MARTÍN OLMOS MEDINA

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Otra historia de una guerra de chusqueros

In Hazañas bélicas, La política, Matanzas on 10 de agosto de 2015 at 18:14

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

A un carlista gaditano le cortaron las orejas porque no blasfemó.

“Aunque superada por la violencia franquista, la represión en la zona republicana antes de que el gobierno del Frente Popular la pusiera coto alcanzó también una magnitud espantosa”

PAUL PRESTON

 

Antonio Molle Lazo fue un san Tarsicio de boina roja y Cruz de Borgoña, terciario carmelita y gaditano sin chirigota, por cuya intercesión se le pueden pedir mercedes a Cristo recitando su oración que dice: “¡Oh Jesús amabilísimo! que habéis dicho: Aquel que me confesare en la tierra yo lo confesaré delante de Mi Padre Celestial; glorificad pues, el alma bendita de Antonio, que no se avergonzó de confesar vuestro Santo Nombre en medio de los más atroces tormentos y concedednos a nosotros, por sus méritos e intercesión, la gracia que ahora necesitamos. Os lo pedimos para la mayor honra y gloria de la Santísima Trinidad y extensión de vuestro reino aquí en la tierra. Amén”. Después han de rezarse tres padrenuestros y tres avemarías. A Antonio Molle Lazo le cogieron los milicianos en la toma de Peñaflor, en Sevilla, en donde andaba defendiendo a las monjitas del convento de las Hermanas de la Cruz, y le cortaron las dos orejas y la nariz, le sacaron un ojo, le hundieron el otro y le remataron a tiros porque no renegó de Cristo ni dijo vivas a Rusia. A Antonio Molle Lazo le dieron tormento y muerte por no blasfemar, pero también vivió sin decir ni un jolín y una vez denunció a un carretero por echarle juramentos a las mulas y le explicó, por si el hombre no lo entendía (eran tiempos anteriores a la etología), que sus caballerías no atendían a aquel lenguaje y por eso no tiraban del paquete. Los santos son admirables, qué duda cabe, pero intransigentes a veces, con perdón, porque es folclore del oficio de carretero jurar y fumar y es folclore de las mulas no atender y no fue cosa de menguarle las pesetas de la multa a aquel acemilero, que buena falta le harían, por echar un reniego de consuelo, ustedes verán, que a la mejor puta se le escapa un pedo. Incluso en la virtud hay que manejarse con cierta flexibilidad y contaba Luis Carandell que una vez vio un cartel que decía: “Prohibido blasfemar, excepto en las cuestas arriba”.

Antonio Molle Lazo nació el Viernes Santo de 1915 en Arcos de la Frontera, donde nació también el bandido Tragabuches, salteador gitano de la cuadrilla de los Siete Niños de Écija, pero se crió en Jerez obligado por un traslado laboral que tuvo que atender su padre, Carlos Molle Gutiérrez, representante de comercio. Su madre, María Josefa Lazo, estiraba el condumio porque lo tenía que repartir entre siete hijos a los que educó entre la austeridad y el rosario, amén. Antoñito Molle Lazo estudió con los hermanos de La Salle y leyó las vidas de los santos, recibió el escapulario del Carmen y proponía a sus compañeros ir a comulgar a la iglesia de san Mateo en vez de ir a bañarse en cueros al Guadalete, pero sus planes no concertaban adhesiones y, al contrario, los chavales le acababan tirando piedras. Antoñito Molle Lazo las cogía con la cabeza por Cristo y sin protestar y tuvo la intuición de que el Empíreo se ganabaANTONIO MOLLE LAZO aguantando. Como había que llevar posibles a casa, entró de joven a trabajar de meritorio en la estación de Jerez pero no congenió con los ferroviarios por juradores y medio socialistas y no afianzó el puesto. Tuvo la intuición, no obstante, de los cuernos de los marxistas. Después trabajó un tiempo de escribiente en las bodegas de Pedro Simó, en la calle de Paul, y luego de taquillero en un teatro en el que no demoró en mirar de reojo los tobillos de las cómicas porque tuvo la intuición de que el Empíreo se ganaba guardando y porque solo observaba devoción a Nuestra Señora del Carmen Coronada y a Cristo Rey.

El martirio

Recién se proclamó la República, Antonio Molle Lazo se unió a los carlistas de la Juventud Tradicionalista y se ofreció voluntario para infiltrarse en los cabildos de los socialistas y para formar parte de las brigadas de defensa de los conventos. Siguió teniendo en alto concepto a las mulas y no tanto a los ferroviarios y siguió sin blasfemar ni siquiera en los repechos. Se dio al rosario y al proselitismo, a la boina roja y a la Cruz de Borgoña y en 1936 le metieron en la cárcel por llamar al levantamiento de los militares en la estación de Jerez. Se fue contento al brete como los santos del catecismo y tuvo la intuición del martirio. En la celda cantó “Corazón Santo, Tú reinarás” y la Salve de san Jeroteo y cuando los carceleros le ordenaron silencio siguió en sordina y escribió con una tiza las estrofas de los himnos en la pared. Penó mes y medio de catre sin colchón y le negaron las misas pero a sus conmilitones que le fueron a consolar no les pidió una lima y ni siquiera una muda limpia y les dijo que le trajeran las vidas de los mártires. Le dieron la libertad unos días antes de la rebelión y se alistó en una columna de requetés que fue crisálida del Tercio de Nuestra Señora de la Merced. Contribuyó al triunfo del alzamiento en Jerez y marchó con su división a apoyar a Queipo de Llano en Sevilla pasando por Ubrique y por Sanlúcar. El 8 de agosto le enviaron a guarnecer Peñaflor de Sevilla con un contingente de quince requetés y catorce guardias civiles, dos días después comulgó en el convento de las Hermanas de la Cruz y vio desde el campanario venir a las columnas de los milicianos. Antonio Molle Lazo se quedó a defender a las monjas del ultraje. El honor se respetaba según el barrio. Queipo llamaba por la radio al moro Mizzian a violar rojas. Aquella guerra la hicieron los chusqueros y los violadores. Antonio Molle sostuvo tiroteo con la milicia y le alcanzaron en el brazo derecho dejándoselo yerto. El jefe de la estación de Peñaflor vio como le llevaron a estacazos al lado de la vía. Le dijeron que apostatase de Cristo y diese un viva a Rusia y le cortaron una oreja con una bayoneta. Le dijeron que blasfemase y se negó porque no juraba ni en las cuestas arriba y le cortaron la otra. Después le vaciaron un ojo con un machete y le hundieron a puñetazos el otro y como seguía sin renegar le rebanaron la nariz. No hay consenso de si después le terminaron a palos o a tiros, pero sus hagiógrafos sostienen que cuando recibió la última descarga puso postura de Jesús en la cruz y gritó que viva Cristo Rey. Sostienen también que murió serenamente y sonriendo y guardando en su mano izquierda un crucifijo. Las hagiografías de los mártires las adornan los amanuenses con delectación que no se sabe si es misticismo o una revista holandesa. A Antonio Molle Lazo le enterraron en una capilla presidida por Nuestra Señora de las Tres Avemarías en la iglesia de los padres Carmelitas Calzados de Jerez y le hicieron escapularios con trozos de su camisa. Como todos los que murieron en la guerra de los chusqueros y los violadores, Antonio Molle Lazo es para unos un beatón que no se bañó en cueros en el Guadalete por exigencias de la juventud ni se cagó en lo barrido cuando trepaba una cuesta y para otros es un ejemplo de virtud. Decía san Agustín que en el jardín de la iglesia se cultivan las rosas de los mártires, pero no sabemos si a Dios le agrada que a sus hijos los vapuleen o es todo cosa de san Pablo, que era un poco torcido. Para el martirio se necesita un alto grado de tolerancia del dolor y un estado de ánimo adecuado o se necesita estar donde no se debe con una mano que no se puede jugar. Churchill decía que estaba preparado para asumirlo pero que no era una de sus prioridades y Voltaire, que era medio cagón, no le tenía afición. Bernard Shaw, en cambio, sostenía que era la única manera que tenía un hombre sin habilidades demostradas para convertirse en alguien célebre, pero es que igual no estaba familiarizado con la televisión, que sostiene el razonamiento pero no duele ni la mitad.

MARTÍN OLMOS

 

Quizá fue la guerra

In Matanzas on 25 de julio de 2015 at 0:03

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Howard B. Unruh, veterano de guerra, mató a trece personas en doce minutos.

“Los hombres no pueden sencillamente ignorar sus experiencias en combate al regresar a la vida civil”

JOANNA BOURKE.

Un mal día lo tiene cualquiera.

