las paredes loas a la violencia, hablaba con Satán y dormía sobre un colchón desnudo sobre el suelo: soñaba que era guapo y conquistador y que las chicas se lo rifaban. Acarreaba cien kilos de puro colesterol y salsa barbacoa y soñaba que era apolíneo. En 1976 le pegó un tiro a Harvey, el perro labrador de su vecino Sam Carr, y una semana después mató al pastor alemán de Jack Cassara, otro limítrofe de su barrio. Le escribió a su padre y le dijo que la gente le odiaba y que las chavalas le llamaban feo por la calle. Entre usted y yo: guapo no era.

Primero acuchilló a dos chicas pero no las mató y la intimidad del machete, que exige capea de cerca, no le resultó agradable. Se compró un revólver Special Bulldog del calibre 44. Buscó parejas para chafarles el postre. Se limitó a los barrios de Queens, Brooklyn y el Bronx. New York, New York, la ciudad que nunca duerme. Prefirió la noche. Acometió en ocho ocasiones desde el 29 de julio de 1976 hasta el 31 de julio de 1977 y dejó de corolario seis muertos a tiros: cinco chicas y un chaval. Los pescó en el coche cuando les suponía haciendo manitas y sin avisar les fusiló. La poli le llamó el Asesino del Calibre 44 pero a David no le gustó y escribió un carta diciendo que era el Hijo de Sam, el recadero de Satanás. Le trincaron en agosto de 1977 porque le pusieron una multa por aparcar bloqueando una boca de riego después de su última expedición. Dijo que cumplía las órdenes de Harvey, el perro labrador de su vecino Sam Carr, que estaba poseído por un demonio de 6.000 años de edad. Dicen que si las vacas tuviesen dioses, éstos tendrían forma de vaca. No se sabe como es el diablo de los perros. Puede que tenga forma de lacero municipal. El perro Harvey hacía las cosas que hacen los perros: mear en los rosales, ladrar al cartero y meter el hocico en la retaguardia de los chuchos forasteros para hacer vida social. Le condenaron a 365 años de sombra. El criminólogo del F.B.I. Robert Ressler, especializado en elaborar perfiles psicológicos, le interrogó en la prisión de Attica. David Berkowitz se puso a cuatro patas y ladró. Ressler le dijo que no se lo tragaba y David reconoció que a veces se masturbaba después de los tiroteos. Se le desinfló el camelo en la primera mano. Los actores de tercera sobreactúan y no ganan el Oscar. David no necesitaba cargar las tintas para pasar por orate. Igual si hubiese meado levantando la pata. David Berkowitz sigue tomando el sol a franjas en la prisión de Attica. Ha encontrado a Dios y le divulga, como el Bautista, y está vivo de milagro, porque un preso le degolló en el patio con un pincho trullero y le tuvieron que coser cuarenta puntos a la altura de donde a los perros les ciñen el collar. Repite como una letanía el versículo séptimo del Salmo 33: “Le llamó el pobre y el Señor le oyó, y lo sacó de todas sus angustias”. Amén.

MARTÍN OLMOS

El narcisismo del malvado

In La cruz y la media luna on 30 de septiembre de 2012 at 21:29

Hasta el horror necesita sus gestos en la época de la publicidad

«Por narcisismo o por culto al ego, a Osama bin Laden le gustaba que de su figura hicieran un mito”
PILAR URBANO

Si a Osama bin Laden le haces la lectura de villano de folletín se te sostiene igual que si le haces la sociopolítica o la religiosa. Además de serlo, la mujer del César tiene que parecerlo. A esta conclusión llegó Julio César cuando descubrió que su esposa Pompeya, nieta del dictador Lucio Cornelio Sila, pasó la tarde en una orgía. La mujer dijo que fue a la saturnal a echar un ojo, pero que no se puso a revolcar y a Julio César le dio lo mismo, entendió que había entredicho su virtud y la repudió por ponerse en duda. Osama Bin Laden fue consciente de que no podía presentarse en sociedad pretendiendo dominar el mundo con pinta de apacentador de cabras y se construyó una imagen de Fantomas del desierto, de Mesías de túnica blanca y de logo santo del califato que está por venir. Cada uno viste la peladura que le tocó en el reparto y tiene que acarrearla, no siempre a gusto, hasta que se le gasta y se la dan tierra. De tanto vestirla se le coge asiento, qué remedio, pero condiciona la existencia y siempre se echa en falta un palmo más de alzada que te hubiese hecho más cómoda la vida, aunque solo sea por ver mejor entre las muchedumbres. Franco fue profeta en su tierra, en donde se sabía que firmaba sentencias de muerte mientras desayunaba chocolate y soletillas, pero fuera siempre pareció un dictador de mesa camilla porque era pequeñito, medio calvo y panzudo. Y tenía voz de monaguillo intrínseco al sacristán. Franco hubiese preferido el tegumento de José Antonio, que era guapo y bien peinao, pero se tuvo que conformar con hacerse pintar de matamoros en el mural de Reque Meruvia y con subirse a un cajón para pasar la revista a la tropa, encima del Vítor, en el desfile de la victoria.

Osama bin Laden, sin embargo, nació con la gabardina hecha a la medida y con pinta de pirata de Mompracem. A Osama le iba bien la sutileza escasa de Salgari y cabía sin esfuerzo en el receptáculo que éste le escribió a Sandokán: “alto, esbelto, con rasgos enérgicos, varoniles, fieros y de una extraña belleza”. Cuando Osama miraba al oeste se hacía la propaganda de caíd de Rodolfo Valentino y de Raisuni de Sean Connery, de moro guapo y soñador, y cuando miraba a La Meca se la hacía de espada de Alá y de linaje de Saladino. Era exótico como Fu Manchú, alto como Moriarty y converso como San Pablo. Y como había vivido en Inglaterra, sacaba partido a cierto romanticismo byroniano: Lord Byron fue repudiado en su país como Osama en el suyo, Byron era cojito y Osama estaba malito del riñón y uno cambió las fiestas de los salones con jerez por la lucha por la liberación de los griegos en Missolonghi y el otro renunció a los banquetes en Riad, con chavalas batiendo el ombligo, por las cuevas paleolíticas de Afganistán.

El Napoleón del Crimen
El villano decepciona en la distancia corta, como el matrimonio, y el genio del mal es un invento del folletín. El malo suele ser un infeliz que no sirve para gran cosa y no se parece a Hannibal Lecter, que es melómano y encantador; al malo le huelen los pies y parece el tonto de la escalera, vive humildemente de alquiler, o como mucho de clase media, y se deja mangonear por la parienta o bien la atiza y no gasta los atardeceres escuchando a Mozart en un gramófono y bebiendo coñac. Ya le gustaría a él. Ed Gein, el Carnicero de Wisconsin, necesitaba los cinco sentidos para sumar dos más dos y tiró una década con los mismos calzoncillos, David Berkowitz, el Hijo de Sam, era el gordinflón de la clase y Josef Fritzl, el Monstruo de Amstetten, practicaba la audacia del viaje de jubilado a Tailandia para hacer vida social con chiquillas que eran demasiado jóvenes para ser sus nietas. El malo es cotidiano que apesta. Es prosaico, el pobre, y suele ir sin afeitar.

