MARTÍN OLMOS MEDINA

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Diez mil duros

In El cañí on 29 de septiembre de 2013 at 22:53

El célebre asesinato de la calle Fuencarral acarreó la dimisión de un ministro pero al garrote fue el servicio

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Los periódicos llenan las columnas con relatos del crimen de la calle de Fuencarral”
BENITO PÉREZ GALDÓS

Decía Cervantes que en el mundo hay dos linajes que son el del tener y el del no tener, con lo que no es de extrañar que por este andurrial de ventajistas crezcan en convivencia dos varas distintas de medir. Y mediando los parneses dos formas de cumplir presidio, que son la del pobre, que es entera y de pan y agua, y la del que puede, que ya veremos.

El Varelita
En julio de 1888 José Vázquez Varela, que le decían el Varelita, penaba condena en la cárcel Modelo de Madrid leyendo El Liberal con el cafelito y las porras y saliendo a bailar a las verbenas, por la puerta ful, con el traje planchado y el bigote tieso de fijador.  El Varelita estaba en el brete por haber afanado una capa en el Café Mazzantini, pero podía haber estado por cualquier otra causa, porque tenía la mano larga y poca vergüenza. En una ocasión le pegó un navajazo en una nalga a su propia madre porque le pareció que se quedó corta en dineros que le pidió para una zambra y en otra terminó un desacuerdo con su novia, Lola la Billetera, con el discurso incontestable de pintarle un ojo de luto riguroso de un revés con el bastón. El Varelita era mozo zangarrón y maula, de veintipocos, tendiendo a pelirrojo, timbeador de garito, generalmente de los que perdía y acarreaba deuda perrera, rumboso para el festejo de noche parda pero flojo para madrugar y escribirse un porvenir. Y como no era capaz de ganarse la vida pero le gustaba disfrutarla,  gastaba de la renta anual de 5.000 duros de su madre, doña Luciana Borcino, viuda de Vázquez Varela, que tenía malas pulgas, un perro bullgog y un piso de lujo en el 109 de la calle Fuencarral, segundo izquierda. También tenía la mano generalmente cerrada y el Varelita le había advertido que o relajaba la talega o la metía fuego.

La novia del cojo
La madrugada del 2 de julio de 1888 a doña Luciana Borcino la pusieron en las manos de Dios Todopoderoso cosiéndola a puñaladas y después la cubrieron de aceite y trapos y la pegaron fuego. Comparecieron los guardias cuando vieron salir el humo del piso de Fuencarral y se encontraron a la vieja asada y a la sirvienta, Higinia Balaguer Ostolé, desmayada en la cocina, en ropa de dormir, descalza y arremangada hasta donde empezaban las vergüenzas. La moza era bien hecha, de garbo silvestre y costura flamenca, maña del Campo de Borja y de las que tiran para delante, y solo llevaba cumplida la semana al servicio de la doña, a la que las domésticas le duraban un suspiro porque no le ponían a su gusto el café. Sin embargo, se daba la circunstancia de que Higinia había vivido de barragana con un menda, medio jaque, al que decían el Cojo Mayoral, porque arrastraba el andar, que atendía una casa de vinos en frente de la Modelo, donde el Varelita hacía la penitencia. Se supo también que había servido en la casa del director de la cárcel, don José Millán Astray (padre del futuro fundador de la Legión),  del que se murmuraba por las gateras que, mediando duros, dejaba salir a los reos a garbear los madriles igual que los hombres libres, que con reales uno cumplía la condena del señorito y sin ellos la moliente. José Millán Astray había querido abrazar el oficio de las armas pero por imperativo paterno había estudiado leyes, tenía ambiciones literarias (en 1918 el diario El Imparcial publicó un fragmento de sus memorias en las que contaba la historia del bandido Cucaracha) y arrastraba un expediente deshonroso por su gestión, por lo menos irregular, del penal de Valencia, que no le puso en la picota porque era protegido del ministro Eugenio Montero Ríos, consejero de la reina María Cristina y presidente del Tribunal Supremo.

Paga el pobre, que para eso está
Por ecuación simple, la muerte de la viuda beneficiaba al hijo maula, que era de los que salía del trullo a pasear y a tomarse los chatos en donde el Cojo Mayoral, pero como sus ausencias del cepo no pasaban por registro disponía de coartada incontestable y ya estaba la maña para pagar. De la caja de doña Luciana se echaron a faltar diez mil duros y joyerío y se conoció que Higinia andaba de comadre con Dolores Ávila, perista de alhajas y alcahueta, así que la policía concluyó que la sirvienta había acuchillado a la señora, le había entregado el botín a su amiga y había vuelto a la casa para prender la candela. Ya había pescuezo para el garrote y todos contentos, pero en la plaza decían que otra vez a los desgraciados les tocaba pasar por caja a pagar los rotos de los señoritos. Los periódicos celebraron el suceso con tinta generosa y triplicaron las tiradas, y los directores de El País, El Resumen y El Liberal formaron una comisión que se presentó como acción popular en la causa y sentaron en el banquillo a don José Millán, que negó dispensar trato de favor al Varelita. Millán presumió de avalista en los pasillos, dijo que el presidente del Tribunal Supremo bajaría de su silla si  a él le tocaran un pelo y Montero Ríos oyó su nombre rumoreado en el mentidero, entabló querellas y afirmó que la denuncia había sido acogida con desdén por los ciudadanos de ánimo recto, pero al final se vio obligado a dimitir en la mitad del proceso. Iba quedando la impresión de que el crimen tenía trastienda pero el cuello que estaba en vilo era el de Higinia, que esperaba a la sombra dando un día  una versión y a la mañana siguiente la contraria. El 29 de mayo de 1889 el tribunal la condenó a la pena de muerte por el delito de robo con homicidio y a 18 años de reclusión por incendiaria. El popular apedreó el juzgado y tuvieron que salir los guardias a convidar.

