MARTÍN OLMOS MEDINA

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Otra historia de una guerra de chusqueros

In Hazañas bélicas, La política, Matanzas on 10 de agosto de 2015 at 18:14

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

A un carlista gaditano le cortaron las orejas porque no blasfemó.

“Aunque superada por la violencia franquista, la represión en la zona republicana antes de que el gobierno del Frente Popular la pusiera coto alcanzó también una magnitud espantosa”

PAUL PRESTON

 

Antonio Molle Lazo fue un san Tarsicio de boina roja y Cruz de Borgoña, terciario carmelita y gaditano sin chirigota, por cuya intercesión se le pueden pedir mercedes a Cristo recitando su oración que dice: “¡Oh Jesús amabilísimo! que habéis dicho: Aquel que me confesare en la tierra yo lo confesaré delante de Mi Padre Celestial; glorificad pues, el alma bendita de Antonio, que no se avergonzó de confesar vuestro Santo Nombre en medio de los más atroces tormentos y concedednos a nosotros, por sus méritos e intercesión, la gracia que ahora necesitamos. Os lo pedimos para la mayor honra y gloria de la Santísima Trinidad y extensión de vuestro reino aquí en la tierra. Amén”. Después han de rezarse tres padrenuestros y tres avemarías. A Antonio Molle Lazo le cogieron los milicianos en la toma de Peñaflor, en Sevilla, en donde andaba defendiendo a las monjitas del convento de las Hermanas de la Cruz, y le cortaron las dos orejas y la nariz, le sacaron un ojo, le hundieron el otro y le remataron a tiros porque no renegó de Cristo ni dijo vivas a Rusia. A Antonio Molle Lazo le dieron tormento y muerte por no blasfemar, pero también vivió sin decir ni un jolín y una vez denunció a un carretero por echarle juramentos a las mulas y le explicó, por si el hombre no lo entendía (eran tiempos anteriores a la etología), que sus caballerías no atendían a aquel lenguaje y por eso no tiraban del paquete. Los santos son admirables, qué duda cabe, pero intransigentes a veces, con perdón, porque es folclore del oficio de carretero jurar y fumar y es folclore de las mulas no atender y no fue cosa de menguarle las pesetas de la multa a aquel acemilero, que buena falta le harían, por echar un reniego de consuelo, ustedes verán, que a la mejor puta se le escapa un pedo. Incluso en la virtud hay que manejarse con cierta flexibilidad y contaba Luis Carandell que una vez vio un cartel que decía: “Prohibido blasfemar, excepto en las cuestas arriba”.

Antonio Molle Lazo nació el Viernes Santo de 1915 en Arcos de la Frontera, donde nació también el bandido Tragabuches, salteador gitano de la cuadrilla de los Siete Niños de Écija, pero se crió en Jerez obligado por un traslado laboral que tuvo que atender su padre, Carlos Molle Gutiérrez, representante de comercio. Su madre, María Josefa Lazo, estiraba el condumio porque lo tenía que repartir entre siete hijos a los que educó entre la austeridad y el rosario, amén. Antoñito Molle Lazo estudió con los hermanos de La Salle y leyó las vidas de los santos, recibió el escapulario del Carmen y proponía a sus compañeros ir a comulgar a la iglesia de san Mateo en vez de ir a bañarse en cueros al Guadalete, pero sus planes no concertaban adhesiones y, al contrario, los chavales le acababan tirando piedras. Antoñito Molle Lazo las cogía con la cabeza por Cristo y sin protestar y tuvo la intuición de que el Empíreo se ganabaANTONIO MOLLE LAZO aguantando. Como había que llevar posibles a casa, entró de joven a trabajar de meritorio en la estación de Jerez pero no congenió con los ferroviarios por juradores y medio socialistas y no afianzó el puesto. Tuvo la intuición, no obstante, de los cuernos de los marxistas. Después trabajó un tiempo de escribiente en las bodegas de Pedro Simó, en la calle de Paul, y luego de taquillero en un teatro en el que no demoró en mirar de reojo los tobillos de las cómicas porque tuvo la intuición de que el Empíreo se ganaba guardando y porque solo observaba devoción a Nuestra Señora del Carmen Coronada y a Cristo Rey.

