MARTÍN OLMOS MEDINA

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Los coleccionistas de atrocidades

In Los raros, Los trastos de matar on 28 de febrero de 2013 at 23:24

En un ejercicio de arqueología macabra, los cazadores de reliquias han pagado fortunas por los recuerdos sanguinarios

ILUSTRACION de martin olmos

“Ra-Ra-Rasputin/ Russia´s greatest love-machine”
BONEY M. Grupo musical.

Sobre las teles de los empleados de banca de Düsseldorf que volvieron de pasar quince días de agosto tomando el sol en Mallorca bailan las flamencas morenas y embisten los toros de cartón. Bravos y zainos. Los toros bravos de cartón soportan mal el paso del tiempo, que les va desnudando de su pelaje de terciopelo malo y acaban enseñando el andamio, aunque generalmente los rompen antes las domésticas turcas de los empleados de banca de Düsseldorf, que son poco miradas con el ornamento porque cobran poco. También es socorrida la bola de cristal que cuando se agita con dedicación nieva sobre la Virgen de Covadonga y el sacapuntas con la torre Eiffel. Souvenir es palabra francesa que quiere decir recuerdo y hoy es industria que se sostiene a costa del pueril exhibicionismo del pequeño burgués que quiere pasar por hombre de mundo y enseñar al vecino la alfombra que le salió de ganga en su último viaje a Estambul, a donde va siempre que puede, ya sabes, porque le encanta la cultura oriental. Si no se anda listo el vecino le cuentan el pormenor del regateo. El souvenir es repetitivo, como la digestión del ajo, y siempre es el mismo toro y la misma bailaora y el mismo zoquete del muro de Berlín. El recuerdo viajero puede ser una toalla de Portugal o la foto de la parienta haciendo que sujeta la torre de Pisa (tres horas para encuadrar) y existe una especialidad religiosa que convierte el souvenir en reliquia, que suele ser un frasquito con agua de Lourdes del que se acuerda uno cuando la está diñando el abuelo y se lo vacía en la sopa esperando el milagro, pero el abuelo la diña igual. El souvenir puede ser prenda, si es el bucle de una dama, o fetiche libertino, dependiendo de donde se segó. Los vendedores de recuerdos hacen el agosto en agosto y en las tardes de fútbol, en las que venden bufandas del Inter de Milán. Los verdugos ingleses del XIX sabían que el souvenir era una compra de impulso, como los chicles en la línea de cajas del super, y recién entregaba el alma el reo, cuando el cuerpo aún guardaba el calor, sacaban a subasta sus prendas, el papel donde escribió sus últimas voluntades y el pelo del cogote que le raparon para ahorcarlo mejor.

Fotos dedicadas
El souvenir macabro es igual de respetable que la taza que conmemora una boda real y, en muchas ocasiones,  de bastante mejor gusto. El pistolero John Wesley Harding, asesino de cuarenta hombres, hacía exhibiciones de puntería disparando contra un naipe que después firmaba y por el que sacaba un rendimiento de quince dólares cuando se lo vendía a un caprichoso. Un as de trébol con seis balazos y su rúbrica se conserva en el Museo Gene Autry de Los Ángeles.  El director de cine John Ford guardaba como si fuese la santa faz de Cristo un diagrama que le dibujó a lápiz Wyatt Earp en el que pretendió  explicar la colocación de los beligerantes durante el duelo legendario del O.K. Corral y la estrella del cine mudo William S. Hart adquirió a muy buen precio un revólver del 45 que le aseguraron que había pertenecido al bandido Billy el Niño, solo que era un modelo de 1887, seis años posterior a la muerte del forajido. Sobre el souvenir macabro planea la duda, pero lo que es seguro es que la camiseta que refrenda un atracón de hamburguesas en el restaurante Planet Hollywood de Orlando, Florida, está estampada en Taiwan. Al gangster Albert Anastasia le dejaron seco a tiros dos torpedos de Vito Genovese cuando se estaba cortando el pelo en la peluquería del Hotel Park Sheraton de Manhattan y los coleccionistas de extravagancias le compraron al barbero mechones de su cabello, y como Anastasia no era un melenudo, el hombre aprovechó las cabelleras del resto de los clientes del día para estirar el negocio. Cuando acribillaron a John Dillinger a la salida del cine Biograph de Chicago en 1934, las mujeres mojaron los pañuelos en su sangre y los convirtieron en reliquia y el caudillo apache Gerónimo, cuando con ochenta primaveras consintió que le exhibieran como a un lechón con dos rabos en la Exposición Universal  de San Luis, cobró a los visitantes dos dólares por cada copia de una fotografía suya autografiada. También firmaba fotos a sus partidarios Joaquín Camargo Gómez, que le decían el Vivillo, que fue bandolero de Estepa, contrabandista y picador de toros, pero como era un sentimental  las regalaba. El Vivillo escribió sus memorias, que tuvieron un gran éxito, pero los sentimentales no prosperan en esta vida y se suicidó en Argentina cuando murió su mujer. Pobre bandido triste que se mató de soledad.

El chisme de Rasputín
El souvenir criminal no se hace a troquel como los sombreros cordobeses y dura más que las corbatas de Unquera, con lo que generalmente se tasan como el azafrán. Por una radiografía de la médula espinal de Charles Manson se pagaron ocho mil dólares, sesenta mil por el sombrero de Jack Ruby, el hombre que mató al asesino de Kennedy, y catorce mil por la sudadera negra de Theodore Kaczynski,  genio matemático, anarquista y observador del neoludismo (una ideología contraria al desarrollo COLT 38 DE AL CAPONEinformático), que sembró de bombas las universidades norteamericanas durante los años ochenta matando a tres personas. La puja por un revólver Colt del calibre 38 que perteneció a Al Capone superó los cien mil dólares en la casa de subastas  Christie´s de Londres y los cuadros de payasos que pintó en la cárcel el asesino de niños John Wayne Gacy alcanzaron el precio de trescientos mil machacantes. Los cuadros de payasos son inquietantes, como las muñecas sin ojos, y no quedan bien en ningún sitio. Durante un tiempo colonizaron las paredes de los dormitorios infantiles propiciando una generación de niños tarados.

El souvenir macabro de más trapío, sin embargo, es el pistolón de Rasputín, su enorme cacharrazo de mujik que tan solvente servicio le prestó en vida. Rasputín, el monje loco y visionario que se metió a los zares de la vieja Rusia en el bolsillo de su sotana de curandero fue asesinado por una comisión de nobles en el invierno de 1916. Le envenenaron con cianuro potásico, le PENE DE RASPUTINdispararon, le abrieron la cabeza con un atizador y le tiraron a las gélidas aguas del río Neva. Rasputín no frecuentaba el jabón y era un borrachuzo sin remedio, melenudo y con mala reputación y, sin embargo, cabalgó sobre las damas más lustrosas de San Petersburgo, que se fueron bien consoladas y certificando con sus suspiros la fama que merecía de gastar trasto garañón. Parece ser que fue castrado durante la autopsia y el pene de Rasputín se exhibe hoy, sumergido en un tarro de formol, en la clínica del urólogo Igor Kniazkin, de San Petersburgo, coleccionista de falos de cerámica y sanador de impotencias, que se lo compró por ocho mil dólares a un anticuario francés. El órgano no está entero, porque una parte se la comió un perro, pero en posición de descanso alarga los veintiocho centímetros y medio, con lo que completo y en postura de pelea es de imaginar que podía servir perfectamente para sujetar una librería. El doctor Kniazkin asegura que su sola visión cura las flojeras en la alcoba, pero hay zoólogos que mantienen que aquello es lo de un caballo percherón.

MARTÍN OLMOS

Página de sucesos

In Con buena letra, Los chicos de la prensa on 24 de febrero de 2013 at 23:42

El crimen se cantó en verso, se vendió en pliego y se convirtió en el acompañante canalla de la crónica de sociedad

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Agosto, con luna llena y luz rojiza es el ambiente más propicio para que los psicópatas disparen”
MARGARITA LANDI

La crónica de sucesos nació para solaz del pueblo llanazo porque la aristocracia ya tenía la caza para entretener sus ocios y no consideraba pasatiempo de buen gusto gastar la tertulia con mujeres estranguladitas. Con las pastas finas y el oporto no marida bien comentar al sacamantecas, otra cosa es en el zaguán, a la fresca, después de la faena, en donde los cuentos sanguinarios de bandoleros y robaniños animan la patata viuda, la servilleta de manga y el porrón de la pitarra. Desde que el Génesis dio la noticia del crimen de Caín, la crónica de sociedad ha guardado un rincón del almanaque a los landrús,  destripadores y al capones para ver si Dios se daba cuenta de lo torcida que le salió la humanidad. Y como hasta las infamias se tienen que decir con gracia, tuvieron que salir juglares que las diesen referencia y que el popular no perdiese ripio de las cuchilladas que se administraban en el vecindario.