La ejecución
A Higinia Balaguer la sentaron en el garrote el sábado 19 de julio de 1890, en un tinglado que montaron sobre el muro de la cárcel Modelo. La puso en paz con Dios el padre Vicente Villa, párroco de San Ildefonso y pidió de última pitanza sopa de primero, merluza de segundo y de postre guindas en almíbar. Amagó siesta antes del trance pero no concilió el sueño, ustedes verán. El presidente Cánovas declinó una petición de indulto y la reina María Cristina no ejerció su derecho de gracia. La ejecución fue un circo con más de 20.000 espectadores, entre los que estaban Pío Baroja, Benito Pérez Galdós, que le hizo un dibujo a la plumilla, Emilia Pardo Bazán, el Duque de Alba y el doctor Luis Simarro, neurólogo e hipnotizador. Higinia murió a la cuarta vuelta del torniquete y su cuerpo permaneció expuesto en el cadalso durante nueve horas para dar ejemplo al respetable. Dolores Ávila pasó cuatro lustros a la sombra por encubrimiento, pero los diez mil duros nunca aparecieron. José Vázquez Varela, el Varelita, cumplió la pena escasa por el robo de la capa y salió libre pero no sentó la cabeza y años después descoyuntó a una puta tirándola por un balcón de la calle Montera. Esta vez penó catorce años en el presidio de Ceuta, desde el primero hasta el último, y no estuvo allí José Millán para dejarle salir los domingos a tomar el sol, a desayunar porras y a ver a las señoritas darse el paseo después de misa.

MARTÍN OLMOS

La triste historia de la ramera Polly Nichols

In Destripadores y sacamantecas on 25 de septiembre de 2013 at 13:18

La prostituta Mary Ann Nichols inauguró el cuchillo terrible de Jack el Destripador

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“La esperanza no estaba al alcance de una perdida como Mary Ann Nichols”
PATRICIA CORNWELL

Mary Ann Nichols fue puta de chaflán y aliviaba de pie, apoyada en una persiana, levantándose la cubierta a dos chelines la salva marinera sin besos ni champán. Mary Ann Nichols, que le decían Polly, era mostrenca de talle y nalguda, de poco más de metro y medio y pelo de castaño ratón y matices de cano. Tenía cuarenta y tres años pero se quitaba dos por presumir, ajaba diez por arriba y llevaba ocho en la tapia, alquilando el género por una gorda. Mary Ann Nichols tenía una sonrisa con ventanales de cinco dientes que le faltaban de una somanta que le dieron por hacerle a un cliente la chamba del cepo, que era un truco que gastaban las furcias con vía que consistía en trabarle al caballero el negocio entre los muslos y ahorrarse una vuelta. Si el caballero oficiaba cogorza no se enteraba y se iba a casa pensando que se había lucido, pero si se daba cuenta la metía una zurra que la baldaba. Mary Ann Nichols se ponía en renta por dormir en seco y por beber gin y había conocido tiempos mejores. Nació el 26 de agosto de 1845 en la calle Dean del Soho de Londres, su padre se llamaba Edward Walker y era cerrajero y su madre trabajaba la casa. A los diecinueve años se casó con William Nichols, maquinista de una imprenta, puso casa en la ronda del Old Kent y trajo al mundo cinco hijos, tres varones y dos hembras. En 1881 el matrimonio se fue al garete porque ella se entrompaba en vez de arreglar a la camada y de él se murmuró que se enredó con la portera de una fonda.  Durante un tiempo William Nichols le pasó una pensión de cinco chelines semanales que ella completó bordando en un taller de costura, pero dejó de mantenerla cuando se enteró de que se ponía debajo de las farolas. A partir de 1882 Polly Nichols se entregó a la ginebra y frecuentó los bebederos de rufianas, estuvo un tiempo con un herrero llamado Drew compartiendo un cuarto en el distrito de Walworth, perdió la custodia de sus hijos por vivir de barragana y acabó alquilándose en Whitechapel por un jergón y un trago. En 1886 murió uno de sus hijos abrasado cuando se le explotó una lámpara de parafina. Polly Nichols acabó durmiendo en los bancos del que llamaban el Parque de la Sarna y en los asilos para pobres de Spitalfields, una extensión de unos cuatrocientos metros cuadrados entre Brick Lane y Commercial Street de la que el reformador Henry Mayhew, editor de la revista Punch, dijo que era “uno de los barrios más notables donde cohabitaban los personajes más inmundos de la metropoli”.

A los huéspedes de los albergues de Spitalfields les registraban y si les encontraban un penique miserable les devolvían a la calle. Se les confiscaba el tabaco, las cerillas y los cuchillos y después les dejaban en cueros, les obligaban a lavarse en una tinaja comunitaria que a la tercera ablución se ponía como la pez y les secaban con trapos sucios. Les proporcionaban ropa del asilo y les ponían a dormir en un barracón lleno de ratas sobre chinchorros colgaderos. A las seis de la mañana les tocaban la diana y les daban un desayuno de sopa de sebo y carne rancia y les ponían a trabajar abriendo estopa, que es como llamaban a destrenzar las sogas que se habían quedado viejas para aprovecharlas el cáñamo. A veces también bañaban a los muertos de la morgue y fregaban el suelo. A las ocho les daban una cena de sopa de avena si había suerte y si se negaban a hincarla les echaban a patadas. Polly Nichols aguantaba poco en los asilos porque le apretaba la sed y las ganas de litigio y solía enredarse en tánganas de taberna con otras del oficio, que eran tan bravas como ella. El profesor de Cambridge Thomas Okey describió a las rameras de Whitechapel como “maldicientes, bravías, amigas de clavar las uñas en los ojos, siempre con las caras y los pechos señalados”. Polly Nichols solía llevar los estigmas violentos de sus reyertas y las uñas rotas. En abril de 1888 salió del asilo de Lambeth y pensó en dejar los consuelos de persiana y la botella y encontró un empleo de sirvienta con cofia en Ingleside, en Wandsworth Common. Sus señores eran abstemios y religiosos y Polly intentó mantenerse alejada del brandy de las visitas. En julio la despidieron por robar ropa por un valor de tres libras y diez chelines.

