MARTÍN OLMOS MEDINA

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El duodécimo asalto

In Las doce cuerdas on 30 de noviembre de 2012 at 10:58

Alfredo Evangelista le aguantó quince asaltos a Muhammad Ali y catorce gramos de coca le llevaron al trullo

EVANGELISTA by martin olmos

“Evangelista me pareció un tipo noble y sin malicia, un campeón que sabía conservar el temple de campeón incluso en la derrota”
JESÚS QUINTERO

En el campeonato mundial de catecismos que nadie se cree ocupa el segundo lugar la frase del barón Pierre de Coubertin que dice: lo importante es participar. El primer puesto indiscutible lo tiene la sentencia que asegura que el trabajo ennoblece. Participar está bien en una orgía (en la que se ama al bulto y no hay que andar pendiente de dejar alto el pabellón) y en poco más, pero tomar parte en una pelea y no ganarla le deja a uno para los coyotes. El resto es eufemismo y uno acaba pronunciando,  dolorosamente y con las encías yermas como un campo en agosto: yo también zurré lo mío, cuando está seguro de que más le hubiese aprovechado salir pitando. Que corriendo se entiende la gente. En la pared de una escuela de gladiadores se encontró grabada una recomendación: “Ut quis quem vicerit occidat”, degüella al vencido, sea quien sea. No hay piedad para el caído, que tiene que adoptar en el suelo la posición fetal, si le quedan tripas, esconder entre las piernas sus partes y cubrirse con los brazos la cabeza para que no se la pataleen hasta reventarla: en el campeonato mundial de espectáculos que avergüenzan a la humanidad ocupa el primer lugar el de un hombre apaleando a otro que ya cayó, y sin embargo es uno de los más queridos placeres de los que no saben ganar.

Alfredo Evangelista, el Lince de Montevideo, quedó segundo en la pelea más importante de su vida. La disputó el 16 de mayo de 1977 en el Capitol Centre de Landover, en Maryland, contra Muhammad Ali cuando Muhammad Ali ya solo peleaba para alimentar  su ego y a su corte de gorrones pero era, inevitablemente, Muhammad Ali. Evangelista tenía veintidós años y no le conocía nadie fuera de los reñideros españoles, en los que había peleado contra Urtain en mayo del 76 y contra otros quince pugilistas de cuarta. Alfredo Evangelista, oriental montevideano del barrio de la Villa Española, paisano del Negro Varela, nació el 3 de diciembre de 1954 en un ranchito de techo de lata que más que atenuar la solana la multiplicaba por tres y ponía a sudar a la prole, que entre hijos y carnales estiraba lo de los veinte guachos que tenían a todas horas ganas de comer. Lo que no se ALFREDO EVANGELISTAmultiplicaba era el pan, que entraba poco, y Alfredito, por ser el mayor de la recua, se lo tuvo que ganar desde bien pibe acarreando sacos a los albañiles. Su padre, que se llamaba Vicente, estaba lisiado desde niño y no podía doblar la raspa, pero tuvo el sueño del box, que le estaba vedado por tullido y se tuvo que limitar a mirarlo en los gimnasios y a inculcárselo a su hijo, al que enseñó a fintear con los puños envueltos en toallas sobre el ring de un colchón viejo. Con el tiempo se inició en los circuitos amateur y con veinte años ganó el campeonato sudamericano de los semipesados no profesionales, emigró a la Argentina, trabajó en los docks del puerto de Buenos Aires estibando la lana y ofició de sparring del campeón Víctor Galíndez, el Leopardo de Morón.

El aspirante
A Evangelista le intuyó el futuro el campeón cubano Kid Tunero y se lo trajo a España, donde Urtain estaba en la cuesta abajo. Evangelista se nacionalizó español y derrotó a pesos pesados que habían tenido días mejores; a Vepi Ros, a Neville Meade, que le rompió dos dientes, y a Willy de la Cruz. Por aquí pasó por cholo buenito, por indiecito grandón que decía que le gustaba ver por la tele el “Un, dos, tres” y las películas de Lina Morgan. Le preguntaron qué clase de literatura prefería y contestó: la instructiva. Sin embargo había que llevarle al gimnasio a rastras y tiraba a fondón, le gustaba poco combear la soga y sudarle a la sombra y cuando descuidó la forma fue derrotado en Bilbao por Lorenzo Zanon, un italiano de segunda clase. En 1977, Muhammad Ali tenía treinta y cinco años y disputaba peleas inofensivas. Ya no le salía tan rápido su verbo bufón ni su esgrima. Un año antes se había estrenado la película “Rocky”, que es como un vídeo de Jane Fonda de abdominales en el que al final hay una pelea. Uno tenía que tomarse un suplemento de glucosa después de verla. En la película, el campeón indiscutible le daba una oportunidad a un muerto de hambre en un combate publicitario que casi le salía al revés. El mentor de Ali, Don King, le brindó a Evangelista su jornada mítica, pero Kid Tunero no lo vio claro. Evangelista sí; pensó que si ganaba lo ganaba todo y si perdía, no perdía nada. Era lo mismo que rezar a Dios: si Dios existe se gana todo, y si no existe no se ha perdido nada. Evangelista se apartó de Tunero por precavido y se hizo pupilo del promotor José Luis Martín Berrocal. El combate se celebró en Maryland, pactado a quince asaltos, la prensa norteamericana llamó gordito a Evangelista y Ali cumplió con su número y quiso pegar al uruguayo en el pesaje. Evangelista no contestaba a los insultos porque. como no sabía inglés, no los entendía. En contra del pronóstico de Tunero, Evangelista aguantó los quince asaltos de una pieza, y en el capítulo duodécimo acorraló al campeón contra las cuerdas y le administró una serie de manos. Cada uno tiene su día y Evangelista se ha pasado la vida diciendo que pudo tumbarle en aquel asalto, pero nadie le reprochó no haberlo hecho y su nombre fue predicado en los mentideros. Después fue dos veces campeón de Europa y peleó contra Leon Spinks y contra Larry Holmes, con el que perdió por K.O. en el Palacio del César de Las Vegas (Evangelista dijo que se tiró porque andaba flojo por una otitis que pescó en un jakuzzi).

La naturaleza le obligó a retirarse en 1988, después de pelear contra Arthur Wright, un boxeador de Brooklyn de palmarés vergonzoso. Miró su cartera y no encontró los buenos tiempos. Riñó con Martín Berrocal, que había hecho las cuentas con llevadas. Se ganó la vida echando a los borrachos de una sala de fiestas y le buscaron la madre curdas valientes de copas. Intentó mantenerse sereno, pero al macho que le dio la cara a Muhammad Ali se le puso cuesta arriba el chuleo de los bravos del sábado y les contestó. Se encontró con la ley. En 1995 le condenaron a ocho años de trullo cuando le pescaron menudeando con 14 gramos de cocaína en el pub El Lugar, en Vallecas, en el que oficiaba de apaciguante. El boxeo volvió a oler a canalla, cuando de canallas es el chalaneo de mulas, el negocio de la banca y el chulerío de putas. La sección XVI de la Audiencia Nacional apreció en Evangelista un bajo nivel de inteligencia que junto a los “abundantes traumatismos recibidos en su actividad como boxeador” le convertían en una persona manejable. Como si a los demás no nos zurrase la vida. Evangelista salió de la cárcel de Carabanchel en 2000, por buen comportamiento. En la reja entrenó en el patio, trabajó de pintor y puede que leyese libros instructivos. No se mezcló en pleitos y hoy está de pie, como en Maryland, atiende un restaurante en Calafell y sueña con el asalto duodécimo en el que pudo ganar el mundo.