El periodismo de sucesos nació en el siglo XVII en métrica romance y cantado por los ciegos, que hoy venden sueños y ayer decían  las pesadillas. Los copleros mendigos describían con lujo de truculencias los crímenes sanguinarios en la plaza, atendidos por un auditorio ágrafo, y a veces les ponían música de zanfonía, que le decían en Zamora la gaita del pobre, y era un violín de manubrio que hacía melodías monótonas. Las posibilidades narrativas del suceso, y los detalles que el recitador se inventaba sobre la marcha, determinaban la extensión del romance, de versos octosílabos de rima asonante los pares y libres los impares, y al final solían  dictar catecismo, una moraleja para adoctrinar virtud al público que, según se mire, era una especie de editorial. “Recuerda pues el refrán,/ Para evitar igual suerte:/ A hierro acaba muriendo/ Quien a hierro da la muerte.” Los rimadores parias ponían la cazuela para que les echasen la voluntad y predicaban a los asesinos, los que contaban mejor recogían mayor cosecha y con el tiempo se agruparon en la Cofradía de Ciegos, a cuyo Hermano Mayor la  Sala de Alcaldes de Casa y Corte enviaba un extracto de los procesos célebres para que los líricos las hiciesen rapsodias bárbaras y sus afiliados las dijeran en la calle. Las canciones más famosas se imprimían en pliegos de una hoja, que doblada dos veces formaba un cuaderno de ocho páginas sin guillotinar, se adornaban con xilografías grabadas a buril sobre una matriz de madera y se vendían por dos chavos en tendederos de cuerda, por lo que se llamaron pliegos de cordel. Uno de los últimos que se distribuyó en España fue con motivo del ajusticiamiento de Juan Díaz de Garayo, el Sacamantecas de Vitoria, en 1881.  Tenía sesenta y un versos y llevaba rimado el precio: “Y aquí se acaba el romance/ Que en pliego escrito va,/ Solo dos céntimos cuesta/ A quien lo quiera llevar.” Como los periódicos actuales, a la mañana siguiente servían para envolver los arenques del almuerzo del tajo.

Los pliegos cordeleros desaparecieron a finales del XIX arrinconados por el abaratamiento de la prensa general, pero las gacetas no perdieron la querencia por la sangre derramada en el callejón. Los editores de periódicos reconocieron que un crimen sañudo, los violentos celos y los dramas de puñal convocaban auditorio si se destacaban con la tipografía  adecuada e ilustraciones al guaché. William T. Stead, director del Pall Mall Gazette, unió el sensacionalismo informativo con la investigación de los hechos al seriar su cruzada contra la prostitución infantil en Londres en 1885. Stead pasó una temporada en la prisión de Holloway  por organizar la compra de una niña de trece años, hija de un deshollinador, para demostrar que el siniestro comercio existía en los tugurios del Támesis y sus artículos promovieron la aprobación de la Ley de Reforma Penal. Stead murió en el Titanic, cuando iba a los Estados Unidos a participar en una conferencia de paz en el Carnegie Hall invitado por el presidente Taft. En 1888 diarios como el “Illustrated Police News” blasonaron las hazañas de Jack el Destripador, asesino de golfas, y seguramente  obligaron a la ley a conceder importancia a unos hechos que eran desgraciadamente prosaicos alrededor de los bebederos de fulanas y valentones de la parte ruin de Londres. El sanguinario Jack, quien quiera que fuese, comprendió la importancia del bramido de la prensa, a la que escribía cartas manchadas de sangre “desde el infierno”, convirtiéndose en el primer asesino mediático.

El crimen de la calle Fuencarral, en 1888,  desató el auge de la crónica negra en el periodismo español y también la discusión sobre si los diarios sobrepasaban la función informativa para tomar parte activa en la instrucción del proceso. Pérez Galdós denunció que los reporteros de El Liberal, que dobló su tirada, construían fantaseada y novelesca la historia del espantoso drama, que acabó con la doméstica Higinia Balaguer en el garrote, pero reconoció que contribuyeron a señalar el camino de la verdad.  También en el París de los campos de pluma, el Petit Journal, con una tirada de un millón de ejemplares, dedicaba en 1913 el doce por ciento de su espacio a noticiar carnicerías y riñas pandilleras  en Montmartre.

Durante la dictadura franquista, la página de sucesos se volvió escueta por obligación,  porque en el nuevo régimen todo ocurría por decreto y, según el Ministerio de Propaganda, “en la Nueva España no cabían las indignidades”. Los periódicos solo publicaban las notas breves de la Dirección General de la Policía hasta que llegó el semanario El Caso, fundado en 1952 por EL CASO PORTADA 4Eugenio Suárez, veterano del diario Madrid. El Caso bailaba con la censura a la luz de la luna y a veces la dejaba plantada en mitad de la canción, tiraba 40.000 ejemplares en los tiempos del Jarabo y del Lute y tenía por norma escribir sobre un solo asesinato español por número. Sus portadas a la acuarela, en tonos negros y rojos, espantaban a los finolis, que lo llamaban “el diario de las porteras” porque se conoce que ellos solo leían a Plutarco. En su plantilla escribieron Enrique Rubio, maño y experto en timos, y Margarita Landi, “la rubia del deportivo”. Landi se llamaba en realidad Encarnación Margarita Isabel Verdugo, nació en Madrid en 1918 y su abuelo escribía crónicas taurinas en verso. Enviudó joven y trabajó en las revistas femeninas “Ventanal” y “La moda de España” hasta que la fichó Eugenio Suárez y la soltó en el callejón  de la canalla. Landi pasó de frecuentar a las marquesas a rozarse el percal con los guirlocheros chungos, los espadistas de gancho,  los pasmas de la BIC y los tricornios del andurrial, y como Don Juan Tenorio, “a los palacios subió y a las cabañas bajó”. A  Landi le llamaban los maderos de la chapa el “Inspector Pedrito”, conducía un Karman-Guía negro descapotable, fumaba en pipa y decían que llevaba un revólver en el bolso. De joven fue rubia aventurera y con la edad acabó cultivando un personaje como de señorita Marple con mucha legua caminada. El Caso cerró la persiana en 1980 y Landi murió en 2004, en Gijón, después de renquear dos años derrotada por una operación de cadera. Ha llovido mucho, y no al gusto de todos, desde las rimas ciegas con música de gaita pobre  hasta la tele y sus evidencias y, sin embargo, el ser humano no  ha perdido la constancia en conducirse como si no lo fuera y el cronista de la iniquidad solo tiene que sentarse a esperar la próxima, contarla y que con sus insomnios, mañana, envuelvan el arenque para el almuerzo del tajo.

MARTÍN OLMOS

Blanco y negro (y una gama de grises)

In Esto es Hollywood, La Cosa Nostra on 20 de febrero de 2013 at 22:00

El bailarín Sammy Davis Jr. tuvo que casarse por la vía rápida con una chica de color para que la mafia no le sacase el único ojo que le quedaba

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Harry Cohn le ordenó a un matón que le dijera a Davis: “Oye negro, por el momento ya te falta un ojo. ¿Te apetece perder el otro?”
TRUMAN CAPOTE

Una buena razón para casarse es que tu suegro tenga una escopeta. Otra es la ampliación de fincas y otra una falta dentro del área y se conocen casos de matrimonios por amor. Monsieur Landrú hizo del matrimonio un oficio, Enrique VIII un deporte y Porfirio Rubirosa, del que decía Truman Capote que tenía un talento de treinta centímetros, un negocio rentable. Una boda es el preámbulo de la intimidad y a uno casi le entran ganas de arrimarse a alguien de la familia, del que por lo menos sabes a qué huele, pero decía Cervantes que los casamientos de parientes tienen mil inconvenientes. Sammy Davis Jr. se casó por primera vez porque no quería estrenar unos zapatos de cemento, que no son buenos para bailar. Dos gorilas de Mickey Cohen, el hombre fuerte de Frank Costello en Los Ángeles, le dijeron que si no se casaba en veinticuatro horas con una chica de su mismo color le sacarían un ojo con un punzón, un problema en absoluto insignificante teniendo en cuenta que a Sammy ya le faltaba el otro. Mickey Cohen era judío, medio ucraniano y fue un peso pluma mediocre en Cleveland, participó en la guerra de los embotelladores de Chicago durante la Ley Seca y se hizo un sitio en la familia Genovese abriéndose paso a codazos. En 1937 Meyer Lansky, el socio de Lucky Luciano y el arquitecto de la mafia moderna, le envió a California para vigilar a Bugsy Siegel, que tenía la bragueta igual de madrugadora que el cuchillo y acabó con una bala en el ojo por dilapidar el capital de la familia en la construcción del casino Flamingo de Las Vegas. Cohen se hizo con el control del negocio en la costa oeste y se infiltró en los estudios de cine dominando el sindicato de extras y prestando pasta en términos de usura pero nunca le abandonó su aire de matón de billar y desentonaba en los restaurantes de Hollywood por su propensión a abrir la cabeza de los comensales con la culata de su revólver.