La última noche
Mary Ann Nichols, la pobre Polly Nichols con su sonrisa ventilada de cinco piños difuntos, volvió al callejón sórdido de Whitechapel, a la tapia y al marinero, a la faena de dos chelines y a la chamba del cepo, al gin de garrafa y a las riñas de gatas. En agosto compartió una habitación en el número 18 de la calle Thrawl, entre la Commercial y Brick Lane, con otra prostituta llamada Nelly Holland hasta que rindiendo el mes la desalojaron cuando se quedó sin blanca. La noche del 31 de agosto de 1888 la paseó al sereno llevando encima todo lo que tenía en esta vida, que era: un abrigo marrón con botones metálicos grabados con las figuras de unos jinetes, un vestido de retal de color piedra, dos enaguas del asilo Lambeth de lana gris puestas una sobre la otra, dos corsés rígidos con cierres de ballena, un par de medias negras de punto, ropa íntima de sarga, un par de botas de hombre cortadas por la caña, un pañuelo blanco, un peine de caparazón de tortuga, un trozo de espejo y un sombrero de paja negro adornado con una banda de terciopelo. El sombrero era POLLY NICHOLS EN LA MORGUEnuevo y lo presumió y se pescó una trompa en la taberna de La Sartén, en Whitechapel Road. A la una de la madrugada se acercó al Thrawl y pidió que le reservasen una cama de cuatro peniques y se fue a su negocio a buscárselos y dos veces los consiguió y dos veces se los bebió. A las dos se encontró con Nelly Holland en la calle Osborne y le dijo que tenía un sombrero nuevo, estaba borracha y jamás volvió a tener tan buen aspecto. Hora y media después se la encontró el carretero Charles Cross tirada en un callejón de Buck´s Row con un tajo en la traquea que iba desde una oreja a la otra y un corte que empezaba en la parte inferior del abdomen, acababa en el diafragma y dejaba los intestinos a la intemperie. Pobre Polly Nichols, que aquella noche estrenó un sombrero de paja negra y banda de terciopelo, que en vez de descansar el lomo tuvo que salir al callejón terrible por beberse la ganancia, que le faltaban cinco dientes y sonreía en blanco y negro. En la tabla de la morgue la identificó su antiguo marido William Nichols, que al verla allí retajada, dijo: “Habiéndote encontrado así, mujer, te perdono todo el daño que me hiciste”. A Polly Nichols la mató un hombre malo de los que abundan las noches y que todavía nadie sabía que le iban a llamar Jack el Destripador, que en aquel callejón de Buck´s Row debutó su cuchillo. En el otoño que vino le siguió dando gusto y mató también a Annie Chapman, a Liz Stride, a Catherine Eddowes y a Mary Jane Kelly, que le decían la Negra, todas hembras del farol y que por ellas vaya la historia verdadera de la puta Polly Nichols para que no sean las rameras el atrezzo de los cuentos sanguinarios.

MARTÍN OLMOS

La bella y salvaje Dominó

In Esto es Hollywood on 19 de septiembre de 2013 at 12:57

Su padre casi ganó un Oscar y su madre fue portada de Vogue, pero ella se hizo cazadora de recompensas.

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Dominó era muy inteligente y muy guapa, pero escondía todos sus buenos atributos bajo una fachada de tía dura”
MICKEY ROURKE

Dicen que Hollywood es una golfa que cuando se quita el maquillaje enseña la lepra. No será para tanto. Hollywood es un lugar donde se fabrican sueños como en Detroit se fabrican bugas y en Estepa de Sevilla polvorones de almendra. Ilia Ehrenburg decía que los aparatos se hacen con metal y cristal y las películas con celuloide y gelatina, pero se preguntaba si los sueños se hacían con dólares, con sonrisas o con la abismática sima de la noche. Los sueños son la materia de la que estamos hechos los hombres, escribió Shakespeare, pero estamos construidos, en rigor, de sangre, vísceras y huesos que se ponen de cristal cuando llegamos a cierta edad. Flaubert decía que los sueños son las sirenas de las almas, y que si seguimos sus cantos no podremos retornar. El comediante Menandro pensaba que los sueños alimentan al que no tiene otra cosa para comer. Los sueños, como los huesos viejos, son de un cristal tan frágil que si los pronuncias en  alto se rompen en mil pedazos. En Hollywood se construyen sueños y se fabrican dioses guapos, guapísimos, con pies de cristal. Hollywood quiere decir bosque de acebo y parece que el nombre se lo puso en 1880 la parienta de un promotor inmobiliario que amaneció lánguida y no se dio cuenta de que lo que crecía por allí eran naranjos.  Cuando Julio César se bañaba en la multitud se hacía acompañar por un esclavo que le sujetaba el laurel y le iba repitiendo: recuerda que eres humano. Los dioses guapos de Hollywood, como Julio César, están expuestos al puñal del amigo y a veces necesitan que alguien les recuerde su mortalidad. Su olimpo es pagano y de decorados de trampantojo y como ya dijo San Agustín que las representaciones teatrales son maquinaciones del demonio, los Papas Inocencio XIII y Benedicto XIV lanzaron anatemas contra los histriones. Sin embargo a veces, para parecerse al Dios de los cristianos, envían a sus hijos al sacrificio.