MARTÍN OLMOS

El bandido Tragabuches

In Bandidos on 30 de noviembre de 2012 at 10:51

El gitano José Ulloa fue mataor de toros y de jembras torcías y un mal amor le llevó a bandolear la sierra

TRAGABUCHES by martin olmos

“Por los alcores del Viso/ siete bandoleros bajan./ Tragabuches, Juan Repiso/ Satanás y Mala Facha/ José Cándido, el Cencerro/ y el capitán Luis de Vargas.”
FERNANDO VILLALÓN

Mediando una apuesta de las que se cruzan cuando se han bajado los dos o tres pellejos de pitarra, un paisano de Arcos de la Frontera perdió una bolsa de reales por menospreciar el estómago de un gitano, que, como todo el mundo sabe, lo diseñó Dios sin costuras. Del que palmó no ha quedado el nombre, ni si le hizo gracia perder (que es de suponer que ni pizca), el gitano era el maestro Ulloa, chalán de caballerías y padre del futuro bandolero, que se embolsó la plata por merendarse la cría de un asno en adobo,  desde la crin del rabo hasta el hocico, arreos a parte, mojándolo con un azumbre de vino de pelea.  Además de los parneses, aquella tarde de hazaña, el gitano Ulloa se ganó también el nombre de Tragabuches, porque en las riberas del Guadalete le dicen buche al pollino, y el apodo se quedó en la familia y lo heredó, a falta de otros posibles, su hijo José, que nació en 1781. No se sabe si heredó también el apetito vigoroso del padre (no se le conoció  ninguna gesta de Pantagruel y parece que gastó el tragar decente pero no ciclópeo) pero si la responsabilidad de llevar el apellido Ulloa con decoro porque era de castellano nuevo –el original paterno era Balcázar-  y la familia lo había abrazado cuando el niño tenía tres años al acogerse a la Pragmática promulgada por Carlos III en 1783  que permitía a los gitanos elegir un nombre y ser ciudadanos de derecho a condición de renunciar al idioma caló, a la vida nómada de oso y carretera y a decir la buenaventura en los recodos de los jardines moros, es decir, a condición de renunciar a ser gitanos. En cualquier caso nació José zaíno y ojinegro, y con el alias ganado,  en Arcos, en la provincia de Cádiz, pero le hicieron la crianza en Ronda, en donde le apadrinó Bartolomé Romero, de la estirpe de los toreros rondeños que había fundado don Francisco Romero y Acevedo, inventor de la lidia a pie. Viendo el hombre que al muchacho le iba más el albero y la chaquetilla de alamares que el catón y las cuentas le metió en la escuela de tauromaquia de la Real Maestranza de Caballería y le recomendó al maestro Pedro Romero, que le enseñó un toreo severo y formal, sin jolgorios para el tendido, un toreo de faenar con seriedad y calma. A los veinte años empezó de banderillero en la cuadrilla de Gaspar Romero y en seguida llegó a sobresaliente y a ganar duros con el arte, y en 1802 tomó la alternativa en la plaza de Salamanca. Ya de matador se hizo gitano pinturero, invitador de mesón y aficionado al cigarro colonial y a las chaquetillas con adornos de barbotina y caireles y se amancebó con María “La Nena”, la hembra más guapa de Ronda, que además era flamenca y cantaora. A José no le faltaban los duros para convidar porque los que no ganaba en la plaza los conseguía en el contrabando de paños de Gibraltar que La Nena chalaneaba con las comadres. La vida le iba rodada al gitano Tragabuches, con tardes de claveles en la arena y noches de guitarra y venencia en el bodegón,  pero la fortuna, que decide el porvenir de los hombres, juega con naipes sin marcar y lo mismo levanta un rey de oros que el as de palos y a José Ulloa le salió la yegua tropezona, la mujer puta y la navaja madrugadora, y con esa timba se tuvo que quitar de la mesa y coger el monte bandolero. Los rasgaos de la guitarra cantan, en las noches de fogata, por jornadas que amanecieron torcidas y pusieron a hombres buenos a la merced del camino.

El día que al Tragabuches le cambió la suerte se despertó pintando de gloria, era primavera de 1814 y Ulloa tenía contrato para torear un mano a mano con su compadre Pachón en una de las tres corridas que se iban a celebrar en Málaga para festejar el regreso a España del rey Fernando VII. A la buena mañana ensilló su yegua, que era castaña parveña, se cruzó al hombro la manta serrana y cinchó en la alforja los trastos de matar, se calzó calañés y polaina de becerro y salió de Ronda con la rienda larga para rendir más rápido el viaje. Cabalgadas dos leguas la montura se encabritó y se puso de manos y el jinete dio con el lomo en el TRAGABUCHES GRABADOcamino y se mancó el brazo izquierdo. A duras penas subió de nuevo a la silla y se le quitaron las ganas de torear, volvió grupas y regresó a Ronda. Se sabe por San Pablo que caerse de un caballo cambia la idiosincrasia, pero llegar a casa antes de tiempo y sin avisar acarrea consecuencias imprevisibles y es más conveniente anunciarle a la parienta que se llega antes para que el barragán se escape por la ventana y que todos duerman  tranquilos. El Tragabuches entró en su casa sin llamar, iba buscando consuelo y se encontró a la Nena nerviosa, la cama revuelta y al sacristán escondido. Dentro de una tinaja en la que guardaban el agua de beber se ocultaba el acólito de la parroquia, un chaval que le decían Pepe el Listillo, que hacía los oficios de la misa, el honor al apellido y confesiones a domicilio, a lo que parece. Ulloa le sacó del flequillo, con el calzón a medio poner,  y le rebanó la corbata con una navaja de cachicuerna y hoja de rejón. Después, con el brazo bueno, tiró a María la Nena por el balcón y la mujer murió en el acto al abrirse la cabeza contra el empedrado de la calle. Cogió el gitano pan duro y tasajo, para el viaje, dos escopetas de cazar y una camisa limpia y bajó a ordenar la ropa del cadáver de su mujer para que el vecindario no le viese los cueros, le besó la frente fría y se echó a la sierra, a robar, para que no le diesen horca.

Los Siete Niños de Écija no eran siete, que a veces fueron el medio centenar, solo cuatro eran de Écija y no eran niños porque ya tallaban ropa de hombre, empezaron de guerrilleros contra el francés y derivaron en el bandolerismo de camino. Desde 1812 hasta 1818 dominaron la carretera entre Córdoba y Sevilla y eran generosos de pólvora y escarmiento de puñal, dejaban muertos en la vereda y no se paraban en chicas. Su primer capitán con cartel fue Pablo Aroca el Ojitos y el Tragabuches se juntó a su cuadrilla recién subido a la sierra. El gitano sabía sacarle los quejidos a la guitarra y dicen que cantaba en la cueva una copla que decía: “Una mujer fue la causa/ de mi perdición primera./ No hay ningún mal de los hombres/ que de mujeres no venga.” Los escopeteros del rey acabaron con la cuadrilla en 1818 y los que quedaron con vida aseguraron que el gitano Tragabuches era el más sanguinario de la banda, y sin embargo, nunca fue detenido y su rastro se perdió con el viento de la sierra. Su entrada en “Los Toros” de Cossío la escribió Miguel Hernández pero su final, por misterioso, se puede novelar con desparpajo  e inventarle una huída a Las Indias, una mujer en Portugal o una muerte, de tantas, en una riña de mesón, una noche de vinazo y zapateado.

MARTÍN OLMOS

El hijo del héroe

In Vilezas on 30 de noviembre de 2012 at 10:42

Aún se sigue cuestionando la culpabilidad de Bruno Hauptmann en el secuestro y asesinato del hijo del aviador Charles Lindbergh

LINDBERGH BY MARTIN OLMOS

“La acusación contra Bruno Hauptmann se ha excedido, no creo que en esta cacería el zorro haya tenido demasiadas oportunidades”
FORD MADOX FORD.

Una sociedad civil razonablemente saludable puede permitirse la exoneración de un culpable, pero jamás la condena de un inocente, y si esto ocurre puede salir al ágora y rasgarse las vestiduras o enterrar al muerto de noche con la mayor cantidad de tierra que pueda encontrar, silbar una melodía casual y mirar para otro lado. Para esas cosas inventó Dios la cal viva. El pueblo norteamericano está orgulloso de sus doscientos años de democracia sin interrupción de tiranos y está orgulloso de sus héroes victoriosos. Al pueblo norteamericano, como a todos los pueblos, hay que darle un poco de pan y un poco de circo para que no se eche a la calle a tomar la Bastilla, y hay que darle de vez en cuando a un tipo al que ahorcar en mitad de la plaza pública para que se vuelva a su casa con sus apetencias de venganza cumplidas y con la idea disparatada de que existe un concepto de justicia. Los héroes victoriosos son cada uno de su madre y algunos tienen pinta de fanáticos rubios y acaban encontrando simpático a Hitler; los hombres a los que cuelgan en la mitad de la plaza pública tienen todos la misma cara de susto. No quieren estar allí, dicen que son inocentes y no se aburren. Decía John Donne que nadie se aburre en el carro que le conduce al cadalso.