El negro
Sammy Davis Jr. nació en Harlem en 1925 en una familia de comediantes de segunda: su madre era una bailarina puertorriqueña y su padre cantaba en la legua con su socio Will Mastin. Con cuatro años debutó en el escenario, aprendió a bailar claqué y a tocar el xilófono, la trompeta y la batería y aprendió a la fuerza que los negros entraban por la puerta de atrás. Cumplió el servicio militar obligatorio durante la Segunda Guerra Mundial en la base del Fuerte Francis E. Warren de Cheyenne, en Wyoming, y los soldados blancos le obligaron a hacer la instrucción en cueros, le rompieron la nariz a puñetazos y le hicieron beber pis en un botellín de cerveza. Cuando se licenció siguió en el cabaret  y la fortuna le miró a los ojos en 1951 cuando Humphrey Bogart y Clark Gable le vieron actuar en el club Ciro´s de Los Ángeles. Davis cultivó las amistades y Frank Sinatra le ascendió a miembro de su incipiente Banda de las Ratas (The Rat Pack). La vida le empezó a ir de maravilla pero en noviembre de 1954, después de cantar en el casino New Frontier de Las Vegas, se subió a su Cadillac, tomó la autopista de Los Ángeles y se estampó contra el Chrysler de un borracho. Atravesó con la cara el parabrisas y se dejó el ojo izquierdo por el camino. En el hospital de San Bernardino casi le amputaron las piernas y durante la convalecencia se convirtió al judaísmo.

La rubia
En los años cincuenta Marilyn Monroe puso de moda a las rubias de platino y la factoría de Hollywood se puso a producirlas en serie propiciando la cuadra de las curvas sinuosas de Jayne Mansfield y Mamie Van Doren. La potranca rubia de la Columbia fue Kim Novak, a la que le decían la Señorita Témpano porque había sido la imagen de una marca de neveras. Harry Cohn, el magnate de la Columbia, era, según Truman Capote, un “gorrino criminal” que se debatía entre querer beneficiarse a Novak y sacarle un rendimiento en taquilla, pero en la intimidad la llamaba la Gorda Polaca. Kim Novak no daba un chavo por su propio talento interpretativo y se hizo amiga de Sammy Davis Jr., que pensaba que no era más que la mascota chillona del Rat Pack de Sinatra. Se dejaron ver juntos copeando en los clubes y Cohn llegó a la conclusión de que su estrella se “estaba follando al cíclope”. Harry Cohn llamó a Mickey Cohen y le pidió que matase a Davis antes de que echase a perder la carrera de la actriz. Sinatra le aconsejó a su amigo que se apartase de la rubia y dos gorilas de Cohen le hicieron una visita al padre de Sammy Davis y le dijeron que estaban pensando seriamente en hacerle daño a su hijo. Davis acudió al mafioso Sam Giancana pero éste le dijo que podría defenderle en Nueva York o en Chicago pero que su ámbito de influencia no llegaba al territorio de Cohen. Un par de tíos con traje oscuro le metieron en un coche en enero de 1958 y le dijeron que lo mejor que podía hacer era casarse con una negra en menos de veinticuatro horas a no ser que quisiese perder el ojo que le quedaba. Sammy Davis echó mano de una chica del coro y se casó con ella a la mañana siguiente. Se llamaba Loray White, había hecho de figurante en “Los Diez Mandamientos” y sacó una dote de 25.000 dólares en efectivo y 10.000 en vestidos. Pasaron la luna de miel en el hotel Sands de Las Vegas, ella en la suite nupcial mirando la tele y él en el bar, contándole a Jack Daniel que la boda le había salido por un ojo de la cara.

EL RAT PACK

Un mes escaso después, Harry Cohn murió de un ataque al corazón, que parece ser que tenía. A Harry Cohn le acabaron llamando King Cohn y no hizo muchos amigos. Cuando le preguntaron al guionista Jerry Wald por qué había asistido a su funeral respondió: “Solo para asegurarme de que ese hijo de puta está muerto”. Mickey Cohen dejó tranquilo al negro. Sammy Davis siguió en la Banda de las Ratas, se divorció de Loray White y dos años después mezcló la nata y el chocolate y se casó con la actriz sueca May Britt, que había salido en “El baile de los malditos” con Marlon Brando. En 31 estados estaban prohibidos los matrimonios interraciales y los paletos de Alabama le llamaron chimpancé. Una vez que estaba jugando al golf le preguntaron que cuál era su handicap y Sammy contestó: “Soy un negro judío y tuerto, ¿te parece poco?”. Su mujer rubia le pescó en un lío con Lola Falana y se divorciaron y, años después, le invitó a merendar a la actriz porno Linda Lovelace, la protagonista de “Garganta Profunda”, la peli verde más taquillera de la historia, que fue producida por la mafia y contaba la historia de una chica que tenía el clítoris en el gaznate por causa de una mutación genética. Con el tiempo pasó de los pitillos de marihuana a los viajes de ácido y se hizo seguidor de Anton LaVey, el Papa Oscuro de la Iglesia de Satán, y murió en 1990 de un cáncer de garganta. A la mañana siguiente Las Vegas le hizo un homenaje apagando durante diez minutos los neones del Strip. Una vez dijo: “Ser una estrella me ha dado la oportunidad de que me insulten en sitios donde los negros corrientes ni siquiera sueñan con ser insultados”.

MARTÍN OLMOS

Serenata de posta bajo la luna

In El cañí on 17 de febrero de 2013 at 13:08

Por hacerse una luna murieron a tiros en la dehesa tres torerillos niños

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Huye luna, luna, luna,/
que ya siento sus caballos.”
FEDERICO GARCIA LORCA

La misma luna que encubre a los asesinos inclina a los enamorados a hacerse promesas que nunca cumplirán. La luna es muda pero les habla a los locos, aunque nadie sabe lo que les dice, a la luna viajó Cyrano de Bergerac  y los perros la aúllan para recordar que una vez fueron lobos. La luna solivianta unas veces y otras parece un queso, la media luna asustaba a los comerciantes cristianos del Mediterráneo y la luna llena convierte en bestias a los pobres desgraciados que sufren de licantropía porque les maldijo una gitana zíngara a la que jugaron a seducir. La luna ya no se promete tanto porque ha perdido halo desde que unos mendas la pasearon con sus botas de plomo y sus cascos de cacerola, a la luna podrán ir los millonarios dentro de poco para decir que han ido y ponerse importantes en el club de golf, pero la luna, a pesar de todo, conserva su influjo poderoso y mirándola tuvo el mono desnudo su primer pensamiento abstracto. Bajo la luna llena se tocan serenatas a mujeres que están detrás de una ventana de rejas. Los torerillos jóvenes y flacos le dicen hacerse una luna a colarse de noche en las dehesas y apartar un toro bravo para darle unos capotazos sin camisa, con zapatillas de correr y el ruido de las llaves en el bolsillo, con la gorra de visera ceñida arriba y ladeada con cuidado para pintar chulo y coger maneras para cuando toque la plaza del pueblo. A los toros que capean en esas rondas de campa y furtiverío los dejan inutilizados para la lidia porque aprenden a arrancarse al cuerpo en vez de al trapo y los ganaderos mandan a sus mayorales, las noches de luna llena, a que le den gusto a la garrocha sobre el lomo de los maletillas que van a probarse de valientes y los pobres diablos, si los cogen, vuelven a casa con las costillas en cisco y sietes de puntos en la de pensar. Es el peaje de dolor que tienen que pagar los de una vocación que siempre ha sido de pobres que quieren dejar de serlo y comprarse un Mercedes.

La noche del 1 de diciembre de 1990 había luna llena y en la finca del Charco Lentisco, en Cieza, en la Vega Alta del Segura, por donde se entra a Murcia desde la Meseta, se tocó una serenata de posta del doce y mala sangre. Tres novilleros de la escuela de Tauromaquia de Albacete salieron a hacerse una luna, eran el Loren, el Panduro y el Rumbo, el mayor tenía veintidós  abriles y el más chaval diecinueve,  cargaron en un Talbot Solara los engaños de trapo y los trastos de estoquear y aparcaron en un andurrial que le decían Las Lomas,  siguieron a pie hasta el pasto y saltaron la verja para apartar una res de la ganadería brava de Manuel Costa Abellán. Cerca de allí, en la casa de José Yepes, cuyos hijos varones trabajaban para el ganadero, habían matado un cordero para hacerle el agasajo al patrón. Estaban con la tertulia y el café cuando oyeron el ruido de los cencerros de los mansos y concluyeron que había visita de maletillas, los sonidos llegan claros en el monte y acallan a las cigarras. Manuel Costa cogió a los dos mayores de Yepes, que eran José Manuel, de diecinueve años, y Pedro Antonio, de quince, y los sacó al negro del campo para hacer justicia campera, que es salvaje y nadie se preocupó en escribirla. Ya no salen al sereno los mayorales al pelo de la yegua, con pelliza borreguera y botas altas con cairel, en estos tiempos sin arte salen al abrigo de los trescuartos de plumón  cabalgando a bordo de un buga montero, grandote y despilfarrón, con tracción a las cuatro ruedas. El Loren, el Panduro y el Rumbo escucharon el motor y salieron de carrera para no coger la vara, saltaron la verja y echaron a través del monte con dirección a Las Lomas, detrás les iban los Yepes, que uno era buen tirador y el otro tartamudo, y el patrón, que iba jurando, iba caliente, que iba valentón. Pararon para seguir la persecución a pie y Manuel Costa sacó del maletero dos escopetas de caza, una era una Franchi de dos bocas superpuestas y la otra nunca apareció. Bajo la luna llena, bajo la luna lunera, aquella noche no pintaban bastos sino perdigón lobero del doce, posta de matar alimañas, bajo la luna llena aquella noche de diciembre pintaba mal.

