MARTÍN OLMOS MEDINA

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Home run, o como se diga

In Timadores y burlangas on 28 de diciembre de 2014 at 23:18

ILUSTRACUON DE MARTIN OLMOS
Amañar partidos no es de hoy y ya lo hicieron los Medias Blancas de Chicago en 1919

“El béisbol es un amor”
BRYANT GUMBEL, PERIODISTA DEPORTIVO

A Borges le parecía el fútbol una forma de tedio y a Camus, sin embargo, le enseñó todo lo que sabía acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres. Camus fue portero del Racing Universitario de Argel y le retiró la tuberculosis. Borges, como era misántropo, prefería los juegos solitarios como el ajedrez y no los deportes masivos “como el fútbol y el cóctel”. Vázquez Montalbán dijo que el fútbol era la religión diseñada en el siglo veinte más extendida del planeta y Baldomero Fernández Moreno, poeta y médico rural, escribió: “algo vuela hacia el sol y no se sabe si es la pelota o si es la misma tierra”. El fútbol ha dado al mundo pensadores ilustres como Vujadin Boskov, que pronunció tres sentencias incontestables que fueron: una, el fútbol es el fútbol. Dos, penalti es cuando el árbitro lo pita. Tres, el fútbol es imprevisible porque todos los partidos empiezan cero a cero. Lo de que no hay rival pequeño lo dijo más bien Goliath. Otro filósofo empirista fue un jugador de la selección chilena al que pescaron en una casa de putas la noche antes de un partido y dijo: “Vimos unas luces rojas, creíamos que pasaba algo y por eso entramos”. Pelé no desaprobaba, en cambio,  lavar el periscopio   antes de un partido ni después, pero aconsejaba guardar la vigilia durante el descanso. Sartre dijo que en el fútbol todo se complica por la presencia del rival, lo mismo que podría haber dicho Napoleón sobre la guerra y usted en una reunión de vecinos. Puestos a tener ideas insensatas y, sin embargo, difundirlas, al barón Pierre de Coubertin se le atribuye erróneamente el camelo manso (que en realidad es del obispo episcopaliano Ethelbert Talbot) de que lo importante no es ganar, sino participar, lo que no diría Napoleón sobre la guerra ni usted en la reunión de la comunidad y como vive en el primero no piensa pagar la derrama del ascensor porque al del quinto le hayan amputado las dos piernas. Para palmar uno no sale de casa, que ya decía Aragonés que del segundo no se acuerda nadie, y las derrotas hermosas se las inventan los poetas viendo el partido en diferido: los lanceros de la Brigada Ligera no cargaron contra la artillería rusa para que Tennyson les hiciese un poema, sino que Tennyson después  le hizo un arreglo bonito a la zurra que se llevaron.

Batear al revés
El fútbol sirve para vender periódicos y bufandas de punto y el de ahora no es leñero y macho como el que jugaban antes tíos como de cuadro de Aurelio Arteta, con alpargatas, botijo y un pañuelo de nudos en la mollera. Los futbolistas de ahora se podan el entrecejo y salen en anuncios de champuses, que ya  no les huelen ni los pies, y cuando les rozan una taba se ponen jeremías que parece que se les ha caído encima un piano. Pero se besan el escudo con mucho sentimiento y salen a ganar los partidos por lo fullero o por lo mercantil y, como están en la onda, quieren su temporadita en el trullo, como la Pantoja, que es lo que se lleva ahora. Están a un paso de la trena dieciocho jugadores del Zaragoza y del Levante por amañar un partido el 21 de mayo de 2011 y propiciar el resultado que mantuvo al primer equipo en la primera división y así seguir saliendo en los cromos. Los que controlan el pasto nos dicen a los que no vemos más lejos de las quinielas que no son raros los arreglos futboleros por lo de las apuestas en el internet. Las apuestas en la mesa son como lo que decía el Marqués de Sade del adulterio, que eleva el precio del placer, y sin ellas te queda una brisca de viejitas con puestas de garbanzos. Porque el fútbol será muy pasional, pero si le aplicas el candado italiano te queda hora y media sin un puerco gol y a ver quien se merienda ese plan para un domingo por la tarde. Por eso el fútbol no acaba de contagiar en la índole expansiva de los norteamericanos, que quieren marcadores copiosos, ruido y majorettes, y allá el pasatiempo nacional es el béisbol, que aquí nunca hemos entendido del todo y nos parece el juego de la piñata. El béisbol se manchó desde joven y no esperó al internet para amañar las apuestas. En 1919 ocho jugadores de los Medias Blancas de Chicago  vendieron la final de la temporada palmando intencionadamente contra los Rojos de Cincinnati para cobrar las apuestas que llevaban a favor.