El martirio

Recién se proclamó la República, Antonio Molle Lazo se unió a los carlistas de la Juventud Tradicionalista y se ofreció voluntario para infiltrarse en los cabildos de los socialistas y para formar parte de las brigadas de defensa de los conventos. Siguió teniendo en alto concepto a las mulas y no tanto a los ferroviarios y siguió sin blasfemar ni siquiera en los repechos. Se dio al rosario y al proselitismo, a la boina roja y a la Cruz de Borgoña y en 1936 le metieron en la cárcel por llamar al levantamiento de los militares en la estación de Jerez. Se fue contento al brete como los santos del catecismo y tuvo la intuición del martirio. En la celda cantó “Corazón Santo, Tú reinarás” y la Salve de san Jeroteo y cuando los carceleros le ordenaron silencio siguió en sordina y escribió con una tiza las estrofas de los himnos en la pared. Penó mes y medio de catre sin colchón y le negaron las misas pero a sus conmilitones que le fueron a consolar no les pidió una lima y ni siquiera una muda limpia y les dijo que le trajeran las vidas de los mártires. Le dieron la libertad unos días antes de la rebelión y se alistó en una columna de requetés que fue crisálida del Tercio de Nuestra Señora de la Merced. Contribuyó al triunfo del alzamiento en Jerez y marchó con su división a apoyar a Queipo de Llano en Sevilla pasando por Ubrique y por Sanlúcar. El 8 de agosto le enviaron a guarnecer Peñaflor de Sevilla con un contingente de quince requetés y catorce guardias civiles, dos días después comulgó en el convento de las Hermanas de la Cruz y vio desde el campanario venir a las columnas de los milicianos. Antonio Molle Lazo se quedó a defender a las monjas del ultraje. El honor se respetaba según el barrio. Queipo llamaba por la radio al moro Mizzian a violar rojas. Aquella guerra la hicieron los chusqueros y los violadores. Antonio Molle sostuvo tiroteo con la milicia y le alcanzaron en el brazo derecho dejándoselo yerto. El jefe de la estación de Peñaflor vio como le llevaron a estacazos al lado de la vía. Le dijeron que apostatase de Cristo y diese un viva a Rusia y le cortaron una oreja con una bayoneta. Le dijeron que blasfemase y se negó porque no juraba ni en las cuestas arriba y le cortaron la otra. Después le vaciaron un ojo con un machete y le hundieron a puñetazos el otro y como seguía sin renegar le rebanaron la nariz. No hay consenso de si después le terminaron a palos o a tiros, pero sus hagiógrafos sostienen que cuando recibió la última descarga puso postura de Jesús en la cruz y gritó que viva Cristo Rey. Sostienen también que murió serenamente y sonriendo y guardando en su mano izquierda un crucifijo. Las hagiografías de los mártires las adornan los amanuenses con delectación que no se sabe si es misticismo o una revista holandesa. A Antonio Molle Lazo le enterraron en una capilla presidida por Nuestra Señora de las Tres Avemarías en la iglesia de los padres Carmelitas Calzados de Jerez y le hicieron escapularios con trozos de su camisa. Como todos los que murieron en la guerra de los chusqueros y los violadores, Antonio Molle Lazo es para unos un beatón que no se bañó en cueros en el Guadalete por exigencias de la juventud ni se cagó en lo barrido cuando trepaba una cuesta y para otros es un ejemplo de virtud. Decía san Agustín que en el jardín de la iglesia se cultivan las rosas de los mártires, pero no sabemos si a Dios le agrada que a sus hijos los vapuleen o es todo cosa de san Pablo, que era un poco torcido. Para el martirio se necesita un alto grado de tolerancia del dolor y un estado de ánimo adecuado o se necesita estar donde no se debe con una mano que no se puede jugar. Churchill decía que estaba preparado para asumirlo pero que no era una de sus prioridades y Voltaire, que era medio cagón, no le tenía afición. Bernard Shaw, en cambio, sostenía que era la única manera que tenía un hombre sin habilidades demostradas para convertirse en alguien célebre, pero es que igual no estaba familiarizado con la televisión, que sostiene el razonamiento pero no duele ni la mitad.

MARTÍN OLMOS

 

El asesino oportuno Jack Ruby

In La política, Reyes y caudillos on 6 de abril de 2013 at 13:32

Para redondear la verbena, un mafioso de cuarta escribió el epílogo del magnicidio de Kennedy

RUBY MATA A OSWALD

“Una vez que Jack Ruby hubo matado al presunto asesino de Kennedy, el asunto quedó cerrado”.
JAMES ELLROY.

