A un carlista gaditano le cortaron las orejas porque no blasfemó.
“Aunque superada por la violencia franquista, la represión en la zona republicana antes de que el gobierno del Frente Popular la pusiera coto alcanzó también una magnitud espantosa”
PAUL PRESTON
Antonio Molle Lazo fue un san Tarsicio de boina roja y Cruz de Borgoña, terciario carmelita y gaditano sin chirigota, por cuya intercesión se le pueden pedir mercedes a Cristo recitando su oración que dice: “¡Oh Jesús amabilísimo! que habéis dicho: Aquel que me confesare en la tierra yo lo confesaré delante de Mi Padre Celestial; glorificad pues, el alma bendita de Antonio, que no se avergonzó de confesar vuestro Santo Nombre en medio de los más atroces tormentos y concedednos a nosotros, por sus méritos e intercesión, la gracia que ahora necesitamos. Os lo pedimos para la mayor honra y gloria de la Santísima Trinidad y extensión de vuestro reino aquí en la tierra. Amén”. Después han de rezarse tres padrenuestros y tres avemarías. A Antonio Molle Lazo le cogieron los milicianos en la toma de Peñaflor, en Sevilla, en donde andaba defendiendo a las monjitas del convento de las Hermanas de la Cruz, y le cortaron las dos orejas y la nariz, le sacaron un ojo, le hundieron el otro y le remataron a tiros porque no renegó de Cristo ni dijo vivas a Rusia. A Antonio Molle Lazo le dieron tormento y muerte por no blasfemar, pero también vivió sin decir ni un jolín y una vez denunció a un carretero por echarle juramentos a las mulas y le explicó, por si el hombre no lo entendía (eran tiempos anteriores a la etología), que sus caballerías no atendían a aquel lenguaje y por eso no tiraban del paquete. Los santos son admirables, qué duda cabe, pero intransigentes a veces, con perdón, porque es folclore del oficio de carretero jurar y fumar y es folclore de las mulas no atender y no fue cosa de menguarle las pesetas de la multa a aquel acemilero, que buena falta le harían, por echar un reniego de consuelo, ustedes verán, que a la mejor puta se le escapa un pedo. Incluso en la virtud hay que manejarse con cierta flexibilidad y contaba Luis Carandell que una vez vio un cartel que decía: “Prohibido blasfemar, excepto en las cuestas arriba”.
Antonio Molle Lazo nació el Viernes Santo de 1915 en Arcos de la Frontera, donde nació también el bandido Tragabuches, salteador gitano de la cuadrilla de los Siete Niños de Écija, pero se crió en Jerez obligado por un traslado laboral que tuvo que atender su padre, Carlos Molle Gutiérrez, representante de comercio. Su madre, María Josefa Lazo, estiraba el condumio porque lo tenía que repartir entre siete hijos a los que educó entre la austeridad y el rosario, amén. Antoñito Molle Lazo estudió con los hermanos de La Salle y leyó las vidas de los santos, recibió el escapulario del Carmen y proponía a sus compañeros ir a comulgar a la iglesia de san Mateo en vez de ir a bañarse en cueros al Guadalete, pero sus planes no concertaban adhesiones y, al contrario, los chavales le acababan tirando piedras. Antoñito Molle Lazo las cogía con la cabeza por Cristo y sin protestar y tuvo la intuición de que el Empíreo se ganaba aguantando. Como había que llevar posibles a casa, entró de joven a trabajar de meritorio en la estación de Jerez pero no congenió con los ferroviarios por juradores y medio socialistas y no afianzó el puesto. Tuvo la intuición, no obstante, de los cuernos de los marxistas. Después trabajó un tiempo de escribiente en las bodegas de Pedro Simó, en la calle de Paul, y luego de taquillero en un teatro en el que no demoró en mirar de reojo los tobillos de las cómicas porque tuvo la intuición de que el Empíreo se ganaba guardando y porque solo observaba devoción a Nuestra Señora del Carmen Coronada y a Cristo Rey.