El propietario de los Medias Blancas era Charlie Comiskey, que le decían el Patricio Romano, y era tan tacaño que firmó una cláusula con el lanzador Eddie Cicotte por la que se comprometía a pagarle una prima de diez mil dólares si ganaba treinta juegos  y cuando llevaba ganados veintinueve le puso a chupar el banquillo hasta el final de la temporada. Las ocho estrellas de los White Sox pensaban que cobraban poco y acordaron palmar la final de las series mundiales de 1919 en las que llevaban las apuestas a favor en connivencia con los corredores fulleros del callejón. Los ocho fueron el propio Cicotte, Joe Jackson el Descalzo, Arnold Gandil, Buck Weaver, Oscar Felsch el Contento, Fred McMullin, el Zurdo Claude Williams y Charlie Risberg el Sueco. Cualquiera que sospechase que una pelota era redonda y estuviese en su sano juicio iba a apostar a favor de los Medias Blancas porque los Rojos iban al sacrificio, con lo que poner la pasta en el lado contrario multiplicaría la ganancia si se producía un resultado sorprendente. En cualquier caso, los asertos del librepensador Vujadin Boskov eran aplicables al béisbol, lo que le convertía en un juego imprevisible porque todos los partidos empezaban cero a cero. Arnold Gandil, primera base del equipo, que le decían el Pollo, frecuentaba coimas de trastienda y se puso en contacto con los fulleros Joe “Sport” Sullivan y Arnold Rothstein el Barajador para apostar en el nombre de los jugadores pronósticos en contra. A Arnold Rothstein el Barajador le decían también el Cerebro y el Financiador, era judío, hermano de un rabino y compadre de timbas de George Raft, el gángster de las películas. Rothstein tenía seis o siete manos zurdas y jugaba al billar, al póquer y a los caballos y Scott Fitzgerald le usó de modelo para el personaje de Meyer Wolfsheim de “El Gran Gatsby”. Era el padrino del pistolero “Piernas” Diamond y amigo del Suertudo Charles Luciano y decían que se había mezclado en el asesinato de Joey Noel, un bribón protegido del contrabandista Schultz el Holandés, un tío nervioso y tan imprevisible como un escorpión dentro de un calcetín. Los periodistas deportivos escucharon tambores en la jungla y advirtieron que algo se estaba cociendo. Prometieron ponerle mil ojos al partido y analizar cada lanzamiento marrado. Los ocho apostaron contra ellos mismos, quizá porque eran humildes, Rothstein le pagó casi cien verdes al Pollo Gandil y los Medias Blancas palmaron un partido de ganga. Al año siguiente les juzgaron por marrulleros pero salieron absueltos, pero independientemente al veredicto, les expulsaron de por vida de las ligas mayores. Los Medias Blancas, sin sus ocho campeones, se hundieron en la medianía y no volvieron a ganar un campeonato hasta 1959. Los ocho vivieron hasta la senectud en una jubilación prematura y los bolsillos llenos, pero a Rothstein el Barajador le mataron de un tiro en la barriga en la habitación 349 del hotel Central Park de Nueva York en 1928. Se había mezclado en una timba de póquer de tres días organizada por George McManus (que tenía un hermano cura) con los notorios burlangas Joe “Black Jack” Bernstein, el Gran Titanic Thompson y  Nate Raymond el Negro, que entre los tres juntaban unas cuarenta manos izquierdas. Rothstein palmó cerca de cuatrocientos mil pavos porque le repartieron con trampas y se negó a pagar y el matón de McManus, Hyman Byller, borrachuzo notable y quisquilloso, le retiró de la mesa de un tiro en el bajo vientre. Para entonces ya llamaban a los Medias Blancas los Medias Negras, pero no por el escándalo de la final apañada sino porque el roñoso de Comiskey no les pagaba la lavandería y sacaban las polainas al campo echas un cristo de pura mierda.

