MARTÍN OLMOS MEDINA

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El león y el sacamuelas

In Bichos on 27 de septiembre de 2015 at 23:00

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Apuntes sobre la caza deportiva o ¿a quién le cae bien un dentista?

 

“Ganarse la vida arrancando los dientes a la gente es buscarse problemas”

LARRY McMURTRY

 

Un sacamuelas de Minnesota se cargó a un simba en Zimbabue y se armó un cristo. Lo que hubiese sido raro en Zimbabue es cargarse a un oso polar. Resulta que el simba tenía crédito y al sacamuelas le pasó lo que a Tartarín de Tarascón, que mató a un león ciego del convento de Mohammed y casi le pudren en un silo después de darle un consejo de guerra (tuvo suerte, sin embargo, y como lo cazó en territorio civil, se libró con una multa de dos mil quinientos francos que le impuso el Tribunal de Comercio de Orleansville, en el norte de Argelia). El león que mató el sacamuelas se llamaba Cecilio, el pobre, y resulta que era la atracción del parque Hwange. El difunto Cecilio era león célebre, de guedeja negra, de unos trece años y padre de familia. Se lo montó de baranda de la manada después de derrotar en una pelea a muerte al macho Mpofu, al que dejó cojo y tuvieron que sacrificar, y engendró veinticuatro cachorros, meritoriamente, preñando a seis hembras distintas como si fuera Brigham Young, el profeta de los cien lechos. Cecilio era león funcionario del Ministerio de Turismo, próximo a la jubilación, y llevaba hendido un localizador con GPS en el cuello para prevenirle del absentismo laboral. Rugía con complacencia, para el respetable; rugía de nueve a cinco, aquiescente con su deber, y le fue a joder la vida un sacamuelas de Minnesota que quería ser Allan Quatermain y se quedó en serpiente de verano.

En el periodismo clásico, la figura de la Serpiente de Verano era generalmente un escocés borracho como un obispo que una tarde de agosto veía al Monstruo del Lago Ness y se refrendaba tirándole una foto al cabo de una tubería asomando de un charco sucio que daba para dos o tres páginas en laborable y para una doble en el dominical, si se conseguía administrar manejando las expectativas. Sin embargo, hoy el Monstruo del Lago Ness no sería capaz de sostener ni un suelto y para que una noticia lo sea tiene que guardar distintos niveles de lectura para que la tertulien en la tele una dietista, el tonto del pueblo, un mariquita y un sociólogo, todos ciudadanos dueños de opiniones sólidas. La muerte del león Cecilio, felino funcionario y mormón, contiene los meandros suficientes para que se interprete a convenio y marida al gusto. A la muerte triste del león Cecilio se le puede hacer la demagógica, la antiimperialista, la ecológica y la de las barricadas y las aguanta todas, con lo que uno concluye, avisado de la complaciente idiosincrasia del difunto, que se dejó matar para darnos coloquio de sobremesa en este estío sin bicicletas.

Al león Cecilio le mató el dentista Walter James Palmer a principios de julio, después de apartarle con un cebo de carroña fuera de la protección del parque Hwange, donde está prohibida la caza. Palmer le metió un flechazo que le hirió de muerte y Cecilio vagó desangrándose durante dos días hasta que fue localizado por la partida y rematado a tiros. Después le desollaron la gabardina para hacerse una alfombra de mortaja, le decapitaron y le intentaron quitar el localizador sacándoselo del cuello con un puñal. Se armó el cristo y hubo un prólogo confuso en el que se aventuró que el cazador era un furtivo español y alguien por acá dijo: Majestad, ¿otra vez? El león Cecilio, cordial y polígamo, ascendió a mártir y resultó que era una celebridad nacional de la que más de la mitad de los paisanos de Zimbabue no habían oído hablar. Los niños en el occidente lloraron porque creyeron que habían vuelto a matar a Mufasa y los niños del sur siguieron llorando de hambre. La derivación demagógica propuesta en la frase anterior puso de acuerdo a la dietista y al sociólogo, ambos ciudadanos dueños de opiniones sólidas a la vez que acreditados conocedores de la política internacional (rama África de color), que se apresuraron a distraer el coloquio hacia la denuncia del gobierno en satrapía de Robert Mugabe, viejo y negro como la sarna y matón orillero que liquida a la oposición. El discurso acabó, con la aquiescencia del popular, con la ponderación comparativa entre la muerte del pobre Cecilio, león funcionario, con la de los cimarrones de las pateras.