Ícaro en París
El héroe americano de 1927 fue Charles Lindbergh, el primer piloto que cruzó en solitario el Atlántico en un vuelo sin escalas. A Lindbergh le llamaban el Flaco, su familia tenía el pretérito en Suecia y su padre fue congresista y poco partidario de que los Estados Unidos entraran en la Primera Guerra Mundial. Pensaba que las pulgas que se rascaban los franchutes tenían pocas posibilidades de picar a los neoyorquinos. Su hijo le demostró que París solo quedaba a día y medio de Long Island, pero no lo hizo con el sentimiento altruista de los que buscan un camino más corto, sino por un premio de 25.000 machacantes que ofreció un empresario hostelero al primer piloto que culminase un vuelo trasatlántico sin escalas. Linbergh despegó el 20 de mayo de 1927 del aeródromo Roosevelt de Nueva York a bordo del “Espíritu de San Luis”, un monoplano de un solo motor Ryan modificado, y aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget, en París, treinta y tres horas y media después. Un millón de los franceses cuya suerte preocupaba tanto a su padre le aclamaron como si hubiesen visto a Napoleón regresar de Egipto. Le invitaron a champán y las BRUNO HAUPTMANNmademoiselles quisieron que se lo bebiera en sus zapatos. El país que había construido su épica sobre los hombres que viajaron hacia el oeste le recibió como al héroe que había hecho el camino de vuelta y Lindbergh tenía un buen traje para la faena: los ojos le hacían juego con el color del cielo que rindió. Le llevaron a Washington con una escolta de acorazados y aviones de combate y el presidente Calvin Coolidge le prendió la Cruz de Vuelo y la Medalla de Honor del Congreso. Le pusieron su cara a un sello de correos, se ligó a la hija del embajador americano en México y le dieron un empleo en la Panamerican. Era agradable ser un ángel rubio y  bailar con la buena suerte canciones de agarrar. Cinco años después Lindbergh se iba a enterar de que las feas también bailan, solo que con menos gracia.

Billetes marcados
La noche del 1 de marzo de 1932 secuestraron a su hijo Charles Junior, de dieciocho meses,  llevándoselo de la habitación donde dormía, a la que accedieron trepando por una escalera artesanal. Al héroe le dejaron la desesperación y una nota en la que le pedían 50.000 dólares a cambio del chaval y la recomendación de no avisar a la pasma. Cinco minutos después, sin embargo, el asunto se hizo carnaval y compareció la bofia, un escuadrón de abogados, la prensa y los que fueron a chismorrear. Pisaron los parterres de rosas, tiraron los pitillos en el jardín y dejaron la escena del crimen como una campa después de un partido. Lindbergh pagó el rescate con billetes marcados por el Departamento del Tesoro pero no le devolvieron a su hijo. El 12 de mayo un camionero negro que buscaba un árbol para solventar un alivio encontró el cuerpo del niño tirado en un matorral. Tenía la cabeza rota y las alimañas se habían comido sus brazos. Ni siquiera su pediatra se vio capaz de jurar que era Charles Junior. Los malos mataron al hijo del héroe y América lloró. Exigió su cuota de resarcimiento. Dos años después, un desgraciado llamado Bruno Hauptmann pagó medio galón de gasolina con un billete cuyo número de  serie coincidía con la remesa que se usó en el rescate. La poli visitó su garaje y encontró 15.000 dólares marcados. Hauptmann gastaba un buen traje para digerir mochuelos; era alemán de Sajonia, del pago del Káiser, había entrado en el país sin tocar a la puerta, de polizón en un carguero, y tenía antecedentes por chorizo. Los polis que le interrogaron le metieron en una habitación sin ventanas, mandaron a casa a las mecanógrafas y asumieron que a sus parientas les iba a llevar un rato sacar las manchas de los puños de sus camisas. Hauptmann pasó una tarde larga y hubiese firmado que fue el tipo que se dejó el grifo abierto la mañana que empezó el Diluvio. Los países que se creen bendecidos por Dios se inclinan a cargar los crímenes execrables a los tipos que vinieron de fuera. El fiscal David Wilentz dijo que Hauptmann era “la serpiente más asquerosa que haya reptado sobre la tierra”. Le sentaron en la silla eléctrica de la prisión de Nueva Jersey, que la decían la Vieja Humeante los que la tenían confianza, y le frieron la sesera.

A Lindbergh y a su mujer les invitaron a la barbacoa pero declinaron el convite y se marcharon a Europa. El pueblo tuvo su monstruo cosido para la ocasión y el gobierno promulgó la Ley Lindbergh, que tipificaba el secuestro como delito federal. A Lindbergh le reservaron un palco en las Olimpiadas de Berlín y el mariscal Hermann Göring le impuso la Cruz de Servicio del Águila Alemana. Cuando regresó a su país en 1939 recomendó al presidente Roosevelt que no le buscase las cosquillas a Hitler y se declaró partidario de la eugenesia y de los partos selectivos. No le volvían loco los judíos y consideraba a los pilotos de la Luftwaffe caballeros teutones descendientes del Barón Rojo. Los paisanos empezaron a encontrar demasiado rubio al ángel rubio. Los héroes no son perfectos y al director del F.B.I., J. Edgar Hoover, tampoco le pareció perfecto el procedimiento contra Bruno Hauptmann. A parte de su confesión expresada con los dientes rotos no se encontraron evidencias notables de su culpabilidad. Entre la prensa sensacionalista y los testigos incentivados construyeron un villano para la función, que además era un sucio boche de Sajonia con referencias de chorizo. A nadie le importó su suerte y quedó bien en el patíbulo, dejando que asaran su cabeza a la parrilla para que todos se fueran a dormir tranquilos. Su última cena fue pollo con papas y pastel de cerezas, sus últimas palabras que era inocente y su última acción en este mundo fue descargar su digestión cuando los voltios de la Vieja Humeante le aflojaron los intestinos. Depende del humor con el que se levante puede usted leerlo como una metáfora.

MARTÍN OLMOS

Uno, equis, dos

In El cañí on 22 de noviembre de 2012 at 13:31

El sistema para acertar en las quinielas de Julio López Guixot pasaba por el garrote

“Con una de catorce se arreglará”
JOSÉ LUIS PERALES.

El Cuñao lleva la “d” implícita entre las dos últimas vocales, pero no se pronuncia para no sonar finolis, y aunque le hayan contado lo contrario, no es un ser humano normal, sino una entidad mitológica, aunque tangible, que siempre es más listo que usted, que se bebe su coñac bueno (el que guarda para navidad)  y hace trampas al fisco y usted no, porque es tonto. El Cuñao atesora arcanas sapiencias y sabe secretos, está de vuelta cuando usted va y tiene el chiste rápido, la cartera lenta y un palillo entre las perlas que le sirve lo mismo para escarbarse la borra de las uñazas que para hacerle una chimenea a la punta de la faria. Usted tenía un amigo, junto al que crió nieve en la sien, al que se le rompió la junta de la culata del Ford Fiesta y usted, que es hombre de inamovibles lealtades, le dijo: eso te lo arregla mi cuñao. El Cuñao, generalmente, tiene un taller de mecánica en el que saca facturas sin IVA y tardó un siglo en meterle mano al coche, le hizo una faena de apaño que le tiró una semana escasa y le zurró un sablazo que le tembló. Usted tenía un amigo, pero ya no. Ahora le llora, melancólico, como lloraba Isak Dinesen su granja en África. El Cuñao siempre tiene razón, como la zarza ardiente, y la vida le va de miedo, no como a usted, que es un mindundi, pero nunca está cuando hay que echar una mano en la mudanza.

De la misma forma que sirve para perder amigos, el Cuñao vale también para buscarse enemigos si se le pronuncia a destiempo. Al gaucho Martín Fierro le encontró la camorra un valentón en un boliche invitándole a un vaso y diciéndole: “Beba, cuñao”. Fierro, que era replicón, le contestó: “Por tu hermana, que por la mía no hay cuidao”, y salieron afuera del tambarrio a trenzarse con el facón.