MARTIN OLMOS

Los lanceros bengalíes

In Timadores y burlangas on 11 de diciembre de 2014 at 11:47

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Los libros de autoayuda recomiendan cambiar de vida si la que tienes no te gusta

“La vida no debe ser una novela que se nos impone, sino una novela que inventamos”
FRIEDRICH LEOPOLD VON HARDEMBERG, NOVALIS.

“Tres lanceros bengalíes” es una película de Henry Hathaway de 1935, de aventuras exóticas con Gary Cooper, en la que salen emires de Gopal y el malvado Mohammed Khan, torturas asiáticas y una astuta espía rusa, acciones heroicas y una Cruz Victoria prendida en la silla del caballo de un teniente muerto al volar un arsenal enemigo para salvar, con el sacrificio de su vida, a su regimiento de lanceros.

Dejad en paz al Pequeño Nicolás con su carita de niño un poquito trucha y su mentón en fuga de mal peleador, que usted también soñó un día con ser bombero, torero o lancero bengalí. El Pequeño Nicolás, con su apodo de zarevich hemofílico, solo quiere jugar a ser un Santiago Matamoros escrito por Graham Greene y en su saga de intrigas internacionales ha cabido, como no podía ser de otra forma, una Dulcinea jamona a la que le hemos puesto un nombre vanguardista. Otros niños juegan a ser Harry Potter. Los niños son jodones y arruinan las cenas porque les tienes que sacar a los toboganes, y el Pequeño Nicolás ha jodido bien en las moquetas y ha gritado, con su par de compañones, que el rey está desnudo. Les dicen compañones a los cojones de los perros. Al Pequeño Nicolás le tienen que hacer un serial con un actor lesbiano de la Disney o le tienen que poner una máscara de hierro y encerrarle en la Bastilla custodiado por Benigno de Saint-Mars y un criado sordomudo para que luego le escriba Dumas. Para que un día le salven los tres mosqueteros. Dejad en paz al Pequeño Nicolás con su carita de niño un poquito trucha y su cabellera prerrafaelista de retrato de camafeo y que siga jugando a ser el Conde Duque de Olivares, que usted también soñó un día, que quizá ya haya olvidado, con ser corsario, santo o aviador.

Permítanme que hable un poco de mí: una selección de estas crónicas criminales con las que sombreo las mañanas de sus domingos merecieron, generosamente, el premio literario del Café Bretón-Bodegas Olarra y de la impresión del volumen, con una portada de José Guadalupe Posada, se hizo cargo la editorial riojana Pepitas de Calabaza (son quince euros, oiga). El editor don Julián Lacalle me pidió para ennoblecer la solapa un apunte biográfico de un servidor, que quedó breve pero no dos veces bueno,  y se saldó con mi escueta epopeya escrita nada más que en quince palabras que decían así: nació en Bilbao en 1966 y lleva cinco años contando crímenes en el periódico El Correo. En esta frase no hay economía de medios sino ausencia de navegación, y lo que me hubiese gustado es escribir que boxeé en el peso medio en los circuitos profesionales, que sufragué mis estudios de egiptología en la Sorbona traficando con tabaco en Pigalle y que seduje a una condesa húngara en el Transiberiano y cuando la abandoné se colgó con sus medias de seda en el vagón restaurante, encima de una langosta al Termidor. Soñé un día con ser lancero bengalí, ya ven, pero por lo visto no di la talla. El impostor, en cambio, materializa su sueño pero sin pasar por la cocina, que es como empezar la casa por el tejado, y es un novelista autobiográfico que tiene un proyecto de vida y se toma un atajo. Shakespeare (que quizá fue también un farsante que aprovechó el rédito de Christopher Marlowe) recomendaba decir siempre la verdad para avergonzar al diablo, pero lo que suele hacer la verdad sin adorno es aburrir soberanamente y, al final, todos somos el Pequeño Nicolás y le tenemos que poner a la vida un par de trolas o tres como nos ponemos pantalones que nos suben el culo que parece una tabla.