No se sabe si entre tanta sura a bin Laden le quedó tiempo para Oscar Wilde, pero entendió que la naturaleza acaba por imitar al arte y cultivó con cuidado su iconografía de guerrero santo y el chico lerdo de los Bush hizo el resto soflamando la retórica del Eje del Mal. Osama bin Laden nació en Riad en 1957 dentro de la camada extensa del multimillonario  Mohammad bin Awad bin Laden, formada por cincuenta y cuatro vástagos de ojos pardos. Osama estudió administración de empresas, ingeniería y teología islámica y vivió una temporada en Londres, en donde se hizo hincha del Arsenal. Iba para árabe molón que atraca el galeón en Puerto Banús y para moro guapo a lo Omar Shariff, podridamente rico,  y sin embargo prefirió restaurar la sharia, la recta senda del Islam, y se fue a pelear al ruso en Afganistán con la financiación de la CIA, que le enseñó a luchar en guerrilla y a esconder la pasta en las Islas Caimán. Más tarde concluyó que el pueblo americano era usurero, drogadicto, fornicador, homosexual y ladrón y empezó la guerra santa, que comprendió que se libraría sin frentes y con el apoyo de la televisión. Empeñó su fortuna petrodolariega en la fundación de Al-Qaeda, una organización descentralizada y sin cuarteles que recuerda a la sociedad Si-Fan de Fu Manchú y a la SPECTRA de James Bond. Osama manejó el espectáculo y la metáfora de las Mil y Una Noches y se envolvió en arquetipo. Practicó la mirada marrón intensa y el lenguaje gestual del dedo índice, su metro ochenta le confería autoridad, su túnica blanca pureza y el tres cuartos de camuflaje la ferocidad del guerrero. Como los profetas, se apoyaba en una vara para caminar, sus labios carnosos sugerían el extenso harén y la enfermedad renal el sacrificio. Quizás hubo algo de impostura y de atrezzo de Kalashnikov y yegua. No reparó en víctimas civiles cuando golpeó a Goliath.

Bush Junior no pudo jugar peor. Explicó a Osama de Encarnación del Mal y adoptó los modales rurales de los vaqueros de opereta. Bush Junior una vez casi se muere al atragantarse con una galletita. La democracia trae a veces disparates. Eligió el histrión de paleto de Texas (porque seguramente lo es), con sus botas rancheras y su planicie, pretendió encandilar a la sociedad dolorida: el buen chico campestre contra el Genio del Mal.  Dijo que su perro  Barney iba a morderle el trasero a Osama y bombardeó en balde las galerías de Tora Bora. Recuperó la guerra de papá sabiendo que los vínculos de Sadam y bin Laden eran mínimos: para Sadam, Osama era un fanático religioso incontrolable y para Osama, Sadam era una acémila irreligiosa.

A bin Laden le acribillaron los Navy SEAL el dos de mayo de 2011 durante el mandato del presidente Obama. Obama es como Sidney Poitier, el negro al que los blancos pueden tolerar, es urbanita, mastica las galletitas y tiene un algo de sofisticación. Aireó en el patio vecinal lo que antes se hacía en la penumbra y apareció contemplando la operación de comando  con una cazadora casual y Hillary Clinton poniendo gesto de Deborah Kerr en “Las Minas del Rey Salomón”. Después de matar al diablo se procedió a tumbarle la estatua y se sugirió que Osama se teñía las barbas proféticas con “Just for Men” y que veía porno por la tele para entretener las tardes escondidas. Se sugirió que le defendieron sus mujeres. Todo pareció una mezcla de la Biblia y Hollywood. Pronto saldrá la peli.

MARTÍN OLMOS

El distinguido público

In Ejecuciones y linchamientos on 21 de septiembre de 2012 at 12:31

Un mirón que asistió a una ejecución avisó de que uno de los reos coleaba y exigió que lo finaran, que ir para nada es tontería

“¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder,  sino hacer más público vuestro agravio?”

MIGUEL DE CERVANTES

Cuando uno va a la ópera quiere que al final cante la gorda. Al respetable hay que sorprenderle lo justo y no darle gato por liebre, y si se anuncia un dramón de mucho llorar en el liceo no se puede sacar al escenario a un tío contando chistes de suegras. Hasta no hace tanto tiempo se consideraba que el elemento disuasorio más eficaz contra el crimen era el espectáculo del castigo terrenal, así que los ajusticiamientos se saldaban a la vista del popular, para que se educase y pusiese sus barbas a remojar, pero la concurrencia, más que a un ejercicio educativo, iba a la ejecuciones a pasar una tarde de parrandeo, iba en tromba con almendras y el botijo, a la farra y al jolgorio, y lo que quería ver era cómo la diñaba el reo. Frustrarle al pueblo su solaz estaba muy mal visto, quitarle el circo, sobre todo en épocas de poco pan, llegaba a ser debate parlamentario. Cuando el asesino John Williams, que mató a siete personas a golpes de tubería en Londres en 1811, se colgó en su celda unos días antes de su ejecución,  se convirtió en plática del Primer Ministro en la Cámara de los Comunes, que le llamó burlador del patíbulo y se refirió al condenado como “el villano Williams, que últimamente ha frustrado la justa venganza de la nación soslayando violentamente en su persona el castigo que le esperaba”. Se permitió, para compensar, que el cadáver del desgraciado fuese paseado sobre un carretón abierto, cinchado sobre un plano inclinado para que quedase expuesto a la audiencia, desde San Jorge hasta la calle Cannon, en donde fue enterrado con una estaca clavada en el pecho. El público congregado insultó con terrible violencia al asesino difunto, no se sabe si por criminal o por aguafiestas,  y arrojó a la fosa barro del camino y adoquines de la calle pero, por cualquier lado por el que se mire, no fue lo mismo que verle bailar en la soga. Una ejecución, además, era gratis, como mucho uno tenía que madrugar para coger sitio y andarse listo para que no le levantasen la petaca de los parneses, porque donde había reunión había urracos,  con lo que después del esfuerzo, del bulto y de los empujones, lo que se exigía, cuando menos, era que el espectáculo tuviese su fin natural y que no se quedase la función a medias. Igual que la ópera, que no acaba hasta que canta la gorda, y lo mismo que un bautizo, que carece de refrendo administrativo si el padrino no se la engancha y llora con sentimiento, el pueblo piadoso no desalojaba la plaza hasta que el ilustre no tomaba, tieso, la avenida de San Pedro.

El hecho ocurrió en Sevilla en 1565, lo recogió Luis Astrana Marín en su ciclópea biografía de Miguel de Cervantes y Cervantes mismo lo aprovechó para adornar “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Al tabernero Silvestre de Angulo le brotó cornamenta porque su legítima andaba en festejos con un mulato de las Indias, que como se sabe la gastan complacida. En aquella época la ley castigaba a los actores del adulterio y a los que, por debilidad de carácter, lo consentían y las penas podían ser de escarnio, de picota o de muerte. El tabernero Angulo probó la culpa de la doña y el moreno y los metieron presos en la Cárcel Real, donde estuvieron dos años hasta que un tribunal decidió entregarles al esposo para que él mismo les diese justicia. Levantaron las tablas en la Plaza de San Francisco, al lado de la Sala de Audiencias, el 19 de enero de 1565, a dos varas cumplidas del suelo para que no se quedasen sin junar los retacos y pusieron a los reos hincados de rodillas y amarrados de muñecas. El verdugo usó el tocado de la señora para vendarles los ojos y entre vítores de la concurrencia compareció el tabernero para limpiarse el apellido, que llevaba dos años a la par de los cascos de las mulas. Detrás de él le iban con cruces de madera varios frailes franciscanos y los curas jesuitas, que trataron de meterle en razón y que perdonase a los pecadores para hacer honor a la pasión de Jesucristo, pero el marido dijo que la  honra se lava con sangre y, animado por la chusma, se sacó de una bota un cuchillo puntón y les metió de puñaladas, primero a la hembra, por viciar en la trastienda, y después al negro, por aprovechar la ocasión. Cuando ya no le daba el cuero para seguir clavando y les dio por muertos fue a bajar de las tablas para coger resuello pero un mirón le gritó “¡el mulato aún se mueve!” y el marido, colérico, pidió prestada una espada y volvió a la escena a rematar el escarmiento. Sin aire por la faena se plantó a saludar, como un cómico de corrala, sucio de sangre y sudor,  hizo una reverencia, se quitó el sombrero dejando la frente a la intemperie y gritó: “¡Cuernos fuera!”