La noche del 5 de septiembre de 1949, Howard Barton Unruh, veterano de la Segunda Guerra Mundial de 28 años, se fue al Teatro Familiar de la calle Market de Filadelfia y vio en la sesión doble las películas “I Cheated the Law”, dirigida por Edward L. Cahn con Tom Conway, y “The Lady Gambles”, dirigida por Michael Gordon con Barbara Stanwyck. Regresó a las tres de la madrugada del día siguiente a su apartamento de tres habitaciones del bloque 3200 del cruce de la calle 32 con River Road, en Candem Este, Nueva Jersey, donde vivía con su madre Freda Vollmer, de cincuenta años, empleada de empaquetadora en la fábrica de jabón Evanson Company. Howard Barton Unruh había tenido discrepancia con su vecino Maurice J. Cohen, farmacéutico de cuarenta años, a cuenta del volumen de la radio y del uso común de la puerta que separaba sus patios traseros. Howard Barton Unruh creía que los comerciantes del barrio le llamaban marica. Anotó los agravios en una agenda en la que guardaba una lista de los ofensores con apuntes marginales en los que determinaba si merecían escarmiento. Si era así, escribía junto al nombre la palabra “represalia”. Howard Barton Unruh medía metro ochenta, era delgado y tenía la punta de la nariz ligeramente levantada, el labio superior carnoso y el pelo rizado. En 1945 le licenciaron con honores por su servicio en una división de artillería pesada en la Batalla de las Ardenas y en los frentes de Austria y Bélgica. Su madre pensaba que no era el mismo desde que regresó de la guerra. Pensaba que le brillaba la mirada de un modo inquietante y le preocupaba que no moviese un dedo para buscarse un empleo. En su habitación guardaba bayonetas alemanas, cargadores para carabinas del 30-30, fotografías de tanques Panzer, un cenicero hecho con un obús, una pistola de juguete del vaquero Roy Rogers, un dispensador de gas lacrimógeno, un cuchillo de quince centímetros de hoja, dos manuales de tiro, un ejemplar del Nuevo Testamento señalado por el pasaje de San Mateo en el que Jesucristo dijo: “¿Veis todo esto? En verdad os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea destruida” (24, 2) y una pistola Luger P08 del calibre nueve con dos cargadores de ocho balas y dieciséis cartuchos sueltos. Howard Barton Unruh pasó una lista mental de agravios, repasó la agenda, decidió matar al sastre, al zapatero, al barbero y al farmacéutico y se acostó.

Doce minutos de furia

Se levantó a las ocho de la mañana y desayunó cereales y dos huevos fritos. Se afeitó y se vistió con un traje liviano de lino marrón, una camisa blanca limpia y una pajarita de rayas. No se puso sombrero. Escuchó la radio hasta las nueve y cuarto y su madre le sobresaltó. Instintivamente cogió una llave inglesa y la amenazó. Freda Vollmer le dijo a su hijo: “Howard, no puedes hacerme esto”. Howard dejó la llave inglesa. Cogió la pistola Luger P08 y la cebó con un cargador de ocho balas. Se metió en el bolsillo la otra petaca llena y dieciséis cartuchos sueltos, el dispensador de gas lacrimógeno y el cuchillo de quince centímetros de hoja. Salió de casa a las nueve y veinte. A las nueve y media llegó a la zapatería de John Pilarchik, de veintisiete años, que estaba en la misma acera de su casa, y le pegó un tiro en el pecho y otro en la cabeza. Después fue a la sastrería de Thomas Zegrino, en el 3214 de River Road, y no le encontró. Su esposa Helga, de veintiocho años, le vio la Luger en la mano y dijo: no, no, no. Howard Barton Unruh le disparó y la mató. Salió de la zapatería y llegó a la barbería de Clark Hoover, en el 3210 de la misma calle, que tenía en el medio de la salaHOWARD B. UNRUH. un caballito blanco de tiovivo para entretener a los niños en el que estaba subido Orris Smith, que le decían sus padres Brux, de seis años. Howard Unruh le voló la cabeza a Orris Smith delante de su madre y le pegó un tiro a Clark Hoover, el barbero. Después se dirigió al bar de Frank Engel y disparó contra la puerta. Frank Engel la cerró a cal y canto y subió al piso de arriba a por su revólver del calibre 38. Howard Unruh regresó a la calle y disparó contra una ventana abierta del 3208 de River Road y le acertó en la cabeza al niño de dos años Tommy Hamilton. Recargó la Luger P08 con la petaca cebada, se cruzó con el coche de Alvin Day, técnico de reparación de televisiones, y le pegó un tiro a través de la ventanilla. Frank Engel, desde el segundo piso que se levantaba sobre su bar, disparó a Unruh con su revólver del 38 y le alcanzó en la pierna izquierda. Unruh, en medio de la calle, disparó al corredor de seguros James Hutton, de cuarenta y cinco años, en el cuerpo y en la cabeza, y se encaminó a la farmacia de Maurice Cohen. Cohen se acordó de la puerta que tenía en común con Unruh en el patio trasero, corrió a su apartamento y ordenó a su familia que se escondiese. Su mujer, Rose, de treinta y ocho años, metió a su hijo Charlie, de catorce, en un armario y ella se encerró en otro. Su madre Minnie, de sesenta y tres, buscó el teléfono de la poli. Maurice Cohen salió por la ventana y alcanzó un tejadillo. Howard Unruh irrumpió en el apartamento y disparó a Maurice en la espalda desde la ventana. Luego acribilló el armario en el que estaba encerrada Rose Cohen sin abrir la puerta y le pegó un tiro en la cara a Minnie Cohen, que tenía el teléfono en la mano. Volvió a la calle, recargó la Luger y disparó sobre un coche que estaba parado delante de un semáforo en rojo matando a sus tres ocupantes: Emma Matlack, de sesenta y seis años, su hija Helen, de cuarenta y tres, y su nieto John Wilson, de doce, al que atravesó el cuello de un balazo. Luego disparó en las piernas a Charlie Peterson, que estaba atendiendo a uno de los heridos de la calle, y en las manos a Armand Harrie, un chaval de dieciséis años, en una tienda de la calle 32. Su garbeo por el barrio duró doce minutos y cuando se quedó sin balas volvió a su apartamento y escuchó las sirenas.

Los polis rodearon su ventana con ametralladoras y el agente Edward Joslin, de la patrulla motorizada, le lanzó una granada de gas lacrimógeno. A las diez de la mañana, el periodista Philip W. Buxton, redactor del vespertino de Candem, consiguió el teléfono de Unruh (4-2490W) y le llamó. Unruh cogió. Buxton le preguntó que a cuántos había matado y Unruh le dijo que no sabía, pero que estaba ocupado y tendrían que hablar más tarde. Después se asomó a la ventana y dijo que se rendía. Dejó la Luger seca sobre una mesa y salió a la calle con los brazos levantados. El sargento Wright le esposó y le preguntó: ¿qué te pasa, tío? ¿estás loco? Unruh le contestó: No, estoy bien de la cabeza. Le interrogaron durante más de dos horas y no manifestó dolor. Los polis se dieron cuenta de que tenía un balazo en la pierna izquierda cuando se levantó y vieron la silla manchada de sangre. El trastorno de estrés postraumático se reconoció oficialmente en 1980, cuando fue incluido en la tercera revisión del Manual de Diagnosis y Estadística de los Desórdenes Mentales. Durante la Segunda Guerra Mundial se le conocía popularmente como “fatiga de combate” y entre los médicos como “neurosis de guerra”. A Howard Unruh le gustaban las listas y en el frente europeo llevó una pormenorizando cada alemán que mató. En su Paseo de la Ira mató a trece personas en menos de doce minutos disparando treinta y dos balas. Algunos de sus blancos estaban en su agenda de represalias y a otros no los había visto en su vida. Le encerraron en el Hospital Psiquiátrico de Trenton, donde coleccionó sellos y no habló con nadie hasta que murió el 19 de octubre de 2009.