Hijos de Dios
Hollywood nunca ha demostrado mucha clemencia con la infancia tierna. Le ha hecho creer que los animales hablan y que los zapatos de cristal encajan en los pies de las fregonas, lo que no es el mejor punto de vista para empezar a caminar por la vida.  El actor infantil Jackie Coogan recordaba que cuando Charles Chaplin necesitaba que pusiese pucheros le amenazaba con matar a su perro y cuando los directores querían que Shirley Temple llorase le decían que su madre había muerto. Hollywood no es una buena guardería, aunque los hijos de las estrellas tengan un pony de las Shetland en el jardín en vez de un chucho de la perrera meándose en un cajón en la cocina. Así van asumiendo evidencias que para el resto de la mortalidad son extraordinarias y se creen que el oficio de sus padres es matar indios y que de los grifos del lavabo sale batido de fresa. Los hijos de Dios pierden tan pronto la inocencia que a veces parece que se la olvidaron en la placenta. El hijo del galán Charles Boyer jugó a la ruleta rusa con un revólver del 38 y perdió y la hija de Lana Turner le metió dos cuchilladas al novio gangster de mamá, que se llamaba Johnny Stompanato y era el matón de Mickey Cohen, el hombre fuerte de Bugsy Siegel en la costa del Oeste. El hijo de Gregory Peck se pegó un tiro en la cabeza con un cañón del 44 y el de Marlon Brando mató al novio de su hermanastra Cheyenne, que acabó ahorcándose a los veinticinco años en su casa de la Polinesia; el de Paul Newman murió de mezclar valium, ron y cocaína y la del productor David O. Selznick crió fobia a las puertas giratorias y a los ascensores y decidió tomar el camino más corto saltando desde el piso veintidós de la torre de Wilshire Boulevard. Lo que recogieron de ella cabía en una caja de cerillas.  Los hijos de Apolo buscan su lugar bajo el sol y a veces no lo encuentran, como les pasa a los hijos de los tenderos y de los porteros de finca, pero aquellos no tienen la cintura diseñada para la frustración.

Bella y bestia
Dominó Harvey nació en 1969 en el barrio de Belgravia, en Londres, donde se tiene que vender el hígado en el mercado negro para pagar el alquiler. Su padre era Lawrence Harvey, un actor inglés de origen lituano que fue nominado al Oscar por su interpretación en “Un lugar en la cumbre” (Jack Clayton, 1959). Lawrence Harvey practicó la cara guijarreña de los DOMINO HARVEYcomediantes de una sola pieza (decían que trabajar con él era como trabajar solo, pero peor), pero hizo su carrera y fue el heroico coronel Travis en “El Álamo”, de John Wayne, y el rey Arturo en el musical “Camelot”, de Lerner y Loewe. Su madre era Paulene Stone, una modelo que fue la musa de Carnaby Street en los sesenta y que frecuentaba las portadas de Voghe. Dominó fue hija única y creció con los ponies de las Shetland y los grifos de batidos de fresa, su mamá era bella y su papá salía en las películas. Dominó decapitaba a sus muñecas y jugaba con cuchillos. Lawrence Harvey murió con 45 años de un cáncer de estómago y Paulene se casó con el fundador de la cadena de restaurantes Hard Rock Café y se fue a vivir a Hollywood. Dominó se quedó en Inglaterra, interna en los mejores colegios de los que le echaban porque les rebajaba la chulería a los golfos de su clase a puro puñetazo. En vez de pintarse las uñas de los pies se dedicaba a practicar artes marciales y a ensayar movimientos envolventes con una navaja de mariposa. Con quince años era una chica guapa con pinta de no encajar bromas a la que se le daban de miedo los puñales y las camorras a cabezazos en el puente de la nariz. Ganaba las broncas, escupía por un lado de la boca y se enganchó a la cocaína. Como era la hija de Paulene Stone y tenía las curvas la agencia Ford le firmó un contrato de modelo, pero duró poco en la pasarela porque le dobló la nariz a una divina de un derechazo de revés. Prefirió pinchar discos en un tugurio y vender camisetas en el mercadillo de Nothing Hill.

Su madre se la llevó a Hollywood y le metió en una clínica de rehabilitación. Dominó observó que en el valle donde su padre se ganó la gloria no había bosques de acebo. Había camareras con sueños de cristal y palmeras, había lepra detrás del maquillaje. Dominó tenía acento inglés y al diablo en persona en el alma. Tenía veintidós años cuando se presentó en la agencia de cazadores de recompensas de Ed Martínez pidiendo un empleo. Iba camuflada de combate y le sonreía con dientes de sierra el cuchillo de su cinturón. Ed Martínez era veterano de Vietnam y se dedicaba a recuperar las fianzas de los acusados que no comparecían en el juicio. Dominó tenía dinero para comprar buenas armas y se hizo con una automática Browning de nueve milímetros y una escopeta corredera del calibre doce. Dominó Harvey encontró su lugar bajo el sol, tirando puertas abajo y zurrando estopa a la carne dura del penal, bebiendo a gollete tequila con sus compadres Zeke Unger y Celes King, birlándoles speed a los listeras de los campos de caravanas y ayudando a capturar a medio centenar de convictos. En 2005 los estupas de la pasma la arrestaron por correr metanfetaminas de cristal, le confiscaron el pasaporte y le abrazaron el tobillo con una pulsera electrónica. Se rapó el pelo al cero y adoptó un perro pitbull de malas pulgas, vendió su vida al cine, al hermano de Ridley Scott, se encerró en casa a esperar la sentencia y se metió un atracón de Fentanyl, un analgésico narcótico cien veces más fuerte que la morfina. Tenía treinta y cinco años y amaneció muerta en la bañera.