El final del suceso ofrece la moraleja discutible porque no está demostrado que muertos los lujuriantes desaparezca la cuerna del ciervo. El mesonero matón, en todo caso, se fue a dormir crecido después de una noche de celebración pero, en rigor, el que terminó satisfecho fue el gritón que avisó que el mulato coleaba. No ha quedado su nombre, ni falta que hace, pudo ser cualquiera que quiso acabar la tarde con aprovechamiento y no quedarse con la diversión a medias y uno se pregunta qué más le daba a él si el mulato quedaba tieso o maltrecho si ni los cuernos, ni la mujer, ni el negocio le iban ni le venían. El suceso, recogido en los anales de Sevilla, pudo ocurrir en cualquier parte y no explica la idiosincrasia de un país que luego tendió a la tauromaquia sino la naturaleza del público que exige su espectáculo, con sus reglas, su liturgia y su final, y si va a una comedia quiere reír, llorar en un velorio y que la palme alguien en una ejecución, que para la piedad ya tiene el domingo y su misa. Que ir para nada es una tontería.

MARTÍN OLMOS

De ingleses y tigres

In Bichos on 21 de septiembre de 2012 at 12:23

Jim Corbett, el Sahib Santo, persiguió a los grandes felinos devoradores de hombres de la India

“No cabe duda: el tigre y el inglés están hechos el uno para el otro”
FERNANDO SAVATER.

Desde el punto de vista de cualquiera que le haya tratado con cierta intimidad, el hijo de Adán es un pecador embustero que desea a la mujer de su prójimo y que está dispuesto a cualquier cosa para no levantarse al alba para ir al campo a segar, sobre todo si es capaz de encontrar a un semejante que lo haga por él cobrando poco. Desde el punto de vista de Dios es su creación máxima o tal vez no, si se tiene en cuenta que recién terminarlo perdió el interés por moldear barro y le otorgó el libre albedrío porque entendió que era una pérdida de tiempo intentar educarlo. Desde el punto de vista, más práctico, de un tigre de la jungla, el hijo de Adán es un mono desnudo al que, precisamente por esa condición de pelón, no hay que mondar antes de merendárselo. El tigre no llega a esta conclusión después de un proceso analítico sino porque la vida no le ha tratado bien y acarrea una descalabradura que le inhabilita para la caza de sus presas naturales (Shere Khan, el tigre que quiere zamparse al niño Mowgli en el cuento de Kipling es cojo de nacimiento), colocándole en la disyuntiva de acometer al temible ser humano o tumbarse a la orilla de una charca a esperar que le mate el hambre. Si decide la primera opción descubrirá casi con toda seguridad que el grandilocuente mono desplumado que es capaz de transformar la naturaleza es una ganga en el cuerpo a cuerpo.

El mono frágil
El hombre corre poco y mal, y no siempre sabe hacia dónde, trepa con torpeza porque no tiene los pies prensiles y, al ser bípedo, expone sin protección sus órganos vitales y las partes que más le duelen. Tiene poco olfato y, excepto los tísicos, un oído mediocre, no afila garras fieras sino la manicura de una niña de sexto y los ejemplares que gastan cuernos, generalmente a su pesar, los llevan como oprobio en vez de como defensa. Además, como propende a la filosofía, tiene la cabeza en otra parte, se distrae en la contemplación estética de la naturaleza y  se olvida de vigilar su espalda. El tigre de la jungla le teme de oídas pero cuando intima con él a la fuerza –que es como dicen que ahorcan-, se da cuenta de que cazarlo es más fácil que timar a un borracho, que su carne es dulce y su cuero menos duro que el del jabalí. Entonces el tigre tullido, como ya no puede ser tigre, se hace devorador de hombres y cría un clasismo como de nuevo rico y se zampa al indio descalzo observando la prudencia de no complicarle la vida al sahib blanco, que no es un hombre sino un inglés, que es distinto. Desde el punto de vista de cualquiera que no lo sea, y desde el punto de vista de Dios y del tigre de la jungla, el sahib inglés del trópico es más inglés que uno de Drury Lane y tiene por costumbre añorar el sucio Támesis, bautizar al gin con quinina y exacerbar las costumbres británicas aunque estén fuera de lugar. El inglés va a la India a beber jerez en un club igual de endogámico que uno de Fleet Street, a escribir sus memorias y a cazar tigres de Bengala, que si son devoradores de hombres mejor. El más grande cazador de felinos antropófagos fue Jim Corbett, que compartía el nombre con el campeón de los pesos pesados que derrotó al gran John L. Sullivan y, según los rumores, el lecho con su propia hermana Margaret Winifred, que le mantuvo solterón. Además de sentirse a gusto al abrigo de la familia, Corbett ostentó el grado de coronel del ejército británico, combatió a los rebeldes afganos y abatió a diecinueve tigres y catorce leopardos que, entre todos, se habían merendado a 1.500 aldeanos de la región de Kumaon.

El sahib santo
Edward James Corbett nació en 1875 en la región de Nainital, al pie del Himalaya, y cuando era un mozo exploró los bosques con Kunwar Singh, un cazador furtivo que le enseñó a temer a los espíritus “bhut” que acechaban en la selva y que eran los fantasmas de los hombres muertos que vivían en el corazón de las bestias. Con dieciséis años mató a su primer leopardo y con dieciocho empezó a trabajar de inspector de combustible del ferrocarril. Recorrió la región de Kumaon y aprendió sus veinte dialectos, conoció la vida miserable de los obreros “coolies” y escuchó sus historias sobre tigres devoradores de hombres a los que llamaban “Shaytanes”, una corrupción de la palabra aramea Satanás. Los coolies no poseían el lujo del rifle de los sahibs y temían a la tigresa de Champawat, que había matado a 436 aldeanos en los asentamientos que se esparcían en la frontera de la India con Nepal. Corbett la acechó durante semanas hasta que encontró su rastro y la mató. El animal vomitó los dedos de una niña de dieciséis años a la que acababa de digerir. La tigresa de Champawat no era un “sadhu”, un brujo maligno escondido en el corazón de una bestia, sino una fiera que había perdido los colmillos y se había quedado desarmada para rendir al búfalo. Corbett cazaba solo, sin guías “shikaris”, a pie, en compañía de su perro Robin y en muchas ocasiones aprovechando los ocios que le dejaba su trabajo del ferrocarril, no exigía recompensas y observaba la superstición de matar a una serpiente antes de acometer a las bestias antropófagas. Asumió la cacería de los asesinos de hombres como un ministerio y no como una profesión, abrazando el rifle como una cruz. Los kumaonis le llamaron el Sahib Santo porque abatió al leopardo de Rudraprayag, que le decían el Diablo de Garhwal y se comió a 125 personas, al tigre de Chowgarth, que mató a 64, y al Soltero de Powalgarth, el felino más grande jamás visto en la India. Mató al leopardo de Panar, un macho que se acostumbró a la carne humana devorando los cadáveres insepultos de los muertos por la gripe y de paso asesinó a quinientas personas que aún estaban en condiciones de caminar. Corbett, que era un inglés que llevaba en las venas sangre de irlandeses renegados, jamás esperó reconocimiento y acabó por amar a los animales que perseguía, a las mariposas y a los desarrapados que rezaban a dioses en forma de cobra. Amó a su hermana Margaret Winifred puede que más allá de lo fraternalmente conveniente pero jamás nadie le vio despreciar a un hombre por tener los ojos de otro color y no bebió jerez en un club que era igual que otro de Fleet Street. Mató a su último devorador de hombres en el valle de Lathya, cuando tenía setenta años y prefirió los ocasos africanos cuando la India dejó de ser la Joya de la Corona. Los tigres tullidos se comían a los parias pero no a los ingleses. Quizás porque como el sol no les curte y solo los rojea siempre parecen un poco crudos. Quizás porque saben mal. Murió Corbett en Nyeri, en las colinas centrales de Kenia, en abril de 1955, sin añorar el Támesis ni los tres leones de oro que rugen  sobre un campo de gules en el escudo de Inglaterra porque había conocido el Ganges podrido y la horrible simetría del tigre.

