MARTÍN OLMOS MEDINA

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La banda de Mamá Barker

In Bandidos on 27 de enero de 2013 at 20:23

Probablemente Kate Mamá Barker no fue una vieja que fumaba puros y disparaba metralletas Thompson

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“La historia más ridícula de los anales del crimen es la de que Ma Barker fue el cerebro que estaba detrás de la banda Karpis-Barker”
ALVIN KARPIS. Autónomo.

Madre no hay más que una (y a ti te encontré en la calle) y la de Herman, Lloyd, Arthur y Fred Barker era de las de armas tomar, o por lo menos eso le pareció conveniente divulgar a John Edgar Hoover después de que sus agentes la acribillasen a balazos en una casa de Ocklawaha, en Florida, desde la que se veía el lago Weir en el que nadaban los caimanes. Los fieros bandidos no son capaces de parirse solos y sus madres se desvelan y les cantan nanas cuando son mamones y cuando barban y se tuercen los quieren igual, aunque les hayan salido bizcos. Los hermanos Barker eran delincuentes de la legua, al principio de calderilla pero que repecharon con el tiempo hasta el atraco de bancos y el secuestro y formaron parte de la generación de los Enemigos Públicos de la época de la Depresión, que fueron forajidos rurales que oficiaban en el nomadismo, no se encontraban cómodos en los grandes núcleos urbanos y ostentaron cierta aureola mítica de bandidos sociales cuando generalmente fueron pistoleros sanguinarios. El tiempo les sostuvo bien la leyenda porque tuvieron propensión a caer como pichones en una mañana de montería y rara vez se morían en la cama: a Herman Lamm el Barón le pareció mejor volarse la cabeza antes que entregarse a los federales en Sidell, Illinois; Floyd el Guapo, Cara de Niño Nelson, Harry Pierpoint y Homer van Meter fueron abatidos a  balazos; a Dillinger le cazaron en Chicago, cuando salía del cine de ver una de gangsters y a Bonnie y Clyde les metieron 127 tiros  en un andurrial de Luisiana. John Edgar Hoover hizo su carrera colgando las cabezas de los Enemigos Públicos en su comedor, cuando eran, como ha escrito Eric Hobsbawm, “figuras más bien menores y marginales en el escenario de la criminalidad norteamericana” y sus atracos tenían algo de anarquía campera en comparación con el gangsterismo organizado que surgió de la Prohibición. Hoover tenía cara de perro, dirigió el F.B.I. durante cuarenta años gestionándolo como un virreinato, en la intimidad se ponía medias de encaje de blondina y zapatitos de tacón porque era un poco sarasa y acabó mirando a través del ojo de la cerradura del dormitorio de Kennedy, que solía estar tan concurrido como una estación de cercanías. Se lo debió pasar en grande. Sin embargo, manejó la propaganda como nadie y cuando Mamá Barker terminó hecha un colador intuyó que apiolar viejitas con delantal no estaba bien visto y le cosió un traje de cerebro criminal que no se creyó nadie porque solo fue una señora que esperaba levantada a que sus hijos regresaran del tajo para ponerles un plato de sopa caliente y arroparles en sus camitas.

La banda Barker-Karpis
Kate “Mamá” Barker nació en 1873 en un agujero llamado Ash Grove, en Missouri, y cuando era una niña se alimentó de mazorcas de maíz y versículos del Eclesiastés. Se bañaba un sábado de cada tres, en una palangana, su verdadero nombre era Arizona Donnie Clark y cuando alcanzó merecimiento se casó con George Barker, que fue un borrachuzo de garrafa que le tenía alergia a la azada y que le cultivó cuatro hijos que salieron torcidos. A Mamá Barker no le sobraba la paciencia y un día echó a patadas a su marido y emprendió en solitario la educación de los  chicos, que crecieron interiorizando un sentimiento más bien laxo acerca del derecho a la propiedad privada. Empezaron robando gallinas, hicieron la gira de los reformatorios y acabaron secuestrando MAMÁ BARKERciudadanos y atracando bancos a tiros de metralleta Thompson. La prensa les llamó Los Sangrientos Barker. El primero en caer fue Herman, el mayor, que se pegó un tiro en la cabeza después de sostener una balacera con la policía en un granero de Wichita, en Kansas, en agosto de 1927. A Lloyd, el segundo de la camada, le llamaban el Rojo y le trincaron en junio de 1928 por el asalto a un camión correo en Baxter Springs, Kansas, y le condenaron a veinticinco años de toldo en el penal de Leavenworth. Arthur, que le decían Doc, y Fred Barker se asociaron con Alvin Karpis el Horroroso, un notorio expoliador que había hecho la carretera con John Dillinger, y formaron una banda en la que participaron ocasionalmente granujas de solvencia como George “Escopeta” Ziegler, veterano de las guerras de licoreros de Chicago,  y Harvey Bailey, conocido como el Decano de los Ladrones de Bancos.

Mamá Barker acompañaba a los chicos a la puerta de la fábrica, llevándoles la merienda, participaba del botín y conocía su conducta, pero se quedaba en el motel y cuando Karpis y los Barker planeaban un golpe la mandaban a otra habitación a escuchar por la radio música hillbilly, que es la que tocan los blancos mugrientos de los Apalaches con un banjo y soplando un peine para celebrar que han cazado una zarigüeya. En junio de 1933, la banda Karpis-Barker secuestró a William Hamm, un industrial cervecero por el que sacaron cien mil dólares, y en enero de 1934 raptaron en St. Paul, Minnesota, a Edward Bremer, presidente del Banco Comercial del Estado por el que pidieron doscientos mil machacantes. Los federales de Hoover se les pusieron detrás. El agente Melvin Purvis el Nervioso, que había cazado a Dillinger, detuvo a Doc Barker en Chicago en enero de 1935. Le preguntó que dónde estaba su revólver y Doc le contestó: “en casa, y ese no es su sitio”. Una semana después, los federales sitiaron a Fred y a Mamá Barker en una casa de Ocklawaha, en Florida, en la orilla del lago Weir, donde nadaba el Viejo Joe, un gigantesco caimán que era una celebridad local. Fred llamó la atención de los paisanos la tarde que acribilló al bicho de una ráfaga de metralleta y lo dejó convertido en piel para zapatos. Los federales iniciaron un tiroteo con el jirón de la banda Barker que duró cuatro horas y se pulieron el presupuesto de plomo de un año. Los Barker, madre e hijo, acabaron llenos de agujeros y Hoover declaró que Mamá murió empuñando un fusil semiautomático Thompson. Además les inventariaron dos automáticas del 45, una del 38, dos escopetas del doce, un rifle Winchester y quince mil pavos en efectivo.