MARTÍN OLMOS

Más dura será la caída (desde un décimo piso)

In Las doce cuerdas on 17 de septiembre de 2013 at 22:10

La historia de Urtain la han escrito Fernando Vadillo, Alcántara y Juan Bas como la podrían haber escrito Ring Lardner, Mailer, Gay Talese o Shakespeare

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Urtain es un chico fuerte que ha escogido un mal camino. Se lo han dado todo hecho y se ha acostumbrado a ello.”
PAULINO UZCUDUN

A Urtain le salió la vida como de novelón de auge y caída y la película se la tenía que haber hecho John Huston, pero se la hizo Summers (“Urtain, el rey de la selva…o así”, 1969) y le sacó haciendo el chorra vestido de Tarzán un año antes de que ganara el campeonato de Europa, pero cuando ya anotaba la pinta de muñeco de trapo descosido y tuerto de un ojo de botón, de noble bobo y golferas, de chavalón bueno para el campo y de forzudo de feria que se disfrazó, una tarde de carnaval, de champion del box. A Urtain le vino la biografía grande y los trajes pequeños y le quedaban apretados de sisa, como la tripa tersa alrededor de un morcón de lomo. Urtain venteaba a tongo incluso cuando llenaba los tendidos, pero su facha de Maciste de las fiestas del Pilar le vino fetén a la propaganda del Régimen, que quería vender un país de cocinas de formica y paellas los domingos. Umbral dijo de él que era como un altorrelieve musculado de la mitología del tardofranquismo, un Sísifo en camiseta que subía y bajaba la piedra para nada y que cuando acabó el Régimen también se acabó él. Urtain se retiró del tapiz un mes después de las primeras elecciones democráticas, pero hacía ya tiempo que nadie se creía sus victorias arrolladoras sobre rivales crepusculares. Hasta entonces dibujó con resultancia el arquetipo de vascón roblizo que se merendaba una vaca y te desmontaba de un sopapo de remanga, que era noblón y melancólico, como el sirimiri, y acababa las frases en pues, se enroscaba una hectárea de chapela y cantaba el Maitechu Mía. Para maletilla de Palma del Río con carpanta de pan y claveles ya tenía Franco al Cordobés y para gitana de ojos negros a La Faraona, ozú, y así iba completando el elenco de la celtiberia de las oportunidades, que le salió entre cañí y ye-yé.  A Urtain le vio la oportunidad la cofradía del trile y cuando se quitó de reñir en calzones contra camioneros de segunda se encontró el bolsillo magro y a los amigos de espaldas y le dio vergüenza volver al caserío. “Vuélvete al caserío, no llores más mujer, que dentro de unos años muy rico he de volver”. Maitechu mía, Maitechu mía.

Segundos fuera
La vida trágica de Urtain empezó en el viejo y serio y verde y nubloso monte vasco, que enseña el culto a la fuerza de los hombres, un poco como en Esparta, e inclina a sus mozos a probarse levantando monolitos de Atlas, ¡eup!, y tumbando robledales. La leyenda quiere que su padre fuese hombrón de oficio y por machear en la taberna se apostó a que le saltase la parroquia desde una silla hasta su pecho y aguantó quince acometidas y a la siguiente reventó. Urtain dejó el pupitre por la fragua y abrazó la piedra, sobre la que escribió su saga incontestable empatándoles la gloria a los levantadores míticos Arteondo, Aritza y Ziaran Zar. Urtain llegó a levantar una cúbica de 188 kilos y se convirtió en el héroe de un olimpo escueto de cantera y prao y tuvo que conceder ventajas en las apuestas de las ferias del chistu porque no le aguantó la postura ningún rival. Andaba Franco, dicen, buscando un peleador grande y bien comido para reverdecer la gloria del toro Paulino Uzcudun, tres veces campeón de Europa, y Vicente Gil, médico del generalísimo y presidente de la Federación Española de Boxeo, le hizo la tienta a José Antonio Lopetegui, que le decían Aguerre II y era levantador,  que le dijo que no porque acababa de poner sidrería en Asteasu y no quería dejar a la familia. Urtain, mientras tanto,  se había casado con su novia Cecilia Urbieta, un poco obligado por las circunstancias y por un bulto que le hizo, había cumplido la mili en Ceuta, en donde levantó un Jeep, y andaba buscando machos a los que desafiar en la piedra. A Urtain le ojearon como a un ternero Miguel Almazor y José Luis Lizarazu, caballeros talentosos en el oficio de arrancarle a un duro seis pesetas, y le cantaron con voz de sirena, le sacaron del prado verde y del frontón, le montaron un gimnasio en el hotel Orly de San Sebastián y le enseñaron en una tarde a soltar tortazos rudimentarios. Le debutaron en el campo de fútbol de Ordizia el 24 de julio de 1968 peleándole a Johnny Rodri, santanderino de Castro Urdiales y púgil de festivos, que aguantó escuetamente quince segundos en la vertical. El Régimen tuvo a su vasco forzudo y Urtain ganó treinta combates seguidos tumbando a prejubiletas y a morfeos, a tíos como a Charles Harris, que hizo la víspera del combate bailando en un tablao flamenco en Torres Bermejas, a Freddy Hubert, cuarentón y ferroviario de oficio, y a Mauro Miranda, que era estibador en el puerto de Pasajes. Urtain en los madriles, lejos del chistu y el tamboril, hizo un anuncio de Soberano, que es cosa de hombres, y tumbó gachisas en el Chicote, en veladas sobre rings de plumas que acababan al amanecer. Se le hizo pobre el chiquito y se aficionó al whisky gringo on the rocks y conoció el París de la Francia. Cuando el 3 de abril de 1970 ganó el campeonato de Europa peleando contra Peter Weilan, un gordinflón con peluquín al que le habían pescado conduciendo trompa un mes antes del combate, le fueron a ver disputar Marisol, el Cordobés, Palomo Linares y el ministro Torcuato Fernández Miranda. Presentó el match el cantante Torrebruno y lo dijo Matías Prats en clave de furia española.