MARTÍN OLMOS

 

Los meandros de las historias

In Los raros, Matanzas on 22 de febrero de 2015 at 21:41

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Una historia desbocada puede derivar en cualquier cosa

“Si la mitad de las piezas de un rompecabezas están faltando, lo más probable es que algo pueda seguir siendo armado”
NORMAN MAILER

Una historia es un organismo vivo al que hay que amaestrar como a una foca de parque acuático para que haga sus gracias con un balón a cambio de una sardina. Una historia se construye a base de una carpintería de diques para que fluya por donde a uno le conviene. De lo contrario, la historia meandra por donde se le antoja y va sacando afluentes que unas veces van a alguna parte y otras no. Norman Mailer decía que un esquiador decente rara vez se preocupa por el camino porque confía en que reaccionará ante los cambios del sendero a medida que se le presenten, pero no todos los esquiadores son lo suficientemente eficaces y entonces les conviene  conocer donde acaba la pista y donde doblan las curvas. A una historia hay que podarle las ramificaciones como al brazo de un árbol si lo que uno anda buscando es que le salga un cayado. Para eso le hace falta un cuchillo de desbrozar y una noción mediana del concepto de la línea recta. Le puede ayudar también calibrar la resistencia del sarmiento para que le sostenga un par de paseos o tres. Puede, sin embargo, que piense que sus piernas son lo suficientemente fuertes como para no necesitar reforzarlas y entonces observa el ramizo con toda su frondosidad y lo conserva sin desbrozarle los afluentes. Una historia sin pelar se parece a un cuadro de Jackson Pollock hecho con salpicaduras de pintura líquida. Uno a Jackson Pollock le tiene poco mirado y se lo tienen que explicar. Si a uno le tienen que explicar un cuadro se cree que está mirando un teorema. A uno le dicen que Pollock hacía “action painting” . Uno va al museo a ver cristos crucificados y bodegones con perdices. A un cuadro de Pollock hay que acercarse con un estado de ánimo receptivo. Uno, cuando le sale un día mundano como de tío que para mucho en Nueva York, se pone delante de un cuadro de Pollock y asiente levemente con la cabeza, no más de tres veces pero perceptivamente para que se sepa que está en el rollo. Uno, cuando le sale un día de porrón como de tío que una vez fue a una Feria de la Herramienta a Valencia, se pone delante de un cuadro de Pollock y va y  suelta la gracia y dice: esto lo pinta mi sobrino con unas témperas. A una historia hay que acercarse con un adecuado estado de ánimo, como si se mirase un cuadro de Pollock o a una mujer madura. Si la historia posee su carpintería de diques asentados redondea de alguna forma conformando un conjunto homogéneo. Si, por el contrario, distrae por afluentes hay que afrontarla con la pericia de un esquiador decente reaccionando a los cambios del sendero y sale San Antón si tiene barba, y si no la Purísima Concepción.

Esta historia empieza con las suelas de las alpargatas de un hombre asesinado y acaba con un encuentro en la tercera fase. En agosto de 2009 desenterraron de una fosa común en Las Palomas, en la carretera entre Valverde y Villanueva de la Vera, en Cáceres, seis suelas de alpargata, un botón roto y una moneda de perra gorda. Las suelas de las alpargatas eran de Gregorio Recio Marcos, de diecisiete años, de Lorenzo Cordero Ramos, de treinta y cinco, y de Teodoro Tornero Fernández, de veintiocho, asesinados por una patrulla irregular de falangistas en octubre de 1936 durante la represión que sucedió a la toma de la comarca por las tropas de la rebelión. En Villanueva de la Vera hubo dos muertos más célebres que fueron el alcalde socialista Anastasio Arroyo Gironda, antiguo chofer del marqués de Esquilache, y su compadre Pedro González Hernández, cantaor de flamenco, jornalero y caballista de reses bravas. Anastasio Arroyo Gironda hizo campaña por el Frente Popular y Pedro González Hernández le camelaba al auditorio cantando por bulerías. A Anastasio Arroyo, a Pedro González y a otros tres jornaleros les trincaron los falangistas cuando entraron las columnas africanas a Talaveruela camino de Madrid y les pasearon en la carretera de Villanueva de la Vera, a la altura de la fuente de El Pocillo, en Aguasfrías, después de obligarles a cavar sus propias tumbas. Les mataron de noche y les malenterraron y a la mañana siguiente vio un cabrero un brazo brotar de la tierra como un sarmiento de olivo. Los cinco hombres muertos habían posado en tiempos mejores en una fotografía en la que salen tres destocados, uno con una gorra y otro con una boina y los cinco calzando alpargatas esparteñas de suela de cordel y capellada de trapo. Ninguno lleva sombrero y miran a la posteridad. Ninguna de las seis suelas de alpargata que salieron de la fosa de tierra de Las Palomas era de ninguno de aquellos cinco hombres y eran, en cambio, de Gregorio Recio Marcos, de Lorenzo Cordero Ramos y de Teodoro Tornero Fernández. Teodoro Tornero Fernández fue uno de los fundadores del Ateneo de Villanueva de la Vera y pensaba que se progresaba leyendo y cuando los falangistas le llevaron a pasear al yermo de Las Palomas uno de ellos le sacó los dos ojos con los pulgares, le puso delante de un libro quemado y le dijo que lo leyera. Las suelas de sus alpargatas, y una moneda de perra gorda y un botón roto, salieron de la tierra en agosto de 2009. Ochenta años después, en Villanueva de la Vera vive una comunidad sufí naqshbandí, la rama más espiritual del Islam, por donde pasaron antaño los moros de El Mizzian buscando el sexo pálido de las milicianas y las orejas cristianas con las que engarzar un collar para presumir en el Rif. La muerte espantosa de Teodoro Tornero Fernández, que pensaba, pobre loco, que se progresaba leyendo y le sacó los ojos con los pulgares un paisano para pagar, seguramente, una rencilla vieja de pueblo estrecho que espera una guerra para saldar cuentas antiguas y amargas como los negros del Watts esperan al huracán para robar una tele, la refirió José María Zavala en “Los horrores de la Guerra Civil” recogiendo el testimonio de Eduardo Pons Prades, veterano anarquista de la Quinta del Biberón y herido en los bombardeos de Barcelona que siguió peleando por inercia en Francia con el maquis y en la columna del general Leclerc.

Alpargatas y marcianos
Eduardo Pons Prades nació en 1920 en el Raval de Barcelona y su tío cargó al hombro el ataúd de Buenaventura Durruti. En 1937 falseó la edad y se alistó en el Ejército Republicano, en el que llegó a sargento instructor de ametralladoras de la mano del poeta Miguel Hernández. Con la 105 Brigada Mixta combatió en los frentes del Ebro, de Madrid, de Guadarrama, de Brunete y del Segre. Cuando cayó la República cruzó la frontera por Port Bou, apacentó cerdos en Bloumac y se unió al maquis para pelear al alemán en Bélgica y en Luxemburgo. Dirigió un comando guerrillero en el río Ariege y liberó Aude integrado en las tropas de los generales Leclerc y De Gaulle. Después de la guerra cruzó varias veces la frontera en el clandestino para rendir misiones misteriosas a cuenta del Partido Sindicalista y regresó definitivamente a España en 1962 abrigándose  en una amnistía de Franco con motivo de la coronación del papa Juan XXIII. Participó en la fundación de la editorial Alfaguara y escribió una docena de libros sobre las dos guerras que conoció, sobre el exilio y sobre los campos de exterminio hasta que en 1981, en la carretera de Perpiñán, se encontró con una nave espacial de setenta y cinco metros de altura y unos marcianos vestidos con monos blancos le dijeron que venían de la Armoniosa Confraternidad Universal y le hicieron partícipe de un mensaje que le grabaron en la mente por medio de un casco con la forma de un birrete de rabino. Publicó su experiencia en “El mensaje de otros mundos” (Planeta, 1982), a pesar de las reticencias de su editor, que no veía manera de engarzar la obra en el resto de su bibliografía igual porque nunca se paró delante de un cuadro de Pollock hecho de salpicaduras de pintura líquida a la buena de Dios. Esta historia empieza con suelas de alpargatas y cunetas plantadas de represalia, con muertes atroces de villanos que aprovechan el huracán como los negros que saquean teles y se desarrolla a través de la pista de esquí de Norman Mailer hasta derivar, a causa de la ausencia de diques y a base de coser eslabones sin ninguna noción de la línea recta, en un historiador racionalista que acaba viendo marcianos una noche en Perpiñán. Queda entre Buñuel y George Lucas y como un cuadro pintado por tu sobrino con una témperas. Pollock murió en 1956 cuando se estampó con su coche conduciendo trompa.

MARTÍN OLMOS

El terrorista libertario

In Matanzas, Reyes y caudillos on 29 de junio de 2013 at 13:59

El anarquista Mateo Morral quiso hacer jaque al rey y derribó 23 peones

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Por tu negro verbo de Mateo Morral”
RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN

Una boda generalmente la tuerce el cuñado que se la engancha, canta una jota a destiempo y le pellizca las sentaderas a una prima del pueblo que es fea pero formal. Sobre las nalgas de la prima, que son percheronas, no son frecuentes las llamadas a la lujuria y el pellizco, por inusual, lo agradecen, pero como hay gente delante, la prima se ve en la obligación de avisarlo con escándalo y manifestar conturbación. Después se arma, qué vergüenza. En las bodas reales, en cambio, se observa más el miramiento y los comensales, que andan en no marrar en el manejo del cubierto numeroso, cumplen la función con decoro y si alguien tuerce el festejo suele ser un anarquista al que se olvidaron de invitar. Al anarquista le irritan las pitanzas de lujo con postres de tiramisú y cuando se entera de una se levanta aguafiestas. Al anarquista no le apetece rendir las noches en el cabaret mirando el muslo burgués de las cigarreras y prefiere pasarlas a la luz de una vela leyendo a Kropotkin, que por ruso tiene mucho predicamento. El anarquista gasta gabán negro de faldón en invierno y en verano (no le gustan los tonos de primavera), que le sirve para ocultar la bomba y el puñal, el mentón azul de no rasurarse con esmero y la carita de hambre, aunque a veces el ayuno lo imposta pudiendo comer caliente. Decían en los casinos que al anarquista se le pasa la acracia, como si fuese un sarampión, cuando se encuentra un duro y tiene para gastar pero Mateo Morral no guardaba esa condición porque venía de familia de posibles que le había brindado educación de esmero, parlevufransé y almuerzos de primero, segundo y postre. Y, sin embargo, como a otros les llaman las musas, a él le llamó la revolución.

