En un ejercicio de arqueología macabra, los cazadores de reliquias han pagado fortunas por los recuerdos sanguinarios
“Ra-Ra-Rasputin/ Russia´s greatest love-machine”
BONEY M. Grupo musical.
Sobre las teles de los empleados de banca de Düsseldorf que volvieron de pasar quince días de agosto tomando el sol en Mallorca bailan las flamencas morenas y embisten los toros de cartón. Bravos y zainos. Los toros bravos de cartón soportan mal el paso del tiempo, que les va desnudando de su pelaje de terciopelo malo y acaban enseñando el andamio, aunque generalmente los rompen antes las domésticas turcas de los empleados de banca de Düsseldorf, que son poco miradas con el ornamento porque cobran poco. También es socorrida la bola de cristal que cuando se agita con dedicación nieva sobre la Virgen de Covadonga y el sacapuntas con la torre Eiffel. Souvenir es palabra francesa que quiere decir recuerdo y hoy es industria que se sostiene a costa del pueril exhibicionismo del pequeño burgués que quiere pasar por hombre de mundo y enseñar al vecino la alfombra que le salió de ganga en su último viaje a Estambul, a donde va siempre que puede, ya sabes, porque le encanta la cultura oriental. Si no se anda listo el vecino le cuentan el pormenor del regateo. El souvenir es repetitivo, como la digestión del ajo, y siempre es el mismo toro y la misma bailaora y el mismo zoquete del muro de Berlín. El recuerdo viajero puede ser una toalla de Portugal o la foto de la parienta haciendo que sujeta la torre de Pisa (tres horas para encuadrar) y existe una especialidad religiosa que convierte el souvenir en reliquia, que suele ser un frasquito con agua de Lourdes del que se acuerda uno cuando la está diñando el abuelo y se lo vacía en la sopa esperando el milagro, pero el abuelo la diña igual. El souvenir puede ser prenda, si es el bucle de una dama, o fetiche libertino, dependiendo de donde se segó. Los vendedores de recuerdos hacen el agosto en agosto y en las tardes de fútbol, en las que venden bufandas del Inter de Milán. Los verdugos ingleses del XIX sabían que el souvenir era una compra de impulso, como los chicles en la línea de cajas del super, y recién entregaba el alma el reo, cuando el cuerpo aún guardaba el calor, sacaban a subasta sus prendas, el papel donde escribió sus últimas voluntades y el pelo del cogote que le raparon para ahorcarlo mejor.
Fotos dedicadas
El souvenir macabro es igual de respetable que la taza que conmemora una boda real y, en muchas ocasiones, de bastante mejor gusto. El pistolero John Wesley Harding, asesino de cuarenta hombres, hacía exhibiciones de puntería disparando contra un naipe que después firmaba y por el que sacaba un rendimiento de quince dólares cuando se lo vendía a un caprichoso. Un as de trébol con seis balazos y su rúbrica se conserva en el Museo Gene Autry de Los Ángeles. El director de cine John Ford guardaba como si fuese la santa faz de Cristo un diagrama que le dibujó a lápiz Wyatt Earp en el que pretendió explicar la colocación de los beligerantes durante el duelo legendario del O.K. Corral y la estrella del cine mudo William S. Hart adquirió a muy buen precio un revólver del 45 que le aseguraron que había pertenecido al bandido Billy el Niño, solo que era un modelo de 1887, seis años posterior a la muerte del forajido. Sobre el souvenir macabro planea la duda, pero lo que es seguro es que la camiseta que refrenda un atracón de hamburguesas en el restaurante Planet Hollywood de Orlando, Florida, está estampada en Taiwan. Al gangster Albert Anastasia le dejaron seco a tiros dos torpedos de Vito Genovese cuando se estaba cortando el pelo en la peluquería del Hotel Park Sheraton de Manhattan y los coleccionistas de extravagancias le compraron al barbero mechones de su cabello, y como Anastasia no era un melenudo, el hombre aprovechó las cabelleras del resto de los clientes del día para estirar el negocio. Cuando acribillaron a John Dillinger a la salida del cine Biograph de Chicago en 1934, las mujeres mojaron los pañuelos en su sangre y los convirtieron en reliquia y el caudillo apache Gerónimo, cuando con ochenta primaveras consintió que le exhibieran como a un lechón con dos rabos en la Exposición Universal de San Luis, cobró a los visitantes dos dólares por cada copia de una fotografía suya autografiada. También firmaba fotos a sus partidarios Joaquín Camargo Gómez, que le decían el Vivillo, que fue bandolero de Estepa, contrabandista y picador de toros, pero como era un sentimental las regalaba. El Vivillo escribió sus memorias, que tuvieron un gran éxito, pero los sentimentales no prosperan en esta vida y se suicidó en Argentina cuando murió su mujer. Pobre bandido triste que se mató de soledad.
El chisme de Rasputín
El souvenir criminal no se hace a troquel como los sombreros cordobeses y dura más que las corbatas de Unquera, con lo que generalmente se tasan como el azafrán. Por una radiografía de la médula espinal de Charles Manson se pagaron ocho mil dólares, sesenta mil por el sombrero de Jack Ruby, el hombre que mató al asesino de Kennedy, y catorce mil por la sudadera negra de Theodore Kaczynski, genio matemático, anarquista y observador del neoludismo (una ideología contraria al desarrollo informático), que sembró de bombas las universidades norteamericanas durante los años ochenta matando a tres personas. La puja por un revólver Colt del calibre 38 que perteneció a Al Capone superó los cien mil dólares en la casa de subastas Christie´s de Londres y los cuadros de payasos que pintó en la cárcel el asesino de niños John Wayne Gacy alcanzaron el precio de trescientos mil machacantes. Los cuadros de payasos son inquietantes, como las muñecas sin ojos, y no quedan bien en ningún sitio. Durante un tiempo colonizaron las paredes de los dormitorios infantiles propiciando una generación de niños tarados.
El souvenir macabro de más trapío, sin embargo, es el pistolón de Rasputín, su enorme cacharrazo de mujik que tan solvente servicio le prestó en vida. Rasputín, el monje loco y visionario que se metió a los zares de la vieja Rusia en el bolsillo de su sotana de curandero fue asesinado por una comisión de nobles en el invierno de 1916. Le envenenaron con cianuro potásico, le dispararon, le abrieron la cabeza con un atizador y le tiraron a las gélidas aguas del río Neva. Rasputín no frecuentaba el jabón y era un borrachuzo sin remedio, melenudo y con mala reputación y, sin embargo, cabalgó sobre las damas más lustrosas de San Petersburgo, que se fueron bien consoladas y certificando con sus suspiros la fama que merecía de gastar trasto garañón. Parece ser que fue castrado durante la autopsia y el pene de Rasputín se exhibe hoy, sumergido en un tarro de formol, en la clínica del urólogo Igor Kniazkin, de San Petersburgo, coleccionista de falos de cerámica y sanador de impotencias, que se lo compró por ocho mil dólares a un anticuario francés. El órgano no está entero, porque una parte se la comió un perro, pero en posición de descanso alarga los veintiocho centímetros y medio, con lo que completo y en postura de pelea es de imaginar que podía servir perfectamente para sujetar una librería. El doctor Kniazkin asegura que su sola visión cura las flojeras en la alcoba, pero hay zoólogos que mantienen que aquello es lo de un caballo percherón.
MARTÍN OLMOS