El célebre asesinato de la calle Fuencarral acarreó la dimisión de un ministro pero al garrote fue el servicio
“Los periódicos llenan las columnas con relatos del crimen de la calle de Fuencarral”
BENITO PÉREZ GALDÓS
Decía Cervantes que en el mundo hay dos linajes que son el del tener y el del no tener, con lo que no es de extrañar que por este andurrial de ventajistas crezcan en convivencia dos varas distintas de medir. Y mediando los parneses dos formas de cumplir presidio, que son la del pobre, que es entera y de pan y agua, y la del que puede, que ya veremos.
El Varelita
En julio de 1888 José Vázquez Varela, que le decían el Varelita, penaba condena en la cárcel Modelo de Madrid leyendo El Liberal con el cafelito y las porras y saliendo a bailar a las verbenas, por la puerta ful, con el traje planchado y el bigote tieso de fijador. El Varelita estaba en el brete por haber afanado una capa en el Café Mazzantini, pero podía haber estado por cualquier otra causa, porque tenía la mano larga y poca vergüenza. En una ocasión le pegó un navajazo en una nalga a su propia madre porque le pareció que se quedó corta en dineros que le pidió para una zambra y en otra terminó un desacuerdo con su novia, Lola la Billetera, con el discurso incontestable de pintarle un ojo de luto riguroso de un revés con el bastón. El Varelita era mozo zangarrón y maula, de veintipocos, tendiendo a pelirrojo, timbeador de garito, generalmente de los que perdía y acarreaba deuda perrera, rumboso para el festejo de noche parda pero flojo para madrugar y escribirse un porvenir. Y como no era capaz de ganarse la vida pero le gustaba disfrutarla, gastaba de la renta anual de 5.000 duros de su madre, doña Luciana Borcino, viuda de Vázquez Varela, que tenía malas pulgas, un perro bullgog y un piso de lujo en el 109 de la calle Fuencarral, segundo izquierda. También tenía la mano generalmente cerrada y el Varelita le había advertido que o relajaba la talega o la metía fuego.
La novia del cojo
La madrugada del 2 de julio de 1888 a doña Luciana Borcino la pusieron en las manos de Dios Todopoderoso cosiéndola a puñaladas y después la cubrieron de aceite y trapos y la pegaron fuego. Comparecieron los guardias cuando vieron salir el humo del piso de Fuencarral y se encontraron a la vieja asada y a la sirvienta, Higinia Balaguer Ostolé, desmayada en la cocina, en ropa de dormir, descalza y arremangada hasta donde empezaban las vergüenzas. La moza era bien hecha, de garbo silvestre y costura flamenca, maña del Campo de Borja y de las que tiran para delante, y solo llevaba cumplida la semana al servicio de la doña, a la que las domésticas le duraban un suspiro porque no le ponían a su gusto el café. Sin embargo, se daba la circunstancia de que Higinia había vivido de barragana con un menda, medio jaque, al que decían el Cojo Mayoral, porque arrastraba el andar, que atendía una casa de vinos en frente de la Modelo, donde el Varelita hacía la penitencia. Se supo también que había servido en la casa del director de la cárcel, don José Millán Astray (padre del futuro fundador de la Legión), del que se murmuraba por las gateras que, mediando duros, dejaba salir a los reos a garbear los madriles igual que los hombres libres, que con reales uno cumplía la condena del señorito y sin ellos la moliente. José Millán Astray había querido abrazar el oficio de las armas pero por imperativo paterno había estudiado leyes, tenía ambiciones literarias (en 1918 el diario El Imparcial publicó un fragmento de sus memorias en las que contaba la historia del bandido Cucaracha) y arrastraba un expediente deshonroso por su gestión, por lo menos irregular, del penal de Valencia, que no le puso en la picota porque era protegido del ministro Eugenio Montero Ríos, consejero de la reina María Cristina y presidente del Tribunal Supremo.
Paga el pobre, que para eso está
Por ecuación simple, la muerte de la viuda beneficiaba al hijo maula, que era de los que salía del trullo a pasear y a tomarse los chatos en donde el Cojo Mayoral, pero como sus ausencias del cepo no pasaban por registro disponía de coartada incontestable y ya estaba la maña para pagar. De la caja de doña Luciana se echaron a faltar diez mil duros y joyerío y se conoció que Higinia andaba de comadre con Dolores Ávila, perista de alhajas y alcahueta, así que la policía concluyó que la sirvienta había acuchillado a la señora, le había entregado el botín a su amiga y había vuelto a la casa para prender la candela. Ya había pescuezo para el garrote y todos contentos, pero en la plaza decían que otra vez a los desgraciados les tocaba pasar por caja a pagar los rotos de los señoritos. Los periódicos celebraron el suceso con tinta generosa y triplicaron las tiradas, y los directores de El País, El Resumen y El Liberal formaron una comisión que se presentó como acción popular en la causa y sentaron en el banquillo a don José Millán, que negó dispensar trato de favor al Varelita. Millán presumió de avalista en los pasillos, dijo que el presidente del Tribunal Supremo bajaría de su silla si a él le tocaran un pelo y Montero Ríos oyó su nombre rumoreado en el mentidero, entabló querellas y afirmó que la denuncia había sido acogida con desdén por los ciudadanos de ánimo recto, pero al final se vio obligado a dimitir en la mitad del proceso. Iba quedando la impresión de que el crimen tenía trastienda pero el cuello que estaba en vilo era el de Higinia, que esperaba a la sombra dando un día una versión y a la mañana siguiente la contraria. El 29 de mayo de 1889 el tribunal la condenó a la pena de muerte por el delito de robo con homicidio y a 18 años de reclusión por incendiaria. El popular apedreó el juzgado y tuvieron que salir los guardias a convidar.
La ejecución
A Higinia Balaguer la sentaron en el garrote el sábado 19 de julio de 1890, en un tinglado que montaron sobre el muro de la cárcel Modelo. La puso en paz con Dios el padre Vicente Villa, párroco de San Ildefonso y pidió de última pitanza sopa de primero, merluza de segundo y de postre guindas en almíbar. Amagó siesta antes del trance pero no concilió el sueño, ustedes verán. El presidente Cánovas declinó una petición de indulto y la reina María Cristina no ejerció su derecho de gracia. La ejecución fue un circo con más de 20.000 espectadores, entre los que estaban Pío Baroja, Benito Pérez Galdós, que le hizo un dibujo a la plumilla, Emilia Pardo Bazán, el Duque de Alba y el doctor Luis Simarro, neurólogo e hipnotizador. Higinia murió a la cuarta vuelta del torniquete y su cuerpo permaneció expuesto en el cadalso durante nueve horas para dar ejemplo al respetable. Dolores Ávila pasó cuatro lustros a la sombra por encubrimiento, pero los diez mil duros nunca aparecieron. José Vázquez Varela, el Varelita, cumplió la pena escasa por el robo de la capa y salió libre pero no sentó la cabeza y años después descoyuntó a una puta tirándola por un balcón de la calle Montera. Esta vez penó catorce años en el presidio de Ceuta, desde el primero hasta el último, y no estuvo allí José Millán para dejarle salir los domingos a tomar el sol, a desayunar porras y a ver a las señoritas darse el paseo después de misa.
MARTÍN OLMOS