Ser un caballero no es solo ir a la ópera sino anteponer el cuidado del honor a la vida misma, aunque implique comparecer al amanecer junto a la tapia del cementerio con un juego de pistolas
“No hay duda de que el duelo fue, en su origen, una ceremonia religiosa”
SIR ARTHUR CONAN DOYLE.
En tiempos más civilizados que los nuestros, cuando dos caballeros reñían, ponían su honor al arbitrio de Dios y se batían en duelo. Si los que reñían eran gañanes, se descalabraban la almendra a palos de cayado de gobernar gorrinos en la parte de atrás de una cuadra en tánganas de circunstancias, sudorientas y sin criterio. A los gañanes les estaba prohibido preocuparse por su honor, cazar en los campos del rey aunque no tuviesen qué llevarse a la boca y comer faisán con salsa de pasas, con lo que sus pendencias violentas se consideraban zurras bárbaras que no tenían nada que ver con los desafíos caballerosos, que provenían de las antiguas ordalías medievales en las que uno podía refrendar judicialmente su inocencia si era capaz de sujetar con la mano un hierro candente. Se daba por sentado que Dios concedía la fortaleza al que ostentaba la razón, o bien a Nuestro Señor no le caían bien los flojos. Las ordalías las prohibió el papa Inocencio III en el Concilio de Letrán de 1215 pero en el ámbito privado los caballeros honorables siguieron sujetándose al juicio de Dios a la hora de defender sus razones, siempre que disputasen con sus pares, y la satisfacción de un insulto se dirimía a sable o florete a las doce, “junto a los Carmelitas Descalzos”.
El código
Las reglas del duelo eran estrictas y el primer “code duello” se redactó en el Renacimiento, pero el más conocido de los reglamentos para batirse fue el irlandés promulgado en 1777 por los caballeros delegados de los condados de Sligo, Mayo, Galway y Tipperary, que determinaron, entre otras cosas, que no se celebrarían desafíos por la noche, a menos que la parte desafiada tratase de abandonar el lugar del agravio antes del amanecer, teniéndose en cuenta esta excepción por lo deseable de “evitar la toma de medidas en estado de exaltación”. El código irlandés no contemplaba el desagravio verbal si el insulto había ido acompañado de una bofetada, “estrictamente prohibida entre caballeros bajo cualquier circunstancia”, y recogía el derecho del desafiado a escoger las armas a menos que el retador diese su palabra de honor de que no tenía conocimientos de esgrima y por lo tanto exigiese el uso de un medio de menos intimidad. Los beligerantes se sometían al arbitrio de dos padrinos por cada parte, que debían pertenecer a su mismo rango social, que trataban de acordar una reconciliación que evitase el combate y decidían, en caso de producirse, el terreno en el que batirse, al que llamaban Campo del Honor, la distancia en pasos a la que los discrepantes se dispararían y el número limitado de tiros a ejecutar. Si no había acuerdo sobre el desenlace podían batirse, a su vez, en línea recta con sus apadrinados, con lo que el duelo se convertía en una batalla de tres contra otros tres. Los duelos eran de tres tipos: los decretorios, que se libraban a muerte, los propugnatorios o a primera sangre, que se decidían cuando uno de los contendientes recibía la primera herida, y los satisfactorios, que se podían detener en cualquier momento si el ofensor ofrecía al ofendido el debido desahogo. Estos últimos tenían el aire de farsa para salvar los muebles que inspiró a Ambrose Bierce su definición del duelo como una ceremonia solemne previa a la reconciliación de dos enemigos que para cumplirla satisfactoriamente hacía falta gran habilidad, porque si se practicaba con torpeza podían sobrevenir las más imprevistas consecuencias. “Hace mucho tiempo, un hombre perdió la vida en un duelo”, escribió. Para darle la razón se dio la figura del Disparador de Salvas, que era un sujeto con la comprensible pretensión de salvar la honra y la piel al mismo tiempo y que amañaba el duelo con su contrincante comprometiéndose ambos a fallar el tiro y cumplir con la formalidad sin pasar por el cirujano.