El sistema
José Segarra Pastor tenía un empleo en la banca y un cuñao, y con ambas posesiones iba supliendo su escasez de luces. El cuñao era Julio López Guixot, y aunque todavía no lo era en ley, tenía avanzado el noviazgo con su hermana Asunción y contratada la capilla para el casorio. López Guixot tenía un alto concepto de sí mismo, planta de sportman, el verbo vivaz de los charlatanes y urgencia por medrar, a ser posible sin madrugar. Echando el cálculo, estimaba que había nacido alrededor de 1923, pero no lo sabía con seguridad porque cuando mamón le abandonaron en un portal y le recogió la beneficencia. Cuando talló de quinto, se alistó voluntario en el Ejército del Aire porque le gustaba el uniforme, pero le abrieron un consejo de guerra por escribir proclamas llamando a la rebelión y se pasó diez años en un penal militar. Cumplió la condena y salió con ganas de ahorrar tiempo, se instaló en Elche, emparentó con los Segarra, por parte de Asunción, y sedujo a su futuro hermano político con su incontestable discurso de vendepeines, su mundología y su conocimiento de los atajos.

En España en los 50 se comía poco y mal y al paisano solo le quedaba Marisol, Pablito Calvo y las quinielas. En la liga de 1954 fue Pichichi Juan Arza, con 29 goles, que era navarro de Estella, jugaba en el Sevilla y le decían el Niño de Oro, pero el campeonato lo ganó el Real Madrid de Di Stéfano, Gento y Marquitos. Un menda de la época se podía hacer millonario con el estraperlo o con las quinielas y a Julio López Guixot no le gustaba trabajar. Decía Indro Montanelli que los listos viven de los tontos y los tontos de su trabajo. López Guixot encontró un sistema para forrarse con las quinielas por el medio de rellenar semanalmente más de doscientos boletos (en aquella época aún no existían las apuestas múltiples)  y convenció a José Segarra para formar una peña capitalista que perdió su inversión como el agua en una cesta. La familia Segarra tuvo que hipotecar su casa para hacer frente a las deudas y el ajuar de Asunción se mudó al Monte de Piedad. Lloraba la pobre Asunción su vestido de bordados de argentería y su velo de vírgen. El Cuñao siempre tiene razón, como la zarza ardiente, pero no siempre le salen los planes a la primera. Un día le detuvieron dos Guardias Civiles y le mandaron a un batallón de castigo en África para rendir el periodo de mili que dejó a medias por haber llamado a la sedición. El sol de la morería no diluyó sus ambiciones y regresó con sus planes perfeccionados concluyendo que no hay apuesta sin riesgo. Dice el popular que hay que mojarse la bolsa de los testigos si se quieren coger truchas en el río.

La financiación
José Segarra tenía un compañero en el banco que se llamaba Vicente Valero y era Don Juan, si se presentaban las circunstancias. Valero era habilitado del banco y se encargaba de llevar efectivo desde la sucursal de Alicante a la de Elche, y cumplía con dedicación si no tropezaba una hembra a la que galantear y convidarle a vermú. López Guixot el Cuñao le convenció a José Segarra para atraer a Valero a una finca de Vistahermosa con el engaño de que habría gachisas y tablao y el día 30 de julio de 1954 le prepararon la emboscada. Valero desvió el rumbo y se reunió con Segarra para encaminar la finca, llevaba el bigotillo untado, cincuenta mil pesetas en una cartera de mano y otras doscientas cincuenta mil escondidas en los refajos del terno, recién planchado para la ocasión. Cuando asomó el Don Juan, el Cuñao le abrió la cabeza con un yunque de zapatero y le dejó morir desangrado sin tener las tripas de rematarlo. Segarra se fue al médico, a decirle que andaba flojo y a buscarse una coartada, y López Guixot se arrugó a la hora de enterrar al muerto y lo abandonó a ver si desaparecía solo,  le afanó la cartera de las cincuenta mil pero no se entretuvo en las entretelas y se dejó el cuarto de millón en el forro de las sisas. Le dijo, no obstante, a Segarra que el cuerpo no iba a aparecer. Emprendieron el negocio de las quinielas y Guixot se casó con Asunción, se fueron de luna de miel y el cadáver apareció a los cuatro meses, oliendo a perro de anteayer. El comisario jefe de Alicante, don Jesús Gómez de la Guía, inició la pesquisa y detuvo a José Segarra, que largó con desahogo. Julio López Guixot regresó del viaje de novios y acertó una de trece que le reportó 127.000 pesetas. Cuando fue a cobrar el premio en una administración de Cartagena le detuvieron y después del juicio le dieron garrote en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Jugó en casa pero marcó el verdugo y salió un dos en la quiniela. Segarra cogió seis lustros de trena. La liga del 54-55  la ganó el Real Madrid de Di Stéfano, que era del barrio de las Barracas de Buenos Aires y le decían la Saeta Rubia. Trece años después, el general Franco acertó una quiniela de 2.838 pesetas y como le dio apuro mandar a cobrarla a la Guardia Mora, envió al recado a su ayudante de infantería, el comandante Carmelo Moscardó, hijo del héroe del Alcázar. El boleto se conserva como una curiosidad en el Patronato Nacional de Apuestas Mutuas.  El general Franco también tenía un cuñao, que era Ramón Serrano Súñer y le decían el Cuñadísimo, pero al final se dejó matar por su yerno, que era marqués con capa.

MARTÍN OLMOS

La samba de María Bonita

In Bandidos on 22 de noviembre de 2012 at 13:24

Lampiao repartía fotos firmadas y tenía un rifle bendito, para unos fue un bandolero y para otros un rebelde campesino

“Tras las gafas de Lampiao se esconde un pensador. Sus bastas sandalias pisan una tierra sagrada”.
RUBÉN BRAGA.

De lindes de mala traza se llenan los camposantos. Un palmo de campa arriba o abajo no le da igual al rústico y saca la lobera del doce y cuadra la huerta a tiros. En el urbano se mata por parné y en el agrario por pleitos viejos en los que generalmente hay una linde mal escrita, un pasto sobre el que no hay acuerdo,  la tierra casi siempre, sin escrituras de notario, que decía Emiliano Zapata que es para quien la trabaja. Al padre de Virgulino Ferreira da Silva le mató un vecino por un cochino palmo de sertón, que viene de desiertón, y es tierra del nordeste brasileiro en la que apenas crece el árbol del marañón. Allá brotan los arbustos de la caatinga, que son raquíticos y pinchudos, pero es tierra, o terronazo reseco, y exige su abono de sangre. El pleito venía de lejos por la colocación de una cerca, disputaban José Ferreira, el padre de Virgulino, y su vecino Zé Saturnino, que era protegido de la familia Nogueira. Virgulino tenía quince años, antiparras de miope y carita de sacristán, pero era buen domador de burros y participó en la riña matando a un jornalero de los Nogueira por una discusión sobre la propiedad de unos cencerros de vaca. Cencerrones de cobre vil y badajo de palo, no gran cosa para que acabe un cristiano cosido a puñaladas. En aquella tierra nordestina del brasileiro no regía la ley del litoral, que quedaba lejos, y mandaban los fazendeiros, los hacendados que escribían las reglas con paternalismo o con mano dura, según las complicaciones, y pagaban ejércitos privados de escopeteros para amansar a los que les crecían las ganas de protestar. Los Nogueira tenían a sueldo a la banda de José Lucena, que les arreglaba los litigios para los que ya se habían gastado las palabras, y en octubre de 1917 mataron a José Ferreira en una vuelta del camino, cerca de un sendero que decían la Rua de Mata Grande. Persiguieron después a su estirpe y Virgulino y sus ocho hermanos se echaron a la quebrada para huirle a la venganza. Virgulino se gastó las últimas platas en la ciudad de Sâo Francisco en una daga larga y en un rifle de repetición, se cruzó al pecho un escapulario de balas doradas y subió a la Serra Vermelha para hacerse  bandido cangaçeiro, que era el camino del fugitivo que no tenía  la protección de un coronel.