K.O.
Urtain estuvo en el tinglado de los dioses y de los jetas nueve años en los que le sacaron el rendimiento promotores del chalaneo como Renzo Casadei y Yamil Chade, un turco charlatán que se ponía collares de quincalla. Por el camino dejó a Cecilia y a los hijos y puso familia nueva en Madrid. Cuando no tuvo en frente a los paquetes y le tocó pelear a hombres medio derechos conoció las derrotas dolorosas. Le zurraron boxeadores que estaban en la última parada del tranvía: Jurgen Blin, Goyo Peralta y el abuelo Henry Cooper. No pudo con Mariano Echevarría, que estaba casi en el retiro y no podía estirar el brazo derecho porque tenía hecho cisco el codo. Urtain se retiró tieso y triste y le dio vergüenza volver al caserío, donde le decían de golfo. Maitechu mía, Maitechu mía. Se quedó en Madrid y puso negocios que le fueron regular y acumuló deudas, fue relaciones públicas en una whiskería, que es manera de decir bonito el oficio de echar a la pura hostia a los curdas que alborotan, y acabó en el Campo del Gas peleando la comedia del catch contra el Inca Wuiracocha, dando volatines de mentirijillas. Se hizo cisco las cuerdas vocales en un accidente de tráfico y le quedó voz de ruina, que le hizo más trágico. Se la copió Marlon Brando, pero nunca lo reconoció. En verano de 1992 estuvo buscando un aval para que le concediesen un préstamo de tres millones de pesetas y poner un restaurante en la calle de Alcalá y el 21 de julio disputó su último combate contra la gravedad y se tiró por la ventana desde el décimo piso de su domicilio de la calle Arturo Soria, cuatro días antes de que se inaugurasen los juegos olímpicos de Barcelona. Perdió por K.O. O por abandono, usen la figura que les plazca. Hizo tanto ruido que el portero de la finca pensó que se había caído un saco de escombros pero era Urtain el que se encontró en la calle, boca arriba y reventado como reventó su padre por sostener una postura de macho (tan difícil de sostener), mirando al cielo con su nariz marchita como la frente del que volvía en el tango y los bolsillos vacíos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez.

MARTÍN OLMOS

Madres e hijas

In El cañí, Los raros on 10 de septiembre de 2013 at 23:10

Aurora Rodríguez Carballeira rompió a tiros el sueño de crear a la mujer del futuro

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“No se hubiera dado la situación de Hildegart y de su madre si no hubiera habido el momento histórico social y político de la Segunda República”
CARMEN DOMINGO

Al contrario que el tigre blanco siberiano del Circo Americano, que acaba pasando por el aro en llamas, los hijos son los animales que peor responden a la doma. Basta que el padre quiera que su hijo estudie para médico internista, con la ilusión que le haría al abuelo,  para que el niño quiera ser pianista de cabaret. Los hijos, a cierta edad, siempre tienen razón pero luego se les pasa y vuelven a ser ignorantes y acaban arrepintiéndose de no haber acabado el bachillerato por irse a tocar la guitarra en el metro con una novia que se echaron que tenía el pelo corto y veía películas de Godard. Los hijos tienen que equivocarse por su cuenta como se equivocaron por la suya sus padres y luego tener toda la vida para lamentarlo. A veces, en cambio, los padres recogen la correa y atan corto y juegan a Dios, que dice el Génesis que creó al hombre a su imagen y semejanza (1, 27) y quieren que el hijo sea semejante a lo que ellos no lograron ser. Eso, según se mire, es vanidad o perfeccionismo. Eso también es tener un plan.

Preludio de piano
El plan de Aurora Rodríguez Carballeira era concebir a Juana de Arco. Aurora Rodríguez Carballeira nació en El Ferrol en 1890 y recibió la educación de las señoritas, que era un entrenamiento para hacer un buen casorio. Cartilla y catón, las cuentas de las cuatro reglas y el abecedario, doctrina cristiana, costura y un poco de piano. Aurora sin embargo demoró las tardes en la biblioteca de su padre y se dejó las pestañas interpretando los tomos de los socialistas utópicos Charles Fourier, Robert Owen y el conde de Saint Simon. De aquellas lecturas concluyó que no se casaría nunca, que su hermana era una fresca y su hermano un indolente y que había empresas de más edificio que buscarse a un señor al que bordarle los dobladillos. Para darle la razón, su hermana Pepina se dejó preñar a traición y al niño hubo que criarlo en la casa familiar mientras su madre se largó a Madrid para no ser comentada. Aurora se dedicó a educar a su sobrino y en vez de sacarle al parque a que persiguiese a los gorriones le puso a escuchar las sonatas de Beethoven. Con dos años el crío era capaz de tocar una jota al piano, con tres dio un concierto en el casino de Ferrol, con cuatro Pepina se lo llevó a Madrid, a sacarle un rendimiento, y con cinco dio un recital en el Palacio Real. El chico hizo carrera de niño prodigio con el nombre de Pepito Arriola, que era el apellido de su abuelo materno, y la reina María Cristina le costeó  los estudios en Alemania con Richard Strauss. Aurora pensó que la fresca Pepina se llevó al chaval por la prebenda después de que ella le alimentase la inquietud, pero no pudo hacer nada porque no era la madre que le parió. A Pepito Arriola le llamaron el Mozart español y llegó a ser el pianista del káiser Guillermo, tocó en el Carnegie Hall y en la Scala de Milán y acabó amenizándoles las veladas a Hitler, a  Goebbels y a  Goering, notables melómanos.

Jardín de sabiduría
Aurora comprendió que solo sería suyo lo que le saliese del vientre y concibió la idea de traer al mundo la mujer perfecta. No andaba manca de gracias pero no le interesaban los hombres, así que en vez de un padre, y un compadre, se puso a buscar un sembrador solvente que cumpliese el tajo y tomara el mutis. Lo encontró en un marinero, hermoso y rubio como la cerveza, igual que en la canción de Rafael de León, que se hacía pasar por sacerdote y gastaba el verbo ágil de los cantamañanas. Cerraron el negocio en el que quedó claro que el varón no acarrearía la carga de la paternidad y yacieron en veinte ocasiones con la pasión del que ficha en la oficina y cuando Aurora quedó encinta el marino volvió al mar. Parió en Madrid, en el tres de la calle Juanelo, en la parte alta de Lavapiés, lejos del Ferrol y su orvallo, el 9 de diciembre de 1914. Tuvo suerte y salió niña, y la puso Hildegart Leocadia Georgina Hermenegilda María del Pilar, ni más ni menos, pero la llamó siempre por su primer nombre, que decía, no se sabe a santo de que criterio, que quería decir Jardín de Sabiduría (en germánico Hildegarda significa la que ampara en la batalla, sin jardines ni sapiencias, y sin “t” final).