De alguien que se llama Jack Ruby no se puede esperar nada bueno. Es como llamarse Johnny Diamond o Golden Lucky Bill.  Con un nombre así uno no puede ser contable, cirujano internista o registrador de la propiedad. Puede ser proxeneta, burlanga o, como mucho, jockey de hipódromo, un jockey ful que arregla carreras tonguistas, pero no puede aspirar a un empleo decente, uno como Dios manda del que presuma mamá. Además, Jack Ruby no solo ostentaba su nombre con alegre desenfado, sino que desterró el suyo de nacimiento, que era Jacob Rubinstein, un nombre hebraico, emigrante y formal, de hombre que madruga y se viste por los pies. De lo que se deduce que Jack Ruby tenía vocación de Jack Ruby. Vocación de gerente de cabaret y de amigo de los malos. Vocación de cabeza de turco. También tuvo la ambición soñadora de poner su nombre en el blasón de la vieja Texas, al lado del de los héroes del Álamo.

Nació en Chicago en 1911, dentro de una desordenada camada de ocho hermanos. Su padre era un gañán tremebundo, un borrachuzo con la mano muy larga y un canalla de los pies a la cabeza, y su madre era una loca de atar que se pasó la mitad de su vida entrando y saliendo de una camisa de fuerza. La otra mitad andaba esquivando la derecha pronta de su legítimo e ignorando con desdén la educación de su recua, que campaba a su albedrío con los mocos pegados al  morro y adquiriendo un punto de vista excéntrico de lo que era vivir en sociedad. A los once años, el que todavía era Jacob Rubinstein ya conocía el reformatorio y la clínica mental, en donde le metieron por llevar algún tornillo flojo, y donde algún lince con un exacerbado sentido de la JACK RUBY POLICIALobservación dedujo que carecía de la más elemental vigilancia parental y lo envió a recorrer un rosario de hogares sustitutos de los que le echaban a patadas a la semana de aguantar su índole montaraz. Cuando tuvo edad de ganarse la vida se enredó en trabajos que bordeaban la ley y en 1939 se sentó por primera vez delante de un juez al implicarse en el asesinato de León Cooke, que le había introducido en el sindicato de chatarreros y en las malas compañías. Ruby –ya había enterrado a Rubinstein- salió limpio por falta de evidencias y se trasladó a Dallas, Texas, con una carta de recomendación para los hermanos Campisi, soldados del clan de Carlos Marcello, el don de las familias del suroeste. El ejército le movilizó cuando estalló la Segunda Guerra Mundial y Ruby sirvió como soldado de Primera Clase en el cuerpo aéreo, pero no pisó Europa y se entregó a peleas y arrestos, aunque consiguió una baja honorable en 1946.

De vuelta a la vida civil se enredó en tramas que le venían grandes y testificó durante la Caza de Brujas del senador McCarthy, largando, obediente,  lo que le escribían y se libró de responder de sus relaciones con  la Cosa Nostra por la recomendación del F.B.I. de Hoover de que le dejasen en paz por ser miembro del equipo del congresista Richard Nixon, alias Dick el Embustero, futuro presidente de los Estados Unidos. Ruby se acostumbró a conducirse por un mundo extraño y a medio limpiar, en el que se mezclaban políticos de la ultraderecha y tíos malos de Sicilia, viajes a La Habana precastrista de los casinos de Santos Trafficante y turbios recados en la penumbra de un tugurio, un mundo en el que se bandeaba con comodidad pero del que nunca perteneció a la elite, y se quedó en mandadero del montón. Los barandas le permitían comer los canelloni, pero en la mesa de atrás, y no le dejaban untar el plato.

Ruby puso un cabaret, el Singapore, y su nombre empezó a sonar como enlace de las familias de Chicago con las bandas del Oeste. Después regentó el Club La Espuela de Plata y el Carrusel, en donde las chicas bailaban con el traje que les dio Dios y los rudos de segunda se hacían los chulos sacándole brillo a la barra con la manga de sus chaquetas de rayas y pagaban el champán de charco a las cigarreras. También iban todos los pasmas de Dallas a soplar de gorra y a escuchar chismes, y a coger un dólar de aquí y otro de allá.