El discurso ecológico se desarrolló por los cauces habituales cargando las tintas en el dibujo de un león moroso que casi jugaba con los niños soslayando su parentesco con los del Tsavo, que se merendaron a la mano de obra hindú que trabajaba en la construcción de la línea del ferrocarril entre Kenia y Uganda. Ortega y Gasset culpaba del ecologismo al pueblo inglés, del que admiraba su histórica dureza en contra de sus “amanerados enternecimientos de última hora”, desde que supo de una vieja británica que pretendió sufragar una flota de ambulancias para perros durante la Guerra Civil Española. Ortega escribió: “Es inconcebible que no se haya hecho ningún estudio, desde el punto de vista ético, sobre la Sociedad Protectora de Animales, analizando sus normas e intervenciones. ¡Vaya usted a saber si la zoofilia inglesa no tiene una de sus raíces en cierta secreta antipatía del inglés hacia todo lo humano que no sea inglés o griego!”. Ortega consideraba que la caza fotográfica era un amaneramiento y no un refinamiento. Ortega señaló en su ensayo sobre la caza el privilegio de la misma y sostuvo que una de las causas de la Revolución Francesa fue la irritación de los campesinos porque no se les dejaba cazar. “En toda revolución –escribió- lo primero que ha hecho siempre el pueblo fue saltar las vallas de los cotos o demolerlas y en nombre de la justicia social perseguir la liebre y la perdiz”. El dentista Walter James Palmer de Minnesota pagó cincuenta mil machacantes por matar al león Cecilio, lo que convirtió su hazaña en un capricho pijo tan desnudo de épica como el golf o un curso de enología. Lo que conduce inevitablemente a cribar al elenco y se concluye que un león fiero lo puede cazar Hemingway o Tarzán y no alguien cuyo oficio sea el de rey de España o un dentista de Minnesota que te cambia un riñón por ponerte un puente. También queremos disparar a un bicho los que andamos justos a mitad de mes e irnos a Zimbabue a jugar a las Memorias de África o a la India, a encontrarnos a nosotros mismos (te lo juro, tía, ya no soy la misma, allí todo es tan oriental).

El carácter principal de la muerte triste del león Cecilio es la personalidad de su verdugo, el doctor Walter J. Palmer, que ha regalado a la mitología un villano de pies a cabeza: Palmer es yanqui de Minnesota y además dentista, un wasp con jeta de calvinista y duraderos dólares de la Unión y un chulo de segunda que alardeaba de poder atravesar un naipe de un tiro a noventa metros. A Walter J. Palmer le sacaron los rubores por matón y resultó que había tenido problemas por cazar a un oso en Wisconsin y una empleada suya le acusó de tocarle el culo en su consulta, por lo que tuvo que pagarle una satisfacción de ciento treinta mil pavos. Al doctor Palmer le destrozaron su casa de verano en Florida y le pintaron amenazas en su consulta de Bloomington y se lamentó de lo mal que lo estaba pasando su hija sintiéndose acosada mientras que a los veinticuatro hijos de Cecilio se los comió el león Jericó, que le heredó la manada y no quiso perpetuar su estirpe. Al doctor Palmer lo que le pasa, amén de ser yanqui imperialista, wasp ricachón y un poco pulpo, es que es dentista y, dejando para otra ocasión a Ortega, al que conviene repetir es al capitán Augustus McRae, antiguo cazador de comanches en Texas y copropietario de la Hat Creek Cattle Company, que cuando vio a su amigo Jake Spoon, amante de los caballos alazanes, llegar montado sobre un penco rijoso le preguntó la razón de su prisa y Spoon le dijo que había tenido que salir pitando de Fort Smith, Arkansas, porque le querían ahorcar por disparar a un dentista y McRae le contestó: eso no me lo trago, Jake, ni siquiera en Arkansas te cuelgan por matar a un dentista.