Es bien sabido por estos pagos que afuera están los librepensadores y Mateo Morral, después de un viaje a Alemania, regresó a Sabadell pensando libertario. Pasaba poco de los veinte años y le dijo a su papá, que era comerciante textil, que quería la parte que le tocaba y se puso a trabajar en el centro educativo de Francisco Ferrer y Guardia, masón y anarquista que acabó fusilado en 1908 en el foso de Santa Amalia, en la prisión de Montjuic, por su participación en los sucesos de la Semana Trágica (Anatole France dijo que su único crimen fue haber fundado escuelas laicas). A Morral le prologó un libro Federico Urales, el padre de Federica Montseny que más tarde fue uno de los fundadores de la CNT, y se enamoró de la señorita Soledad Villafranca, la compañera de Francisco Ferrer y probablemente una de las razones por las que se fue a Madrid en 1906 a contribuir al triunfo de La Idea, a practicar la propaganda de acción y a tirarle una bomba al rey de España el día de su casorio.

Victoria Eugenia de Battemberg renunció al anglicanismo para casarse con el rey Alfonso XIII de España, en este caso Madrid valió la misa. El obispo de Nottingham celebró la ceremonia de su conversión al catolicismo en la capilla privada del Palacio de Miramar en San Sebastián y el 9 de marzo de 1906 la Casa Real Española anunció el compromiso matrimonial. A Alfonso XIII le decían el Piernillas porque era flaco y le gustaban, por motivos diferentes, los militares y las chavalas. A Victoria Eugenia le llamaban en familia Ena, por abreviar, y era moza walkiria y de estampa, con lo que prometía lucimiento como reina consorte. Se casaron el 31 de mayo de 1906 en la iglesia de San Jerónimo el Real, el novio ciñó uniforme de gala de capitán general, la banda de la Gran Cruz Roja del Mérito Militar y espuelas de oro y la novia satén blanco bordado en plata, cola de cuatro metros y en la cabeza la Diadema de las Flores de Lis, una tiara de brillantes diseñada por el joyero Ansorena regalo del prometido.MATEO MORRAL

Unos días antes, Mateo Morral grabó a navaja en un árbol del Retiro “Ejecutado será Alfonso XIII el día de su enlace”, y firmó: “Un irredento”. Se alojaba en la Fonda Iberia, en el dos de la calle Arenal, pero alquiló por veinticinco pesetas diarias una habitación con ventana al exterior en el cuarto piso de una pensión del 88 de la Calle Mayor, por donde iba a discurrir el cortejo nupcial. Hoy el inmueble sigue derecho y debajo abre la Casa Ciriaco, en donde hacía tertulia Julio Camba,  que presume carta de pepitoria de gallina y perdiz con judiones en temporada. Durante su breve y violento lapso madrileño Mateo Morral frecuentó la imprenta del panfleto anticlerical “El Motín”, dirigido por José Nakens, que llevaba por blasón tener a 47 redactores excomulgados por la iglesia de Roma, y la horchatería de Candelas de la calle de Alcalá, en donde hacían tertulia los modernistas. Quizás también frecuentó los alivios putañeros porque le encontraron boticas contra la sífilis en su bolsa de viaje. Mateo Morral guardaba una bomba de tipo Orsini, que también la dicen “corbeille” o de cesta, debajo de la cama de la pensión de la Calle Mayor. La bomba Orsini explota al impacto, porque carece de dispositivo de tiempo o de espoleta, la inventó el independentista italiano Felice Orsini y la estrenó tirándosela al paso del carruaje de Napoleón III cuando salía de la ópera de París en 1858.  La víspera del enlace Mateo Morral ensayó lanzamientos con naranjas desde la ventana de la habitación y los guardias le llamaron al orden, luego se fue a garbear por la horchatería de Candelas con dos compadres de la causa, uno era el ex tranviario Ibarra y el otro un polaco de apellido Semovich que era viajante farmacéutico con exclusividad en el producto “La Lecitina Billón, para facilitar la digestión”. Allí tuvieron altercado, que no pudo llamarse tángana, con el pintor Leandro Oroz, que les dijo que los anarquistas dejaban de serlo cuando juntaban cinco duros. Se saldó en zarandeo y hombrada pero no se contaron puñetazos.  Después se retiró al dormidero, tenía veintiséis años y hazaña a la mañana siguiente, pero se demoró en escribir una postal de amor a la señorita Soledad Villafranca.

Al pueblo de Madrid, por disfrutar de clima amable, le gusta salir a la calle por ver pasar el bautizo o el funeral y así distraer el hambre y no ir a la oficina. El 31 de mayo abarrotó la Calle Mayor para hacerle el jaleo al carruaje real, que rendía el trayecto entre la iglesia y el palacio. Al paso por el número 88, sobre las dos de la tarde, frenadas las caballerías por doblar curva, Mateo Morral tiró la bomba envuelta en un ramo de flores pero como el hombre propone y la curva de trayectoria dispone, el paquete tropezó con los cables del tranvía y cayó sobre el tumulto mirón matando a 23 paisanos e hiriendo al centenar. A la reina Victoria Eugenia le salpicó la sangre plebeya el manto de flores de lis. El civilerío, la Guardia Real y los soldados de escolta del Regimiento Wad-Ras escribieron las bajas, la nobleza salió ilesa. Mateo Morral huyó en la confusión y dos días después sus modales finolis, el acento de Sabadell y la cara de haberse comido al canario levantó el recelo de la parroquia de la venta de los Jaireces, en Torrejón de Ardoz. El guarda Fructuoso Vega le pidió filiación y Mateo Morral le asesinó de un tiro y después se suicidó disparándose en el pecho. En la cripta del Hospital del Buen Suceso, Ricardo Baroja le hizo una aguafuerte al cadáver del anarquista, al pobre Mateo Morral, libertario y mal lanzador, que calzaba alpargatas nuevas, mono de tajo y carita de mal de amores. Acaso pensó que Soledad Villafranca podía ignorar un soneto pero no un regicidio.

MARTÍN OLMOS

El día que Liviu Librescu dejó de correr

In Matanzas on 7 de junio de 2013 at 21:23

Un profesor judío superviviente del Holocausto salvó la vida de sus alumnos en la masacre de la Universidad de Virginia

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Liviu Librescu murió, como Leónidas y sus hoplitas espartanos y tespios, defendiendo una puerta para dar tiempo a que otros se pusieran a salvo”.
JON JUARISTI

Charles Darwin concluyó que no sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta a las circunstancias. El árbol que se mantiene firme contra el viento se quiebra, pero el bambú que se mece en su dirección permanece. Eso lo dijo Confucio o David Carradine en un capítulo de Kung-Fú, todavía se sigue discutiendo. La inclusión del bambú en la metáfora inclina a pensar que en todo caso lo dijo un chino. Un proverbio español dice que el soldado que huye sirve para otra guerra. Los maleables vivimos más tiempo que los audaces y seguimos la recomendación de Ovidio de andar por el camino de en medio. Recordamos que mamá nos decía que cuando se cierra una puerta no hay que poner los dedos. Adaptarse es una manera eufemística de reconocer la cobardía y todos somos valientes de lejos, pero aflojamos conforme vamos acercándonos. Lord Charles Wilson, primer barón de Moran, que obtuvo la Military Cross en la Primera Guerra Mundial y fue el médico personal de Winston Churchill, sostenía que el coraje no es un ingreso, sino un capital que cada hombre posee en una cantidad delimitada y consumible. Un día, el profesor Liviu Librescu se cansó de huir y decidió gastar su cuota de valor. Puso los dedos cuando se cerró la puerta. Podía haberse adaptado a las circunstancias y saltar por una ventana, arriesgándose a un trompazo de tres metros, pero se quedó haciendo frente al viento y lo tumbaron como al árbol, al contrario que el bambú. Liviu Librescu sobrevivió a la Guardia de Hierro de Antonescu, a los campos de concentración nazis y a la persecución de Ceaucescu, y le acabó matando en la tierra de la libertad un chaval idiota adicto a los videojuegos que tenía manía persecutoria, dos pistolas y nunca se había comido una rosca. De la muerte solo nos separa el tiempo, dijo Hemingway, y se presenta sin haberle pegado un repaso al historial del cliente haciendo que morirse, además de inevitable, a veces sea raro. Don Nicolás Paredes, matón porteño y rufián de golfas, sobrevivió a un centenar de peleas a cuchillo y, sin embargo, murió al caerse borracho del pescante de un carro. El saltimbanqui inglés Robert Leach sobrevivió a un salto de cincuenta metros en las cataratas del Niágara metido en un barril de metal y, sin embargo, murió de gangrena después de romperse una pierna al resbalarse con una monda de naranja. La condesa polaca Krystyna Skarbek peleó en la batalla de Vercors contra los regimientos de las SS y escapó de la Gestapo mordiéndose la lengua para escupir sangre y simular que tenía tuberculosis y, sin embargo, la mataron a cuchilladas en una riña pasional en un hotel de segunda en donde el destino la había puesto a fregar escaleras. El profesor Liviu Librescu sobrevivió a los monstruos y, sin embargo, le mató un imbécil.