MARTÍN OLMOS

El asesino de los pies grandes

In Lunáticos on 16 de septiembre de 2012 at 22:33

Edmund Kemper gastaba zapatos del cuarenta y seis con rozadura y las mujeres, como las gambas, le gustaban sin cabeza

“Era un gigante egoísta”
OSCAR WILDE

El gigante Edmund Kemper, el Cazador de Cabezas, mató a su abuelita, y como pensó que su abuelito se iba a enfadar, lo mató también. El gigante Edmund Kemper mató también a seis muchachas que estaban en la edad de la doncellez y quisieron ver el ancho mundo en autostop, a su madre, que era campeona de pulsos y estaba en el límite mental de recibir una pensión del gobierno, y a su gatito siamés por conducirse con inconstancia y no tener claras sus prioridades afectivas. Decapitó también a una muñeca Barbie, dejando viudo a Ken, que dejó de afeitarse y de planchar su jersey de tenista. La muñeca Barbie no cae bien a los chavales del montón porque se mira mucho en el espejo y es rubia teñida, tiene cinturita de avispa, zapatitos de tacón y operada la vanguardia. Y es un poquito pendón. Los chavales del montón, que viven instalados en el rubor, prefieren a la Nancy, que es más vecinal y gasta mofletes y cabezón. Edmund Kemper medía dos metros y cinco centímetros y llegó a pesar ciento sesenta kilos y sin embargo era un cagón. Lo malo de los gigantes es que se te pongan delante en el cine y por lo demás los hay buenos, malos y regulares. En el Majábharata se dice de la giganta Putana, que se untó los pezones con veneno para matar al dios Krisná cuando era mamón. El gigante Cristóbal de Licia, en cambio, ayudó al Niño Jesús a vadear un río cargándoselo sobre los hombros y hoy es el patrón de los taxistas.  Edmund Kemper era un gigante malo y le pasaba lo que a Goliath, que a las primeras de cambio le zurraba una tunda un canijo.

El asesino de Barbie
Edmund Kemper nació en Burbank, en California, en 1948 y cuando era pequeño pensó que su padre era John Wayne. Edmund Kemper padre era un tiarrón de dos metros, veterano de la Segunda Guerra Mundial y dueño de un par de manazas sobre las que se podía echar la siesta un adulto de buen tamaño sin que le colgasen las piernas y sin embargo, era la mitad de duro que su mujer. Clarnell  Strandberg era una bruja borracha con voz de soprano que cuando se entrompaba echaba pulsos con los camioneros y les ganaba. Eructaba sonoramente, le olían los pies y estaba en la frontera del cretinismo. Le dio una vida tan feliz a su marido que éste aceptó un trabajo en el Pacífico para probar armas nucleares. Edmund Kemper creció sin padre y mamá le melló el morro de un golpe con la hebilla de un cinturón. En clase era el grandullón pero tenía pavor a la violencia física y los matones del tinglado le ponían la cara del revés. Su profesora de lengua cruzaba las piernas y descalzaba su zapato manteniéndolo en equilibrio con los dedos de los pies y Edmund se enamoró de su blanco talón desnudo y de su tobillo, pero llegó a la conclusión de que no podría besarla si no la decapitaba antes. Jugaba a ser ejecutado, mutiló a la Barbie de su hermana y enterró vivo a su gato siamés por ronronear entre piernas que no eran las suyas. Luego lo desenterró, le cortó la cabeza y la clavó sobre el cabezal de su cama. Clarnell le desterró a dormir en el sótano para que no atacase a sus hermanas. Era miope como un topo, tocaba sinfonías de zambomba y mató al perro del vecino. Clarnell le envió a vivir con los abuelos, que tenían una granja de cuatro hectáreas al norte del estado con vacas y un caballito. Edmund tenía quince años y el abuelo Ed le regaló un rifle del veintidós, le señaló un petirrojo y le dijo: “No mates a nuestros amiguitos”. Kemper mató liebres, crótalos, lirones y petirrojos y el 24 de agosto de 1963 mató a su abuelita de dos tiros traicioneros y la deshuesó a puñaladas. Pensó que el abuelo no iba a encajar con comprensión su nuevo estado civil y por no andar en explicaciones, que probablemente no iba a comprender, le pegó un tiro en la cabeza recién le vio aparecer y se sentó a ver cómo se desangraba.

El genio de Atascadero
Como era menor no le entrullaron por lo común y le metieron en el Hospital Psiquiátrico de Atascadero, que estaba lleno de orates duros como el pedernal de una media de edad de treinta años. El gigante pimpollo se las arregló, en cambio, para mantener la retaguardia en barbecho porque se hizo el preferido de los funcionarios y los médicos descubrieron que tenía un cociente intelectual de 136: el tonto y medio resultó que era casi un genio. Le diagnosticaron esquizofrenia paranoide y le pusieron a ordenar los archivos. Kemper se aprendió de memoria las respuestas convenientes de los exámenes y con veintiún años obtuvo el alta, borraron sus antecedentes y le soltaron por el mundo. Durante los cinco años que se pasó en la grillera, California había entrado en la Era del Acuario y a Kemper le desagradó la tribu de los melenudos que decían que la respuesta estaba flotando en el viento. Le parecieron patulea, bacines de piojos y alucinados de murria. Se fue al Paseo de la Fama de Hollywood y comparó sus pies con los de John Wayne, se cortó el pelo al cepillo marcial y se dejó crecer bigote republicano. Ya le llamaban el Gran Ed, tapaba el sol de puro grandón y era un tío de una pieza. Quiso ser madero pero le sobraba talla y se conformó con soplar cervezas Budweisser con los pasmas del bar “El Jurado”, en el condado de Santa Cruz. Pegó su primer tiro con una de la profesión que le contagió la gonorrea, le dolió cada meada y se le pusieron las pelotas gordas. Kemper no quería puercas hippies  ni comisionistas sino chicas que se tapasen sus gracias con los apuntes de sociología. Desde mediados del 72 hasta febrero del año siguiente recogió a seis estudiantes que hacían autostop y las mató a cuchilladas, a golpes o a tiros. Las decapitó y violó sus cuerpos sin cabeza, a una se la comió con macarrones, cebolla y queso y a otra la disecó. Usaba una navaja de apenas diez centímetros de hoja que clavaba en la carne y haciendo palanca desbloqueaba la vértebra. Cuando no salía a cazar cabezas se pasaba la tarde borracho y se soplaba treinta litros de vino malo a la semana. Llegó a la conclusión de que la ebriedad le apartaba de las matanzas pero concluyó que no podía estar eternamente trompa. Por las resacas, principalmente. Fue a pedir consejo a mamá y le aplastó la cabeza con un martillo de estaquillar y como odiaba su voz de soprano la extrajo la laringe y la tiró a la basura. Después la decapitó y colocó la cabeza sobre la repisa de la chimenea. Le tiró unos dardos. Le acertó las napias y un ojo. Le cantó las cuarenta y por primera vez mamá no le contestó. Más tarde se acostó con el cuerpo descabezado y lo disfrutó. No hubo mucha conversación después del amor. Siempre había pensado que su madre era invencible y se sintió bien. Tuvo que llamar tres veces a la policía para que le tomaran en serio porque los pasmas del bar “El Jurado” le conocían y le tenían por patán y borrachuzo. Pidió que le hicieran una lobotomía pero le encerraron en la prisión de Vacaville y tiraron la llave. No hay chicas en Vacaville y duerme con los pies fríos porque le queda corta la manta, come por dos, le cuesta una pasta al erario, y transcribe al Braille las obras inmortales. En la sala de la tele se pone en la última fila, por no molestar.