Les cogieron en un claro y los pararon, los pusieron firmes a la orden de las escopetas, un hombre y cinco muchachos, seis en total, tres para tres, pelea limpia si se hubiera dado, pero no hubo ganas de hombría sino de ejecución. Les dispararon a pie tieso, en la cara, y allí mismo los mataron a cartuchazos de escopetón. Tres vidas y muchos años por delante por un toro maleado parece un saldo desigual, en la ley dura del campo se mata al perro que hace sangre y se cisca el costillar al que se hace una luna, se le muele a palos para que aprenda y la autoridad mira para otro lado, en la ley dura del campo, si no es por lindes, no se fusila con ILUSTRACION DE MARTIN OLMOSdespreocupación. Manuel Costa pensó después en enterrar en cal viva a los maletillas o en meterles en el Talbot Solara y pegarles fuego pero al final decidió llamar a su abogado y cargarle los muertos al joven Yepes, a Pedro Antonio el tartamudo, que podía salir de rosas al ser menor de edad. En el juicio se demostró que los disparos no se produjeron en carrera sino con los muchachos ya quietos y rendidos y que cantaron dos escopetas, aunque una nunca apareció, y por lo tanto tiraron dos fusileros. Manuel Costa había sido apoderado de una de las víctimas, de Juan Lorenzo Franco, el Loren, pero habían reñido por dinero y la mujer del ganadero tenía cartel de ligera porque se tumbaba en la finca con las gracias al sol, Manuel Costa no tenía permiso de armas pero gastaba hierro por poderes y tenía su escopeta a nombre de un albañil al que llamaban el Perrote, que le había comprado la Franchi a un tal Jesús Saorín, que le decían el Ricoteño y que se colgó de un árbol el día antes de declarar ante el juez, el Charco Lentisco era de agua estancada . Manuel Costa era un empresario papelero que tuvo el sueño de ser cacique del toro y tener hierro propio, el campo le tuvo de advenedizo y no le enseñó su ley inexorable. La justicia de los hombres le condenó a 81 años de ver lunas a través de los ventanucos de la cárcel de Sangonera, pero solo cumplió trece por portarse bien. La libertad le ensanchó el corazón, quizás demasiado,  y se murió de un infarto poco tiempo después.

MARTÍN OLMOS

El príncipe enamorado

In Reyes y caudillos on 15 de febrero de 2013 at 14:19

 El heredero al trono de Nepal masacró a su familia en una noche de pataleo de amor

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Pienso que el rey es un hombre como yo: la violeta le perfuma como lo hace conmigo”
WILLIAM SHAKESPEARE

El príncipe Harry es zanahorio y pecoso, como un niño de cartón, es tercero en la línea de sucesión al trono de Inglaterra y en la vida civil se las engancha tremendas y se pone a hacer el chorra para animar las revistas de la peluquería. Como artista de variedades dispone de un variado registro y lo mismo enseña el culo bermejo en una partida de strip-billar en Las Vegas que se viste de nazi o hace una carrera de meadas. La reina Isabel II se gasta 150 millones de euros en salvaguardarle la privacidad, pero al pobre Harry le acaban pescando zurrándole a un fotógrafo, metiéndole mano a una chavala y haciendo trampas en los exámenes de Eton. Cuando no queda más remedio que limpiarle el expediente le mandan a Afganistán, a pelear al barbudo talibán y a darse un baño de plebeyez y de olor a sudor de calcetines y sobaco de furriel. De tanto ir a la guerra le ha ido cogiendo arte y ha llegado a ser copiloto artillero de un helicóptero Westland Apache desde el que ametralla infieles desde la posición de superioridad que le otorga la cuna. Disparar hacia abajo tiene menos mérito porque juega a tu favor la ley de la gravedad. Un copiloto artillero de un helicóptero Apache tiene el control de dieciséis misiles aire-tierra Hellfire (que cuestan unos 70.000 pavos la pieza), un lanzacohetes y un cañón Hughes de treinta milímetros con una cadencia de fuego de 625 disparos por minuto. El príncipe Harry, que es zanahorio como Esaú, ha reconocido que ha matado talibanes, que para eso fue a la guerra, y que no se le ha dado mal porque es muy bueno jugando con la PlayStation. Al príncipe Harry se le da mejor enseñar el culo bermejo en una juerga de litronas que ponerse a hacer analogías como si fuera Clausewitz y la coordinadora pacifista Lindsey German le ha llamado arrogante, el portavoz de defensa del Partido Laborista cándido y el heraldo de la insurgencia talibán Zabiullah Mujahid retrasado mental y cagón, porque fardó de hazañas bélicas cuando ya había dejado la milicia y estaba tomando el sol en Chipre.

El príncipe pazguato
La realeza lo que mata bien es el tiempo, pero también le gusta matar otras cosas, elefantes de la selva y eso, y si no hay nada más a mano mata a la familia al final de un banquete con la alegría del que no tiene que lavar el mantel después del fangal. La sangre azul hierve a igual temperatura que la roja y se ha llegado a la conclusión de que las almendras coronadas guardan dentro las mismas ruineras que las que se tapan con boina. Las cabezas regias también se sacan de quicio y la del príncipe Dipendra Bir Bikram Shah Dev (ni más ni menos), heredero al trono de Nepal, soportaba las frustraciones con la misma cintura que la de un adolescente granudo al que le cortan la línea del internet. El príncipe Dipendra nació en 1971 en Katmandú y como era el primogénito del rey Birendra de Nepal se le preparó desde niño para la sucesión. Estudió en el colegio de Eton en Inglaterra, donde se aficionó a las películas de mamporros de Jackie Chan y a empinar el codo y cuando cumplió dieciocho años obtuvo la dispensa de acudir a la capilla que le otorgaba la tradición nepalí por la que un heredero al trono, cuando alcanza la mayoría de edad, se convierte en un dios que no puede ser visto adorando a otro. El príncipe Dipendra se pasó sus años colegiales aprendiendo kung-fú, chalaneando alcohol con los bedeles y una vez que se entrompó, se coló en un templo católico y desató el escándalo en su país por dejarse ver con su homólogo cristiano. Cuando regresó al Nepal le regalaron un doctorado en geografía en la universidad de Tribhuvan,  acabó su formación en la Academia Militar de Kharipati, en la que no pasó una tarde sereno, y se dedicó a la corte.

La corona es un privilegio que exige sangre acrisolada y un rey tiene el deber de casarse con la que le toque, aunque le huelan los pies, y no mezclarse en experimentos morganáticos que acaban en príncipes mulatos. A cambio tiene un buen empleo que, salvo que la chusma indecente tome la Bastilla, es de carácter vitalicio, no exige madrugones y el coche lo pone la empresa. El amor es para el pueblo villano, que lo disfruta con pan y cebolla y el tocino se lo tiene que sudar. El príncipe Dipendra, que además era EL PRÍNCIPE DIPENDRA DE NEPALdios, no entendió este extremo y se enamoró de Devyani Rana, una joven de linaje noble pero no lo suficiente para complacer a su madre, la reina Aishwaraya. El rey le advirtió que si persistía en el romance tendría que renunciar a la corona en favor de su hermano Nirajan y los astrólogos de la corte determinaron que el príncipe no debía casarse antes de los treinta y cinco años. Lo malo de mandar a los príncipes de oriente a estudiar al extranjero es que se suscriben al canal Disney y se acaban creyendo La Cenicienta. Dipendra se casó en secreto con Devyani Rana a finales de mayo de 2001 y lo anunció en los postres de una cena familiar en el palacio de Narayanhity el primero de junio después de haberse regado de copas. Se desató una discusión y el príncipe se retiró a su habitación, se ciñó un fajín militar, se puso una gorra y regresó al banquete con una pistola automática y un subfusil Uzi para zanjar la discrepancia ametrallando a sus padres, a dos de sus hermanos, a una prima y a tres tíos carnales y uno político. La masacre duró quince minutos, se saldó con nueve muertos y acabó cuando Dipendra se pegó un tiro en la cabeza. Tardó tres días en morir, durante los cuales, y en virtud de la sucesión automática, fue rey de Nepal a pesar de estar en coma. El Rey de los Vegetales murió definitivamente el 4 de junio de 2001 y la corona la heredó su tío el príncipe Gyanendra, del que sus paisanos pensaron que fue el instigador de la matanza. El rey Gyanendra ordenó incinerar a su sobrino en menos de cinco minutos y con el tiempo abolió el régimen democrático del país, asumió el poder absoluto y nombró sucesor a su hijo, el príncipe Paras, que era un putero golfo y borrachín que solía conducir trompa por las calles de Katmandú. La reverencia a la monarquía tiene algo de superstición y cuando ésta enseña el andamiaje pierde el hechizo de soberanía y zapatitos de cristal y el pueblo villano acaba adorando a un cantante. El rey Gyanendra enseñó su albañilería absolutista y a su hijo parrandero y practicó la virtud de poner de acuerdo a los partidos políticos, a la guerrilla maoísta y al ejército para despojarle del armiño y el 11 de junio de 2008 le echaron del palacio real de Katmandú e instauraron  la república federal terminando con casi tres siglos de monarquía.