El imbécil
El imbécil era Cho Seung-hui, un coreano con la adolescencia torcida que vivía en un país en el que te regalan un fusil semiautomático con las bolsas de patatas fritas. La adolescencia es la parte de nuestra vida en la que refrendamos con entusiasmo la teoría biológica del evolucionismo ilustrándola con un comportamiento simiesco que se manifiesta en el recelo, la consecución de homéricos records sexuales en solitario y el convencimiento de que todo el mundo juega en el equipo contrario. Y cualquiera en su sano juicio sabe que no hay que darle a un mono dos pistolas. Cho Seung-hui era además un esquizofrénico con trastorno bipolar que tenía una novia imaginaria porque no se le daban bien las de carne y hueso. Hablaba poco, le educó la tele, acosaba a las chavalas y pensaba que todo el mundo conspiraba contra él. Se compró una pistola Glock de nueve milímetros y una Walter del calibre 22, un cuchillo, ropa negra y el 16 de abril de 2007 entró en la Universidad Estatal de Virginia y mató a treinta y dos personas antes de pegarse un tiro. A la mañana siguiente enterraron a los muertos y fueron a la tele a largar lo de siempre los sociólogos, la Asociación del Rifle y Michael Moore, que se puso calcetines limpios para la ocasión.

…y el héroe viejo
La baja de mayor edad de aquella masacre fue el profesor Liviu Librescu, que fue acribillado en la puerta del aula 204 del edificio Norris Hall, a las diez menos cuarto de la mañana. Liviu Librescu era judío, tenía 76 años y problemas con la próstata. Nació en Rumanía en 1930 y con catorce años fue perseguido por la terrible Guardia de Hierro de Ion Antonescu, que fue responsable de la matanza de casi medio millón de judíos. La familia de Librescu fue trasladada al gueto de Focsani y después la encerraron en el campo de concentración nazi de Transnistria. Librescu sobrevivió de milagro y con la derrota del Eje le llevaron a un campo de trabajo soviético. Después de la guerra se graduó en ingeniería aeronáutica en el Instituto Politécnico de Bucarest y fue miembro LIVIU LIBRESCUde la Academia Rumana de las Ciencias, que le otorgó en 1972 el premio Traian Vuia, considerado su máximo galardón. Librescu se especializó en aeroelasticidad y aerodinámica y sin embargo volvió a ser perseguido por el dictador Ceaucescu cuando no quiso jurar fidelidad al partido comunista. No acabó tomando baños de sombra por la intercesión del primer ministro israelí Menahem Beguin, que consiguió su traslado a Tel Aviv en 1978. Se convirtió en uno de los principales especialistas mundiales en aeroelasticidad de las estructuras y en 1986 emigró a los Estados Unidos para dictar clases de mecánica de los cuerpos sólidos en la Universidad Estatal de Virginia, que le nombró Doctor Honoris Causa en el año 2000. El día de la matanza llevaba once años de retraso en su jubilación. Cuando Cho Seung-hui entró disparando en el edificio Norris Hall, los alumnos del aula 204 rompieron los cristales de las ventanas para saltar desde el segundo piso y escapar de la carnicería. El profesor Librescu se cansó de sobrevivir y decidió quedarse y gastar su capital de coraje, la cantidad consumible del barón de Moran. Para dar tiempo a los chicos bloqueó la puerta con su cuerpo. El estudiante Richard Mallalieu le intentó ayudar, pero Librescu le ordenó que saltase. Cho Seung-hui empujó la puerta con el hombro. Librescu tenía 76 años y medía apenas metro setenta y Cho Seung-hui tenía 23, alcanzaba el metro noventa y pesaba cerca de los ochenta kilos. Librescu aguantó tres embestidas. Los muchachos escaparon saltando los tres metros y medio que caían al jardín. Uno se rompió las dos piernas. Cho Seung-hui disparó a través de la puerta y acertó a Librescu, después entró y le remató. Todos los alumnos del aula 204 salieron de una pieza porque contaron con el tiempo que les proporcionó el bloqueo de Librescu, que había huido de su país pero no quiso escapar de una habitación. El Talmud dice que quien salva una vida, salva al mundo entero. Hemingway decía que de la muerte solo nos separa el tiempo, y al profesor Librescu le separó una ventana por la que no quiso saltar y se quedó a apagar la luz. Sobrevivió al holocausto y a la persecución de Ceaucescu pero la última ronda la pagó él. Abonó la espuela con su capital de valor.

MARTÍN OLMOS

La batalla de Nueva York

In Matanzas on 13 de diciembre de 2012 at 13:33

Las revueltas contra la ley de reclutamiento dejaron más de 2.000 muertos en las calles de Nueva York en el sangriento mes de julio de 1863

ILUSTRACION de Martin Olmos

“Se debe acabar con esa gentuza de inmediato. Denles metralla, y mucha”.
HENRY J. RAYMOND. Periodista del New York Times

A morir se manda al pobre, que abulta, y el rico se queda en el club, leyendo el almanaque y metiéndole prisa al camarero para que le traiga el jerez. Esto es así desde que se inventó la sangre azul. Napoleón dijo que el nervio de la guerra es el oro, así que las peleas las empiezan los nerviosos y a las trincheras se manda al hospiciano para que encuentre un sitio donde caerse muerto. Y en tiempos de paz al campo, a desterronar, bajo el sol grande, con un botijo y una flauta de pan para que entretenga sus ocios silbando romancillas pastoriles y haga un paisaje bucólico. Y que la hinque, que la mies no se recoge sola. El pobre abunda, y en la  batalla, cuanta más gente mejor. En la guerra no se espera que el descamisado se comporte como un Cid, basta con que haga montón y que la diñe cuando haga falta. El coronel S. L. A. Marshall comprobó que solo quince de cada cien soldados destacados en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial habían disparado en alguna ocasión contra posiciones enemigas, mientras que más del 80% de la tropa, disponiendo de ocasión, había preferido darle la tarde libre al gatillo. En términos de productividad es para despedir al sargento, sin embargo, el coronel Marshall, especializado en técnicas de adiestramiento militar agresivo, comprendió que el personal combatiente pasivo cumple una función de abrigo que tranquiliza al contingente que pelea. A excepción de los 300 de Leónidas, que les daba lo mismo pelearse contra ocho que contra ocho mil, por regla general, cuando se va a una bronca cuanta más gente se lleve mejor, aunque la mitad tenga la pegada de un monaguillo. A este montón se le llama técnicamente infantería pero, para entendernos, es la carne de cañón.

En la Guerra de Secesión americana los generales aún conducían a sus tropas utilizando las tácticas napoleónicas, generosas en cargas frontales, pero la artillería había evolucionado por su cuenta sin esperar a que West Point se pusiese al día, se habían desarrollado armas de fuego más precisas y se generalizó el uso del rifle Spencer de siete tiros y de la ametralladora Gatling de seis cañones rotatorios, lo que convirtió los campos de batalla en mataderos.  En Antietam cayeron 13.000 hombres, 30.000 en Chancellorsville, 12.000 en Fair Oaks, 25.000 en Stone´s River. Solo en la batalla de  Gettysburg se contaron  40.000 bajas, y eso que empezó siendo una escaramuza. Y si en la escuela sientan en las primeras filas a los que apuntan un porvenir y atrás dejan a los zoquetes, para que se pasen la clase grabando a navaja corazones enamorados en el pupitre, en la guerra a los primeros que sueltan es a los muertos de hambre y así la diñan por una causa, de una vez y rápido, y no de inanición y afeando las avenidas. Las dos primeras líneas de combate durante la Guerra de Secesión eran prescindibles por obligación, como la cáscara de un plátano, y los que abrían la formación ni siquiera llegaban a ver al enemigo y caían mucho antes de meterse en harina, así que la carne de cañón se convirtió en un género de demanda. Y para eso estaban los irlandeses. Los sargentos de reclutamiento les iban a buscar a sus cobijuelas de los Five Points de Nueva York, donde eran legión, les prometían rancho y ropa del estado y les mandaban al frente, a desfilar. Al irlandés, tradicionalmente, le gusta la camorra, pero cuando las listas de bajas fueron casi tan largas como las del censo hasta el más belicoso de Dublín dejó de firmar y prefirió quedarse en el bar porque, después de todo, había cruzado el océano para matar el hambre y no para que le matasen a él. Entonces, en marzo de 1863, el presidente Lincoln emitió una declaración en la que convocaba a 300.000 hombres para el ejército y el Congreso aprobó la Ley de Reclutamiento Obligatorio por la que cualquier individuo con las cuatro extremidades más o menos en ejercicio podía ser alistado, a excepción del que pudiera pagar 300 dólares al gobierno. Que el dinero no puede comprar la salud se quedó en frase bienintencionada y a Lincoln se le olvidó que había dicho que ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otro sin su consentimiento.