El martirio
Recién se proclamó la República, Antonio Molle Lazo se unió a los carlistas de la Juventud Tradicionalista y se ofreció voluntario para infiltrarse en los cabildos de los socialistas y para formar parte de las brigadas de defensa de los conventos. Siguió teniendo en alto concepto a las mulas y no tanto a los ferroviarios y siguió sin blasfemar ni siquiera en los repechos. Se dio al rosario y al proselitismo, a la boina roja y a la Cruz de Borgoña y en 1936 le metieron en la cárcel por llamar al levantamiento de los militares en la estación de Jerez. Se fue contento al brete como los santos del catecismo y tuvo la intuición del martirio. En la celda cantó “Corazón Santo, Tú reinarás” y la Salve de san Jeroteo y cuando los carceleros le ordenaron silencio siguió en sordina y escribió con una tiza las estrofas de los himnos en la pared. Penó mes y medio de catre sin colchón y le negaron las misas pero a sus conmilitones que le fueron a consolar no les pidió una lima y ni siquiera una muda limpia y les dijo que le trajeran las vidas de los mártires. Le dieron la libertad unos días antes de la rebelión y se alistó en una columna de requetés que fue crisálida del Tercio de Nuestra Señora de la Merced. Contribuyó al triunfo del alzamiento en Jerez y marchó con su división a apoyar a Queipo de Llano en Sevilla pasando por Ubrique y por Sanlúcar. El 8 de agosto le enviaron a guarnecer Peñaflor de Sevilla con un contingente de quince requetés y catorce guardias civiles, dos días después comulgó en el convento de las Hermanas de la Cruz y vio desde el campanario venir a las columnas de los milicianos. Antonio Molle Lazo se quedó a defender a las monjas del ultraje. El honor se respetaba según el barrio. Queipo llamaba por la radio al moro Mizzian a violar rojas. Aquella guerra la hicieron los chusqueros y los violadores. Antonio Molle sostuvo tiroteo con la milicia y le alcanzaron en el brazo derecho dejándoselo yerto. El jefe de la estación de Peñaflor vio como le llevaron a estacazos al lado de la vía. Le dijeron que apostatase de Cristo y diese un viva a Rusia y le cortaron una oreja con una bayoneta. Le dijeron que blasfemase y se negó porque no juraba ni en las cuestas arriba y le cortaron la otra. Después le vaciaron un ojo con un machete y le hundieron a puñetazos el otro y como seguía sin renegar le rebanaron la nariz. No hay consenso de si después le terminaron a palos o a tiros, pero sus hagiógrafos sostienen que cuando recibió la última descarga puso postura de Jesús en la cruz y gritó que viva Cristo Rey. Sostienen también que murió serenamente y sonriendo y guardando en su mano izquierda un crucifijo. Las hagiografías de los mártires las adornan los amanuenses con delectación que no se sabe si es misticismo o una revista holandesa. A Antonio Molle Lazo le enterraron en una capilla presidida por Nuestra Señora de las Tres Avemarías en la iglesia de los padres Carmelitas Calzados de Jerez y le hicieron escapularios con trozos de su camisa. Como todos los que murieron en la guerra de los chusqueros y los violadores, Antonio Molle Lazo es para unos un beatón que no se bañó en cueros en el Guadalete por exigencias de la juventud ni se cagó en lo barrido cuando trepaba una cuesta y para otros es un ejemplo de virtud. Decía san Agustín que en el jardín de la iglesia se cultivan las rosas de los mártires, pero no sabemos si a Dios le agrada que a sus hijos los vapuleen o es todo cosa de san Pablo, que era un poco torcido. Para el martirio se necesita un alto grado de tolerancia del dolor y un estado de ánimo adecuado o se necesita estar donde no se debe con una mano que no se puede jugar. Churchill decía que estaba preparado para asumirlo pero que no era una de sus prioridades y Voltaire, que era medio cagón, no le tenía afición. Bernard Shaw, en cambio, sostenía que era la única manera que tenía un hombre sin habilidades demostradas para convertirse en alguien célebre, pero es que igual no estaba familiarizado con la televisión, que sostiene el razonamiento pero no duele ni la mitad.
MARTÍN OLMOS