MARTÍN OLMOS

Muerte al alba

In Con buena letra, Fuera de carta on 9 de febrero de 2013 at 12:57

Hace cincuenta años que Ernest Hemingway atajó su dolor por el camino más corto.

ILUSTRACION de MARTIN OLMOS

“Pocos americanos han producido mayor impacto de emociones y actividades sobre el pueblo americano, que Ernest Hemingway”
JOHN F. KENNEDY

“Hemingway es mi escritor favorito”
FIDEL CASTRO

“¿Suicidio? ¿Y quién no dice que quisieron eliminarle?”
GREGORIO FUENTES. Antiguo patrón del barco de pesca de Hemingway.

El doctor Clarence Edmonds Hemingway tenía una consulta en un barrio de posibles a las afueras de Chicago, “en donde acaban las tabernas y empiezan las iglesias”, y tenía dos acres de tierra en la orilla del lago Walloon, que le decían el Lago de los Osos,  en los bosques de Michigan, cerca de un campamento de indios chipewa. El doctor Clarence Edmonds Hemingway enseñó a su hijo Ernest a encontrar el norte observando de qué lado del árbol crecía el musgo y le enseñó el nombre en latín de todas las aves de la selva. También le enseñó a no pescar más de lo que podía comer y a disparar a los pajaritos con una escopeta del calibre doce. A Ernest le gustaba acompañar a su padre al campamento chipewa porque a todos los niños les gustan los indios y los piratas.

La señora del doctor Hemingway, de soltera Grace Ernestine Hall, había querido ser cantante de ópera y llegó a debutar en el HEMINGWAY-ESCOPETA 1Madison Square Garden de Nueva York, pero las luces del proscenio le dañaban las pupilas. Tenía voz de contralto y siempre pensó que se perdió un mundo más ancho al casarse con el médico montañero. La señora Hemingway, de soltera Grace Ernestine Hall, quería que su hijo Ernest tocase el violoncello y le ponía vestiditos rosas de chiquilla. Decía que cuando el niño vino al mundo, los petirrojos cantaron sus canciones más dulces para darle la bienvenida.

El doctor Clarence Edmonds Hemingway era capaz de seguir el rastro de un gato montés a través de las pistas del bosque. Grace Ernestine Hall llevaba los pantalones en casa.

Ernest creció y se fue convirtiendo en Hemingway, no aprendió a tocar el violoncello, pescó más de lo que podía comer y renunció a la universidad para irse a la guerra, a conducir ambulancias al frente del Piave. Cuando volvió a Chicago tenía una recomendación para la medalla italiana al valor y metralla en las dos piernas. Su madre, Grace Ernestine Hall, se cansó de verle fardar con el uniforme de “sotto tenente” de la Cruz Roja, de beber vino y de no buscarse un empleo decente y le echó de casa. El doctor Clarence Edmonds Hemingway no dijo nada.

En 1923, en París, cuando Ernest ya era definitivamente Hemingway, se publicó su primer libro, “Tres cuentos y diez poemas”. Se editó una tirada de trescientos ejemplares. Media docena de ellos se los envió a su padre. Esperó su bendición. El doctor Clarence Edmonds Hemingway se los devolvió con una carta en la que le decía que un caballero solo habla de enfermedades venéreas en la consulta de su médico.

En el nombre del padre.
En 1928 el doctor Clarence Edmonds Hemingway estaba enfermo. Tenía diabetes y una angina de pecho. Había invertido en tierras en Florida, esperando que se revalorizasen con la explosión demográfica, pero los precios habían bajado y ahora no valían un chavo. El seis de diciembre pasó consulta por la mañana y por la tarde quemó sus papeles personales en un horno, se encerró en su dormitorio y se pegó un tiro detrás de la oreja.

Ernest Hemingway se enteró de la noticia cuando iba de camino desde Nueva York a Key West, en Florida. Para variar, estaba sin blanca. Le sableó cien dólares a Scott Fitzgerald, que por aquel entonces aún era su amigo, y compró un billete para Chicago. El HEMINGWAY-ESCOPETA 4doctor Clarence Edmonds Hemingway había sido diácono de la Primera Iglesia Congregacional de Oak Park y su suicidio le había deshonrado. Tenía un seguro de vida que proporcionó a los herederos 25.000 dólares de los cuales se fueron 15.000 en el levantamiento de la hipoteca de la casa familiar, 600 en impuestos y lo que quedaba en deudas. Hemingway le dijo a su hermano pequeño Leicester que no quería lloros en el funeral, le dijo que los demás eran un hatajo de paganos que deberían avergonzarse de sí mismos y que rezase para que el alma de su padre saliese del purgatorio. Luego se llevó de recuerdo el revólver con el que se disparó, un Smith y Wesson del calibre 32 que había pertenecido a su abuelo, y regresó a los Cayos de Florida, a pescar peces que no se podía comer.

Doce años después escribió: “Nunca olvidaré lo miserable que me pareció la primera vez que me di cuenta de que mi padre era un cobarde.”

…y del hijo.
En 1961 Ernest Hemingway iba a cumplir 62 años, cinco más de los que tenía su padre cuando tomó el atajo. Durante su vida había coleccionado esposas, guerras y cabezas de bichos colgadas en la pared. Aún ceñía el cinturón de campeón de las letras americanas y porque pensaba que todos los tiempos eran los viejos tiempos quería seguir viviendo como una mezcla de estrella de Hollywood, cazador blanco de leones barbudos y general de brigada. Y sin embargo, como al final de todas las buenas cenas, le llegó la dolorosa. Hemingway padecía diabetes, hipertensión y tenía los niveles de colesterol por las nubes, tenía el hígado disuelto en whisky y los riñones cumplían unas veces sí y otras no tanto. Es probable que también sufriese una hemocromatosis, un trastorno metabólico congénito que provoca una acumulación de hierro que afecta al corazón de forma irreversible.

Su último verano español había sido un desastre. En el restaurante Mayte de Madrid armó una pelea porque decía que los comensales de la mesa de al lado eran agentes del F.B.I. que le espiaban y en la finca malagueña de “La Cónsula”, donde pasó unos días con Antonio Ordoñez, hablaba solo y quiso atizar a un invitado porque le tocó la nuca. En “La Cónsula” trabajaba de doncella una niña de dieciséis años que se llamaba María Isabel Carabante, que era de Coín, y a la que aquel hombrón barbudo se le parecía a Cristo. Hemingway dejó escrito que España no era tierra para morir, sino para vivir intensamente, y como los elefantes heridos regresó a su pago a cumplir con la que él llamaba la Puta, la Eterna Puta y, a veces,  la Señora.

Su último hogar estuvo en Ketchum, Idaho, a la sombra del Monte Baldy, al lado de la Reserva Forestal del río Wood en donde en verano pastaban las ovejas que cuidaban los pastores vascos de los Pirineos. Hemingway veía federales en cada esquina y tenía miedo de ir al trullo por evasión de impuestos. No había declarado 4.000 dólares que ganó apostando en el boxeo y pedía constantemente extractos bancarios. El hombre sin miedo a los obuses de las guerras de los demás tenía miedo a la cartera seca. El Gran Cazador Blanco ya no podía encarar el rifle. El amante no conseguía izar la bandera. El escritor dejó de encontrar la frase verdadera. Empezó a verle el lado bueno al lado malo de la escopeta. Su cuarta mujer, Mary Welsh, logró internarlo en la Clínica Mayo, en donde le aplicaron electrochoques dos veces por semana y le administraron reserpina, un medicamento para la hipertensión entre cuyos efectos secundarios estaba la depresión.

La noche del 1 de julio de 1961 Hemingway le dijo a su mujer que le iba a hacer un regalo. Le cantó una canción italiana que había aprendido en Cortina. La canción decía: “Tutti mi chiamano bionda, ma bionda io non soro: porto i capelli neri”. Al alba del día siguiente se levantó sin hacer ruido. Se puso una bata roja. Solía decir que había visto todos los amaneceres de su vida. Vio aquel. Cogió una escopeta Boss de dos cañones que usaba para el pichón y se disparó en la cabeza. Su mujer dijo que sonó como cuando un cajón se cierra de golpe.