Lo que los americanos tenían más parecido a una familia real eran los Kennedy, que habían hecho su fortuna durante la Prohibición, proporcionando consuelo al sediento. Al presidente John F. Kennedy le asesinaron el 22 de noviembre de 1963 en Dallas, a tiros de fusil. A Lee Harvey Oswald le pescaron a la salida de un cine, le adjudicaron un pasado rojo y una puntería de escándalo y le colgaron el mochuelo. Le dejaron un ojo a la funerala y cara de perplejidad. Dijo, soy inocente. El asesinato de JFK tuvo algo de circo de tres pistas, televisado como un partido de hockey, en la ciudad de las pistolas y los bugas de un kilómetro con una cornamenta en el capó. Con la viuda bella reptando por el Ford Lincoln, huyendo de la balacera. Cuánta elegancia se pierde cuando se huye de la muerte. Dos días después, cuando trasladaban a Oswald a la cárcel del condado, Ruby se coló entre los polis y la prensa y le metió un tiro en el estómago. Oswald murió en la ambulancia diciendo soy inocente. Ruby dijo que había querido restituir el buen  nombre de la ciudad de Dallas, pero con su apellido de judío polaco era tan tejano como un párroco de Varsovia.

Murió de cáncer en prisión, en 1967. Dicen que ya sabía que estaba enfermo cuando disparó a Oswald, y así echó tierra sobre la implicación de la mafia en el asesinato del presidente, que andaba enredando en los negocios de Carlos Marcello y las Cinco Familias. También puede que quisiera, por una vez, ser el tío importante y no el recadista, y untar el plato en la mesa principal. Su sombrero, que era gris, se subastó en 2008. Pagaron por él 60.000 dólares.

MARTÍN OLMOS

La hoz, el martillo y el sheriff de Río Bravo

In Esto es Hollywood, La política on 29 de julio de 2012 at 21:39

Una noche de vodka y euforia, José Stalin ordenó el asesinato de John Wayne

“Solo un demente como Stalin intentaría matar a John Wayne”
ORSON WELLES

No se sabe en otros planetas, pero en este se mata. Se mata por amor, por celos, por dinero, por negligencia, porque se tiene mal pronto, o poca paciencia, porque se entendió mal un chiste, porque brilla la luna llena o porque la vida de los otros, en algunos pagos, se tiene por barata. Porque mire usted, señor juez, estaba borracho. Se mata por prisa y porque van como locos. Se mata el tiempo en una esquina y se mata la tarde viendo pasar a las gachisas en un velador, con un café con leche y un vasito de agua, por favor, hasta que el camarero se acerca y dice si ponemos otra. Lo dice con guasa. Se mata al camarero por impertinente y por andar con guasas y de paso uno se ahorra la propina, se mata al marido cuando es más guapo el butanero, a papá por lo de Edipo, al perro para acabar con la rabia y al vecino del pueblo de arriba porque mea en el río. Se puede matar a un cerdo a besos y matar de aburrimiento y si se matase el hambre no se mataría tanto. Se vive con el sueño de matar al patrón lenta y dolorosamente, como se vive con el sueño de la lotería y el del tío de América, pero mientras uno se decide regresa a casa con la lumbalgia de la reverencia y le hace la vida imposible a la familia, qué culpa tendrá ella. Se mata al símbolo rompiendo una estatua, que es iconoclasia, y se mata al símbolo de una manera literal volándole la cabeza al alférez que carga la bandera. Se supone entonces que la infantería no sabrá hacia dónde avanzar si no tiene la referencia del estandarte. En uno de los episodios más delirantes de la Guerra Fría, José Stalin quiso matar al símbolo de América, que había concluido que no era el águila de cabeza blanca sino John Wayne, y envió a dos sicarios de la NKVD del siniestro Lavrenti Beria para que se infiltrasen en Hollywood, vestidos con camisas de Hawai, y le metiesen al actor una libra de plomo cosaco. Pobres sicarios bolcheviques, que no sabían que con John Wayne no pudo ni Liberty Valance, que ostentaba revólveres al pelo y un látigo con puño de plata.