Mamá Barker tenía sesenta y dos primaveras cuando murió, con lo que es más que probable que el retroceso de una ráfaga de ALVIN KARPISThompson le hubiera hecho cisco la cadera. Hoover, en cambio, la difundió de arpía y de villana y aseguró que era ella el cerebro de la banda. Harvey Bailey, el Decano de los Ladrones de Bancos, declaró desde la cárcel que difícilmente Mamá Barker podría planificar un golpe cuando era incapaz de preparar un desayuno. Sin embargo la leyenda se sostuvo gracias a la novela de James Hadley Chase “El secuestro de miss Blandish” ( en la que Mamá Barker se convirtió en Ma Grisson) y a la película de Corman “Bloody Mama”, en la que Shelley Winters, cuando ya se estaba poniendo gorda, hizo una matriarca completamente tarada y desenfrenada en el sexo. Doc Barker murió a tiros en enero de 1939 cuando intentaba fugarse de la prisión de Alcatraz. Lloyd Barker el Rojo fue liberado bajo palabra del penal de Leavenworth y trabajó de cocinero en el campo de prisioneros de Fuerte Custer, en Michigan, durante la Segunda Guerra Mundial. Después encontró un trabajo de encargado en un asador en Denver, se casó, enmendó su biografía y en 1949 fue asesinado por su mujer, que acabó en un manicomio. Alvin Karpis el Horroroso cumplió 26 años de condena en Alcatraz, en donde le regaló una guitarra a Charles Manson, salió bajo palabra, fue deportado a Canadá y en 1972 se vino a tomar el sol a España, se instaló en Torremolinos y vivió como un sultán diciendo que había hecho negocio con el cambio de moneda. Murió en 1979 de un infarto y está enterrado en el cementerio de San Miguel de Málaga.

MARTÍN OLMOS

El novio de la muerte

In El cañí, Hazañas bélicas on 22 de enero de 2013 at 13:39

El cabo Baltasar Queija de la Vega fue el primer legionario caído en combate y su muerte inspiró el himno no oficial del cuerpo

ILUSTRACION de MARTIN OLMOS

“Baltasar Queija de la Vega fue el trovador de la II Bandera y cantó, como el cisne, para luego morir”
JOSÉ MILLÁN ASTRAY

En la Legión no te preguntan si fuiste monaguillo o le zurraste una tunda al párroco para llevarte las perras del cepillo y fundirlas en un tablao y, además, el valor te lo suponen, cuando para otros oficios tienes que demostrar que tienes el graduado escolar. La Legión es industria de machos bravos, como el brandy Soberano y tirar el abrigo a un charco para que lo cruce una hembra que lo merezca, y al que no le guste que no mire. Como Hengist el Mercenario, la Legión quiere hombres “para la victoria, para el saqueo, para la corrupción de la carne y para el olvido”. En otros tiempos la Legión, como Jesucristo y al contrario que la naturaleza y el fisco, concedía otra oportunidad al pecador y allá se alistaban los torcidos para rectificar la biografía peleando al moro de África. Ya lo decía el refrán: los buenos al cielo, los malos al infierno y los regulares a Melilla. En la Legión se alistaba el mozo al que le había dejado la novia por un opositor a notarías y tenía el corazón partido y los que les partían el corazón a otros, generalmente a navajazos, y se cansaban de andar corriendo delante de la ley. Se intentaron alistar en 1952 Lorenzo Castro el Tartamudo y Antonio Pérez, dos de los célebres asesinos de las estanqueras de Sevilla a los que les escribió una novela Alfonso Grosso, pero les pescaron antes de firmar y los mataron en el garrote. Dejó escrito Millán Astray que una de las razones del alistamiento era “el apartamiento de la justicia, que tan dura es en sus modales”.

Desde su fundación en 1920, la Legión se alimentó de sumisión y coraje, pero también de propaganda, que recomendaba Millán JOSE MILLÁN ASTRAYque fuese oficial y literaria. La oficial, decía, debía glosar un porvenir de ascensos y ropa limpia y las primas de enganche, que eran de 500 pesetas por cuatro años y de 700 por cinco. Los carteles de reclutamiento decían: “La Legión os espera a los que aspiréis a la gloria, los que deseéis lugar de olvido, de redención y de lucha. Tendréis alimentación sana y abundante. Vestuario de buena calidad, práctico y vistoso. Justicia en el premio, cruces y medallas con pensión a los heridos”. La propaganda literaria tenía que difundir el romanticismo de las aventuras guerreras y también su barbarie y se mezclaba con las leyendas de hazañas bravías con las que terminaba pasando lo mismo que con las réplicas de Quevedo, que unas son ciertas y la mayor parte no, pero se seguían diciendo en los cuarteles.

El oso Magán y el menú de huevos
Leyenda de la Legión es la de la mascota del cuerpo, que antes que la cabra fue el oso Magán, al que llevaron tres tenientes de la IV Bandera a un baile en el casino militar de Ceuta y el bicho se cagó en mitad del salón y disolvió el festejo. Famosa fue también la cena que Franco ofreció al dictador Primo de Rivera en  Ben Tieb el 19 de julio de 1924. Franco era en aquella época teniente coronel y jefe de la Legión y Primo de Rivera estaba considerando la retirada de España de Marruecos y estaba empeñado en reducir el gasto militar. Aunque Franco lo desmintió en 1972, la leyenda cuenta que ordenó servir un menú consistente exclusivamente en huevos para mostrarle al dictador que era eso lo que hacía falta en África y le sobraba a la Legión.

El primer legionario caído en combate fue el cabo Baltasar Queija de la Vega, cuya muerte inspiró un cuplé que acabó siendo himno. Millán Astray dijo su historia de diferentes maneras, adornándola según su estado de ánimo, con lo que probablemente la infló al gusto legionario y le quedó un cuento entre naif y macho que disfrutó de mucho predicamento. Baltasar Queija de la Vega nació el 21 de mayo de 1902 en Minas de Riotinto, en Huelva, y se alistó en el Tercio Duque de Alba después de reñir con su novia. Le destinaron a la II Bandera el 9 de octubre de 1920 y ocupó plaza en Tetuán, en una guarnición acechada por el moro. Cuando llevaba poco tiempo en el campo recibió una carta de casa en la que le decían que su novia había muerto. Tenía prestigio de bravo y, sin embargo, lloró y le dijo a Millán: “Mi teniente coronel, ojalá que la primera bala que se pierda sea para mí”. No se sabe el criterio por el que Dios se rige a la hora de conceder las plegarias pero al cabo Queija se la atendió y la noche del 7 de enero de 1921, una bala de la cabila le mató cuando su escuadra replegaba la posición hacia los cuarteles del Zoco el Arbaá de Beni Hassán, al sur de Tetuán. El cabo Queija no rindió su arma al moro y la conservó, y en el bolsillo de su guerrera encontraron un poema que había escrito glosando a la Legión: “Somos los extranjeros legionarios/ El Tercio de hombres voluntarios/ Que por España vienen a luchar”.