Os cangaçeiros
La canga o el cangazo es la yunta de los bueyes que les esclaviza al arado y les decían cangaçeiros a los bandidos norteños porque llevaban la ristra de balas colgadas del cuello y cruzadas al pecho, como una yugada. Los forajidos del cangaço solían ser campesinaje que había perdido la tierra en algún reajuste entre coroneles, hombres que se sintieron maltratados y se echaron a la mata para vivir según su ley y  matar el hambre. Asaltaban aldeas entrando a saqueo y pedían tributo a los fazendeiros, y a los que no pagaban les daban la extremaunción clavándoles entre el cuello y la clavícula su largo puñal, que le decían la peixeira porque era en origen un cuchillo pescadero. A veces cumplían mandados de sicarios si la paga era buena y trabajaban para un patrón y sus relaciones con el pueblo bailaban con la irregularidad de las circunstancias. Si los aldeanos les abrigaban de fuego y rancho, les repartían la limosna y les hacían una fiesta de samba, y si, al contrario, les recibían con renuencia o adivinaban una traición, pasaban a machete a los hombres y violaban a las hembras sin observar miramiento. La primera banda grande de cangaçeiros fue la de Antonio Silvino, pernambucano que acabó preso en Recife, y bandidos célebres fueron Adolfo Meia-Noite, Jesuíno Brilhante, que murió en combate con la policía, el Dioguinho Rocha Figueira y Lucas da Feira, de Bahía, que entregó su alma en la horca. Los cangaçeiros no bailaban la macumba de los negros (que venía de la religión umbanda que llevaron al Brasil los esclavos africanos), porque eran devotos de Jesucristo y les gustaba llevar sus rifles bendecidos por los santones que predicaban en el sertón la palabra de Dios sin el consentimiento de la iglesia; aquel fue un país de orates. El bandido del cangaço era también su vestido y se adornaba con medallas de la virgen, insignias robadas de pechos militares, trabajos de cuentas y monedas de plata, guarnicionería de piel curtida, anillos en los dedos y jaeces de quincalla. Se vestían de locos los bandidos del cangaço, con sus rifles benditos y sus galas chamarileras.

La lámpara
Vigulino Ferreira era flojo de carne y gafudo, carecía de planta de audaz pero vivió violentamente por el plomo y el puñal. Recién escapado del clan de los Nogueira se unió a la banda de Sinho Pereira e hizo que su rifle se lo bendijera el padre Cicerón, el Mesías de Juazeiro, un santón loco que llamaba a los campesinos a no pagar los impuestos y predicaba el milenarismo. Pronto formó su propio grupo y se hizo llamar Lampiao, que quiere decir lámpara y hacía referencia a los fogonazos de su rifle que iluminaban el sertón. Lampiao se atavió con los realces cangaçeiros y adornó su sombrero con seis estrellas de Salomón y dos medallones de oro con la inscripción “Que el Señor te guíe”. De su mauser del ejército, modelo 1908, colgó una bandolera con siete coronas de plata de acuñación imperial y al mango de su peixeira de rebanar le incrustó tres anillos de oro puro. Se anudó al cuello un pañuelo de seda roja bordada, se colgó dos alforjas de viajero recamadas con finura y se cosió en la bocamanga inmerecidos galones de capitán. Lampiao fue el rey del monte seco durante casi veinte años y participó en más de doscientos combates a muerte con los regimientos volantes de la policía del estado, recordaba haber matado a un sargento en Pernambuco y a tres oficiales en Paraíba pero tenía perdida la cuenta de los civiles que tumbó su rifle bendito. Fue herido en cuatro ocasiones, dos de ellas de gravedad, y con el tiempo fue adquiriendo una conciencia mesiánica que le hacía creer que su puntería acertaba si Dios quería y si no quería, marraba. Introdujo en el cangaço la tradición de la música y la compañía de las mujeres. Lampiao tocaba el acordeón de ocho bajos y la guitarra, bailaba la danza del xaxado, que imita el rasgueo de la sandalia contra la roca,  y en honor a su abuela, que le decían la Tía Jacosa, compuso la canción “Mulher rendeira”, que convirtió en himno de batalla. Sus hombres la cantaron cuando tomaron en 1922 la ciudad de Mossoró, en el Río Grande del Norte. En 1930 se subió a las quebradas a su mujer María Déa, que le decían la María Bonita, y permitió que a sus hombres les acompañasen sus esposas, que adoptaron los usos cangaçeiros y el fusil, llevaron a los campamentos máquinas de coser Singer para bordar cruces de Sâo Jorge en las cananas de las balas y obligaron a sus maridos a combatir la falta de agua con perjúmenes de la Francia que robaban de las haciendas. Lampiao prohibió la profanación de lugares sagrados y la violación de mujeres y adquirió tanta fama que se hizo fotografiar por Eronildes Carvalho y repartía copias autografiadas del retrato en las aldeas que conquistaba. En 1938 un campesino le vendió por unas monedas de oro, que no se sabe si fueron doce, y el teniente Joao Bezerra le sorprendió en una cueva de una sola entrada en el Porto da Folha. Una partida de la policía pernambucana de Nazaré mató al cristo del sertón, a María Bonita y a nueve cangaçeiros que les acompañaban a tiros de ametralladora. María se estaba peinando, los hombres del regimiento destrozaron la cara de Lampiao a golpes de culatón. Después les cortaron las cabezas y las expusieron formando un bodegón, con sus galas bandoleras, en la plaza de Maceió, para que se creyesen sus muertes los paisanos. Las cabezas legendarias se han ido pudriendo poco a poco en el Instituto Criminológico Nina Rodrigues, de Salvador de Bahía, metidas dentro de frascos de queroseno.

MARTÍN OLMOS

El código de la cárcel

In El cañí on 22 de noviembre de 2012 at 13:18

El asesino de ancianas de Santander se acogió a los beneficios penitenciarios para menguar su pena, pero no pudo escapar de la estricta ley  presidiaria

“¡He matado a Jesse James!”
BOB FORD. Asesino del forajido Jesse James. Pistolero difunto.  

En el patio del trullo, sobre el que se ve un trozo de cielo azul para que los presos sueñen con prados verdes, los paseantes se rigen por la ley inexorable del talego, que no se deja convencer por las palabras en latín de los picapleitos. Las sentencias implacables de dicha ley se dictan en el oscuro, se susurran apenas, pero cuando se dicen el patio nerviosea y cada menda se pone a lo suyo con aplicación, que es   callar,  no ver y  no oír. Los corros gitanos no hacen rumba y se chapan los trapicheos de posturas de jaco, se pone denso el aire de cante a mullao, de olor a muerto, se achanta el maco y sale el jandrón, que es el cuchillo carcelario, que está hecho de paciencia, de la enmienda de un muelle de somier afilado al hormigón y de cuentas que ajustar. En la cárcel manda el kie y palma el ful y nadie ha visto nada.

En el penal de Topas, en Salamanca, el 24 de octubre
de 2002, le aplicaron la sentencia al Mataviejas José Antonio Rodríguez Vega y le metieron ciento trece puñaladas a la hora del paseo. No le mataron por asesino de madres sino por chusquel, que es como llaman en el barrote al que larga lo que tiene que guardar y se va con el cuento al de la chapa. El Mataviejas era nuevo en la plaza, venía de la cárcel de Almería, en la que le habían puesto precio a la piel, y le destinaron a la tercera galería, la de los duros de la FIES (Ficheros de Internos de Especial Seguimiento), gente de trena chunga y horas de motín. Traía el Mataviejas la marca del chivato y se había corrido la voz de que en el penal de Ocaña avisó de la fuga de un recluso por conseguir prebendas de cerveza, tele y horas de taller. En la tercera galería de Topas salían los presos a ver su trocito de cielo en grupos de cuatro y salió el Mataviejas con Enrique Valle, que le decían el Zanahorio, con Daniel Rodríguez Obelleiro y con Felipe Martín. El Zanahorio era talegario sin redención, con tres intentos de fuga en la ficha y una docena de riñas a puñal y conocía al Mataviejas de la prisión de Dueñas, en donde no le había cultivado el aprecio y se había quedado con las ganas de caducarlo, por chota y por bocón. Se creía el Mataviejas huésped postinero porque a veces recibía la visita de la televisión, compadreaba con los funcionarios y fardaba de criminal célebre, de Landrú de Santander de viejitas de otoño. Hacía de menos a los chorizos, andaba escribiendo sus memorias, decía que se iba a forrar. Tuvo su blasón en las páginas de sucesos y pensó que le iba a durar siempre.