Amén.
Se celebró el funeral católico el 6 de julio de 1961. El padre Robert J. Waldmann leyó en latín y en inglés los versículos tres, cuatro y cinco del Eclesiastés: “¿Qué saca el hombre de todo el trabajo con que se afana debajo de la capa del sol? Pasa una generación, y le sucede otra; más la tierra permanece. Nace el sol y se pone, y vuelve a su lugar; y de allí nace.” Uno de los monaguillos se desmayó por el calor y se cayó sobre una cruz de flores blancas. Se rezaron tres Avemarías y tres Padrenuestros. Mary Welsh dijo a la prensa que su marido se había disparado por accidente  al limpiar el arma pero nadie se lo creyó. En 1966, en una entrevista con Oriana Fallaci, seguía manteniendo esa versión.

El 11 de julio Antonio Ordoñez sufragó una misa por su alma en la capilla de San Fermín, en la Iglesia de San Lorenzo, a la que asistió Orson Welles, Deborah Kerr y el alcalde de Pamplona, don Miguel Javier Urmeneta. Se mezcló el luto negro con el pañuelo rojo. A Ketchum llegaron necrológicas de la Casa Blanca, del Kremlin y del Vaticano. María Isabel Carabante, la doncella de “La Cónsula”, lloró cuando se enteró de su muerte. Hace unos años vivía en Algete y tenía una foto de Hemingway en el salón. Nunca leyó un libro suyo, pero una vez vio una película sobre un viejo que pescaba solo en un mar de tiburones. García Márquez estaba en México cuando se enteró y escribió una crónica en la que decía que la noticia había conmovido “a sus mozos de café, a sus guías de cazadores, a sus aprendices de torero, a sus chóferes de taxi, a unos cuantos boxeadores venidos a menos y a algún pistolero retirado”. A Norman Mailer la muerte de Hemingway “le esposó con el horror” y aseguró que muchos chupatintas se sintieron secretamente alegres porque Hemingway era el muro del fortín y después de él se creyeron más fuertes. Borges, en cambio, dijo que se suicidó cuando descubrió que era un mal escritor.

En invierno la tumba de Hemingway se cubre de nieve blanca y el periodista Hunter S. Thompson observó que en verano los turistas se llevaban la tierra a puñados. Hemingway escribió que cuando nacemos le debemos una muerte a Dios. Escribió que todas las historias verdaderas acaban con la muerte. Hemingway escribió: “Y ahora él duerme con esa vieja ramera, la Muerte…¿Aceptas a esta vieja ramera Muerte como la mujer legítima?”.

EL HIJO RARO DEL MACHO ALFA.

GREGORY HEMINGWAY
En las verdes colinas de África Ernest Hemingway abatió al león melenudo y en la Corriente del Golfo pescó al tiburón. Ernest Hemingway se paseó por tres guerras como si lo hiciese por la salita de estar de la casa de su abuela y tenía pelo en el pecho. A su hijo pequeño Gregory le llamaba Gigi, lo que no es un buen comienzo para alguien que tenía el decreto de observar la masculinidad. Cuando tenía diez años Gigi le acertó a un pichón en vuelo con una escopeta más grande que él. Fue un tiro de primera. Con doce escribió un relato impecable. Su padre descubrió más tarde que lo había copiado al pie de la letra de un cuento de Turgenev y el tiro ya no le pareció tan bueno. Hemingway dijo que el chico había nacido para ser malo.  Gigi creció y se hizo anestesista, se casó cuatro veces, tuvo siete hijos y corrió maratones. Se atizó el hígado. No conservó ningún empleo. Le gustaba ponerse medias de seda y camisones de satén de color salmón. Después de su último divorcio se hizo una operación de cambio de sexo. Gregory dejó de ser Gigi y fue Gloria. Perdió los estribos. Gloria era mala. Le arrestaban frecuentemente por escándalo público. Una vez le partió la cara a un conductor de autobuses. En octubre de 2001 tenía 69 años y le detuvieron por pasearse en cueros por el bulevar de Crandon, en Cayo Vizcaíno, en Miami. Murió cinco días después, en el Centro de Detención para Mujeres de Miami-Dade, de un ataque al corazón.

MARTÍN OLMOS

(PUBLICADO EN EL CORREO EL 25 DE JUNIO DE 2011)

El negro del arado

In Las doce cuerdas on 9 de febrero de 2013 at 12:45

Aún flota la sospecha sobre la muerte por sobredosis del campeón de los pesos pesados Sonny Liston

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Liston era un hombre sin protección, con los nervios al desnudo, como un alambre pelado”
NORMAN MAILER. Escritor.

Se estima que la yema de un huevo soporta con espíritu no más de cinco acometidas de pan, a partir de ahí se amojama y no hay donde rascar, con lo que donde comen dos, como mucho comen tres (aunque generalmente se levantan de la mesa con hambre), pero no veinticinco. Veinticinco hijos tuvo Tobe Liston, negro de Arkansas, de Forrest City por más señas, jornalero del algodón y aparcero sin tierras, que a la vista está que le sobraba la munición y su mujer enseguida hacía sitio. La mitad de medio centenar son ochocientos dientes, que requieren mucho pienso, y Tobe Liston les decía a sus hijos que si tenían edad para sentarse a la mesa, la tenían igualmente para coger el azadón. Charles Liston, que le decían Sonny, empezó a ir al campo a los ocho años, con lo que no tuvo tiempo para el pupitre. Jamás aprendió a leer, pero tampoco iba para intelectual. Cuando su mula entregó el alma de tanto trabajar, Tobe Liston unció a su hijo Sonny al arado y lo puso a arañar la dura tierra de Arkansas, y no se ahorró los latigazos. Con dieciséis años, el chaval  medía un metro ochenta y cinco y taraba cien kilos de pura carne negra de cañón, sin atisbo de sebo, cien por cien magro del matadero. Le escribieron los estigmas de la correa en el lomo, crió el cuello del toro bravo y alardeó la ignorancia absoluta del dolor. Y de casi todo lo demás. Aprendió lo justo para responder al palo, nunca vio la zanahoria y creció pensando que Dios creó a los hombres violentos, hambrientos y desesperanzados.

Analfabeto, presidiario y matón.
Un día, la señora de Tobe Liston abandonó a su marido y a su arma de repetición, cogió a la recua y se fue a St. Louis de Missouri para procurarse mejor suerte. Sonny fue a la escuela por primera vez y en clase se rieron de él por grande, por feo y por analfabeto. Al día siguiente decidió no volver y se intrincó en el sórdido callejón, en donde mandaba la navaja y la brutalidad y donde no era desventaja ser duro, malo y pagano, y se juntó con los hombres que practicaban el inconsciente coraje. Encontró su elemento en la selva y formó parte de las jaurías. Rompió crismas en peleas a muerte y tomó por la fuerza el botín que le otorgaba su músculo y su desesperación. La policía le rondaba, le llamaba el Bandido de la Camiseta Amarilla y el Number One Negro. Que otro arrastrase el arado, ahora él llevaba la correa, tenía hambre, le dijo al juez cuando le detuvieron por atracar una gasolinera en 1950. Le sacó el alma del cuerpo al dueño a golpes de sus puños de demolición. Le metieron en la cárcel, en la penitenciaría de Jefferson, inevitablemente. Le echaron la mayoría de edad a ojo porque nadie gastó un rato en inscribirle en el censo, allá en Arkansas, y se viene pensando que pudo nacer entre 1927 y 1932. Ni siquiera él mismo lo sabía.

En la trena se hacía respetar la fuerza bruta, y Sonny Liston la poseía por imperativo natural y le daban tres ranchos diarios y calientes por los que no tenía que disputar. Si hubiese sido un metafísico habría llegado a la conclusión de que la libertad es un concepto excesivamente ponderado, pero como no lo era se quitaba la gazuza y tenía la consideración de las demás fieras. El padre Alois Stevenson, el párroco del penal, decía el catecismo a los proscritos. Era irlandés y veneraba a Cristo y a Paddy Ryan, el campeón de los pesos pesados del condado verde de Tipperary. Le enseñó a Sonny los mandamientos del boxeo y a éste no le pareció mal introducir reglas en lo que ya hacía por instinto. En dos años obtuvo la libertad condicional y empezó a pelear en los  circuitos amateur de St. Louis. El analfabeto de Arkansas ganó el Guante de Oro y se hizo profesional, debutó en 1953 contra Don Smith, que aguantó apenas el medio minuto sobre sus dos pies. Combinó su carrera con entradas al talego por sacudir a un poli y por intento de homicidio, vistió trajes de solapas anchas y se mezcló con el promotor Frankie Carbo, el Zar del Boxeo, que había dado de beber al sediento durante los años secos de la Prohibición. Carbo se llevaba más de la mitad de las bolsas y le daba trabajo extra de matón en su fábrica de ladrillos, en donde apaciguaba a los huelguistas negros con diálogos en el callejón. Le llamaron el Oso Feo y nadie le quería, era sombrío y presidiario y se dejó bigote fino de chulo de golfas.