A morir con muda limpia
Los caballeros de Francia, y no solo los gascones, fueron tan aficionados a batirse en duelo que tuvo que promulgarse una ley que los prohibía por cualquier causa cuyo valor económico fuese inferior a dos céntimos y medio. Montesquieu dijo que si tres franceses se perdiesen en el desierto de Libia, dos se batirían y el tercero sería el padrino. Durante el reinado de Enrique IV, cuatro mil nobles murieron en combates de honor y duelistas franceses célebres fueron el caballero D´Eon, que vestía con enaguas de mujer para provocar la burla y su consecuencia, y monsieur Saint-Foix, espadachín experto que solo rechazó batirse en una ocasión en la que fue desafiado por un caballero al que había preguntado por qué olía tan mal. “Si me matarais –le dijo-, no por eso oleríais mejor, mientras que si yo os matara a vos, oleríais peor que nunca.” El fabulista La Fontaine desafió a un capitán de Dragones porque visitaba con demasiada frecuencia a su mujer y cuando dejó de hacerlo le volvió a desafiar porque no la visitaba. No obstante, se inventaron medios para eludir un duelo sin perder la dignidad y tener que engordar la comunidad de los parias sociales. El marqués de Rivard, que solo tenía una pierna, cuando fue desafiado por el caballero Madaillon, le hizo llegar un maletín lleno de instrumentos quirúrgicos, indicándole que estaría dispuesto a batirse tan pronto como empatasen el número de sus extremidades. Mark Twain eludió un reto a pistola con un periodista rival por el medio de hacer correr la voz por toda Louisiana de que era un tirador experto, cuando en realidad era incapaz de acertarle al firmamento en una tarde sin nubes. El político socialista Indalecio Prieto contó de un amigo suyo, periodista bilbaíno, que se negó a acudir a un duelo porque no tenía una camisa decente, y sus amigos, que iban a ejercer de padrinos, le regalaron una de seda y un cambio de muda limpia, por si era herido y tenía que descuerarse. El periodista aceptó los regalos y fue a batirse con un ajuar de fundamento, pero antes avisó a la policía, que interrumpió el combate y así salvó el honor y no se vio en la obligación de devolver los calzoncillos. El poeta romántico Alexander Pushkin no tuvo tanta suerte y sus enemigos políticos corrieron el decir que su mujer se entendía con Georges d´Anthés, ahijado del embajador de Holanda, militar y consumado duelista de pistola. A Pushkin solo le quedó retarle o vivir con el oprobio, y el 27 de enero de 1837, a las afueras de San Petersburgo, recibió un tiro en el pecho que le hirió de muerte.
En España, Felipe V el Animoso, del que dijo Saint-Simon que carecía de vicios y tenía miedo del diablo, dictó en 1716 una pragmática contra el duelo que sus súbditos ignoraron cuando mediaban afrentas que habían de lavarse con sangre. Duelistas fueron Espronceda y Alarcón y en el siglo XIX se abrieron academias de esgrima, como la célebre del maestro Carbonell, en la calle de Alcalá, en las que los lechuginos aprendían los rudimentos de la finta para no entregarla en el primer envite. En el ruedo periodístico las discrepancias se decidían al lado de la tapia del cementerio y no con querellas, como en estos tiempos de poca galantería y menos formalidad, y cuenta Cansinos Assens que era común una sala de espadas en las redacciones en la que los columnistas ensayaban tiradas con maestros franceses. El último gran duelista español fue el Caballero Audaz, que era como firmaba el periodista falangista José María Carretero, que acabó escribiendo novelas eróticas y en el Madrid miliciano del 36 organizó la quinta columna de Franco. Carretero era experto espadachín y derrochador de hombría, medía casi dos metros y una vez que se cruzó con don Jacinto Benavente, que era renacuajo y con fama de mariposa, para abrir la provocación le dijo: “Yo no cedo el paso a maricones”. Benavente, para eludir el duelo, se apartó de la acera y le contestó: “Pues yo sí”.
MARTÍN OLMOS