MARTÍN OLMOS

Flores para mamá

In Con buena letra on 16 de septiembre de 2012 at 22:18

A James Ellroy le llaman el Perro Rabioso de la Literatura Norteamericana. A su madre, Jean Hilliker, la estrangularon en una noche de juerga torcida

“Mi madre creía que yo habría de convertirme en un tipo débil, perezoso y mentiroso como mi padre”
JAMES ELLROY

Cuando James Ellroy viene a Europa a promocionar un libro se deja los cuartos en ponerle conferencias transoceánicas  a su perro. Se desconoce si el perro descuelga por sus medios o alguien, presumiblemente bípedo, le pone el auricular en la oreja. James Ellroy le gruñe, grrrr, y le ladra, guau, guau, y sostiene una animada charla con el animal en términos que le entienda, en el lenguaje ancestral de los dogos. A veces se le olvida que está en el vestíbulo de un hotel decente y se rasca la oreja con el talón. James Ellroy alza el tamaño intimidante de un defensa de rugby, tiene el cráneo mondo y lirondo y se acomoda las partes sin rubor delante de las jefas de prensa. Sonríe poco, levanta ciento cincuenta kilos en la banca de pecho y habla con Dios. Una vez mató a un dóberman a golpes con un tubo de cañería. Un acontecimiento poco común, porque James Ellroy generalmente muerde.  Es el macho de la novela negra norteamericana, el jefe de los monos, el baranda del rollo y dice de sí mismo que tiene un gran talento, una gran diligencia y una meticulosidad sobrehumana. Ha dicho: “Yo soy el más grande escritor vivo de género negro”. Ahora va de puta redimida y no permite que se fume en su presencia, no empina el codo, no se coloca y no come carne. Hace yoga. Oooom. Bebe té. Tiene insomnio. A veces le va a visitar el perro de su ex. Hablan de sus cosas. Grrrr y guau. Vende libros como sombrillas en una tarde soleada y el cine le ama. No siempre la vida le trató tan bien. Ahora es excéntrico. Antes era raro. No es lo mismo.

Lee Erle Ellroy nació en Los Ángeles en 1948. Su madre era un poco golfa y su padre un menda que vivía de mogollón. El viejo Armand Ellroy hacía de recadero de las estrellas y le contó a su hijo que una vez le pegó un revolcón a Rita Hayworth. El viejo Armand Ellroy llamaba a su hijo James porque consideraba que Lee Erle era un nombre de chulo de putas negro. El pequeño James aprendió a leer con tres años y pensaba que su padre era un tío. El matrimonio Ellroy se fue al carajo en 1954 y James manejó mal su complejo de Edipo: tenía fantasías con mamá, quería estar con papá, mamá llevaba a casa a los marineros y papá le dejaba ver porno. Con nueve años se fumó un petardo de marihuana con dos chavales mejicanos y dio por hecho que iba a ser un adicto. Su madre no quería de su padre ni el apellido y volvió a usar su nombre de soltera, Jean Hilliker; los ligues le duraban una noche de farra gozosa, una salva de verbena, pim, pam, pum, fugaz como un trueno, y caducaban con el alba. Era bella, era pelirroja, era enfermera. James hacía vida de sociedad en el desayuno, conocía a los amiguitos de mami, que eran tíos de una pieza que no eran papi. Cuando James cumplió diez años su madre le regaló un cachorro de sabueso beagle y le preguntó con quién le gustaría vivir. James dijo que con su padre. Mamá le pegó un guantazo y James la llamó golfa y borracha. Mamá le volvió a pegar. James odiaba a su madre para demostrar que amaba a su padre. Un día le vio el melonar en la bañera. Le faltaba el pezón derecho. Se le infectó después de parir y se lo tuvieron que extirpar. El pezón izquierdo estaba tieso por el frío, como el cuerno de un unicornio.

En junio de 1958 a Jean Hilliker se le acabó la suerte. Conoció al tipo equivocado. Conoció al depredador. Unos chavales que jugaban al béisbol se la encontraron tiesa en el barrio de El Monte, que le decía el popular el Retrete de Los Ángeles. Llevaba un vestido azul de crayón generoso de escote subido por encima de las caderas y estaba tapada por un gabán. No llevaba zapatos, ni medias, ni bragas y el rocío le había cubierto la espalda. Tenía magulladuras en la cara, raspaduras en la parte interna del muslo y un cordón de persiana atado en el cuello. El forense determinó que tenía la menstruación, que había cenado fríjoles mejicanos, que había tenido relaciones sexuales y que murió por asfixia debido a un estrangulamiento con ligaduras. El asesinato de Jean Hilliker apenas mereció blasón en los periódicos porque coincidió con el de Johnnie Stompanato, un guaperas de la mafia que era amante de Lana Turner y murió acuchillado por su hijastra. Jean Hilliker murió de segunda. James tenía diez años, odiaba a su madre y derramó lágrimas de cocodrilo en el funeral. Vivió del cuento. Descubrió que impostando el dolor podía manejar a los adultos. La poli buscó a un cholo con rasgos de rubio y el asesino salió impune. James se fue a vivir con papá.