P.D. Al final de agosto de 2015, un mes después de la muerte de Cecilio, un león de su manada del parque Hganwe llamado Nxaha se merendó a un guía.

MARTÍN OLMOS

 

Al infierno sobre una Biblia

In Ejecuciones y linchamientos on 15 de septiembre de 2015 at 0:04

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Electrocutaron a un niño de catorce años en Carolina del Sur.

“Los culpables es mejor elegirlos que buscarlos”

MARCEL PAGNOL

 

 

El miércoles 17 de diciembre de 2014, la juez Carmen T. Mullen de Carolina del Sur exoneró a George Stinney Jr. de los asesinatos de las niñas Betty June Binnicker, de once años, y Mary Emma Thames, de siete, al considerar que durante el proceso en el que se le condenó se vulneraron sus derechos constitucionales. George Stinney Jr. recogió el veredicto con una ligera displicencia y continuó con sus asuntos aunque, ab imo pectore, su nuevo régimen jurídico le importó más bien la mitad de una mierda porque llevaba setenta años muerto. Los muertos razonan en metáfora porque se manejan en un paisaje intangible y George Stinney Jr. pensó que la justicia a destiempo tiene la consistencia de un pedo en el medio de un huracán. George Stinney Jr. era negro, tenía catorce años, cuarenta kilos de peso y metro y medio de estatura y para freírle el cerebro con una oleada de 2.400 voltios de electricidad le tuvieron que sentar encima de una Biblia para que llegase al casco de los electrodos. George Stinney Jr. era el negro que hubo a mano para arrimarle el marrón. En el aspecto funcional, los negros, los tontos y los forasteros siempre están a mano, bajo la lluvia, como los perros mojados, para que les arrimen el marrón. En el aspecto funcional, jamás una Biblia cumplió con tanta competencia el acercamiento de un mortal a Dios. A George Stinney Jr. le dieron ochenta días de desamparo y un picapleitos con sus propios asuntos en la cabeza y muchos favores que devolver. Le dieron un juicio para apaciguar a la vainilla protestante y un helado, no se sabe de qué sabor, y le dieron tres calambrazos en la mollera que recibió perplejo y sentado sobre una Biblia. Si George Stinney Jr. alguna vez pecó Dios le perdonó, porque ese es su trabajo, y de la justicia de los hombres recogió setenta años después una exoneración que abrazó con una ligera displicencia y siguió con sus asuntos de niño muerto, sean cuales fueren, y pensó que a buenas horas, mangas verdes.

Estallidos de mayo

En Alcolu, en el condado de Clarendon, en Carolina del Sur, se vivía de los aserraderos, no se tomaba café con leche y las chabolas de los negros y las casas de los blancos estaban separadas por las vías del ferrocarril. En las veredas crecían las pasionarias, que las llaman las flores de los Clavos de Cristo. En Carolina del Sur a las flores pasionarias también las llamaban los Estallidos de Mayo en una gracia más bien antojadiza teniendo en cuenta que florecen de julio a octubre. Los negros trabajaban acarreando la escoria de la madera y se mantenían en su lado de la vía y las niñas blancas Betty June Binnicker, de once años, y Mary Emma Thames, de siete, salieron en sus bicis el 23 de marzo de 1944 para recoger flores pasionarias y no regresaron vivas. Un piquete de búsqueda las encontró a la mañana siguiente muertas en una zanja, con las cabezas destrozadas a golpes. El forense Charles Moses Thigpen determinó que les habían roto los cráneos por cinco partes a contundentes estacazos con un objeto parecido a una maza y que habían hurgado en los genitales de Betty June Binnicker, la mayor de las dos niñas. Los polis paletos de Alcolu iniciaron las pesquisas y detuvieron a George Stinney Jr. por la razón de que fue la última persona que las vio vivas cuando las dos chavalas detuvieron sus bicis frente a su casa y le preguntaron por un lugar donde creciesen las pasionarias. Los pasmas paletos de Alcolu se encontraron delante de un buen negro para un marrón, le metieron en una habitación sin abogados y, a cambio de un cono de helado, le sacaron una confesión, que nadie se ocupó de escribir, en la que decía que pretendió la doncellez de Betty June Binnicker y cuando las niñas se defendieron las terminó a palos con una traviesa de ferrocarril que pesaba veinte kilos. Al día siguiente, al padre de George Stinney Jr. le despidieron del aserradero y tuvo que correr la comarca porque un piquete le quiso pegar fuego a la chabola y linchar al resto de su familia. Los negros se quedaron en su lado de la vía. Quedaban dos meses para que estallase mayo en flores de pasión. George Stinney Jr. se quedó desamparado en la cárcel del rostro pálido y le juzgaron conforme a la ley de Carolina del Sur, que determinaba que un chaval de catorce años podía ser evaluado como un adulto, y conforme a la convicción luterana de que los mandingas enhiestan precoces por su proximidad con el mono. No hubo más conos de helado para George Stinney Jr. y le pusieron un picapleitos de cuarta ocupado en sus propios asuntos. Se libró la justicia del dividendo porque todo cristo debía favores.