Al principio fue el cuplé
La Legión tuvo su primer mártir, que además era poeta, casi un niño y padecía de mal de amores, y Millán Astray le lloró con sentimiento soltando viriles lágrimas por sus dos ojos que aún conservaba (cinco años después perdería uno de un tiro en la Loma Redonda que también se le llevó la quijada y la sonrisa) y le dio sepelio con el honor de héroe. La historia trágica del cabo Queija inspiró el cuplé “El novio de la muerte”, con música del maestro Juan Costa y letra de Fidel Prado Duque (que cuando acabó la EL CABO BALTASAR QUEIJA DE LA VEGAguerra del 36 se dedicó a escribir novelas del oeste con su nombre o con el alias de F. P. Duke)  y lo estrenó Lola Montes en el teatro Vital Aza de Málaga. La canción dice de un legionario misterioso que supo morir como un bravo y “cuando al fin lo recogieron,/entre su pecho encontraron /una carta y un retrato /de una divina mujer”. Cuando la duquesa de la Victoria la escuchó consiguió que la Montes la cantase en Melilla el 30 de julio de 1921, recién desembarcada la Legión en la ciudad para vengar la derrota de Annual. El cuplé se convirtió en el himno no oficial del cuerpo (el legítimo es “La canción del legionario”, con letra del comandante Guillén Pedemonti y música de Modesto Romero) y en 1952 el director de la Banda del Tercio, Ángel García Ruiz, adaptó su ritmo convirtiéndolo en marcha procesional que los legionarios cantan cuando levantan al Cristo de Mena.

A la socialdemocracia la Legión le sirve para mandarla a Afganistán pero le quiere arrinconar los folclores porque no los ve finos y no le gusta la exhibición de patillas, los menús a base de huevos ni la cabra. Ya no se lleva el Varón Dandy. En 2010 la ministra Chacón intentó cambiar el chapiri legionario por una boina granate, como de picador de tranvía, pero no lo consiguió. Chapiri es corrupción del francés Chaperot y desciende del antiguo gorro de cuartel isabelino. Y al párroco de la iglesia de Santo Domingo de Málaga, donde se guarda el Cristo de la Buena Muerte que se cargan al hombro los legionarios,  tampoco le gusta “El novio de la muerte” y el año pasado prohibió cantarlo en el triudo pascual por no considerarlo un himno  litúrgico. Se conoce que le gustaban más las canciones de Carlos Mejía Gogoy y las misas de guitarra y poncho.

MARTÍN OLMOS

El psicópata pop

In Lunáticos on 17 de enero de 2013 at 13:28

Charles Manson es hoy un icono popular, como las latas de sopa Campbell

CHARLES MANSON POR MARTIN OLMOS

“¡Soy el Hijo del Hombre y el Ángel Exterminador!”
CHARLES MANSON

Los que nos dedicamos a escribir porque no servimos para un trabajo honrado y encima lo hacemos mal terminamos por atender a la recomendación de George Bernard Shaw que dice que si no consigues lo que te gusta, será mejor que te guste lo que consigues. Que en vernáculo quiere decir que el que no se consuela es porque no quiere. Charles Manson también ha tenido que adaptarse a las circunstancias,  porque quiso ser una estrella del rock y se ha quedado en psicópata pop y le ha ido cogiendo gusto al oficio. El que empezó de robaperas, de chulo de cuarta y de aparcabicis del presidio terminó de asesino mesiánico y hoy es una marca registrada, le glosan los conjuntos del jevimetal y tiene un club de fans en el internet que vende camisetas con su jeta por veintiún pavos las tallas normales y veinticuatro las extra grandes. Cuarenta dólares la sudadera, veinte el mechero y quince el colgante para el cuello. A Charlie Manson le escriben a la trena adolescentes con la cara hecha un cráter que jamás se han comido una rosca y ha salido en el “Today Show” de la NBC, en las portadas del Life y de Rolling Stone y en Vanity Fair, compartiendo la primera página con Lady Gaga y Carla Bruni. Hoy Manson es un viejo, probablemente no vuelva a ver el sol sin rayas y es un negocio. Ayer fue la pesadilla de América, que ha criado unas cuantas. Anteayer solo fue un chorizo con labia, un mangante de coches, un chulo del amateur y un timador de cheques ful que le supo sacar el rendimiento a la Era del Acuario. “When the mooooon is in the seventh house…”

El chorizo
La primera parte de la biografía de Manson no se diferencia de la de cualquier cofrade del birle con un balde lleno de boletos para acabar tieso durante el atraco a la tienda de un coreano: nació el 12 de noviembre de 1934 en Cincinatti, Ohio, su madre era una borracha que se llamaba Kathleen Maddox que deslastró con dieciséis años y vivía saltando la mata y del comercio del revolcón. Su padre le sembró, se subió los pantalones, recogió el cambio y desapareció. El pequeño Charlie se crió en las cunetas y al arrullo de la música de somier en pensiones perreras. Una vez que estaba trompa, su madre le intentó cambiar por una pinta de cerveza, que eso es tener sed. Cuando inevitablemente la entrullaron, Charlie fue a parar con unos tíos de Virginia que interpretaban la Biblia al pie de la letra y le molían a palos. Con nueve años ya estaba en el reformatorio por chorizo, con quince en un colegio para tarados en donde le violaron en la lavandería después de romperle la boca a patadas y con diecisiete le pescaron sodomizando a punta de navaja a otro chico del correccional. De los diecinueve a los treinta y dos años se pasó más tiempo a la sombra que en la calle, generalmente por mangar coches, endosar cheques falsos, traficar en menudo con setas de la risa y por sacarles un rendimiento a sus novias. Manson era pequeñajo y frágil, una desventaja física que no augura un porvenir cómodo en la cárcel, pero se libró de acabar de novia de un kie con tatuajes en los bíceps porque tenía, como los profetas, el don de la palabra y se dio cuenta de que si tocaba la flauta, las ratas le seguían. Se merendó la biblioteca de la prisión y adquirió una verborrea en la que mezclaba la Biblia, el budismo y la cienciología de Hubbard, aprendió a tocar la guitarra que le regaló Alvin Karpis el Monstruo, un antiguo miembro de la banda de Mamá Baker, y decidió ser más grande que los Beatles.

El gurú
Salió a la calle con treinta años largos, cantó en el metro, no recogió ni un centavo, no entraba en sus planes trabajar, escuchaba a los Grateful Dead, a Janis Joplin y a Jefferson Airplane  y se mezcló con la tribu del Verano del Amor del distrito de Haight-Ashbury, en San Francisco. Recogió su rebaño de chavalas con flores en el pelo y se puso hasta arriba de mescalina. Fundó la Familia, las ratas le siguieron  y se hizo su voluntad. En Los Ángeles conoció a Dennis Wilson, el batería de los Beach Boys, y le intentó convencer para que le financiase un disco. Wilson le presentó a Terry Melcher, el creador del rock californiano y Mason se hizo ilusiones. Decía Dalí que la lectura delirante del mundo que hace un paranoico es tan real como la de uno que está en su sano juicio pero las carnicerías que alentó Manson suenan un poco a la  revancha de un desengaño. Manson predicaba el Apocalipsis a CHARLES MANSONsus acólitos y les convenció de que estaban a cinco minutos de que los negros empezasen una guerra civil en la que derrotarían a los blancos, pero después no sabrían administrar el país debido a su inferioridad racial y le buscarían para asumir el mando. El primer asesinato del rebaño de Mason fue un crimen de trapicheo: cosieron a puñaladas al traficante Gary Hinman en julio de 1969 después de cortarle una oreja por una deuda de anfetaminas. Diez días después culminaron la masacre de Cielo Drive, en la que destriparon a machetazos a la actriz Sharon Tate, esposa de Roman Polanski, a sus tres invitados y al jardinero. Sharon Tate estaba embarazada, le sacaron el feto, le cortaron los pechos, la colgaron de una viga y escribieron con su sangre la palabra “cerdo” en la pared, seguramente con la intención de que les cargasen el mochuelo a los morenos de las Panteras Negras. A la mañana siguiente asesinaron al matrimonio La Bianca en su casa de las colinas de Los Feliz siguiendo la misma pauta macabra, grabaron con un tenedor de trinchar la palabra “guerra” en el pecho del marido y con la sangre de la mujer escribieron disparates en la nevera.