Negros de distinto color
Ser campeón negro en la segunda mitad del siglo XX significaba llevar la carga del hombre oscuro y Floyd Patterson tenía modales de caballero, amistad con Eleanor Roosevelt y era miembro de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP). Fue el primer púgil negro al que se le concedió consideración y Sonny Liston era el moreno que no sabía leer, un hombre sin protección intelectual con el mérito de descuento de sus años de presidio. Cuando se enfrentaron en el Comiskey Park de Chicago el 25 de septiembre de 1962 a Liston le recibieron con insultos, estaba pendiente de un juicio por violación y se decía que sus calzones pertenecían a Frankie Carbo y a la alegre comunidad de Sicilia. Patterson el técnico sucumbió ante su psicología puramente física y el Oso Feo se ciñó el cinto de campeón del mundo de los pesos pesados, que le arañó con la misma violencia que el arado viejo de Arkansas. Le dio la revancha al año siguiente en Las Vegas. Patterson preparó la pelea en el monacal gimnasio, Liston se fue de copas y le tumbó en el primer asalto. Entonces pensó en cambiar. Pensó que podía representar a su raza esclava y contar el sueño americano; tímidamente, como un rústico arrugando su sombrero, intentó un acercamiento a la NAACP y nadie le fue a recibir. Como campeón, Sonny Liston era una mala noticia. Era el Negro Malo.

Dos años después le arrebató el título un negro guapo, medallista olímpico y bailarín, que hablaba en verso y dominaba el espectáculo. Era Cassius Clay y tenía un ego inquietante, la guardia baja y el boxeo alegre. En el combate de revancha, Clay le colocó un gancho de distancia demasiado corta para herirle pero que le tumbó en el primer asalto. Liston cayó de espaldas y extendió los brazos. Tenía en la lona cara de perplejidad, o tal vez de aquiescencia. Pocos se creyeron aquel puñetazo fugaz y lo llamaron el Golpe Fantasma. Soy el único héroe negro, dijo Clay. Aquel golpe olió a patraña. Flotó sobre el reñidero, como un SONNY LISTONcuervo negro, el proceloso negocio de apuestas de Frankie Carbo y la presión de la Nación Musulmana, que apoyaba al nuevo campeón. Con el tiempo, Clay se convirtió en Muhammad Ali y se abrigó con el aprecio de la intelectualidad progresista, que le permitió sus rebeldías. Se negó a ir a Vietnam porque dijo que ningún vietnamita le había llamado maldito negro. A Liston le llamaron cosas peores y continuó boxeando por oficio en mentideros organizados por Frank Sinatra, peleando contra paquetes. En enero de 1971 apareció muerto en su habitación de Las Vegas con una jeringuilla de heroína clavada en su brazo. Diagnóstico de sobredosis que sus íntimos no se tragaron. Tenía deudas con hombres de trajes chillones, aproximadamente 39 años, 54 peleas disputadas, 50 ganadas, 39 de ellas por KO, y solo cuatro derrotas. Tenía la lengua larga, tal vez. Está enterrado en el Paradise Memorial Gardens de Las Vegas, debajo de un epitafio escueto que reza: “Un hombre”. No gran cosa para un mundo de héroes y de dioses.

MARTÍN OLMOS

La venganza de la cabeza cortada

In Reyes y caudillos on 4 de febrero de 2013 at 23:41

El caudillo picto Màel Brigte mató de un mordisco al jefe vikingo Sigurd el Poderoso después de que éste le matase a él

ILUSTRACION de MARTIN OLMOS

“Que antes del alba lo despojen los lobos;
la espada es el camino más corto”
JORGE LUIS BORGES. Nortumbría, 900 A.D.

Cuenta la Crónica Anglosajona que en el feroz año de 793 se vieron dragones volar sobre Northumbría y los druidas agoraron tiempos de desgracia. Después quedaron los campos incultos, las ubres de las vacas se secaron y gobernó la hambruna. En junio llegó del norte una horda salvaje de paganos cubiertos de pieles de foca que, debajo del estandarte de un cuervo, saquearon la abadía de Lindisfarne, degollaron a los monjes y profanaron el cuerpo sagrado de San Cutberto. Llegaron en barcos cuyas proas tenían forma de serpiente, preferían pelear a pie, con hachas de mano y espadas de tajo, y en sus yelmos no crecían cuernos. Los cuernos vikingos se los inventó el pintor Johan August Malmström en 1868 cuando ilustró “La saga de Frithiof”, la interpretación que hizo el obispo Esaias Tegnér de la historia antigua de Frithiof el Audaz. Al año siguiente del saqueo de Lindisfarne los hombres del norte regresaron a la Northumbría y dieron fuego al  monasterio de Monkwearmouth y asolaron las islas de Iona, de Innisboffin y de Rathlin, en Irlanda. San Alcuino de York escribió a Carlomagno advirtiéndole de que no había visto antes tanta atrocidad: “La iglesia de San Cutberto, que es el lugar más sagrado de Gran Bretaña, ha sido empapada con la sangre de los sacerdotes del Señor”. Solo quedó encomendarse a Dios y en las iglesias de Northumbría se elevó esta plegaria: “A furare normannorum libera nos Domine”, líbranos Señor de la furia de los hombres del norte.

El estandarte del cuervo
Los vikingos fascinaron a Tolkien, a Robert E. Howard, a Wagner, a Hitler y a los hinchas del fondo norte del Santiago Bernabeu. Fascinaron a Borges, que consideraba las sagas islandesas del siglo XIII como las primeras expresiones novelísticas que se adelantaron 400 años al Quijote. Sobre la lápida de su tumba en el cementerio medieval de Plainpalais, en Ginebra, están tallados siete guerreros nortumbríos que conmemoran el saqueo de Lindisfarne y, sin embargo, pensaba que el dragón contagia de puerilidad todos los relatos en los que aparece. Los feroces vikingos veneraban al dios Odín, que tenía tres esposas y dos cuervos que se llamaban Hugin y Munin. Los cuervos enseñaron a Floke Vilgerdsson el rumbo a Islandia y los hijos de Ragnar Lodbrok, que murió cuando los anglos le arrojaron a un pozo de serpientes venenosas, pelearon bajo el estandarte del cuervo cuando condujeron el Gran Ejército Pagano que devastó Inglaterra. Uno de ellos, Ivar el Deshuesado, pertenecía a la casta de los “berserker”, que eran guerreros fanáticos que se entregaban al combate desnudos y borrachos de la hierba loca del beleño negro, que les hacía insensibles al dolor. A su hermano Sigurd le llamaron Serpiente en el Ojo porque nació con la imagen de un dragón mordiendo su propia cola rodeando la pupila de su ojo izquierdo. Los hijos de Ragnar Lodbrok vengaron la muerte de su padre, capturaron a Aella, el rey de los anglos, le abrieron en canal, le separaron las costillas y le vertieron vinagre en los pulmones.

Las sagas antiguas
La era de las incursiones vikingas acabó con la derrota de Harald el Despiadado en la batalla de Stamford Bridge en septiembre de 1066, pero perduraron las epopeyas que contaron los escaldos, los poetas guerreros al servicio de los reyes escandinavos que difundieron las sagas de los usurpadores que llegaron del norte. Quedaron las historias bárbaras con sus complicadas genealogías para que Borges las soñase y Malmström les pintara los cuernos que se han acabado poniendo los gandules en las despedidas de soltero y los hinchas del Orgullo Vikingo de la grada norte del Bernabeu. Aquellas historias hablaban de Erik Hacha Sangrienta, que mató a sus hermanos para sentarse en el trono de Noruega; de las trescientas vírgenes guerreras que pelearon al lado de Harald, el del Fiero Colmillo, en la batalla de Bravalla y de Hrolf Ganger, que sitió París y le llamaban Rollon el Caminante porque ninguna montura era capaz de acarrear los ciento cincuenta kilos de músculos repartidos en sus dos metros de estatura.

Rollon el Caminante era hijo de Rognvald Eysteinsson, que le llamaron el Sabio, a quien el rey Harald el de la Hermosa Cabellera le dio, en compensación por sus servicios en batalla, el gobierno de las islas Orcadas, al norte de Escocia. Rognvald el Sabio, con el consentimiento del rey, transfirió el dominio a su hermano Sigurd, que extendió su potestad conquistando porciones del norte de Escocia que iban desde el extremo oriental de los territorios de Caithness hasta el fiordo de Moray. A Sigurd le llamaron el Poderoso y quiso clavar el estandarte del cuervo en los confines de Irlanda, para lo que no reparó en sangre. Hacia el año 892 entabló batalla con los rebeldes pictos del caudillo Maèl Brigte y pactaron un combate a campo abierto en el que concertaron que pelearían cuarenta hombres por bando. Sigurd el Poderoso, en cambio, llevó al campo ochenta guerreros que, en proporción de dos por cada uno, derrotaron a los resistentes de Maèl Brigte. Sigurd celebró la victoria decapitando a su enemigo y colgando su cabeza del pomo de su montura para pasearla de trofeo. Maèl Brigte era dentón como un castor y murió boquiabierto y sus dientes difuntos se clavaron en el muslo de Sigurd el Poderoso durante la cabalgada de exhibición. Sigurd no concedió importancia al mordisco de un muerto y estimó que la herida no merecía cataplasma, pero se le infectó y con el tiempo le provocó la muerte. El caudillo Maèl Brigte se vengó póstumamente del error de cálculo, naturalmente a su favor, del tramposo Sigurd y se adelantó dos siglos al Cid Campeador a la hora de ganar una batalla después de muerto. Sobre su higiene bucal hay que pensar que no estrenó el cepillo de dientes y acarreaba un balde de sarro en cada muela, lo que le emparienta con el detective Allan Pinkerton, que murió por una infección provocada al morderse la lengua después de un resbalón. Se ignora, sin embargo, si la folclórica Pantoja sabía de su historia cuando acuñó la frase de los dientes, pero se recomienda no ponerse al alcance de su radio de bocado por lo que pueda pasar.