El Mataviejas
José Antonio Rodríguez Vega nació en Santander en 1957 y a los doce años le turbaron los muslos de su madre. Cuando alzó talla le dio una paliza a su padre, que ya tenía baldada la espina de doblarla en una cantera por darle al hijo de comer, le echaron de casa y se puso de aprendiz de carpintero. Era propenso a sudar y mojaba la madera. Se le resbalaba el cepillo de desbastar, le dijo el patrón que se fuera. Se puso de albañil y se casó, llegaba cansado del tajo y no le cumplía a la mujer y, sin embargo, empezó a acechar en los portales. Atacó a dos muchachas de veinte años, a una mujer de cuarenta y cinco y a otra de cincuenta. Huía en moto y le llamaron el Violador de la Vespa. Le trincaron en 1979 y le dieron presidio, veintisiete años de sombra de los que hizo ocho y salió por bueno. Su mujer no le esperó. En sus noches de celda exploró el recuerdo de los muslos de su madre, que le ayudaron a dormir. Consiguió que sus víctimas le perdonasen, les puso ojos inocentes, tenía la nariz recta y buenos modales. Descubrió que le podía vender hielo a un esquimal. Se echó otra mujer, que sorteaba el límite de la normalidad, y sentó cuarto con derecho a cocina en la calle Cobo de la Torre, en donde se hizo fama de buen marido y vecino voluntarioso para cambiar las bombillas del portal. En realidad zurraba a la parienta y acechaba a las viejitas buscando los muslos de mamá. Iba tirando de chapuzas y encontró las puertas francas de señoras cuyos yernos no encontraban un rato para arreglarles un enchufe. Iba limpio y sobrio como un vendedor de Biblias, las mujeres le sacaban un blanco y aceitunas para hacerle más llevadero el tajo, él se ponía afectuoso y cuando le rechazaban las tumbaba en la cama y las ahogaba tapándoles la nariz y la boca, después las disfrutaba y se llevaba de botín una quincalla, que podía ser una medalla de la virgen, una postal de los nietos o una flor de plástico. En un año mató a dieciséis  mujeres de edades comprendidas entre los sesenta y los noventa años. La policía encontró sus trofeos en su habitación de Cobo de la Torre y le metieron en el trullo. Conoció en el juicio el espectáculo y le gustó, se presentó en las vistas vestido de señor y sonreía a la cámara, le llamaron el Mataviejas de Santander, le disputó, orgulloso, el record de muertes al infame Arropiero, fue el rey del infierno, que pensó que era mejor que servir en el Paraíso. Le sentenciaron a 440 años de cárcel , de los que solo se iba a comer veinte gracias a la reforma del código penal.

La ley del Talión
El 24 de octubre de 2002, el Zanahorio y Daniel Rodríguez Obelleiro colaron dos pinchos en el patio de la tercera galería y se fueron a por el Mataviejas por chivato. Uno de los cuchillos iba dentro de un brik de vino peleón. Felipe Martín le derribó de un golpe en la cabeza con un zoquete de hormigón metido en un calcetín. Obelleiro y el Zanahorio se pusieron a los suyo, le acuchillaron la nuca y le sacaron los ojos. Le dieron después más de nueve docenas de mojadas debajo del trocito de cielo, sentados sobre su barriga. El jandrón se tronchó a la mitad del tajo y el Zanahorio se demoró en afilarlo raspándolo contra el suelo para seguir la tarea. Le dijeron al funcionario de guardia que si defendía a un violador correría su misma suerte.

Enrique Valle, el Zanahorio, cuando salió de declarar en el Juzgado de Instrucción número cinco  de Salamanca, vio a los periodistas de la tele y les gritó: “¡He matado al Mataviejas!” La concurrencia aplaudió y el Zanahorio le dio pátina de ética al código inapelable del trullo. Dijo que lo asesinó porque la pena que llevaba aparejada el delito que había cometido no guardaba consonancia. A nadie le gustan los violadores ni los asesinos de viejitas de otoño que le sacan un blanquito y aceitunas al fontanero. Sin embargo al Mataviejas no le finaron por enmendar la justicia imperfecta de los hombres sino que le dieron por chivato, por ganar cervecitas y tele de color a la cuenta de los años de marrón de los demás y por robar el sueño de prados verdes a los presos que miran el trozo de cielo azul durante el paseo del patio. Si está bien muerto que decida cada cual, a los familiares de las víctimas les dio más bien igual si la ejecución llevaba refrendo moral o solo venganza carcelaria. El Zanahorio se llevó la gloria corta de unos aplausos breves y regresó a tomar el sol a rayas y al Mataviejas le dieron tierra en una fosa común a la que solo le fueron a despedir, por obligación, los dos sepultureros.
MARTÍN OLMOS

La rubia alegre

In El cañí on 15 de noviembre de 2012 at 14:02

El tiempo ha ido adornando la vida de Carmen Broto, una prostituta de primera que fue asesinada por tres chorizos de tercera

“La gente estaba convencida de que en el asesinato de Carmen Broto había porquería bajo la alfombra”
JUAN MARSÉ.

Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena (con los ojos de misterio y el alma llena de pena) porque rubias había pocas. El español golfo, en términos cinegéticos, ha valorado mucho la rubicundez por escasa y, desde el aperturismo de los sesenta, por la épica de las suecas jamonas que venían a veranear. En un país donde las mujeres pasaban de castaño oscuro, el pelo vikingo ofrecía promesas de pecado y se preguntaba el español, con inquietud, de qué color era el pelo recóndito de las  trigueñas. Hoy, con la globalización, las cabelleras blondas ya no extrañan, pero hubo un tiempo en el que de ser rubia se podía hacer oficio. Que fue un tiempo de poco pan.

Pieles de astracán
Carmen Broto Buil era maña de Huesca, de la aldea de Guaso, en la comarca del Sobrarbe, en el alto Pirineo donde los inviernos son muy fríos y hielan el alma. Dios le regaló las gracias rotundas de las mujeres de bandera y ella pensó que el pueblo montañero no la merecía y se fue a Barcelona a prosperar. Se colocó en el servicio, que era el oficio de las rústicas que se querían abrir el paso en la ciudad de los prodigios, y tuvo la intuición de que los señoritos no la miraban el quehacer sino los relieves de su naturaleza que le ahormaban la camisa. Carmen Broto Buil intuyó también que las rubias no nacen, sino que se hacen con tintes de camomila y un adecuado estado de ánimo. En Barcelona, a finales de los años cuarenta, era tiempo de malta en vez de café, cartilla de racionamiento, piedras en los garbanzos  y trampas en la romana, y Carmen Broto manifestó talento en el oficio de hembra de presumir, que le reportaba más rendimiento que dejarse pellizcar el género por el señor de la casa, que luego se iba a misa. Se puso el pelo platino, trepó a tacones vertiginosos y se hizo golfa de ambigú, y de las buenas, y estrechó amistades con los caballeros del Régimen, que la llevaban a ver los toros a la Monumental.

En poco tiempo se compró un abrigo de piel de astracán, que estaba hecho con los pellejos de treinta corderos nonatos del Uzbekistán, y un señor que fumaba puros le puso un piso en el número seis de la calle Padre Claret. Entre puta y mantenida, pasaba por la querida de don Juan Martínez Penas, que la llevaba a comer gambas al Hotel Ritz y a que la mirasen y así él pasar por bravío, cuando era, en realidad, palomo cojo. Además de zurdo de alcoba, Martínez Penas era gallego de Pontevedra, antiguo agregado cultural de la embajada española en París y dueño del teatro Tívoli del Paseo de Gracia y presentó a Carmen Broto a Julio Muñoz Ramonet, el Rey del Estraperlo. Muñoz Ramonet alzaba el brazo derecho por conveniencia, dirigía el contrabando de algodón y tenía negocios a medias con el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, era dueño de los almacenes El Águila y tenía la clase de fortuna que es imposible de amasar de forma honrada (en 1986 tuvo que huir a Suiza para escapar de la justicia y dos meses antes de morir, en 1991, el juez Baltasar Garzón pidió para él once años de prisión por un  delito de estafa y falsedad). El estraperlista estaba casado con doña Carmen Villalonga, hija del presidente del Banco Central, pero a la que le regalaba joyas del rey Faruk era a la rubia Carmen, que las exhibía en juergas de gin-fizz y chachachá que terminaban al amanecer cuando regresaba hermosa, despintada, descalza y borracha, sola o escoltada,  a su piso de Padre Claret. Carmen escondía su ojo derecho debajo de un mechón rubio, como Veronica Lake, pero no escondía nada más; no escondía las gracias de Dios ni los collares y se hizo zorra célebre, pero no de marinería, y comentada en los salones de Barcelona. Volaba en cielos de halcones, y sin embargo la mataron los pichones.