El circo
Durante el juicio, Charles Manson montó el circo de los hippies locos: se grabó una esvástica en la frente, amenazó a todo el mundo, hizo el chorra y sus seguidores se manifestaron en la puerta del tribunal con la cabeza pelada, largó sus discursos de orate y echó la culpa a John Lennon. Para estar como un cencerro, Manson guardó la precaución de no participar personalmente en los asesinatos y dejaba las cuchilladas para la infantería. En las grabaciones de la vista pone su colección de muecas como un mimo de parque, bizquea y dice: “Soy una navaja afilada”. Dice: “Yo manejo el inframundo”. Dice: “Soy el malabarista del vino”. En ocasiones parece un actor de función de fin de curso sobreactuando de loco. Quizá solo sea un impostor. El asesinato de Hinman fue un ajuste de drogotas con poca paciencia y el rancho del 10050 de Cielo Drive había pertenecido a Terry Melcher, el productor que no le grabó el disco, con lo que es posible que la jauría de Manson, hasta arriba de ácido, se confundiese de víctimas. El crimen de los La Bianca fue una distracción para culpar a los negrazos, que llamaban “cerdos” a los bofias. Puede que toda su parafernalia de barbas de Abraham, su discurso del anticristo y toda la mierda esconda su frustración por no estar cantando en la MTV, puede que no esté tan loco ni usted tan cuerdo. Puede que no consiguiese lo que le gustaba y ha terminado, a la fuerza, por gustarle lo que ha conseguido, que es ser el santón de los asesinos, salir en las portadas y que se vendan camisetas con su jeta en el internet.

MARTÍN OLMOS

El pistolero popular

In Bandidos on 11 de enero de 2013 at 13:52

John Dillinger fue un atracador de bancos de pueblo con el gatillo ligero al que su época disfrazó de bandido social

ILUSTRACION by martín olmos

“En plena Gran Depresión, Dillinger mutó a héroe del pueblo”
MICHAEL MANN. Director de cine

Cuando acaba la fiesta hay que pagar a los músicos y barrer las serpentinas. Hay que recoger los cristales rotos de las copas que chocaron celebrando la amistad y echar a los borrachos. Cuando acaba la fiesta, hermano, queda el carmín tatuado en el cuello de la camisa y viene el dolor de tiesto, el aliento de alimaña y sentarse a echar el balance, que no cuadra, y manda  empeñar las joyas de la abuela para abonar la dolorosa. Cuando acabó la fiesta loca de los felices años veinte, cuando los negritos dejaron de tocar el ragtime y las chicas que enseñaban descaradas las rodillas se cansaron de bailar el foxtrot, no quedó un chavo en el bolsillo de nadie y todo el mundo se compró un punzón para hacerle otro agujero al cinturón. Papá perdió el empleo, el abuelo vendió la vaca y mamá tuvo que estirar un menú para dos para que comiesen veintidós. El miércoles que siguió al Martes Negro del 29 de octubre de 1929 dejó de entrar el café en casa y empezaron los desayunos de agua sucia de achicoria sin terrón de azúcar ni bollos para mojar y  la música de las tripas, que no obedece a compás, calló al charlestón. Tom Joad metió en el coche a la familia y se fue a buscar las inciertas uvas de la ira y los peces gordos de Wall Street  despidieron a sus secretarias con un beso casto en la mejilla y se tiraron por la ventana. Descubrieron que no sabían volar. En los años treinta se acabó la suerte y el parné y, sin embargo, John Dillinger se paseaba por los caminos llevando 50.000 dólares debajo del sombrero, pagaderos a la entrega de su cabeza, disecada o en ejercicio, y el crédito a interés perdido que le concedían sus pistolones de saquear y su oficio forajido.

El hijo del tendero
John Herbert Dillinger fue el héroe de la época sin fe, el campeón del obrero que estaba hambriento de tajo y jornal, el tío que hacía lo que el resto no se atrevía, que era entrar bravo a un banco, decir arriba las manos y salir con los bolsillos llenos. Sin humillar la cabeza ni quitarse el sombrero y sin enseñar aval. En los tiempos flacos la talla del héroe se democratiza y sirve para la tarea cualquiera que no obedezca unas reglas que no se acaban de comprender. John Dillinger no tenía vocación de revolución porque iba para chorizo en cualquier caso, pero la época de la Depresión le adornó el gesto. Dillinger nació en 1903 en Indianápolis y se crió sin madre. Su padre tenía una tienda de clavos, leía la Biblia sin tamizar las metáforas y temblaba ante la palabra de Dios, se mantenía alejado de los licores fuertes y de la cerveza y creía que la educación de los hijos se llevaba a cabo con un cinturón. Johnny echó posaderas de acero y frecuentó los billares, las peleas de matón y las muchachas de la germanía, con lo que no le quedó tiempo para el pupitre. Se hizo capitán de una banda peleadora que se llamaba La Docena Sangrienta. Le estaba creciendo el bozo cuando empezó a mangar coches para pasear a las novias el sábado por la noche, era chuleta y jaquetón y con veinte años se alistó en el ejército, pero se le dio mal obedecer y desertó. Se casó con su novia de siempre, que se llamaba Beryl Ethel Hovious y le prometió un porvenir, una casa con porche y una vajilla de diario y otra para los domingos, pero se le dio mal la monogamia y se fue a por tabaco. Encontró un trabajo honrado en un taller de coches, se le daban bien las bujías y se le daba mal madrugar y le dijo al patrón que hasta la vista. Cogió la calle del medio y asaltó una tienda, tenía veintiuno y le trincaron. Le metieron cinco años en el penal de Indiana. En la enfermería vieron que tenía gonorrea.