La niña sin juguetes
Aurora le dio a su hija una infancia sin peonzas ni osos de trapo con ojos de botón, sin juegos de cocinitas. Hildegart nunca tuvo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú, sea lo que sea un canesú. El jardín de su sabiduría, sin embargo, se lo abonó a paladas y por medio de juguetes especiales consiguió que aprendiese a leer con tres años. Con diez hablaba inglés, francés y alemán y con trece leía a Descartes, a Leibniz y a Spinoza y ningún cuento de princesas. Aurora le enseñó a desconfiar de los hombres como del agua mansa y como pensaba que la mujer tendía a la frivolidad por un defecto de educación y que razonaba con lo de Venus, la introdujo en el estudio de la fisiología de la sexualidad vedándole los experimentos de campo. La vistió de negro luto y le pisó la sombra. Más que su hija fue su tesis doctoral y se ignora si alguna vez la amó.

La Virgen Roja
A los trece años Hildegart acabó el bachillerato y a los diecisiete se licenció en Derecho y emprendió Medicina. Sus lecturas de Marx le condujeron a afiliarse en el PSOE y mantenía correspondencia con Sigmund Freud y con el sexólogo inglés Havelock Ellis, que se casó con una  lesbiana y padeció de impotencia hasta que a los sesenta años descubrió que podía mantener la guardia alta observando a una mujer meando.  En Madrid le empezaron a llamar la Virgen Roja y el doctor Gregorio Marañón la escogió para colaborar con la Liga Española por la Reforma Sexual. Escribió más de una docena de libros sobre marxismo, malthusianismo y profilaxis anticonceptiva, lideró la petición del voto para la mujer y se enconó en peleas sindicales. El escritor H.G. Wells, autor de “La Guerra de los Mundos” y miembro de la Sociedad Fabiana (el germen del laborismo británico) se interesó por sus trabajos y le sugirió que podía desarrollar su potencia intelectual sin la influencia atosigante de su madre, que siempre caminaba a un paso por detrás de ella. Le envió un billete para Inglaterra y Aurora Rodríguez Carballeira comprendió que su criatura, como la del doctor Frankenstein, tenía voluntad propia. Vio en un delirio a su hija manejada por el servicio secreto inglés, la vio sonriendo a un quinto de permiso y cambiando el  luto por el color de la primavera, la vio escuchando las promesas de un estudiante que le hacía reír. La vio  creyéndoselas. La madrugada del 9 de junio de 1933 fue a verla dormir por última vez. No le despertó. Hildegart tenía dieciocho años. Le buscó la sien con la boca de un revólver y disparó dos veces. Dijo más tarde que lo hizo con cuidado para no desfigurarla. Después le pegó otros dos tiros en el corazón. Dijo más tarde que intentó causar la menor cantidad de dolor.  Mató a la Virgen Roja con su sexo experto pero sin estrenar, mató a la Eva del futuro y la mató porque era suya. Nunca le regaló una muñeca vestida de azul.

Aurora Rodríguez Carballeira fue condenada a veintiséis años de reclusión en el manicomio de Cienpozuelos. Una vez mordió a una monja. El 18 de julio de 1936 los milicianos abrieron los sanatorios para hacer cuarteles y Aurora salió caminando a la calle, vestida de gris , y desapareció para siempre en mitad de un país que empezaba una guerra.

MARTÍN OLMOS

Gastronomía japonesa

In Caníbales on 6 de septiembre de 2013 at 12:08

Issei Sagawa consideraba que su amiga Renée Hartevelt estaba muy buena en el sentido gastronómico de la expresión

ILUSTRACION IDE MARTIN OLMOS

“El caníbal es un gastrónomo de la vieja escuela, que conserva los gustos simples y la dieta natural de la época pre-porcina”
AMBROSE BIERCE

Le llaman sashimi los japoneses a comerse un pez crudo porque no le saben hacer una salsa de pil pil y le llaman los finolis cocina de fusión a freír un huevo sin puntilla y con la yema como una piedra pero poniéndole al lado una filigranita de vinagre de Módena, que ni es vinagre ni es nada. También le dicen minimalismo a no tener un puerco real para poner una alfombra en el salón comedor y el que no se consuela es porque no quiere. Los japoneses se comen los peces crudos porque se perdieron un capítulo de la civilización y no se han enterado de que los boquerones se albardan. Los japoneses miran en cinemascope y plantan árboles que no dan sombra. El hombre como es debido se avergüenza de su animalismo y adorna sus instintos primarios poniéndole ligas al sexo y una salsa  au poivre al lomo de ternera para diferenciarse del mono de la cueva, que irrumpía en la hembra por el sur cuando la veía agachada en una campa y se comía la carne cruda. Los japoneses refinan el sexo vendándoles en constricción los pies a sus señoras para que no gasten más allá de un treinta y cinco y colgándolas del techo atadas en posturitas de la disciplina del shibari pero en el culinario prefieren el plato sin hacer y  sacan a la mesa el atún rojo recién pescadito de la mar. Luego te lo sirven con wasabi y una alga y un cacito de arroz viudo igual que el del hospital, te hacen un número como de lanzacuchillos de circo y te atizan una dolorosa que te tiemblan por lo que no deja de ser la comida del gato. Brillat-Savarin decía que los predestinados para la gastronomía eran, por lo general, de estatura mediana, cara redonda, ojos brillantes, frente pequeña, nariz corta, labios carnudos y barba redonda. El gastrónomo japonés es, en cambio, melancólico y samurai y tiene añoranza de horno con el que somarrar un cabrito.