Whisky, bragas y Listerine
Recibió una extraña educación paterna basada en odiar a los maricas y en el sudor macho del nervio pudendo. El perro cagaba en la moqueta. Comían pizzas congeladas y andaban en calzoncillos. Compartían revistas de jamonas en cueros. James creció y se convirtió en el paria del instituto. Guardaba toneladas de pus dentro de sus granazos de acné. La orografía de su jeta era montañosa. Era grandón, escuchaba a Beethoven, leía revistas de casos criminales, quería restaurar la esclavitud en América y clamaba por la libertad de Rudolph Hess. Tenía diecisiete años cuando el viejo Armand murió. Estaba hecho cisco y hablaba solo. James ya no se creía el revolcón con Rita Hayworth. Estiró la pata echo una mierda, le cogió a su hijo de la mano y le dijo: “Tírate a todas las camareras que te sirvan”. Con imponderables de menos valor se han levantado imperios. James se quedó solo en la vida, subsistiendo de una póliza, se puso hasta arriba de Dexedrina y de Dexanoyl, de Seconal, de Nembutal y de whishy de cuatro perras mezclado con colutorio Listerine. Dormía en los parques, mangaba comida y se colaba en las casas de las chicas para robarles las bragas. Las olía y se masturbaba durante doce horas seguidas. Se obsesionó con el asesinato de la Dalia Negra, una meretriz de cuarta que quería ser actriz y a la que partieron por la mitad después de torturarla. Nunca encontraron al asesino. Las mujeres muertas le agarraron las pelotas. Le detuvieron en una excursión de braguitas y le dieron trullo con los malos de oficio. Un poli le dijo: eres grande, pero no eres duro. Durmió sentado. Soldó las posaderas al banco. Entró en pánico. Se asomó al abismo. Tuvo vértigo. Cuando salió se apuntó a Alcohólicos Anónimos y descubrió su narcisismo contando historias a los borrachos. Encontró trabajo de caddy en un campo de golf, acarreaba los palos para los puretas con pantalones de cuadros, se apartó de las timbas de dados, dejó la priva y le dio descanso a su nariz. Dejó las bragas en sus cajones. Tomó notas para un libro. Rezó a Dios y le dijo: convierte esto en una novela. Dios le complació. Hoy le falta un paso para ser un clásico.

MARTÍN OLMOS

De lilas, golfos y tranvías

In El cañí, Timadores y burlangas on 7 de septiembre de 2012 at 13:42

Un artista del alambre le endilgó a un destripaterrones un tranvía de postín por cuarenta mil duros de los de antes

“Uno de los timos mejor preparados en los años de la posguerra fue aquel que se llamó el timo del 1.001”
MARGARITA LANDI

Se considera mala costumbre apoyarse sobre las nalgas de una señora que no haya dado muestras de estar en disposición de agradecer el gesto, llamar papá al obispo, aunque se ostente su misma nariz, y dejar la cartera de un primo llena al final de la jornada. El primo abunda en cualquier clima, es omnívoro y lo hay de diverso pelaje, siendo el menos frecuente el primo con conciencia de tal, que acostumbra a languidecer en los recodos y a estarse calladito, para que no le noten. El primo más abundante es el que no sabe que lo es y, por el contrario, arraiga fuero de librepensador y se mete en las conversaciones interrumpiéndolas sin dar aporte. Se le dice zurumbático o falso lince y no es lo malo que albergue opiniones, sino que las distribuya con gratuidad pensando que enriquece a la civilización. El falso lince tiene buena voz y el gesto marcial del que nació para el galón y como no ha considerado leer al clásico se suele citar a sí mismo (porque el primo no necesita modelos) y empieza sus parlamentos con la expresión: “Como yo suelo decir…”, como si dijera por Gracián. Boileau escribió que un tonto siempre encuentra a otro más tonto que le admira y en el caso del primo, lo que encuentra es a un congénere al que acierta más primo aún y le despierta la vocación de listo y quiere sacarle provecho. Lo que generalmente se encuentra el primo es a un golfo, que es otra especie abundante pero más mimética. El golfo es camaleónico, a veces políglota, y licenciado en mundología. El golfo es lírico y hace bien de primo, con muchas tablas, y enseguida compone el gesto abriendo un poco la boca y hablando despacito. También hace bien de cura, de promotor, de pobre y de cojo.

De la intersección de un primo y un golfo sale un timo, tan seguro como que el sol se pone por el oeste. El golfo es bribón y está a la ocasión, que la pintan calva. El golfo cala al primo y lo calibra, ve si es julai  o lila y no lo desperdicia porque considera un deber desplumarlo. El golfo es tauromáquico y a parte de por los cuartos está en el oficio por el arte. El timo es un robo por lo finolis sin intermedio de violencia, es teatro fuera del proscenio, lo que ahora llaman performance. Timadores legendarios fueron Victor Lustig, que era austrohúngaro y le vendió a un chatarrero la Torre Eiffel en 1925, y George Parker, que dos veces a la semana ponía a la venta el Puente de Brooklyn. En España el timo ha ido derivando en el pelotazo y al estafador de toda la vida le han ido arrinconando en el callejón, como a los barquilleros y a los limpiabotas. El difunto comisario Eugenio Benito Poveda, que fue jefe de la BIC, recordó en sus memorias a José Petronilo, que vendía teodolitos, a Carlos Julio el Colombiano, que les daba el cambiazo a las loteras, y al Andresent, que era valenciano y se ganaba la vida engañando a los sastres. El timo español ha sido el de la estampita, el del tocomocho y el del entierro, en el que es imprescindible la codicia del julai. Las ratoneras funcionan porque a los ratones les gusta el queso. El timador cañí desciende del pícaro del Siglo de Oro y anda en la brecha por un plato de habas, porque en este pago nunca se han hecho planes de pensiones, pero de vez en cuando sale un lince que no desmerece a Lustig y va y le vende a un primo un tranvía municipal.

El 1.001
El menda era Paco el Muelas y el lila un rústico que quiso hacer los madriles para fardar de don en el terruño. El tranvía era el 1.001, azul y blanco, fabricado en Italia por la Fiat, y los gatos de Chamberí lo llamaban el Cielo, porque decían que era azul y entraban en él los justos. Destacaba sobre las demás carracas porque fue el primero con puertas automáticas y cojinetes silenciosos. Paco el Muelas junó a un pueblerino que alardeaba de posibles en el bar de un hotel de la Gran Vía y le frecuentó haciéndose el rumboso, convidando a gambas y a coñac de la Francia. El vivo suele llevar monosabio, al que le dicen los pasmas el consorte, y que le hace de reparto. Paco el Muelas vistió a su consorte de tranviario y le acostumbró a comparecer con un carterón lleno de duros a la hora en la que departía con el rústico, que generalmente era la del café.  Le explicó que era dueño de la línea del tranvía 1.001, que era negocio provechoso. El primo le dijo que pensaba que el servicio era del Ayuntamiento pero el golfo le aclaró que el 1.oo1 era la excepción porque él mismo lo había traído de Italia y había arrendado la línea, haciendo la mejor inversión de su vida. Una tarde se lo llevó de ronda en su tranvía, que iba de bote en bote. Se hicieron compadres los dos y al aldeano le gustaba alternar con un señor de la capital y se ponía fanfarrón a la hora de pagar porque su dinero pueblerino valía como el que más. Hasta las gambas y el vermú le fueron saliendo de gorra al Muelas después de la primera inversión.