El hombre de acero
José Vissariónovich Dzhugashvili nació en 1879 en Georgia y siempre tuvo dudas sobre quien era su padre, tenía un brazo tonto, la dentadura hecha un asco y el segundo y tercer dedo del pie izquierdo unidos por una membrana, como los patos. De niño comió las mondas de las patatas y llevó calcetines con agujeros en un país en el que por las tardes refresca y de joven conoció el rigor de Siberia, que escribió su carácter de hierro, y cuando fue nombrado secretario general del Partido Comunista en 1922 ya le llamaban Stalin, que en ruso quiere decir el Hombre de Acero. Stalin sucedió a Lenin en 1924 pero espiritualmente fue heredero del Zar Iván IV el Terrible, que mató a su hijo de un bastonazo y presumía de haber violado a mil vírgenes. Stalin parecía una morsa bigotuda y veía un conspirador detrás de cada cortina, mató a su mujer de un disgusto, a los asesinatos en masa los llamaba purgas, que suena a remedio para ir de vientre (desagradable al gusto pero con final prometedor), y le gustaban las películas de Tarzán. Nunca trabajó la empatía con la famélica legión y especuló con el grano mientras millones de ucranianos se morían de hambre, propagó su imagen por cada kilómetro de los muchos que tiene la extensa Rusia y obligó el culto a su persona, fue el hombre que quiso ser dios y, sin embargo, rezaba a la virgencita de Kazán porque había estado en el seminario.

Matar al Duque
A finales de los años cuarenta, de regreso de una conferencia de paz en Nueva York, el director de cine Sergei Gerasimov, discípulo de Eisenstein, le contó a Stalin que había un vaquero bocazas que enarbolaba la bandera del anticomunismo en Hollywood. John Wayne decía que interpretar era hablar bajo, despacio y no decir demasiado y, sin embargo, a Stalin le pareció que lo que decía era suficiente. Wayne personificaba el espíritu del pionero, la Frontera, el rifle y la Biblia y el pavo en familia el Día de Acción de Gracias, le llamaban el Duque, cobraba un millón de machacantes por película y estaba al frente de la Asociación para la Preservación de los Ideales Americanos, una logia de republicanos a los que les resultaba incómodo tener que vivir con un brazo izquierdo. Stalin ya estaba completamente desquiciado, y probablemente trompa, cuando ordenó la eliminación del actor pero Lavrenti Beria, el director de la orquesta de las purgas, se apresuró a sacar dos pasajes para Disneylandia a un par de ejecutores de la NKVD. Los dos tovarich consiguieron entrar en los estudios de la Warner Bros haciéndose pasar por agentes del FBI pero antes de que tuviesen a tiro a John Wayne fueron detenidos por agentes federales de verdad. Al Duque le gustaba contar que les llevaron a una playa de Los Angeles en donde él y Ward Bond, su compañero de praderas y lingotazos, les atizaron una zurra, lo que parece más bien una de esas historietas que se cuentan cuando el cóctel se va animando. Devolvieron al par de rusos al remitente y Beria les organizó una gira sin billete de vuelta por los yermos de Siberia, donde los días son cortos y las noches desoladas.

Stalin murió en marzo de 1953, oficialmente de una apoplejía derivada de su hipertensión, pero se rumoreó que el politburó le echó matarratas en el vodka porque se había vuelto definitivamente loco. El siniestro Lavrenti Beria le veló la agonía en la cabecera de su cama, llamándole perro cada vez que el moribundo perdía la conciencia y pidiéndole que viviese por el bien de Rusia cuando se despertaba. Beria dijo más tarde que él había salvado a la patria del monstruo, como si hubiera ahogado a Stalin con una almohada. Suele ocurrir que cuando la diña el tirano los mismos que le lloran con sentimiento presumen de haberle matado con sus propias manos cuando se enfría el fiambre, se acaba el luto y cambia el clima, aunque el tirano haya muerto en la cama o en un quirófano, operado por un yerno vestido de Caballero de la Orden de Malta. El nuevo Zar Rojo fue Nikita Jrushchov, que se hizo un nombre en el mundo del espectáculo pidiendo la palabra a zapatazos en una reunión plenaria en las Naciones Unidas. Si Beria tuvo alguna esperanza en la carrera de la sucesión, Jrushchov le quitó la idea de la cabeza mandándole fusilar. Dicen que se arrodilló suplicando por su vida. John Wayne siguió cabalgando en las praderas de nuestra infancia. Stalin tenía razón, al final, y el Duque era simbólico como un coloso de mármol: en 1979 sus compatriotas le eligieron el segundo americano más famoso de la historia después de Lincoln, por delante de Washington, de Benjamin Franklin y de los astronautas del Apolo 11. Jrushchov confirmó en sus memorias que la orden de matar a Wayne había existido, pero que él mismo la revocó a la muerte de Stalin. En 1966, cuando John Wayne hizo una visita a las tropas americanas destacadas en Vietnam, un francotirador de Ho Chi Minh intentó volarle la cabeza pero falló el tiro. Nadie podía con el Duque, ni el Vietkong, ni Stalin ni los comanches y al final mordió el polvo por el fuego amigo. En 1958 rodó los exteriores de “El Conquistador de Mongolia” en el desierto de Saint George, en Utah, donde el ejército americano había ensayado pruebas nucleares. El Pentágono aseguró a los productores que no existía riesgo de contaminación radiactiva pero con el tiempo cien miembros del equipo de rodaje engancharon el cangrejo de la muerte. El de John Wayne le atenazó el pulmón izquierdo y se lo llevó a la tumba en 1979.