Héroe de circunstancias
En la trena le dieron tres comidas diarias y sábanas limpias una vez a la semana, le dejaban jugar al béisbol en el patio y le impartieron la inexorable docencia del hampa. Compartió celda con Oklahoma Jack Clark, John Hamilton el Pelirrojo y Walter Dietrich, que eran veteranos de la banda de Herman Lamm, el Barón, un desertor del ejército prusiano, alemán de Kassel, que había cabalgado con el Grupo Salvaje de Butch Cassidy y Sundance Kid. Lamm había convertido el atraco de bancos en un arte y sus secuaces le enseñaron el oficio al joven Dillinger, de probada vocación de mangante pero de método indefinido. Lamm el Barón murió en 1930, en Sidell, Illinois, se pegó un tiro en el paladar cuando estaba cercado en un granero por un batallón de doscientos policías. Dillinger salió de la cárcel en 1933 con una sólida formación profesional refrendada por la universidad del trullo, formó banda y se puso a la labor. El 17 de julio se llevó 3.500 dólares de la sucursal del Banco Comercial de Daleville, en Indiana, y a partir de ahí empezó su peripecia violenta que duró un año escaso.

La banda de Dillinger asaltó una docena de bancos pequeños del Medio Oeste y un arsenal del ejército y dejó once bofias acribillados en tiroteos de escapada. A Dillinger le prendieron dos veces y dos veces se fugó, una de ellas haciendo pasar por buena una pistola tallada en una pastilla de jabón pintada con betún. Nunca fue un justiciero y observó la solidaridad justa con el JOHN DILLINGERdesgraciado, que abundaba, y sin embargo cultivó el cartel heroico que le endosó la opinión popular porque coincidieron dos circunstancias: en primer lugar el país, aunque  estaba altamente industrializado, conservaba enormes espacios rurales que recordaban con nostalgia un pasado mítico (generalmente imaginario) que simbolizaba el pasado de conquista. Dillinger, como Cara de Niño Nelson, Bonnie y Clyde y la banda de Mamá Baker, estaba más cerca del bandido legendario del Oeste que del gangster organizado de Chicago. Solo había acortado el ala del sombrero y había cambiado el caballo mesteño por el Ford T. En segundo lugar Dillinger golpeaba a los bancos, es decir, a la institución económica que ejecutaba las hipotecas que dejaban a los que les había cogido la mala sombra durmiendo debajo de las estrellas, con unas botas con suelas de cartón y por manta el diario de anteayer. Cada dólar que robaba atenuaba lo que Eric Hobsbawm llamó “el resentimiento privado de los débiles”.

Muerte en Chicago
La carrera de Dillinger duró poco, de un verano hasta el siguiente, lo que tarda un año en rendir. El 22 de julio de 1934 le acribillaron a tiros cuando salía de ver una película de gangsters en el cine Biograph, en el 2.433 de la avenida Lincoln de Chicago. Le vendió una del oficio horizontal que se llamaba Anna Cumpanas, rumana de nacimiento y alcahueta de un cortijo. Dillinger paraba en la ciudad porque quería ver un partido de los Cups, se hacía llamar Jimmy Lawrence y había cambiado de pinta. Se había dejado bigote fino, se había teñido el pelo y se había puesto una funda sobre un diente frontal que le hacía sonreír con mella. Treinta agentes federales al mando del oficial Melvin Purvis, que le decían el Nervioso, le rodearon en la calle y cuando le vieron acercar la mano al bolsillo le pegaron cuatro tiros en la cabeza y en el corazón. Murió en el acto, con su sonrisa nueva porque los héroes son siempre bonitos. Las mujeres mojaron sus pañuelos en su sangre. Los bancos siguieron ejecutando las hipotecas, inexorables como el invierno. La mala fama no se la han quitado porque ya dijo Bertolt Bretch que es difícil discernir quién es más criminal, si el que atraca un banco o el que lo funda. Y las fiestas, ya sabemos, terminan, y lo que ayer eran risas y jerez hoy son navidades sin juguetes y los bolsillos vacíos de esperanza para gastar en héroes de pacotilla.

MARTÍN OLMOS

El talante del pedernal

In Bandidos on 11 de enero de 2013 at 13:45

El Pernales fue un asesino implacable al que el pueblo le cantó romances de hambre que no se mereció

ILUSTRACION BY MARTIN OLMOS

“Pero sin duda el más famoso de los bandidos terminales fue el estepeño Francisco Ríos González, alias Pernales”.
LORENZO SILVA

En el sur cuentan las cosas más rápido por el sistema de merendarse las sílabas para no perder el tiempo pronunciándolas y les ponen reseñas a los paisanos para no demorarse en aprenderse sus apellidos. O para asemejarlos a los reyes. Según tengan el día les calzan a la fuerza la ejecutoria y unas veces les sale el mote descriptivo y otras del revés, con lo que al feo del pueblo le toca que le digan o el Susto o el Piropo. A Francisco Ríos González le adjudicaron nombre gráfico y le dijeron el Pedernales, por ser crudo de carácter, que después le abreviaron en Pernales y le acertaron, porque gastaba humor tan bronco que cuando sus hijas le interrumpían  la siesta porque lloraban de hambre les quemaba la piel con la brasa de un cigarro para que se quejasen por motivo. El cigarro estaba torcido en Gibraltar y era del contrabando, porque el macho tenía para fumar aunque faltase el pan a la camada. En el sur también se hace canción de todo, porque abundan las guitarras, y cuando los tricornios mataron al Pernales en la Sierra de Alcaraz el pueblo le celebró con un romance mentiroso que acababa diciendo: “Pernales en toda su vida/ no ha matado a ningún hombre/ que el dinero que robaba/ lo repartía entre los pobres.” El Pernales tenía apuntadas muertes por explicar en las cuentas del San Pedro y si no robó al pobre es porque entendió que era echar la jornada de vacío y más que repartir lo que hacía era dar propina para galanear y pagar alcahuetes. Los versos hermosearon sus gestos, como les suele pasar a los bandidos de la sierra, pero Francisco Ríos González, que le decían Pernales por ser moleño y malacara, practicó el asesinato navajero y el ultraje a la mujer, el secuestro de niños, el robo de cortijo y de camino y la vida de monte del que tiene que huirle al guardia y dormir guardando bajo el serón el cuchillo de afeitar.