El timo es como la lidia y la más difícil es la suerte de matar, porque si no es toreo portugués, que es una cosa como de forzudos de feria y saltimbanquis. Paco el Muelas le dijo al rústico de sus negocios en la ultramar, cosas de platanales que requerían su atención porque se le estaban torciendo de no atenderlos como es debido. Le dijo que iba a vender el negocio pingüe del tranvía, a su pesar, para irse a Sudamérica a ordenar lo suyo. El aldeano se vio industrial del transporte y el vivo le hizo precio de amigo y como le tenía tanta fe le dio la opción de pagar en dos partes. Lo dejaron en doscientas mil pesetas de posguerra, que no eran barro, y zanjaron el negocio en una notaría ful que se agenció el golfo para la ocasión. El hombre fue a la mañana siguiente a las cocheras de la calle  Fernando el Católico a pedir su tranvía y les alegró la mañana a los operarios. Le explicaron que todos los vehículos eran propiedad municipal, incluido el 1.001, italiano y azul que daba gusto verlo. Se quedó el pobre sin negocio y con jeta de primavera, más escueto de cartera que cuando llegó, menos ensoñador. Don Paco se había ido del hotel de la Gran Vía con la cuenta sin pagar (por prurito profesional), acaso a Sudamérica o acaso no, y de la notaría no había ni la placa de bronce. El hombre que se veía prendiendo puros en Chicote con billetes de cien duros volvió al agropecuario, que era lo suyo, y eludió dar explicaciones en el casino, para que no le hiciesen refranes, que en los pueblos son de componer cantares a la hora del dominó. Que a uno le empiezan llamando el Tranviario, le van perdiendo el respeto y le acaban tirando al pilón en las fiestas del santo.
 
MARTÍN OLMOS

El oficio del Corujo

In Ejecuciones y linchamientos on 7 de septiembre de 2012 at 13:37

Hubo un tiempo en España que hombres como el Corujo, Copete y Bascuñana, tenían el oficio de matar

“¿Qué no es hombre ni siente el verdugo
Imaginan los hombres tal vez?
¡Y ellos no ven
Que soy de la imagen divina copia también!”

JOSÉ DE ESPRONCEDA.“La canción del verdugo”.

El último aliento de un hombre huele a ocena que apesta y el vientre, por miedo o porque la naturaleza deja los mejores chistes para el final, se afloja y despeña las churrias por la canilla. Al verdugo se le queda el olor a muerte en la camisa y nadie le aplaude la faena ni le tira claveles ni botas de vino y se vuelve solo a la fonda, a yacer la raspa sobre una sábana que mañana tirará el hospedero al fuego haciéndose la cruz. El verdugo vuelve a casa en vagones de tercera, con los gitanos y los gañanes de la labor, y se hace el dormido para que no le empiecen tertulia y le pregunten el oficio. No se come las magras al pasar por Ciudad Real, no sea que le vean la herramienta al sacar la tartera de la talega. Nadie quiere al verduguito pobre, qué culpa tendrá él, si no sirve para la vendimia. El oficio de verdugo lo abrazaban los del hambre, como la tauromaquia, pero saciaba lo justo y había que buscarse un apaño para engordar. No era raro que pusiese la carne en el caldo afanando una gallina.

A salto de mata
A Antonio López Sierra le decían el Corujo porque alguien le vio aire de búho. Era extremeño de Badajoz y de chico suerteó en la linde con Portugal y aprendió a pasar el matute por el rincón y a vivir saltando la mata. Estimaba que, más o menos, nació en 1913, pero no lo tenía por seguro. Aprendió el oficio de cerrajero pero no lo dedicó y cuando estalló la guerra se alistó con los rebeldes en un tambor de la Legión. Tenía hambre congénita y se iba adonde se la quitase. Estuvo en Rusia con la División Azul y en Alemania con las brigadas de trabajadores que envió Franco al Tercer Reich. Le pusieron de barrendero en Berlín pero no le gustó el tajo y consiguió que le repatriasen haciéndose pasar por sifilítico. Volvió a España y a la carpanta, con una mano delante de la otra, no sabía ni leer ni escribir y se manejaba con los billetes identificando las efigies, tenía la ambición básica de una comida diaria y un chato de peleón, un poco de solecito en primavera y un periódico debajo de la camisa en el sereno. Trabajó en un matadero, premonitoriamente, y alpargateó los caminos vendiendo dulces de arrope en un carro, barquillo parisién y malvaviscos para la tos. Después se asoció con su paisano Vicente López Copete y se dieron a la estafa magra de los que no derrochaban cautela. El Copete fue legionario de los que reprendió a los mineros de Asturias, analfabeto como el Corujo, de peor prez, pelo carbón y algo más alto. El Corujo era nervudo y más bajo, insomne y fumador, parco en el decir y castaño de palambrera no muy limpia. Los dos frecuentaban a las putas de la infantería y al anís de Chinchón, dormían en el camino y hospedaban piojada numerosa en el calzón, coqueteaban con la tiña y con la zurda de la ley. Se hicieron mulas del estraperlo y contrabandistas de café en el España de la achicoria y alguna vez los carabineros les aligeraron el saco y les dieron la punición en la vereda escribiéndoles la jeta de dos sopapos. Un inspector de policía de Badajoz que les tenía ley les dijo para cambiar los atajos por el servicio público y les inscribió en la convocatoria oficial de concurso de plazas para verdugo que se publicó en el Boletín Oficial del Estado del 7 de octubre de 1948. Los dos hombres aprobaron el examen con solvencia, a pesar de ser rigurosamente analfabetos, con lo que hay que suponer que pasaron las pruebas por instinto. Les dieron en franquicia el hierro de matar, el garrote, y les pusieron en guardia permanente.

Al Corujo le enseñó el oficio Bernardo Sánchez Bascuñana, verdugo alegre y sevillano, antiguo guardia civil que le gustaba bailar flamenco, decir solemne y vestir de capa. Don Bernardo recitaba a Bécquer haciendo pasar los versos por suyos para  enredar a las señoras, iba a misa todos los días y murió de cirrosis en Granada, en 1972. La primera faena de Antonio Sierra el Corujo fue agarrotar al tonto Monchito, un medio lerdo que asesinó a la mujer de su patrón para darle un ajuar a su novia y comprarse un acordeón. Le dieron dieta de sesenta pesetas y el billete del tren. Como se vio hombre derecho, puso piso en la calle Concepción del Arenal y formó familia, y como no sabía leer ni le llamaban las timbas consagró sus asuetos a la siembra con dedicación y tuvo quince hijos, de los que le vivieron solo dos. El Corujo llamaba al garrote la Máquina y la acabó por tomar destreza pero a veces arrugaba y le daban calambres y se iba a la labor soplado de anís. Observaba el miramiento de agarrotar hembras y cuando tuvo que ejecutar a Pilar Prades, la Envenenadora de Valencia, subió al cadalso con una cogorza de campeonato para arrimarse el ánimo. En las vigilias bebía en silencio y no hacía vida social, guardaba el garrote debajo de la cama y escondía su oficio en la cantina y cuando le salía tarea, cogía la maleta y tomaba el tren. A su hijo le prometía traerle un balón de reglamento.

El Corujo les hizo la maniobra a los quinquis Guirado y Romero, al célebre Jarabo, a los anarquistas Antonio Abad y Joaquín Delgado y al Asesino de las Quinielas. Su última faena se la hizo al anarquista Salvador Puig Antich el 2 de marzo de 1974 y le salió sin profesión porque la ejecutó borracho. A Antich le tenía que haber agarrotado su compadre el Copete, pero no pudo presentarse por estar preso de un delito de estupro. Cuando se abolió la pena de muerte Antonio Sierra encontró tajo de conserje de finca en la calle de Monteleón y hogar en la portería sin ventanas en la que vivió apuradamente, enfermo del pulmón, calladito, que estaba más guapo y en la compañía de su mujer y de un canario. Paseaba al anochecer. Murió en 1986. Su hijo Cándido salió torcido y de pequeño le llamaban el Hijo del Guillotinas. Después se dejó melenas y le dijeron el Kung-Fú y se sabe de él que lleva una foto de su padre en la cartera, que les baila tangos a las señoras y que come de la caridad.