 GEORGE STINNEY JR.

Se formó un jurado de blancos y a Charles Plowden le tocó defender al negro. Plowden tenía treinta años, era comisionista de impuestos y aspiraba a un cargo en la concejalía para el que necesitaba los votos de los blancos. El juicio empezó el 24 de abril de 1944 un poco después del mediodía en la corte del condado de Clarendon y mil quinientos palurdos sureños se tundieron a codazos para presenciar la ordalía del demonio negrito. Comentaron que a Stinney Jr. le decían el Torito porque se mezclaba constantemente en peleas y que era un mal bicho pardo y lascivo como un gorila. Las niñas blancas Sadie Duke y Violeta Freeman juraron que un día antes de los asesinatos las amenazó de muerte al lado de una iglesia y los palurdos prepararon las hogueras. Las niñas blancas Sadie Duke y Violeta Freeman disfrutaron de sus regalías de atención y recogieron la conmiseración por mártires en tentativa. Todo el mundo andaba buscando su tajada. Charles Plowden rindió una defensa más tibia que el pedo de una monja poniendo un ojo en los futuros sufragios y no se le ocurrió presentar testigos ni mencionar que cualquier patán con un conocimiento instintivo de la física podía concluir que un chavalín de cuarenta kilos no podía blandir con solvencia una traviesa de ferrocarril de la mitad de su peso corporal y golpear con ella con la suficiente violencia como para partir un cráneo en cuatro trozos. Tampoco consideró necesario argüir que la hermana de Stinney Jr. afirmó que el chaval estuvo con ella durante toda la jornada de los asesinatos, ni que no existía refrendo gráfico de la confesión. No ponderó siquiera el precio de mercado de un cono de helado. El resto de los mendas de la corte –el juez Philip H. Stoll, el sheriff Gamble, el forense Charles Moses Thigpen y el gobernador Olin D.T. Johnston- también eran blancos electos para la función pública cuyos traseros debían su confortabilidad a los votos de sus paisanos, con lo que liquidaron la vista en menos de cinco horas y en diez minutos el jurado dictó veredicto y a George Stinney Jr. le condenaron a morir en la silla eléctrica.

Desde su detención hasta la tarde en la que le pusieron en manos de Dios, George Stinney Jr. pasó ochenta días de desamparo, desabrigado en la mazmorra de los bwanas en completa orfandad. En un ciclo igual rindió Phileas Fogg una vuelta al mundo. Charles Plowden, cumplidor con sus intereses, renunció a presentar apelación y el gobernador Johnston no contestó a las plegarias de las iglesias locales ni a la Asociación para el Progreso de las Personas de Color (NAACP). A George Stinney Jr. le sacaron de su celda de la Penitenciaría del Estado de Carolina del Sur en Columbia a las siete y media de la tarde del 16 de junio de 1944, cuando estaban a punto de estallar las pasionarias, y le sentaron en la silla usando de alza una Biblia para que llegase a los electrodos y le metieron una descarga de 2.400 voltios que le hizo perder la máscara facial porque le quedaba grande. Oh, Dios lo sabe, la Biblia estuvo a la altura de las circunstancias, como los tacones de un enano. Le dieron otras dos acometidas y en cuatro minutos la diñó y se puso a esperar setenta años, fue perdiendo el interés y al final como que le que le importó media mierda que le remendasen la reputación.

MARTÍN OLMOS