Casta bandolera
El Pernales nació el 23 de julio de 1879 en Estepa de Sevilla sin un pan debajo del brazo y le bautizaron como Francisco de Paula José Ríos González en la parroquia de  Santa María la Mayor de la Asunción. En Estepa, Micaela Ruiz, que le decían la Colchonera, se inventó los polvorones cuando se le ocurrió secar las tortas de manteca del Convento de Santa Clara para que su hombre, que era carretero, las vendiera en el camino. Entre hornos de mantecados y a la sombra del olivo en Estepa se da bien la crianza de bandidos y de allí era la partida del Vizcaya, la banda del Perdigón, el Niño de la Gloria y el Marcao, que llevaba escrita la quijada.  De Estepa era el Lero Juan Caballero, que cabalgó la sierra con el Tempranillo y se murió de un flemón, y Joaquín Camargo el Vivillo, que después de cuatrero fue picador de toros. En casa del Pernales había cazuela magra y frío en invierno y su padre andaba en los tajos temporeros y en el furtivo, cazando a cepo porque no tenía para escopeta. Por parte de madre, sus tíos el Chorizo y el Soniche eran cuatreros de reses y le daban ejemplo al niño. A su padre le mató un guardia civil de un culatazo de mosquetón una tarde que le cogieron robando una huerta y a sus tíos los envenenó un gitano de nombre Macareno que les puso ponzoña en una paella con conejo. El Pernales se fue pronto de casa y se puso de pastor de los rebaños de otros, pero dejó pronto el pasto para caminar el monte y formó banda de forajidos con Antonio López Martín, que le decían el Niño de la Gloria, y con caballistas de la antigua banda del  Vivillo, que había huido a Argentina. Le siguieron Juan Muñoz el Canuto, Antonio Sánchez el Reverte y Pedro Ceballos el Pepino. Dieron su primer golpe en Cazalla, en donde robaron a un cortijero, le zurraron una tunda que le dejó en la raya del eterno y delante de sus narices rotas le violaron a la mujer. Después se echaron al camino, a robar en las cruces, y se hicieron cartel de violencia y de no gastar misericordia y con razón, porque se dieron al ultraje de las hembras y a deslomar a palos a los renuentes.

Los falsos romances
Pernales llevaba la jeta pintada de pecas, era rubio de pelo y tapón de talla, de apenas el metro y medio. Sin embargo era ancho de pecho y fuerte de remos y buen caballista de yeguas. Se buscó una mujer dócil y la casó, la hizo dos niñas y las tres le importaron el carajo y le acabaron abandonando cansadas de coger cinto cuando el Pernales llegaba húmedo de anís. Descubrió que a otros sí les importaba la familia y se dedicó al secuestro y para que no le tomaran a la ligera rebanó el pescuezo al niño de un cortijero que fue tardón en aflojar. En las veredas soltaban la bolsa los viajeros sin rechistar por haberle escuchado la fama y una vez le robó mil pesetas al gobernador de Córdoba. Al pobre que se encontraba le daba un duro para que le olvidase el rastro y, como solo robaba al que tenía, el pueblo le cantó romances que no se mereció. Al jornalero que tuerce la espina en la campa del amo le suele tocar perder y cuando le ve palmar al amo, y temblar delante de la navaja, le sale la simpatía por el bandido, aunque sea un canalla, y le hace un cantar. Detrás de las canciones el Pernales era sanguinario y en La Roda de Albacete, en el cortijo de los Hoyos, se encontró con el gitano Macareno, el que envenenó a sus tíos Soniche y el Chorizo con una paella con liebre, y le pidió la deuda. Lo sacó de la finca y le amarró a un olivo, le rompió la cara a puñetazos y le mató a cuchilladas que le fue hincando con paciencia, asestándoselas en las zonas que no eran mortales para alargarle el trámite.

En 1907, en Villanueva de Córdoba, la Guardia Civil cercó a la cuadrilla del Pernales y en el tiroteo murió el Niño de la Gloria. Poco después capturaron al Pepino y al Reverte y Pernales escapó con plomo en el cuero y de milagro. En la huida robó un cortijo en El Arahal, en Sevilla, y un bracero de la finca que le decían el Pardo le vio más porvenir a la vida bandolera que al servicio en el PERNALES Y EL NIÑO DEL ARAHAL MUERTOScampo y le siguió. Se llamaba Antonio Jiménez y era flaco como un junco y le dijeron a partir de entonces el Niño del Arahal. El Pernales le había cogido prudencia al tricornio y se había echado hembra, que se llamaba Conchita Fernández Pino, era de El Rubio y estaba preñada, y planeó llegar al puerto de Valencia para embarcarse para Argentina y empezar vida nueva. Cruzó Jaén con el Niño, robando por el camino, y en la Sierra de Alcaraz, en el suroeste de Albacete, le preguntaron al guarda forestal Gregorio Romero por una senda por la que atajar y le dieron un duro por el recado. Romero había sido tricornio y le había quedado el olfato, sospechó de los dos hombres armados, montados en un macho castaño uno y en una yegua clara el otro, y dio el aviso al cuartel. El 31 de agosto de 1907, en el cerro de Las Morricas, el teniente Haro y una dotación de cuatro guardias les entablaron tiroteo y los finaron a tiros. Exhibieron sus cuerpos en el pueblo de Villaverde, desmadejados como quedan los muertos, y en el inventario del Pernales le apuntaron escopeta de cazar y revólver de seis tiros, mojosa de muelles bien afilada, trescientas pesetas y un reloj Roskopf con una cadena de un kilo. El romance cantó más tarde que “el pueblo entero lloraba/ con mucha pena y dolor/ de ver a los dos bandidos/ cruzados en un serón”. Los aldeanos de Villaverde miraron con curiosidad a los dos difuntos forasteros que les dijeron que fueron malos cuando respiraban y se fueron a lo suyo, al tajo a sudar, a doblar la raspa y a palmar, como siempre.

MARTÍN OLMOS

El dictador macarra

In Reyes y caudillos on 7 de enero de 2013 at 22:01

El joven Mussolini peleaba con la ventaja que le daba el puñal y el puño de hierro, se agarraba curdas y coleccionaba amantes

ILUSTRACION BY MARTIN OLMOS

“Mussolini no mató a nadie, mandaba a la oposición de vacaciones al exilio”
SILVIO BERLUSCONI

El generalísimo Franco fue un tirano a la gallega, con voz de pito y misa diaria, y uno acaba imaginándoselo como lo escribió Umbral,  merendando chocolate con soconusco mientras firmaba sentencias de muerte (Leyenda del César Visionario). De pequeño, en El Ferrol, le llamaban Cerillita, porque era flaco y cabezón y con el tiempo crió panza de conserje y culo de artesa y lo intentó disimular con pantalones de montar y fajines de velludillo, pero siguió firmando sentencias de muerte igual. En la Academia de Toledo le llamaron Franquito y le rieron la tapujez serrándole un palmo del cañón de su fusil de instrucción. Ay, el humor de la soldadesca. Franquito no le tuvo nunca afición a doñear y no se arrimó a una golfa ni cuando estaba en la Legión, en donde el putañeo es prescripción. Franco tuvo una novia en grado de tentativa y otra formal, con la que se casó en la iglesia de San Juan el Real de Oviedo, apadrinado por poderes por el rey Alfonso XIII. La primera fue Sofía Subirán, sobrina del general Luis Aizpuru, que le dio calabazas porque no sabía bailar y Franco, como en “Beau Geste”, para curarse el desengaño pidió el traslado a Regulares, y la segunda fue Carmen Polo, que estudiaba en un convento y era de una familia bien que se había quedado en regular. Franco practicó la bragueta escueta, la bayoneta en la vaina y la devoción por la mano incorrupta de Santa Teresa de Jesús, que tiene algo de fetichismo. A otros les gustan los pies. Se comentó que le habían volado un huevo en la toma de El Biutz, a diez kilómetros de Ceuta, donde recibió un tiro moro en el bajo vientre, y algo debió oír él, porque treinta años después dijo que el disparo se lo habían dado en el hígado y así evitó la susceptibilidad. No había que buscar mutilaciones en donde lo que había era el rencor que le guardó a su padre, don Nicolás, que reconoció a un hijo natural que sembró en Filipinas, era golfo y burlanga y medio masón, se apostaba los cuartos en el casino y se acabó fugando con la criada.