En 1955, en Castellón, esperaba el Corujo en capilla para agarrotar a Carlos Soto Gutiérrez y un fiscal le vio pasta de paleto y le preguntó si a su edad no era capaz de encontrar oficio más decente. El Corujo le contestó:  Más joven es usted. ¿No ha encontrado otro trabajo mejor que condenarlos a muerte para que luego les mate yo?.

MARTÍN OLMOS

Por donde caminan los monstruos

In Lunáticos on 7 de septiembre de 2012 at 13:29

Luis Alfredo Garavito, la Bestia de los Andes, mató a ciento setenta niños mientras decía las Escrituras a los aldeanos de los cafetales

El malo, cuando se finge bueno, es pésimo”
FRANCIS BACON

El miserable Luis Alfredo Garavito, que le decían Tribilín, de oficio predicador y buhonero de la quincalla, fatigaba los caminos de los departamentos colombianos rumoreando su género y entre las estampas del Papa de Roma escondía la muerte. Cromitos de Juan Pablo II vendía, aseguraba que milagreros, y del Niño Divino del 20 de Julio, que es el Cristo de los pobres de Bogotá, y la muerte la regalaba porque le salió el cuchillo generoso. Garavito el Tribilín tenía jeta de peladito del cafetal, de cholito bueno y cumplidor que baila la cumbia, ni bien ni mal, en la fiesta de la vendimia; tenía cara de nadie y cara de todos, de peladura común, que le venía muy bien para su industria, en la que no conviene llamar la atención. Tribilín andaba las sendas colombianas de norte a sur difundiendo desahogadamente la muerte en un país que ya estaba hecho al espanto del narco y de la guerrilla, que al perro flaco le van todas las pulgas. A Garavito el Tribilín le gustaba tomarse el coñá bravo de garrafón y arrimarse la trompa y decía que era pastor de la Iglesia Pentecostal y que expulsaba al demonio del cuerpo de los pecadores. Se corrió cinco veces el país en alpargatas, con sus cromos de santos y de Papas, confiando en la caridad de Dios y en el sol de mayo, y guardando el puñal en la camisa. A Garavito el Tribilín le gustaba tomarse el coñá bravo de garrafón y le gustaban los niños parias, que no tienen quien les defienda, y si eran guapitos mejor. En Colombia abunda el café, el tabaco y la quina, y abundan los niños guapitos que pisan descalzos, que por no llevar zapatos andan en el riesgo de que les muerda una bicha. Al mundo, tal como está, hay que salir con botas, y si son de caña alta mejor.

El predicador
Luis Alfredo Garavito nació en Génova, en el sur del departamento de Quindío, el 25 de enero de 1957. A los del Quindío les dicen paisas por ahorrarse la última sílaba de paisanos, tienen cartel de buenos arrieros de mulas montañeras y no apean el tratamiento y dicen de vos, como los tanguistas del Río de la Plata. A Garavito le molió su padre a palos con una correa de piel hermoseada de pesos de plata y cuando tenía trece años el cura del pueblo le violó benditamente. Creció infancia violenta y no hizo compadres, estudió hasta quinto grado de primaria y un buen día lió el costal, no se despidió, porque tampoco le iban a echar de menos, y cogió el camino para buscarse el porvenir. No esperaba mucho de la vida y se dio al bebercio sin remisión, encontró trabajo en una agencia de ventas en la que  acabó a trompadas con un compañero, al que le dobló el belfo a puñetazos,  y se acordó  sin respeto de la madre del director, dormía mal, llegaba tarde al tajo y convivió con dos parientas que le dejaron porque las zurró. Acariciaba a los niños voluptuosamente y mezclaba lecturas de esoterismo con el “Mein Kampf”. Por las noches hablaba con Satanás negociando su alma y tenía problemas de mansedumbre sexual, se le agachaba el pajarito en la suerte de matar y decidió vivir del cuento. Estando en la ciudad de Cartago se compró una sotana de cura y dijo las escrituras en las aldeas, sacándoles los pesos a los crédulos y prometiéndoles la paz de Dios. Se hizo chamarilero y nómada y recorrió el país vendiendo estampitas del Niño Jesús y calderos de cobre, se inventó fundaciones piadosas y largaba charlas ejemplares en las escuelas, se hacía pasar por cojo y como tenía peladura de las que abundan, gastó también nombres abundantes y le decían, según municipios, el Loco, el Conflicto y el Monje. Ofició de brujo, dicen que obró milagros, tomaba el licor granuja de las tambarrias de mala muerte sin moderación y una noche que se agarró la curda en Cali vendió su alma al diablo y le prometió sembrar la peste a cambio de la omnipotencia. El diablo no le puso entusiasmo a la transacción porque el alma del Tribilín no valía el chavo.

En 1992 el Tribilín pasó de molestar a los niños a matarlos en la selva muda. Los buscaba en las cocheras de las guaguas, en las huertas del cafetal y a la salida de los desasnaderos de pueblo adonde no les iban a recoger sus padres porque andaban agachándose en la molienda para llevar a la choza algo de masticar. Los buscaba pobrecitos y lindos de mirar, de entre cinco y quince abriles, como mucho dieciséis. Los enredaba con palotes de regaliz y les decía para andar juntos la vereda y cuando daba una vuelta el camino los amarraba con un alambre y les mataba a palos. Donde empezaba la jungla y no había concurrencia les molía a patadas en la cabeza y les saltaba encima para romperles las costillas. Los violaba cuando se lo permitía la mamada de coñá y le daba la correa y los finalizaba a cuchilladas de destornillador. Se entregaba a veces a la mutilación. Después dormía la mandanga y le despertaba el rocío en los riñones, apuntaba su hazaña en un librito de tapas de hule, enterraba el despojo y se iba a otro pago a predicar a Dios. Durante los siete años que duró su ministerio asesinó a ciento setenta y dos chiquillos en los departamentos de Cundinamarca, Quindío, Caldas, Antioquía y el Valle del Cauca. La policía empezó la pesquisa en 1997 cuando se encontraron treinta y seis cuerpos descompuestos a las afueras de la ciudad de Pereira, pero siguió la pista de la santería del narco, de los traficantes de sebos y de los chulos del puterío.

Al Loco Garavito, el Tribilín, le cogieron en 1999 en el municipio de Villavicencio, cuando andaba en la labor de apiolar a un chaval. Se arrugó temprano, el cagón, y se echó de rodillas, en postura de penitenciar, y largó el inventario de sus infamias que tenía anotadas en su librito de tapas de hule. Dijo versículos de San Pablo durante la confesión. Con su cara de cholo del cafetal, de pinche pobre y flaco, dijo que fue el diablo el que le enredó. A vueltas con el diablo andan los canallas, echándole la culpa de todo al pobre. Le metieron en el penal de Valledupar, aislado de los camaradas que lo quisieron capar porque ni a la hez del presidio le gusta un Herodes. Querían cortarle el riego de los colgantes laceándole un cable en la base de la bolsa. Con el tiempo se ha ido poniendo mofletudo y gafoso y una vez se quiso matar abriéndose la cabeza a golpes con los barrotes. No embistió como es debido y apenas se rasguñó la cornamenta. El que se quiere matar encuentra la manera, lo demás son verónicas. Ahora va portándose buenecito en el presidio para ir rebajando pena porque quiere salir y levantar una fundación que recoja donativos para paliar con platas los lutos duraderos de las familias de sus víctimas. Está lleno de buenas intenciones.

MARTÍN OLMOS