El reclutamiento empezó en Nueva York el 11 de julio de 1863, se abrieron oficinas militares en los distintos distritos y en tres días empezaron los disturbios. Se dijo que el primer núcleo de la insurgencia fue organizado por Los Caballeros del Círculo de Oro, un grupo político contrario a la ley de recluta, pero en seguida salieron los saqueadores, los incendiarios y los que no tenían nada que perder, los cuchilleros, las lumias y los profesionales de la gresca. “Esta multitud no es el pueblo -aseguró el New York Times-. La componen en su mayor parte los elementos más viles de la ciudad”.   El lunes 13 la compañía de bomberos voluntarios de la calle Treinta y Tres, que se hacía llamar La Broma Negra, pegó fuego a la oficina de reclutamiento de la calle Bowery haciendo correr a la poli, que se tuvo que retirar a la Segunda Avenida. El fuego se extendió y arrasó toda la manzana. El superintendente de la policía John A. Kennedy salió de ronda de paisano llevando una caña de bambú para respaldar su autoridad pero un grupo de revoltosos le zumbó una de campeonato y le dieron por muerto, le recogió el ciudadano John Egan, que le llevó al médico y le contaron 72 golpes de estaca y una docena de cuchilladas. Con la cabeza del sargento McCredie, que le llamaban Mac el Peleas, tiraron una puerta de un edificio de la Tercera Avenida y al negro William Jones le colgaron de un árbol en la calle Clarkson. A otro negro le tumbaron a golpes y las mujeres le abrieron el cuerpo a cuchilladas y vertieron alcohol en sus heridas. Los insurgentes culpaban de la contienda a los abolicionistas de la esclavitud y durante aquella  semana no fue saludable pasear la  piel de chocolate por las calles tomadas por los rebeldes. Ni exhibirse con una camisa limpia, porque entonces suponían  que su dueño era un señorito con 300 dólares para librarse de la obligación militar y le bajaban a golpes de adoquín. Al coronel H. J. O´Brien le acorralaron en una taberna de la calle Diecinueve, le abrieron la cabeza a palos y le arrastraron por el pavimento por los tobillos atados a una maroma. Un sacerdote católico intercedió por él pero solo le dejaron administrarle la extremaunción y lo entregaron a las mujeres furiosas, que tardaron más de tres horas en matarle a cuchilladas y pedradas. Los rebeldes saquearon las armerías y se hicieron con carabinas, quemaron el Colored Orphan, de la Quinta Avenida, que acogía a los huérfanos negros y prendieron fuego al museo del circo Barnum, dejando que un elefante africano se escapase y se pasease enloquecido entre las peleas a muerte. Por si alguien no se había dado cuenta, el gobernador Horatio Seymour  declaró el martes 14 que la ciudad se había sublevado y pidió la ayuda del ejército. El Secretario del Departamento de Guerra envió a la ciudad cinco regimientos y doce cañones, y la marina un acorazado, dos corbetas y cuatro lanchas cañoneras. La batalla de Nueva York continuó dos días más y acabó el jueves 16 de julio a cañonazos. Los cálculos más prudentes anotaron 2.000 muertos durante las revueltas, casi todos manifestantes que murieron en los bombardeos. Veinte negros fueron linchados,  doscientas tiendas saqueadas y cien edificios quemados, entre ellos un orfanato, un circo, un arsenal,  tres comisarías y una iglesia protestante. Durante esos cuatro días salvajes se suspendió cualquier actividad comercial y solo se mantuvieron abiertas 5.000 tabernas, que hicieron su agosto en julio y confirmaron que no hay jornada tan dura en este patio de pícaros que no se pase mejor empujándola con un trago.

MARTÍN OLMOS

Masacre en la universidad

In Matanzas on 25 de octubre de 2012 at 17:55

Cho Seung-hui tenía acné, una novia extraterrestre y dos pistolas. En un par de horas mató a más de treinta personas

“Este es un día de duelo para la comunidad de la Universidad de Virginia y un día de tristeza para la nación en su conjunto”
GEORGE W. BUSH. Cuadragésimo presidente de los Estados Unidos.

La adolescencia es una tregua con granos de pus y gallos en la voz en la que el que la padece se cree que es el centro del universo, que siempre tiene razón y que la humanidad entera conspira contra él. Si logra sobrevivirla, descubre que no siempre estuvo en lo cierto y pierde la cuenta de las cosas que ignora, comprende que es prácticamente invisible a los ojos de casi todo el mundo –excepto en época de elecciones- y que solo un par de personas (que son generalmente de su familia) gastan alguna vez un pensamiento en él. La adolescencia a veces se alarga, como las visitas, y a uno le sale la voz de hombre pero no se saca las posturitas de James Dean ni la mala uva y anda por la calle mirando mal a la gente y buscando camorra. Un adolescente perpetuo no es una inutilidad completa y la sociedad le suele sacar rendimiento y se han dado casos numerosos de hombres que han superado la edad del pavo a los sesenta y tres años y hasta entonces han sido capaces de conservar un empleo decente y de sentar las bases de una estirpe. Los hombres no maduramos, solo nos hacemos viejos, decía William Holden. La adolescencia como enfermedad es un invento del occidente urbano para que coman los psicólogos, porque en el campo, cuando el mozo pega el estirón y le prenden las partes, le mandan a la labor y los madrugones no le dejan tiempo para tonterías. A la adolescencia se le puede culpar de vestir sin decoro, de querer tocar el tambor en un velatorio y de considerar un eructo la expresión más sublime para coronar una velada con la abuela, pero no se le puede hacer responsable de que un tío con la gorra puesta del revés perpetre una matanza porque ha pasado una mala semana. Para que esto ocurra, el chaval de la gorra del revés tiene que criar un cuadro de psicopatía que excede la circunstancia de haberse visto treinta veces “Rebelde sin causa” y tiene que vivir en una comunidad con una legislación de risa en materia de acarrear pistolones.

El chico amarillo
Cho Seung-hui llevaba la gorra puesta del revés. Eso te deja la cara expuesta al sol y la visera pierde su sentido, pero no es grave. A parte de eso, Cho Seung-hui se ponía gafas de sol por la noche, tenía una novia extraterrestre que se llamaba Jelly y viajaba en una nave espacial y había tenido dos apercibimientos policiales por acosar a dos muchachas de las que pensó que se había enamorado. Había nacido en 1984 en Seúl, en Corea del Sur, y cuando tenía ocho años su familia emigró a los Estados Unidos para vivir el sueño americano, que consistió en que sus padres trabajasen doce horas seguidas en la plancha de una tintorería y dejasen a los niños bajo la custodia de la tele. A Cho Seung-hui le enseñaron el inglés los teleñecos. En cualquier caso era un niño raro que hablaba tan poco que los médicos pensaron que era autista. En realidad, no tenía nada bueno que decir. En la escuela le llamaban Limón, le gustaba el baloncesto pero era incapaz de encestar una pelota dentro del océano Pacífico y cargaba con un cuadro de trastorno bipolar, depresión y esquizofrenia paranoide. En su mundo paralelo, además de tener una novia de otra galaxia, tomaba copas con el presidente ruso Vladimir Putin en la Plaza Roja de Moscú. En el instituto tocaba el trombón aceptablemente bien, pero tan bajo que le echaron de la banda, y tenía un cuaderno de tapas negras en el que escribía los nombres de la gente que quería matar. El primero de la lista era su padre. El segundo, su párroco de la iglesia católica de Woodbridge, que decía que llevaba el demonio dentro.