El Duce bárbaro
Desde el punto de vista exclusivamente folclórico, Franco hizo un dictador pelma, como de señor que brinda la nochevieja con una copita de sidra con burbujitas, que si no me pongo piripi, y solo se permitió dos excentricidades, que fueron su caballo blanco Zegrí y la Guardia Mora. Seguramente sobrevivió porque se guardaba los pedos para dentro y donde olía mal era en casa, con lo que al vecindario le daba un poco igual. Hitler, en cambio, salió expansivo y Mussolini un poco bufón y, al contrario que Franquito, practicó la alcoba diversa y fue de joven un macarra de futbolín. El mozo Mussolini fue asaltador de hembras, lujurioso, peleador de ventaja y navajero y acabó de Duce como podía haber acabado mercando pelucos de consumao debajo de un farol. O chuleando putas. Nació el 29 de julio de 1883 en la región norteña de la Emilia-Romaña. Su padre era un herrero anarquista que le puso a su hijo el nombre de Benito en honor al presidente mejicano Juárez y el chaval crió desde niño ganas de camorra, un alto concepto de sí mismo y una sexualidad omnipresente. Le echaron del colegio de los padres salesianos de Faenza por zurrarle una tunda de puñetazos a un compañero y del colegio Carducci de Forlimpopoli, al que llegó más aprendido, por atravesarle a otro la mano con una navaja de estilete. En el mujerío se estrenó a los dieciséis años por lo mercantil en un burdel de Forli al que le llevó su amigo Benedetto Celli. Le inauguró una ramera pelleja, tirando a gorda, que le cobró cincuenta céntimos y a Mussolini le quedó impresión de haberse tragado un sapo. Un año después, en la aldea de Dovia, culminó por lo militar con una moza que se llamaba Virginia: la tumbó a la fuerza detrás de un portal,  la montó y la dejó llorando por su honra. En 1902 sentó plaza de profesor de pueblo y predicó con el ejemplo: gastaba capa y sombrero negro de ala de cuervo, se entrompaba a diario, practicaba el boxeo con reglas en el gimnasio y la tángana en los bailes, en los que sacaba a relucir un puño americano. Sedujo a una mujer casada y cuando su marido amaneció cornudo la abandonó. Mussolini entonces la paseó sin esconderse y dio el escándalo y una vez que riñeron en la plaza él la pegó una cuchillada y la mordió.

Iba Mussolini para chulo de merendero, pero influido por su padre se afilió en el partido socialista y se escapó a Suiza para no hacer la mili. De allí le echaron dos veces; una por agitador y otra por falsificar papeles. De vuelta en Italia medró en el aparato del partido y conoció diversos calabozos que frecuentó por amenazar a un patrón, organizar plebiscitos ilegales, instigar a la violenciaBENITO MUSSOLINI y pelearse con la policía. Cuando los socialistas predicaron la neutralidad en la Primera Guerra Mundial, Mussolini rompió con sus camaradas y se alistó voluntario, ascendió a cabo y fue licenciado cuando recibió una herida de mortero durante unas maniobras según unos, o cuando pescó una gonorrea, según otros. Mussolini sembró de bastardos el camino que le condujo a proclamarse Duce y a algunos les dio pensión cuando llegó al poder. A otros no. Cuando se casó en 1915 con Rachele Guidi, se le conocían, tirando por lo bajo, tres amantes. A una de ellas la preñó y cuando le fue a enseñar el hijo a la redacción del periódico Il Popolo d´Italia, Mussolini la espantó a tiros. La despechada se llamaba Ida Dalser, era austriaca y regentaba un salón de masajes y Mussolini consiguió que la internasen en un manicomio de Venecia.

Cuando Duce del fascismo, a Mussolini le gustaba posar en camiseta imperio, inflando el pecho fortachón y llamando a la lujuria. Un poco como lo que hace Putin ahora, que lo mismo rema en piragua que te caza un oso. Cuando se entrevistó con el canciller austriaco Engelbert Dollfuss, que era un tío chaparro, le citó en la playa de Riccione y posó para los fotógrafos con el torso a la intemperie. Dollfuss se quedó de una pieza y le comparó con un busto romano. También le gustaba soltar discursos desde un caballo, pero se lo tenían que sujetar porque como jinete era un zoquete. Mussolini hizo un dictador físico, como de hombre fuerte del circo que levanta con una mano unas mancuernas de bolas. Hizo un dictador sátiro al que le ha heredado su paisano Berlusconi el pichacentrismo político de peluquín y arrobas de toxina botulínica. Al bello Mussolini le cogieron los partisanos de la Brigada Garibaldi en un coche con bandera española en una carretera de Musso el 27 de abril de 1945. Iba disfrazado de soldado de la Wehrmatch con su amante Clara Petacci y pretendía llegar a Suiza. Walter Audisio, que le decían en el “partigiani” el coronel Valerio, les fusiló sin miramientos a la mañana siguiente en una granja de Giulino di Mezzegra, en la región de Como. Clara Petacci se puso entre su novio y las balas y cayó la primera, Mussolini dijo que le dispararan al pecho y le tomaron la palabra. Le remataron de un tiro en el corazón, llevaron sus cuerpos a Milán en un camión de mudanzas y los colgaron cabeza abajo en una gasolinera de la Plaza Loreto, donde la multitud les desfiguró el físico a pedradas y les tumbó en la morgue cogiditos de la mano. Cuando Hitler se enteró, escenificó un final más a su gusto para no correr el riesgo de ser expuesto en el zoológico ruso.

MARTÍN OLMOS

Cristianos a la marinera

In Caníbales on 4 de enero de 2013 at 0:43

La Costumbre del Mar permitía enriquecer el menú de una barca a la deriva con el sacrificio de un tripulante