MARTÍN OLMOS

Matones de alquiler

In Matones y camorristas on 1 de febrero de 2013 at 0:05

Detrás del rótulo de un ojo que nunca dormía se escondía una banda de rompehuelgas que no habían ganado un dólar honrado en su vida

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“La gente de Pinkerton estableció que en Estados Unidos la propiedad privada estaba por encima de la justicia”.
ENRIC GONZALEZ. Periodista.

Raymond Chandler dijo que Dashiell Hammett extrajo el crimen del jarrón veneciano y lo depositó en el callejón, que era su lugar natural, devolviéndoselo al tipo de personas que lo cultivan por algún motivo y no por el solo hecho de proporcionar una trama. Hasta entonces, en las novelas policíacas, limpiaban el forro al vicario dentro de una habitación cerrada por dentro y un detective tirando a diletante, que consumía rape y coleccionaba mariposas, descubría que el asesino era el mayordomo, que era manco de la mano izquierda, zurdo y adorador de la diosa Kali. Los detectives de Hammett, en cambio, no consumían rape, pero nunca le decían que no a un trago,  ni a una chavala fácil,  ni a un dólar más fácil todavía, y vestían ternos de cuatro gordas, no eran unas lumbreras y tenían poco porvenir. Hammett les había conocido a todos, en los vagones de tercera y en los tugurios donde se juntaban los vagos, en las pensiones de sábanas con duda y en las calles ingratas de Baltimore y de San Francisco. Y en las minas de carbón. Cuando era joven y era despierto trabajó en la agencia de detectives más importante del país, la que fundó Allan Pinkerton, un tonelero escocés que tuvo la suerte de cara, cierto relajo moral y talento para hacerse propaganda a sí mismo. Los Pinkerton salvaron a Abraham Lincoln y persiguieron a la banda de  Jesse James, le complicaron la vida a Butch Cassidy y  colgaron de un árbol a Tom Horn, y su imagen corporativa era un ojo bien abierto sobre la leyenda “We never sleep”. Los Pinkerton disparaban primero y preguntaban después y eran virtuosos en el manejo de la estaca y el calcetín lleno de perdigones, de la manopla de acero y del tiro en la rótula, y de las partidas jugadas con tres o cuatro barajas. Generalmente marcadas.  Cuando Hammett fue detective vio pocas lupas y a ningún coleccionista de mariposas, y mucho menos a un vicario dentro de una habitación cerrada,  y sin embargo conoció a una caterva de matones, chulos y revientahuelgas que le enseñaron a dormir con el traje puesto, a sacarse tragos de gorra y a ponerse importantes con las chicas del farol. También le enseñaron lo fácil que era meter el miedo en el cuerpo a un hombre derrotado y a quitarse, en cambio,  el sombrero delante del tipo de la cartera y reírle los chistes, aunque tuvieran maldita la gracia.

Allan Pinkerton nació en Glasgow en 1819, su padre era poli pero él prefirió aprender el oficio de tonelero y jugar a la política. Le puso tanto entusiasmo a pedir en la calle reformas sociales que cuando se quiso dar cuenta tenía más enemigos que porvenir, deudas que ningún hombre honrado podía pagar y un horizonte de sombra, camisa de rayas y pan duro, así que se gastó su último penique en el pasaje del primer barco que encontró con la proa mirando a América. Llegó a Dundee, Illinois, con el bolsillo yermo y ningún amigo y se cobró otra ración de mala suerte, no encontró trabajo y la iglesia puritana le puso cartel de ateo. Una tarde que buscaba leña se dio de bruces con una pandilla de cuatreros, dio el aviso y fueron detenidos. Fue puro azar, como pisar una boñiga o cortar una baraja por el as, pero Pinkerton disfrazó la casualidad con tantos adornos novelescos que le nombraron sheriff y ALLAN PINKERTONescribió en sus memorias que aquella peripecia le “hizo tomar conciencia de las dotes excepcionales que poseía como detective”. Mark Twain recomendaba conocer primero los hechos y luego distorsionarlos al gusto, y Pinkerton lo hizo tan bien que llegó a jefe de la policía de Chicago, en donde había tres pasmas manchados por cada uno medio honrado. Logró depurar el departamento y con el prestigio inflado se puso por su cuenta, fundó la Pinkerton National Detective Agency y, durante la guerra de Secesión, la suerte le volvió a visitar y mientras les andaba detrás a unos falsificadores de moneda descubrió una conjura para asesinar a Lincoln. Aquello convirtió al gran detective de la flor en el trasero en un héroe nacional y le abrió las puertas de las reuniones con jerez y puros decentes. Lincoln le encomendó misiones de espionaje detrás de las líneas confederadas y Pinkerton comprendió la conveniencia de trabajar siempre para los que tenían la cartera mejor comida, que era más rentable que pasarse las noches en vela intentando pescar a un robagallinas y cobrar la minuta en mazorcas de maíz. A Lincoln le asesinó John Wilkes Booth, que era un actor de dramas shakesperianos, pero para entonces Pinkerton ya tomaba coñac con los barones del ferrocarril y los presidentes de los bancos  y su agencia se convirtió en un ejército privado de alquiler que reclutaba matones sin arraigo y ganas de repartir leña. En sus mejores tiempos llegó a tener más hombres en nómina que el ejército regular de la Unión  y en el estado de Ohio fueron declarados ilegales ante el temor de que se convirtieran en una milicia particular. Los Pinkerton actuaban como una guerrilla con patente de corso, extendían a su antojo “laissez-passers”, prometían recompensas que no se sentían obligados a satisfacer y administraban la ley de la corbata de cáñamo en el primer árbol que les cogía a mano. A veces les salía gratis y a veces no. Cuando la banda de Jesse James se convirtió en el dolor de cabeza del ferrocarril, los Pinkerton tiraron una bomba en la granja familiar del forajido y mataron a su hermanastro, menor de edad y retrasado mental, y dejaron manca a su madre. James buscó a los responsables y los ejecutó a tiros junto al maquinista que los había traído.

Cuando Allan Pinkerton  firmó sus memorias, que le escribieron otros cuyos nombres no han perdurado, sus ambiciones reformistas de la juventud, cuando andaba a pedradas en las calles de Glasgow para conseguir el sufragio universal, le habían quedado tan lejos como la misa del domingo a un pecador. Murió en 1884. Se cayó en la calle y se mordió la lengua. A los maldicientes se les recomienda no hacerlo porque se envenenan, pero a la muerte de Pinkerton no hay que buscarle la metáfora, lo que pasó es que su higiene bucal era un asco y la herida derivó en una gangrena que le mandó al agujero.

Dashiell Hammett empezó a trabajar en la Pinkerton en 1915, era un chico flaco, listillo y le gustaba ir hecho un pincel. Se movía como una rana en una charca en las tiradas de dados del callejón y en las noches de copas, en el universo machote de los tíos de EL OJO DE PINKERTONuna pieza. Durante su ejercicio pescó la gonorrea, le abrieron la cabeza con un ladrillo y conoció a un tipo que robó una noria. En 1917, en Butte, Montana, le ofrecieron 5.000 dólares por asesinar a Frank Little, el cabecilla sindical de las minas Anaconda, que había desatado una huelga. Hammett les mandó al diablo. Cultivaba la ética canalla del chico que ha visto cómo le salía la barba en la calle y no se engañaba sobre qué posición ocupaba en la cadena alimenticia. Otros Pinkerton no tuvieron tantos remilgos y Frank Little apareció colgado del puente del ferrocarril, castrado y con un mensaje de aviso para los huelguistas prendido con alfileres de sus calzoncillos ensangrentados. Y los mineros volvieron al túnel. Hammett abandonó la agencia en 1921 y no volvió a conducir un coche ni a empuñar una pistola. Las novelas le hicieron rico pero la tuberculosis y el gobierno le arruinaron. Años más tarde, Gidé le puso a la altura de Hemingway. Y más tarde aún, en 1999,  a la Pinkerton la absorbió la empresa sueca Securitas AB, que instala alarmas domésticas en los chaleses de las afueras.

MARTÍN OLMOS