Trabajando la empatía
Cuando se graduó en el instituto se inscribió en la Universidad Estatal de Virginia para estudiar literatura inglesa y se alojó en una habitación compartida en el campus. En el segundo año le expulsaron de la clase de Creación Poética por escribir versos obscenos y sacar fotos con su móvil a las piernas de las chicas. Nadie le oyó nunca acabar una frase, dormía con la luz encendida y se compró dos pistolas automáticas: una Walter del 22 y una Glock de nueve milímetros. Dos chicas le denunciaron por acoso, Cho las seguía y les llenaba la bandeja de sus teléfonos con mensajes indecentes. La poli le visitó en su habitación del campus. Tómatelo con calma, le dijeron. No te pases de la raya, Limón. Le mandaron al Hospital Psiquiátrico Carilion St. Albans y el doctor Roy Crouse determinó que estaba majareta y anotó en su historia clínica una recomendación de internamiento. A uno de sus compañeros de habitación le dijo que quería matarse. Bueno, también decía que su imaginaria novia marciana era una supermodelo. También decía que Eric Harris y Dylan Klebold,  los francotiradores de la carnicería de la Escuela Secundaria de Columbine de 1999, eran dos mártires incomprendidos. Decía eso y poco más, porque se encontraba más a gusto sin decir ni pío. Se sentaba en clase, miraba a la pared, no abría la boca, evitaba el contacto visual con los ojos de los demás y su cabeza era una olla a punto de ebullición. La profesora Lucinda Roy pensó que había remedio y le propuso tutorías individuales, le dio clases a solas y le dijo que tenía que trabajar la empatía. Quiso jugar a los Poetas Muertos. Oh capitán, mi capitán. Cho la sacaba fotos con su teléfono móvil. Lucinda Roy se asustó. Pidió un guardia de seguridad. Le dijo al chico que tenía que aprender a comunicarse. ¿Cómo se hace eso?, le preguntó Cho. Lucinda Roy le dijo: Prueba a decir simplemente “Hola, cómo estás”. Las semanas previas al lunes 16 de abril de 2007 Cho compró cuatrocientas balas de los calibres veintidós y nueve milímetros, un cuchillo de cazador y un chaleco de camuflaje. Llamó a la universidad diciendo que alguien había puesto una bomba y estudió el tiempo de reacción de la poli, envió 27 videos a la cadena de televisión NBC con un manifiesto lunático y alquiló los servicios de una fulana para que bailase en cueros delante de él. El lunes 16 de abril se despertó a las cinco de la mañana, se dio crema para los granos de acné y salió al campus. Se puso la gorra del revés. A las siete y cuarto se cruzó con Emily Hilscher, de 18 años, estudiante de medicina avícola. Quería ser veterinaria de caballos. Cho trabajó la empatía.  Le dijo: “Hola, cómo estás”, y le pegó dos tiros.

Durante las siguientes dos horas Cho recorrió a sus anchas las aulas de la Universidad de Virginia matando a treinta y dos personas, entre alumnos y profesores. Gastó 170 balas. Casi eran las diez cuando él mismo se voló la tapa de los sesos disparándose simultáneamente con sus dos pistolas. Karan Grewal, uno de sus compañeros de habitación, dijo más tarde: ¿Para qué se daría crema para el acné si tenía pensado volarse la cabeza? Se dice que uno descubre el sexo del toro cuando le ve los machos y Cho dio avisos suficientes para suponer que era peligroso. Después todos lo supieron, qué linces. Le vieron los huevos al toro. Cho compró un cuchillo, pero no lo usó. Matando con la intimidad del cuerpo a cuerpo se hubiesen atenuado las bajas. Es un matiz práctico, ni penal ni moral. Sin embargo Cho pudo adquirir dos pistolas semiautomáticas a pesar de arrastrar una historia de desequilibrio porque vivía en un país donde por comprar dos paquetes de magdalenas te regalan un cañón antitanque y un barril de balas. La pistola Walter del 22 la compró por internet y la Glock del nueve en la armería de Roanoke, presentando un carnet de conducir de Virginia, un permiso de residencia y un talonario de cheques. Por unos quinientos pavos. Lo que cuestan dos gabardinas decentes y un par de botas de agua.

MARTÍN OLMOS

La revancha de los excluidos

In Matanzas on 31 de julio de 2012 at 18:46

Dos estudiantes inadaptados zanjaron sus frustraciones a tiros en el Instituto de Columbine, en Colorado


“Aún cuando Klebold y Harris  fuesen mis fans, eso no les da ninguna excusa ni significa que la música es culpable”
MARILYN MANSON. Cantante.

Hay lóbregas duchas en cárceles de Filipinas que son más seguras que los patios de los institutos de secundaria. Sobre la canasta de baloncesto de alguno de ellos debería reproducirse la frase de bienvenida al infierno de Dante: abandonad toda esperanza los que entréis aquí. La fauna de los patios de los institutos se ordena por un riguroso sistema de castas en cuya cúspide están los deportistas, las chavalas fetén y los que tienen un hermano mayor que les deja el coche. En la base, en un lugar similar al que ocupan las gacelas en los abrevaderos de la sabana, están los tíos gafosos, los que leen tebeos a la hora del recreo y los bajitos, porque resulta que en un lugar donde se evalúan las ideas, el tamaño impone, como le dijo la monja al marinero. El patio es gregario y los solitarios son caza y lo que abundan son las hienas, que ríen las hazañas de los leones y se alimentan de la sobra de su festín. Cinco minutos después de salir del instituto a uno se le olvida el teorema de Euclides y, sin embargo, ha adquirido una idea bastante aproximada de cómo manejarse en la vida, que es torear en el tercio conocido, adaptarse a las circunstancias y mirar para otro lado, y que el último que llega se queda sin silla. El instituto es darwinista y para sobrevivirlo hay que ser rápido y hay que ser implacable y, como en la vida, la piedad es lujo.

Los Parias
No había piedad para los excluidos en el Instituto de Secundaria de Columbine, en Colorado, donde mandaban los machos de la defensa del equipo de fútbol y las Salomés. Por los pasillos caminaban cuesta arriba Eric Harris y Dylan Klebold, a los que llamaban Los Parias porque estaban fuera de las castas. Klebold y Harris tenían poca vida social y apenas media docena de amigos ajenos al instituto con los que formaban la Mafia de las Gabardinas, un grupo de tarados que se vestían con guardapolvos oscuros hasta los pies adornados con símbolos nazis. Generalmente les daba poco el sol y preferían quedarse en casa jugando al “Doom”, un videojuego en el que un marine solitario masacra a tiros a un ejército de zombis. En el pasillo del instituto pagaban un peaje de intimidaciones públicas porque los futbolistas les zurraban delante de las chicas, practicando el juego que tanto gusta a los gorilas de demostrar que la tienen más larga. Nadie asume la humillación como algo inevitable y que Dios te libre de la furia de los ofendidos. Klebold y Harris estaban a punto de ebullición. Dylan Klebold era un gigante prognato de casi dos metros que se hacía llamar Vodka porque le parecía un nombre molón, vivía en una casa de cuatrocientos mil dólares, tenía diecisiete años y escuchaba música de Marilyn Manson. Eric Harris tenía dieciocho y le gustaba que le llamasen el Rebelde, odiaba prácticamente a todo el mundo conocido y tenía dificultades para manejar su ira, escribía un diario delirante en un cuaderno de deberes al que llamaba el Libro de Dios y estaba lleno de fluvoxamina para mantener a raya su depresión. Eran colegas de martirio en la selva de los leones, no se comían una rosca, les detuvieron por mangar un ordenador de una camioneta y ambos pensaban que sus vidas eran una mierda sin remedio. No les interesaba el fútbol y a las chavalas no les interesaban ellos y a veces escribían en las paredes del retrete que Columbine iba a estallar.

El día de la ira
Durante los meses anteriores a que Columbine estallara, Klebold y Harris fabricaron cien bombas artesanales de propano y compraron por internet dos escopetas del calibre doce –una Stevens 311 y una Springfield Savage-, una pistola semiautomática TEC 09 de nueve milímetros y un rifle Hi-Point 995. El 20 de abril de 1999 era el aniversario del nacimiento de Adolf Hitler y un buen día para jugar al “Doom” en los pasillos del instituto. Era la jornada de la revancha. Madrugaron y cargaron el arsenal en el coche, llevaban puestas las gabardinas de los excluidos, pasamontañas y camisetas personalizadas. En la de Dylan Klebold ponía “Ira” y en la de Eric Harris “Selección Natural”. El patio es darwinista y no tiene sitio para la piedad. Harris y Klebold tuvieron piedad con un viejo compadre de la Mafia de las Gabardinas. Se llamaba Brooks Brown y había salido a tiempo del grupo de los parias. Harris y Klebold se lo encontraron a la salida del instituto, Brown iba a conseguir un pitillo y pensaba volver y Harris le dijo, chico, me caes bien, lárgate de aquí antes de que todo reviente. A Brown le salvaron los viejos tiempos. A las once y cuarto empezaron la fiesta del desquite y se cobraron las facturas. Iniciaron el fuego en el aparcamiento y avanzaron disparando por el vestíbulo montando una escandalera, la manada entró en pánico. Los parias tiraron bombas desde las ventanas pero unas explotaron y otras no. Gritaban “Venganza” y buscaban a chicos con gorras de equipos de fútbol. Jamás el deporte fue tan insano. Dispararon a una chica en la cara por rezar y a un moreno por su color. “Es increíble, tío, mira la sesera de este negrata”, dijo Harris. Durante cuatro horas tiraron contra lo que se moviese celebrando cada blanco con carcajadas, quemaron las aulas y mataron a doce estudiantes y a un profesor, acabaron la masacre en la biblioteca, se estrecharon las manos y se dispararon en la cabeza. Harris se pegó un tiro en la boca con la carabina Hi-Point y Klebold se voló la cara con la semiautomática TEC 09. A los Hombres de Harrelson les llevó cinco horas inutilizar las bombas con las que los Parias preñaron el instituto y después llegó la hora de llevarse las manos a la cabeza y recoger los cadáveres. Los paisajes de la matanza estaban destrozados por los explosivos y el fiscal del condado de Jefferson, Dave Thomas, pidió a los padres informes bucodentales de sus hijos. Los pasmas norteamericanos utilizan el código 20-4 para describir una redada antidroga y los chavales de los institutos suelen escoger el 20 de abril para hacer novillos y fumar marihuana. Los padres rezaron para que sus hijos estuviesen fumando porros.  La semana siguiente una docena de psicólogos con pipa graznaron sus tres o cuatro ideas sobre el asunto en la tele. Echaron la culpa de la matanza a la Asociación del Rifle, a Marilyn Manson, a la fluvoxamina y a las ofertas del super, que incitaban a los padres a comprar en lugar de quedarse en casa a escuchar a sus hijos decir que nadie les comprende. Clinton rezó en la Casa Blanca y el Papa de Roma envió sus condolencias. El gobernador de Colorado Bill Owens acudió al escenario del tiroteo a reconfortar a las familias y dijo: “Quizás hoy hayamos perdido la inocencia”. Se puso una mano en el corazón, que alguien le diría dónde estaba. Venga ya, colega, la inocencia la perdió Adán en el Paraíso hace un millón de años y desde entonces estamos de vuelta.