Issei Sagawa hoy es un gastrónomo ilustre con columna en las revistas manducatorias pero ayer fue vanguardista y se comió a una novia holandesa que tuvo en grado de tentativa. Issei Sawaga es un japonés con voz de pito, medio enano y cojo de estribor. Nació el 26 de abril de 1949 en Kobe, en donde les dan masajes y cerveza a los bueyes de la matanza, y de pequeño soñó pesadillas en las que le cocían en una marmita con hojas de laurel y daditos de caldo concentrado. En secundaria le sospecharon de marica pero a él le gustaba Grace Kelly y la quería morder. Al canijo le gustaban las chicas vikingas que no le hacían el menor caso porque tenían que arriarse su buen medio metro para mirarle a los ojos. Cuando estaba estudiando Literatura Inglesa en la Universidad de Wako, en Tokio, se coló en la habitación de una profesora de ISSEI SAGAWAlengua alemana y la intentó matar clavándole un paraguas, pero tuvo que poner los pies en polvorosa. Su padre era un ejecutivo ricachón de la multinacional Kurita Water Industries y en 1977 le financió los estudios de literatura moderna en el instituto Censier de la Universidad de la Sorbona de París. Issei Sagawa fue estudiante talludo y vanguardista, casi un rentista como de novela de Evelyn Waugh pero en tono limón, y exhibía notables conocimientos de arte y afición por los tebeos manga. Sagawa se compró un rifle del calibre 22 para protegerse de los apaches de Pigalle, que visten jerseys de rayas marineras y viven a la luz de las farolas,  y frecuentó la compañía de Renée Hartevelt, una estudiante holandesa de literatura comparada que tenía veinticinco años y que hacía el honor a las trigueñas anatomías de su patria. Rotundas y frescas como de comer margarina y oler a tulipán. Pasearon juntos bordeando el Sena y Sagawa le invitó a las exposiciones de los modernos y a conciertos de tuba. Una vez la invitó a su casa y cuando se fue lamió la silla en la que se había sentado para alimentarse de su calor cotidiano. Grabó su voz en un magnetofón, le envió cartas de amor y pensó en comérsela. Estaba enamorado y tenía hambre, dos circunstancias que los demás seres humanos manejan en autonomía, pero Sagawa pensaba, como Georges Bataille, que un beso es el prólogo del canibalismo. Hirvió arroz de asilo y se compró cuchillos iwaki para el sushi.

Tertulia y cena para uno
El 11 de julio de 1981 la invitó a su casa a cenar sujiyaki y a tertuliar de libros la sobremesa. Más tarde dijo que cuando Renée se lavó las manos, él se la imagino limpiándose el esplendor en el bidet. Le declaró su amor y ella le dijo que no podía ser, pero que quería ser su amiga. Cuando una mujer ofrece amistad cuando le están demandando amor está diciendo en eufemística: ni sueñes que te vas a encaramar a mi grupa, cojo enano. El cojo enano Issei Sagawa se retiró a su habitación, cargó el rifle del 22 y regresó al comedor. Disparó a Renée en la base del cuello y la mató. Después intentó comerse una nalga pero no pudo rasgar la piel con los dientes y tuvo que acceder a la carne roja separando con un cuchillo eléctrico la grasa, que le pareció del color del maíz. Encontró la cena mollar y más delicada que el filete de res y siguió comiéndose un trozo de la nariz, el pezón izquierdo, las caderas y un muslo. Cuando se hartó acumuló despensa en la nevera y se acostó con el despojo. A la mañana siguiente se merendó un brazo, el otro muslo y la lengua. Al tercer día el menú era carroña y llegaron las moscas en tropel y Sagawa comprendió que la fiesta había terminado, despedazó los restos, los metió en un par de maletas y los abandonó en el Bosque de Boulogne, a los pies de una morera.

A Sagawa le metieron en el manicomio de Paul Guiraud con la intención de tirar la llave pero se puso malito y le diagnosticaron una encefalitis avanzada con toda la pinta de que iba a llevarle a la tumba en donde solo había una inflamación intestinal y su padre consiguió que le trasladaran al hospital psiquiátrico de Matsuzawa, en Tokio, donde se puso sano como una pera y salió en libertad en quince meses. Escribió una novela de la que vendió 200.000 ejemplares, salió en la tele en programas de recetas y recuperó su vocación de artista esculpiendo nalgas de mujeres blancas. Durante un tiempo recogió el pis de una amiga en botellas y se lo bebía, pero cuando la fuente se preñó encontró que la orina sabía a maternidad y abandonó el hábito. Dibujó tebeos manga y salió en una película porno, los Rolling Stones le dedicaron una canción y hoy escribe una columna en una revista gastronómica. El que era un enano de metro y medio con una pata renqueante y comedor de culos sin metáforas tiene ahora club de fans y recomienda despreciar la carne de las plantas de los pies y el clítoris en el periodo de la menstruación y aconseja reposar las tajadas un par de días antes de hincarlas el tenedor porque así adquieren dulzor. Tiene pinta de japonés al que le birlan la cartera en el metro de Barcelona camino de ir a tirarle fotos a la Sagrada Familia y ha manifestado en alguna ocasión su voluntad de cerrar el círculo dejándose ahogar con la saliva de una mujer hermosa. No obstante, ha declarado que comer excrementos es ir demasiado lejos. A su manera, no deja de ser un filántropo que guarda esperanzas en el ser humano y que contradijo al aforista polaco Stanislaw Jercy Lec, que escribió que como el hombre está asqueado del hombre, preveía la desaparición del canibalismo.

MARTÍN OLMOS