MARTÍN OLMOS

Tiro al prócer

In La política on 29 de julio de 2012 at 21:11

Hubo un época en España en la que estuvo de moda el cuplé de Raquel Meller, el toreo de El Gallo y la caza de presidentes

“Los atentados son gajes del oficio”
ALFONSO XIII

José Canalejas Méndez tiene la culpa de que los políticos españoles se hayan quitado de leer. José Canalejas Méndez era dueño de copiosa ilustración, lo que es bagaje más bien incompatible con el ejercicio de la administración pública, para el que se recomienda más el dominio de la permuta y del tópico, de la cazuela y del arte de la tauromaquia. Canalejas era ferrolano de 1854 y con diez años ya era capaz de traducir el francés. Se licenció en derecho y en filosofía por la Universidad Central de Madrid y dictó clases de literatura española como profesor auxiliar sin plaza, se hizo prestigio de orador notable en el Ateneo Científico y en la Academia de Jurisprudencia y se merendó los once volúmenes de las obras completas de Platón traducidas por Patricio de Azcárate, compendió en dos tomos la Historia de la Literatura Latina y le ganó un litigio a la Compañía de Ferrocarriles del Norte a cuenta de la concesión de la línea directa de Madrid a Ciudad Real. En 1878 compitió con Marcelino Menéndez Pelayo, Saturnino Milego y Antonio Sánchez Moguel por la cátedra de Literatura de la Universidad Central de Madrid que había quedado vacante por la muerte de José Amador de los Ríos. El novelista Juan Valera, que era el presidente del tribunal opositor, encontró a Canalejas “presumidísimo, cosa que en mi sentir desgracia mucho cualquiera prenda que pueda tener” y contribuyó a que le fuese concedida a Menéndez Pelayo. Los jóvenes combaten los desengaños alistándose en la Legión Extranjera pero Canalejas se echó al derrotero de la política para olvidar la decepción. Ambas decisiones requerían temple aventurero porque si en la legión se tiene en frente a la morisma fiera y en el cuartel al sargento del chusco con su brutalidad, en la política española había prendido la costumbre popular del tiro al prócer.

La moda tuvo su preámbulo en 1870 con el asesinato a trabucazos del general Prim en la calle del Turco y durante la Restauración el anarquerío le cogió más gusto que al cuplé. Al presidente Cánovas le mató el anarquista italiano Michele Angiolillo en el balneario de Santa Águeda de Mondragón en 1897, le pegó tres tiros a quemarropa y como era hombre de cumplir le pidió disculpas a su mujer. A Angiolillo le ajusticiaron en la prisión de Vergara diez días después, le dio garrote el verdugo Gregorio Mayoral, que tenía la costumbre de llamar con arrobo “la guitarra” a su artilugio de matar. Le quedó ejecución vistosa que mereció comentarios del antropólogo Salillas y testimonio fotográfico de Eustaquio Aguirreolea. Sagasta, el rival de Cánovas, dijo que después de él todos los políticos podían llamarse de tú. A los muertos, como acaban cayendo bien porque no enredan, les crecen los elogios. Por hacer el honor, los políticos se apearon el tratamiento con alegre desenvoltura y se pusieron a tutear a la familia próxima de la oposición en las disputas parlamentarias.