Deudas del hampa
Jesús Navarro Manau vivía de saltar la mata, generalmente del contrabando de cocaína y de dar sablazos, y no tenía claro su orden de prioridades: por un lado paseaba novia, de nombre Josefina (a la que tenía preñada y por casar), y por otro se acostaba con el pianista Eusebio López Sert, concertista de talento. Frecuentaba los bailongos de la calle Rosellón y la cafetería Alaska, que era cubil de bofias y de soplones, y compartía noches de zambra con Carmen Broto, a la que en alguna ocasión le había pedido propina. Carmen le tenía por mariposa pero le apreciaba por buscavidas, por mozo de buena planta y por buen escuchador. Al padre de Jesús Navarro le decían en los ambientes el Espadista, y era un notorio reventador de cajas fuertes que andaba en  proceso de redención, había escrito un libro que se titulaba “Técnica del robo” y tenía deudas con el hampa, de las que no prescriben y cargan interés, de las que conviene satisfacer por conservar las tripas en su sitio. Para pagarlas convenció a su hijo para asesinar a Carmen Broto, robarle las joyas y mercarlas a través de un perista. La noche del diez de enero de 1949, Jesús Navarro Manau, en compañía de su compinche Jaime Viñas Pla, aprendiz de vidriero y ambidextro sexual, invitaron a Carmen a festejar hasta la madrugada. Llevaron buga de alquiler, un Ford Sedán, y la intención de tumbarla a copas, llevarla al piso de Padre Claret y ponerla en manos de Dios. Aquella noche, Carmen cumplió con un mecenas, estrenó medias del estraperlo, negras con costura, y salió de romería con sus asesinos llevando el sortijerío y los collares y las ganas locas de bailar. No la tumbaron los dos mendas porque la Rubia sabía beber mejor que ellos y perdieron la paciencia, se les hizo larga la noche y la mataron a golpes, en el mismo coche, con un martillo de encofrador. Fue crimen chapucero que se torció, afanaron las joyas y enterraron de mala manera a la mujer en una huerta que trabajaba el padre de Jesús Navarro detrás de un solar en la calle Legalidad.

Carmen Broto no era golfa de farola sino señorita de acompañar a caballeros de solvencia y camisa azul, y Jesús Navarro padre, el Espadista, comprendió que les quedaban horas contadas. Cuando sintió el aliento de la pasma arrugándole la nuca, se suicidó tragándose una pastilla de cianuro. Jaime Viñas Pla hizo lo mismo, pero a Jesús Navarro hijo le cogieron con 120.000 pesetas en joyas, un brillante del tamaño de un melón y cara de haberse comido al canario. Se pasó treinta años en el penal de Ocaña intentando dignificar su crimen charanguero  haciéndolo pasar por una conspiración política y convirtió a la pobre Carmen Broto, rubia en tiempo de pardas, en una Mata Hari maña, cuando solo fue una chavala fetén que se quiso quitar las ganas de comer. Insinuó que fue espía de los nazis y soplona de los polis de la cafetería Alaska, que mandó a guerrilleros maquis al paredón y que oficiaba de alcahueta de las galleguitas que dejaban el terruño para servir y acababan sirviendo para otra cosa. Se dijo que guardaba fotos de falangistas practicando la equitación y que proporcionaba doncellitas al obispo Gregorio Omodrego Casaus, que gastaba fama de menorero y era cura castrense, amigo del general Yagüe y comendador general de la Bula de la Santa Cruzada. Se fue inventando el tiempo, Juan Marsé y las ganas de enredar a una Carmen Broto novelesca, con dobladillo y más talento que el que realmente debió tener, que fue el de dejarse querer por rubia en un país de morenas que las pasaban moradas.
MARTÍN OLMOS

El hombre más peligroso de Europa

In Hazañas bélicas on 15 de noviembre de 2012 at 13:56

Otto Skorzeny, el Jefe de Comandos de Hitler, medía dos metros y tenía la cara dibujada de sablazos

“Otto Skorzeny, gran personaje, especie de invencible mosquetero del siglo XX”
FERNANDO VIZCAÍNO CASAS.

El pirata ario Otto Skorzeny, el Hombre Vitruviano  de Hitler, tenía algo de Rupert de Hentzau, el villano de “El prisionero de Zenda”, que era un malo esgrimista y con monóculo, y como ha escrito Santiago González, “exquisitamente educado en la dispensa de sus crueldades”. Skorzeny era un guerrero teutón, no siempre un caballero, que levantaba dos metros desde los pies a la guinda, que peleó detrás de la insignia de la calavera y llevaba la cara escrita de cicatrices rituales de duelos a espada. A Skorzeny le soñó Nietzsche y le puso música de Wagner. Sus enemigos le divulgaron con membretes terribles; le llamaron el Caracortada y el Hombre Más Peligroso de Europa. Tenía los ojos grises. Acarició al lobo en su guarida de Rastenburg, liberó a Mussolini de las montañas nevadas, alteró la decisión más importante de la vida del almirante Horthy, confundió a Eisenhower en la Batalla de las Ardenas y acaso le hizo el amor a Evita Perón. Skorzeny se rindió a los aliados cuando la guerra ya estaba perdida y comprendió que el último baluarte alpino era una quimera del Führer loco. Salió indemne de los Juicios de Núremberg, se escapó de un campo de desnazificación y encontró refugio en España, al amparo del general Muñoz Grandes, comandante de la División Azul y poseedor de la Cruz de Hierro con Hojas de Roble, y de don José Finat, conde de Mayalde, falangista, antiguo embajador en Alemania, alcalde de Madrid, ganadero de reses bravas y autor de una paliza de campeonato al cantaor Miguel de Molina por maricón.

En Madrid, Skorzeny llevó una vida de playboy rubio, cabalgaba al amanecer frente a las pistas del Real Automóvil Club, fumaba con boquilla y besaba las manos de las señoras del Régimen, que le encontraban fascinador al compararle con los generales del patio, que eran tapujos, barrigudos y cantaban jotas cuando bebían anís de Chinchón. Skorzeny sonaba a vals y a esgrima de sable, y no olía  a puchero porque comía, generalmente, en el restaurante Horcher de la calle Alfonso XII, en donde se servía venado con patatas a la kartoffelpuffer en porcelana de Nymphenburg. Ocupaba una oficina en la calle Montera en la que decían que dirigía la red ODESSA, a través de la que los miembros de las SS escapaban a Sudamérica, y organizaba la creación de la Legión Carlos V, un batallón de reserva integrado en el ejército español que estuviese preparado para la siguiente guerra mundial contra el comunismo. En la oficina de la calle Montera colgaba dos misteriosos mapas de Asia y África, un retrato autografiado del general Perón y el rabo de un búfalo que le regaló un brujo de Katanga.

Las marcas del honor
Otto Skorzeny nació en 1908 en Viena, cuando aún era la cabeza orgullosa del Imperio Austro-Húngaro. La Primera Guerra Mundial le cogió en primaria y cuando acabó, su familia tuvo que humillarse ante el Tratado de Versalles y comer a base de las raciones de la Cruz Roja. Ya nadie tuvo nada y, sin embargo, los chiquillos siguieron respetando sus castas y se agrupaban en bandas de hijos de obreros y de burgueses para combatir a pedradas en batallas callejeras de las que Skorzeny solía regresar con el hocico fardado. Las muescas de aquellas riñas las borraba el tiempo y la árnica y Otto quería vestigios bárbaros más duraderos. Los consiguió en la Universidad de Viena, donde se graduó en ingeniería y se afilió a una “studentenverbindung”, una sociedad de estudiantes que libraban combates de “mensur”, un duelo a espada de filo en el que no mediaba ninguna ofensa entre los contendientes y solo se probaban como hombres. En el mensur se prohibían las posturas defensivas y se obligaba a luchar en actitud de ataque, no se usaban caretas de protección y se evaluaba el coraje y no la victoria. Lo que se ganaba era el “schmiss”, la cicatriz ritual recibida en lid, que a veces se frotaba con sal o se insertaba en ella una crin de caballo para evitar su curación y  dibujar la marca. Skorzeny libró quince  combates de honor y llevó con orgullo un tajo formidable que le cruzaba la mejilla izquierda y que se le agudizaba cuando llegaba a la comisura del labio inferior.