ILUSTRACION BY MARTIN OLMOS

“¿Qué hace toda esa gente mirando el mar?”
HERMAN MELVILLE

El mar enseña imponderables que los hombres que pisamos tierra firme no acabamos de entender: exige  que el capitán sea el último en abandonar el puente cuando el barco se va a pique, recomienda no atender a los cantos de las sirenas y permite la antropofagia en casos de deriva. El mar enamora a los que les toca la lotería y se compran un balandro para pasear a las gachisas sin perder de vista la costa, con un jersey de rayas con botones de ancla en el hombro, pero  los que tienen que trabajarlo conocen el rigor de las noches de guardia y se cagan en la mar salada. El mar quiere locos y solteros y es oficio tan duro que hasta 1970 en la Marina Inglesa era perceptiva una ración de grog en la dieta diaria de la tripulación, que era la medida de una jarra de pichel con ron negro, una cucharadita de azúcar, jugo de lima y agua hirviendo. El estómago marinero es común al del gitano de carro y al vientre de una gaita y durante mucho tiempo estuvo hecho a la digestión de las galletas de barco, que eran unas aglomeraciones rotundas de harina y agua que cumplían también el oficio de calzar el mueble escritorio del capitán a las que llamaban “tachuelas”, por lo tiesas que estaban, o “las damas virtuosas” porque generalmente estaban infectadas del bicho gorgojo y había que comérselas con el candil apagado, como cuando se yace a una mujer vergonzosa. Y cuando se acababan, los marineros se comían sus propias botas, porque al hambre no hay pan duro, y en 1670 los bucaneros del capitán Henry Morgan se zamparon sus bolsas de viaje cuando se quedaron sin provisiones. Eran mochilas de cuero sin desbastar que remojaron, frotaron a la piedra para ablandarlas, rasuraron de pelo y se las tragaron en trozos pequeños bajándoselos con mucha agua. Hoy los barcos llevan cámaras frigoríficas y uno puede navegar el ancho mar sin preocuparse por el escorbuto y desayunando bollos suizos y yogures de aloe vera, que son muy buenos para la flora intestinal, pero en los tiempos de la vela, los filetes duraban lo que duraba la vaca viva y después había que improvisar y hacer la marmita con las sobras, como hace mamá al día siguiente de nochebuena.

La Costumbre del Mar
La ley inexorable del océano permitía poner en salazón el par de ínfulas de un polizón paseándoselas por todo lo largo de la quilla, abandonar a un amotinado en un islote de dos palmos con un cabo de vela, una carga de mosquete y un loro y permitía que los supervivientes de un bote a la deriva se jugaran a la menor a quién le tocaba invitar al almuerzo. Cuando se daban las circunstancias, los tribunales de tierra atendían a la Costumbre del Mar, conforme a la que prevalecía el interés común a costa del sacrificio particular y solo exigían que el sorteo hubiese sido limpio. En el secano, el concepto tomista del “bonum comunne” inclina a concebir cierta esperanza en el género humano, pero en el ámbito escueto de una balsa a la deriva, en la que no hay espacio para fundar una autonomía, termina con un benefactor poniendo sus perniles a disposición de la sociedad y al que le toca, que generalmente no ha leído a Tomás de Aquino, le hace más bien poca gracia la perpetuación de la especie. Una de las primeras referencias de los caníbales del mar fue la tragedia de los náufragos de la fragata francesa La Medusa, que se fue a pique el 5 de julio de 1816 a 50 millas de la costa de Mauritania por la ineptitud de su almirante, el marqués de Chaumareys. 147 náufragos se quedaron sin pasaje en los botes salvavidas y tuvieron que improvisar una balsa construida con los restos de la arboladura en la que aparejaron una frágil vela y se hicieron a la mar con un saco de bizcochos y cinco barriles de vino tinto. La primera noche 18 hombres murieron ahogados y ocho se suicidaron y la segunda se entromparon, se dieron a la riña y murieron otros 65 arrojados por la borda y acuchillados. Durante la tercera jornada se merendaron a los cadáveres cortándolos en tiras y resecándolos al sol y se bebieron su propio pis. Los más débiles fueron asesinados para compensar la despensa y después de trece días a la deriva solo quedaron quince hombres vivos. “Quince hombres van en el cofre del muerto”. Hoy se perpetúan en una pared del Louvre, en el cuadro “La balsa de La Medusa”, de Théodore Géricault, que se pasó sus últimos años retratando a los lunáticos del manicomio de Jean-Etienne Esquirol.  El bergantín L´Argus los encontró, quemó el pecio y los llevó a la colonia de San Luis de Senegal, en donde cinco de ellos perdieron el juicio y murieron.

"LA BALSA DE LA MEDUSA", DE GÉRICAULT

Moby Dick
El 20 de noviembre de 1820, entre las islas Hawai y las Galápagos, un gigantesco cachalote blanco al que llamaban Mocha Dick hundió de dos embestidas el ballenero Essex, arbolado en Nantucket. La tripulación consiguió cargar en los botes arponeros un mosquete, una pistola, un saco de pan, pólvora y un barril de clavos y decidió intentar alcanzar el continente en lugar de dejarse llevar por los alisios hasta las Islas Marquesas, en las que habían oído que habitaban tribus caníbales. Al principio subsistieron administrando los víveres escasos y agostando los recursos del islote de Henderson, en el archipiélago de las Pitcairn, y dieron sepultura en el mar a sus muertos. Un mes después, sin embargo, se comieron a los cuatro negros de la tripulación. Cuando solo quedaron filetes blancos se echaron a suertes quién convidaba el festejo y le tocó al grumete Owen Coffin, primo hermano del capitán George Pollard. A Coffin le pegó un tiro el marinero de primera Charlie Ramsdell y se lo comieron. Cien días después del naufragio, los supervivientes fueron recogidos por el ballenero Dauphin y trasladados a Valparaíso. Los tribunales consideraron la necesidad de fuerza mayor y el sorteo justo y no hubo consecuencias legales y el primer oficial Owen Chase escribió las memorias de la tragedia y acabó sus días almacenando comida en su sótano. La historia se divulgó en los barcos balleneros y Herman Melville la escuchó a bordo del “Acushnet”, en el que estaba enrolado, y utilizó el ataque del cachalote en la novela “Moby Dick”, en la que se ahorró los pasajes culinarios, al contrario que Julio Verne, cuya novela “El Chancellor” está inspirada en los sucesos de La Medusa.

Los festines marineros a cuenta del prójimo dejaron de ser juzgados con dispensa a partir del drama del yate Mignonette, que zarpó de Falmouth, en el sur de Cornualles, el 19 de mayo de 1884 con destino a Sidney. El 5 de julio se fue a pique a la altura del cabo de Buena Esperanza y sus cuatro tripulantes se encontraron a la deriva a 2.000 millas de la costa con la única provisión de una lata de nabos. Quince días después el grumete Richard Parker empezó a beber agua del mar, se deshidrató, perdió el juicio y entró en coma. El capitán Tom Dudley decidió que el muchacho no tenía remedio ni cargas familiares, por lo que le pasaron a cuchillo, se bebieron su sangre y se lo comieron. Apenas cinco días después fueron rescatados por el carguero Moctezuma y juzgados en Exeter por el honorable John Walter Huddleston, que ignoró el atenuante del interés común, entendió que no había mediado un sorteo justo y condenó a los supervivientes, que se salvaron de la horca por la intercesión de la reina Victoria. El capitán Tom Dudley murió en 1900 de peste bubónica, exonerado por la familia del grumete Parker, que consideró que su hijo había servido para algo. El honorable John Walter Huddleston sentó jurisprudencia con su sentencia, se casó con la hija del duque de Saint Albans, se sentó en el parlamento y contribuyó al folclore legislativo con su costumbre de ponerse guantes negros cuando juzgaba un asesinato, blancos en los pleitos civiles y lavanda en las rupturas matrimoniales.

MARTÍN OLMOS