MARTÍN OLMOS

Doble con queso sin pepinillos

In Matanzas on 28 de junio de 2012 at 23:55

James Huberty se lió a tiros en un McDonald´s porque su hamburguesa le pareció una birria al lado de la de la foto del panel

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“En 1998, en Estados Unidos, murieron en su puesto de trabajo más empleados de restaurantes de comida rápida que agentes de policía”
ERIC SCHLOSSER. Periodista.

James Huberty, gastrónomo diletante, superó la complicada adolescencia contándole sus penas a un perro, que le escuchaba con la lengua fuera y ojos de perplejidad. Mamá nunca le hizo mucho caso y acabó por abandonarle para irse a predicar el Mensaje de la Fe Bautista. Hasta los veinte años no caminó derecho y escoraba a estribor debido a que a los tres enfermó de poliomielitis, a los veintidós se licenció en Sociología en la Universidad Católica de Ohio y a los veintitrés conoció a una mujer que respiraba con normalidad mientras trabajaba embalsamando fiambres en una empresa de pompas fúnebres. Le hizo el cortejo y se casó con ella pero con el tiempo entendió que le hubiese ido mejor con cualquiera de sus clientas difuntas, porque aunque no dan una conversación decente, no tienen la mano tan larga. Etna, que así se llamaba su parienta, era gafosa y mofletuda, solía empinar el codo y cuando estaba trompa le atizaba unas zurras de campeonato. Le tiraba patadas a las colgaduras con cierta pericia. También le dio dos hijas a las que enseñó desde pequeñas a solventar las discrepancias a guantazos y en una ocasión la detuvieron por exhibir un pistolón del calibre nueve en la reunión de padres de alumnos. Por lo demás, la casa de los Huberty en Massillon, Ohio, era un hogar normal, con sus imancitos en la puerta de la nevera, sus cortinas de rayón y su perro pastor alemán, que cuando empezó a ladrar a la luna le pegaron un tiro en la cabeza (con la pistola de ir al colegio) y le enterraron en el jardín, debajo de un enano de terracota.

La amenaza roja
Aparte de la familia, a James Huberty le arruinó la vida el trabajo, la publicidad engañosa y la comida rápida. En 1971 Etna se fue a dormir la cogorza sin apagar el pitillo y prendió fuego a la casa. Lo que quedó sin freír cabía en un monedero y tuvieron que malvender el terreno, palmar pasta y trasladarse a la ciudad de Cantón, en donde James encontró un empleo de soldador en la Corporación del Sindicato Metalúrgico. Cuando escasea, el trabajo es tenido por bendición pero no deja de ser una molienda diaria que tenemos que sufrir los que no tenemos donde caernos muertos viéndonos en la obligación de madrugar y salir a la intemperie, con lo bien que se está en la cama, para fichar en un entorno hostil lleno de gente a la que detestamos. No se engañen, no es otra cosa, pero no hay alternativa, salvo la lotería o la mendicidad. James Huberty odiaba su trabajo con dedicación y además estaba expuesto a emanaciones de cadmio que le fueron volviendo majareta. Se aficionó a los charlatanes que echaban las cartas del tarot y le rompió la mandíbula a su mujer. Donde las dan, las toman, Etna. Estudió la sección de internacional de los periódicos y sacó sus propias conclusiones. Los rusos estaban a un cuarto de hora de empezar la guerra nuclear, así que se dedicó a almacenar en su garaje latas de atún, linternas y papel higiénico, y se compró una metralleta Uzi, una pistola semiautomática Browning y una escopeta del calibre doce. Sus vecinos decían que era comunista y Etna que era nazi y él hablaba de un contubernio gubernamental que perseguía la ruina financiera de la nación. Las cosas empeoraron cuando se compró una moto, se estampó contra un muro, se descoyuntó el hombro y perdió su empleo de soldador. Se acabó Cantón, en Ohio, para el matrimonio Huberty y sus dos regocijantes hijas pugilistas y es difícil discernir por qué pensó James que su futuro estaba en Tijuana, donde empieza Méjico Lindo.

Un almuerzo en condiciones
James Huberty no sabía una palabra de español y observaba el prejuicio gringo de suponer que los mejicanos eran una banda de vagos grasientos que se pasaban la jornada sentados en el quicio de sus chabolas de adobe blanco envueltos en un poncho de jarapa. Descubrió que era alérgico a los mariachis, a los ojos negros y a las enchiladas de mole, pensaba que los chamacos le sisaban en el cambio de sus dólares ventajosos y añoraba las cristianas digestiones de hamburguesas de carne de res, dobles con queso, y los sermones serenos de los protestantes. Trabajó escasamente dos semanas como vigilante de seguridad pero le despidieron y decidió regresar a su país; odiaba con intensidad el bravo verbo español y el cadmio le había destrozado los riñones y las entendederas. Se instaló en San Diego de California, en un barrio al suroeste de la ciudad que se llamaba San Isidro, enfrente de un tinglado de McDonald´s frecuentado por chicanos, y como nadie le escuchaba empezó a visitar el zoológico para contarles sus penas a los pumas enjaulados. El 18 de julio de 1984 cargó en el maletero de su Mercury la metralleta Uzi, la pistola y la escopeta del doce y le dijo a Etna que se iba a cazar seres humanos. Dadas las circunstancias Etna pensó que era un comentario relativamente trivial. Que levante la mano el que no haya ido a cazar prójimos una tarde después del tajo. Huberty acechó un supermercado y la oficina de correos pero como se le despertó la carpanta entró en el McDonald´s de San Isidro y pidió una hamburguesa doble con queso. Un camarero manito le puso debajo de la nariz un menú de circunstancias y Huberty abrió el zafarrancho porque entendió que le estaban timando. La foto de la publicidad enseñaba un bocadillo robusto, con sus perlitas de sésamo y rocío sobre la lechuga, con su sábana de queso cheddar arropando amorosamente el bistec, y lo que le querían endilgar era un chasco entre dos bollos. El manito, que era cholo y probablemente de Tijuana, pensó que le había tocado un gurmet y le mandó al diablo. Huberty se fue al coche, cogió la artillería y presentó la reclamación. Se colocó en la puerta, condenando la salida con su cuerpo, y disparó casi trescientas balas contra la parroquia del almuerzo dejando una propina de más de veinte muertos. Muchos de ellos eran niños y casi todos chicanos de la frontera que no se acabaron el Happy Meal.

La matanza duró una hora y media porque la poli se equivocó de McDonald´s y compareció en el que no era. Cuando llegó, Huberty, que no tenía experiencia militar, les gritó que había combatido en Vietnam; probablemente se quiso hacer el macho. El francotirador del SWAT Chuck Foster le dejó en el sitio de un tiro en el pecho que le acertó desde el tejado de la oficina de correos contigua al restaurante. El payaso Ronald McDonald se quedó sin chistes. Una semana después la cadena derribó la franquicia y cedió el terreno a la comunidad para que construyese un mausoleo y dos años más tarde Etna Huberty quiso sacar ventaja del río revuelto y demandó a McDonald´s por cinco millones de dólares argumentando que el glutamato de sodio que empleaba como aditivo alimentario en los nuggetts de pollo había exacerbado la agresividad de su marido. Como no les arrancó ni un céntimo hay que suponer que empezó a celebrar los cumples de sus niñas en el Burger King.

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL CORREO (24 DE JUNIO DE 2012)