Impostores ha habido siempre y se ordenan por gremios y se clasifican según la gracia que tengan. Ha habido impostores mendicantes y napoleónicos, pretendientes al armiño, prosistas, en verso y mutilados de guerra. Un impostor de salitre fue Emilio Salgari, que se inventó una biografía de viajes por mar y casi no salió de su pueblo, y una de sangre azul Anna Anderson, que pretendió ser la Gran Duquesa Anastasia de Rusia porque no le gustaba ser Franziska Schanzkowska, una obrera polaca más bien cortita de entendederas. Tania Head se cansó de ser gordita e invisible y se anunció de superviviente del holocausto del 11-S pero cargó un poquitín las tintas con detalles románticos y le salió la chica del Titanic:  contó que ese día iba a casarse con su novio, que murió en la torre norte, que fue salvada por un misterioso hombre con un pañuelo rojo y que un moribundo le entregó su anillo de boda para que se lo devolviese a su viuda. Le faltó nada más que la canción de Céline Dion (Near,…Far…Whereeeeever you are) y que DiCaprio la pintase en cueros mientras los aviones se estrellaban y, sin embargo, le vendió el camelo al alcalde Rudolph Giuliani durante seis años hasta que se descubrió que no estuvo aquel día en el piso 78 de la torre sur, que no tenía novio y que era en realidad Alicia Esteve, una catalana con familiares fulastres que habían merendado trullo por endosar pagarés falsos.

Louis de Rougemont
El impostor aventurero fue suizo, como los bollos, se llamaba Henri Louis Grin y antes de convertirse en el fabuloso Louis de Rougemont se dedicó a criado de la actriz inglesa Fanny Kemble, a curandero, fotógrafo de fantasmas y emprendedor de negocios con epílogo ruinoso. Como no prosperaba según sus expectativas, emigró a Australia, se cambió de nombre y en 1898 empezó a publicar sus memorias en el semanario inglés “The Wilde World Magazine”, en el que contó cómo participó en banquetes caníbales y cómo los salvajes del interior de  Nueva Guinea le tomaron por un dios. Contó que cabalgó sobre una tortuga y vio volar a un wombat, que es un marsupial subterráneo, y que envió mensajes en intrincados dialectos locales por medio de pelícanos carteros y que se curó de las fiebres durmiendo dentro de un búfalo destripado que aún conservaba el calor de las entrañas. Louis de Rougemont llegó a escribir el libro “Treinta años entre los caníbales de Australia” y aseguró haber encontrado el despojo de la expedición de Alfred Gibson, que desapareció en 1874 mientras cruzaba de este a oeste el desierto occidental de Australia. Cuando le examinaron en la Real Sociedad Geográfica, eludió dar detalles cartográficos forzado por un contrato de confidencialidad que decía que había firmado con una empresa minera para la que trabajó buscando oro. Cuando descubrieron su sarta de patrañas emigró a Sudáfrica y montó un tinglado de vodevil en el que se anunciaba como “El más grande embustero del mundo”, que cosechó ovaciones cerradas excepto en su tour australiano, en 1901, donde le recibieron a pitidos y le tiraron una silla de tijera. Murió pobre como un mendigo en Londres, el nueve de junio de 1921.

Al Pequeño Nicolás, con su carita de niño un poquito trucha y su papadita de lector yacente, aún le queda carrete y cuando se le derrita el trampantojo puede iniciar la industria del último Rougemont y vivir del cuento en los platoses, que son más cómodos que las caravanas de feriantes, y entonces será dueño legítimo de una biografía en condiciones y no de una cosa escueta de nada más de quince palabras huérfanas de navegación, que es la que hasta ahora puede enseñar un servidor que va para cincuentón. Qué decepción, que ustedes creían que mis copiosas sapiencias del alrededor del hampa me venían de haber sido pasma de antivicio en Brooklyn. Y lancero bengalí.

MARTÍN OLMOS