Canalejas hizo su recorrido en los gabinetes liberales de Sagasta y fue ministro de Fomento, de Gracia y Justicia, de Hacienda y de Agricultura. En 1897, con 43 años, se alistó voluntario en las milicias que peleaban al mambís en las colonias de Cuba. Volvió prendiendo la Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo y con informes dramáticos de la situación de las posiciones de ultramar que le condujeron a reñir con Sagasta. Al frente de los liberales llegó a presidente del gobierno en febrero de 1910 pero heredó país violento y con hambre de pan en el que se zanjaban las frustraciones a puñal. Andaban los catalanes padeciendo la resaca de la Semana Trágica, en la que la caballería tricornia cargó contra la huelga y dejó trescientos difuntos y las campañas africanas contra El Mizián, que preludiaron el Desastre de Annual, requerían el gasto de la sangre obrera. Canalejas estableció el servicio militar obligatorio por el que los jóvenes con posibles tenían que cumplir y no enviar a un pobre al cuartel, sin embargo, a las peleas del Rif siguieron yendo los de siempre, limitó unilateralmente la actividad de las órdenes religiosas enfrentándose al Papa de Roma y suprimió el impuesto del consumo, pero las reformas le iban quedando a medias. Una cosa es ver postal del mar y otra cosa es navegarle las mareas. A Canalejas le tocaron paisanos broncos a los que gobernar que no se ponían de acuerdo ni para mirar el fútbol y en 1910 la Copa del Rey se disputó dividida, por un lado la organizó el Club Ciclista de San Sebastián (ganó el Athletic de Belauste) y por otro la Federación Española de Clubes (ganó el Barcelona de Comamala). Durante su mandato breve se le sublevó la dotación de la fragata Numancia, que amenazó con bombardear Málaga, tuvo que poner a los militares a conducir el tren chuchú por la huelga ferroviaria y sofocar motines populares como el que organizó en Cullera el anarquista Juan Jover, que le decían el Chato de Cuqueta, en el que mataron a un juez de un hachazo en la cabeza, a su secretario a cuchilladas con una aguja de alpargatero y al alguacil ahogándole en el Júcar. Se reivindicaba con sangre y plomo en aquellos años de copla y lo de sentarse a charlar se dejaba para las comadres del lavadero.

Angiolillo dijo que asesinó a Cánovas para vengar a los hermanos anarquistas fusilados en Montjuich, pero a Canalejas le mató Manuel Pardiñas porque le vino más a mano que el rey, que era al que de verdad le quería pasar la factura. Pardiñas tenía reseña en la bofia, era de Huesca, hijo de un carabinero, y en Argentina, donde huyó para hurtarse de la milicia, frecuentó al pistolero anarquista Simón Radowitzky. La mañana del 12 de noviembre de 1912 se echó al percal un pistolón Browning y se fue a pedirle cuentas a Alfonso XIII, que nació florido de posaderas, pero por el camino se encontró con Canalejas y le dio igual perdiz que codorniz. Fue en la Puerta del Sol, eran las once y media, Canalejas, que iba a pie, llevaba escolta de tres inspectores, Borrego, Martínez y Benavides, dos le guardaban la zaga, a distancia, el tercero iba guiando. En la esquina de la calle Carretas detuvo el paseo para mirar el escaparate de la librería San Martín, se interesó por un mapa de la guerra de los Balcanes. Pardiñas se le acercó a la distancia de la quemarropa y le pegó dos tiros en la cabeza. Uno de ellos le entró por el oído derecho y le salió por el contrario, llevándose por el camino el bulbo raquídeo. Si después de lo de Cánovas los políticos se echaron al tuteo, después de Canalejas dejaron de frecuentar, por precaución, las librerías, y así han ido perdiendo léxico hasta arreglarse con un vocabulario escaso que, sometido a milagrosas permutaciones, hace la ilusión de comprensible. Canalejas murió sobre una manta que ofició de camilla y de sudario. A Pardiñas le persiguió el inspector Borrego con un bastón de paseo y, a cuerpo, un conserje de la Sociedad Filarmónica. Como no vio zafa se pegó un tiro en la cabeza y murió horas después. A Canalejas le enterraron en el Pabellón de los Hombres Ilustres, al lado del Retiro, y le hizo estatua Mariano Benlliure. Le sucedió en el gobierno el conservador Eduardo Dato Iradier, que para confirmar lo riesgoso del oficio, cayó a balazos en la Puerta de Alcalá en 1921. Le emboscó desde una moto con sidecar una terna de anarquistas que le frió a tiros, como en Chicago. Un Chicago de zarzuela de Chapí, listas de muertos en el moro y el rey en las regatas.

MARTÍN OLMOS