A Skorzeny le sedujo la retórica encendida del doctor Goebbels en un discurso que le escuchó en Viena en verano de 1932. Cuando estalló la guerra ingresó en la 2ª División Das Reich de las SS y obtuvo la Cruz de Hierro en la campaña de Rusia. Hitler le recibió en la Guarida del Lobo, en Rastenburg, y encontró a su superhombre. Le nombró Jefe de Comandos y Skorzeny organizó el Jagdverbande 502, un grupo de elite formado por la crema de las mejores unidades del Reich. Los hombres de Skorzeny debían ser expertos submarinistas, paracaidistas, políglotas y artificieros. El propio Skorzeny era capaz de acertar 56 blancos de 60 y de cubrir una distancia de treinta kilómetros a la carrera con una carga de cincuenta kilos. Cuando los aliados invadieron Sicilia en 1943, el rey Victor Manuel mandó encerrar a Mussolini en el Hotel Campo Imperatore, en el macizo del Gran Sasso, en la cordillera de los Apeninos, al que solo se podía acceder por medio de un teleférico. Skorzeny y sus comandos aterrizaron en planeadores sobre la montaña y se llevaron al Duce a Viena a bordo de una avioneta Fieseler Storch rindiendo a los carabineros sin disparar un solo tiro (los italianos siempre encuentran algo que hacer cuando llaman a fregar). Al año siguiente secuestró al almirante Horthy sacándole de su despacho envuelto en una alfombra roja para evitar que rindiese Hungría a los soviéticos y en la batalla de las Ardenas infiltró a sus guerreros entre las tropas aliadas vestidos de oficiales americanos que masticaban chicle, ponderaban el culo de  Betty Grable y desviaban a las unidades hacia destinos inciertos. Los periódicos le empezaron a llamar “el Hombre más peligroso de Europa” y Caracortada y a Skorzeny le disgustó compartir apodo con Al Capone y en sus memorias escribió que él había obtenido sus cicatrices de un modo “honrado”.

Otto Skorzeny hizo una guerra imaginativa y sin frentes, de comandos de guerrilla, como de novela de Alistair MacLean, y si llega a ganarla hubiese sido un héroe, pero como la perdió se quedó en villano molón, en un Rupert de Hentzau de dos metros y un cisco en la cara cuyas memorias entusiasmaron a Ian Fleming, el creador de James Bond. Por lo menos, no disimuló en ellas su fidelidad sin fisuras al Führer, como hizo Albert Speer, que en su autobiografía (publicada en España por Plaza y Janés) dejó la impresión de que él pasaba por allí. Después de la guerra se adaptó a las circunstancias, dirigió la red secreta ODESSA, hizo viajes a Sudamérica para visitar a sus viejos camaradas Josef Mengele y Adolf Eichmann, organizó la guardia pretoriana de Juan Domingo Perón, formada por antiguos guerrilleros croatas de la Ustacha, e intimó con Evita, tal vez más allá de lo conveniente. Fue asesor del presidente egipcio Nasser, se hizo millonario con la industria del acero y se rumoreó que el jefe de la CIA Allen Dulles le encargó adiestrar a un comando de paracaidistas para secuestrar a Fidel Castro. Otto Skorzeny murió a los 67 años en Madrid de cáncer de pulmón, en la habitación 388 de la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, el 5 de julio de 1975. A su mujer Ilsa Lüthje, condesa von Finkenstein, le dejó una fortuna en cuentas en paraísos fiscales que ella dilapidó sin mesura hasta morir en la indigencia en un centro de beneficencia  en Tres Cantos.

MARTÍN OLMOS

Peleas con metáfora

In Las doce cuerdas on 15 de noviembre de 2012 at 13:50

Durante la Guerra Civil Española estuvo a punto de celebrarese un combate entre Paulino Uzcudun, el campeón de Franco, contra Isidoro Gastañaga, un boxeador exiliado, republicano y golfo

“El deporte es una escenificación de la guerra”
FRANCISCO UMBRAL.

De hombres es el brandy Soberano, abrazar como dogma de fe que los que bailan bien son maricas y la devoción por los deportes de contacto. Y en el deporte en el que más se contacta, por el propio imperativo de su naturaleza, es el boxeo entre dos caballeros de un gramaje similar que, como los machos de antes, no le tienen una especial estima a la regularidad de sus facciones y las exponen entre doce cuerdas para que se las estropeen. El boxeo tiene el aire canallesco del humo de los purazos y el cortejo de la mafia, y a las veladas no se lleva a la legítima  sino a la amiguita, y si es posible vestida de rojo, para que se la envidien a uno. En el rito social del espectáculo del boxeo no quedan mal los trajes chillones ni las corbatas de fantasía, ni los escotes de balcón, y se propende a la relajación de la conducta, que desemboca en escupir en los pasillos por un lado de la boca, en la pronunciación diáfana de la viril blasfemia y en dejar caer al suelo las cáscaras del maní, como en el circo. El boxeo gusta a los tíos que fuman negro y se soplan el whisky sin bautizar, gustó a Hemingway y a Conan Doyle, a Jack London, a Norman Mailer y a Buñuel. Le gustaba al sheriff Wyatt Earp, que ofició de arbitro de combates pugilistas, aunque él prefería pelear a más distancia. Sin embargo, también le gustó a Lord Byron, que lucía bucles ondulados y se disfrazaba de albanés.

Peleas simbólicas
El box nació granujiento en riñas de campas entre los campeones de cada mina que se zurraban hasta la extenuación hasta que John Sholto Douglas, noveno marqués de Queensberry, lo reglamentó en 1867 para diferenciarlo de las grescas tabernarias. Al marqués de Queensberry le pregonaron en el club porque le salió un hijo zurdo que se hizo novio de Oscar Wilde. Las doce reglas del marqués condujeron a la profesionalidad del boxeo, que se llamó el deporte de los caballeros, hasta que con el tiempo fue colonizado por los negrazos de pedernal y por la mafia siciliana. El tongo se aparejó al boxeo como las pulgas a los perros flacos y los promotores ventajistas le sacaron la tajada, como se la hubiesen sacado a la petanca, es un decir, si en el pronóstico de su resultado se hubiesen puesto parneses. Sin embargo el boxeo guardó su dimensión mítica porque recuerda a las justas medievales en las que un campeón de cada rey decidía en un torneo el resultado de la batalla. En ocasiones se han celebrado combates en los que cada púgil representaba simbólicamente una manera de entender la vida, una idea política o la supremacía de una raza. En 1910, Jim Jeffries tuvo que salir de su retiro para devolver al hombre blanco su orgullo y pelear contra el campeón de ébano Jack Johnson, el negrazo chulo que se puso dientes de oro y perpetraba con arrogancia el garbeo del brazo de la mujer rubia, y en 1938 se escenificó la lucha entre la democracia y la superioridad aria en el combate entre Joe Louis y el campeón nazi Max Schmeling, el Ulano del Rhin. Schmeling se dejó dos costillas en la pelea, pero Hitler nunca le perdonó su derrota ante un negro de la selva y dejó de fotografiarse con él. En realidad, Schmeling nunca se afilió al partido y se mantuvo fiel a su manager Joe Jacobs, que era judío, y después de la guerra fue la imagen de la Coca Cola en Alemania. Más adelante, las victorias de Muhammad Ali eran las de la Nación del Islam, las de los Panteras Negras y las de Malcom X, mientras que en el boxeo de Foreman querían ver al Tío Tom, al negro manso que recogía algodón para el señor Rhett Butler mientras cantaba espirituales con voz grave y mucho sentimiento.

El toro y el martillo
Durante la Guerra Civil Española, el gobierno rebelde de Burgos y el leal de Madrid acariciaron la idea de celebrar un combate entre dos campeones que  representasen a cada bando, que eran los vascos Uzcudun y Gastañaga, ambos guipuzcoanos, uno el Toro de Régil  y el otro el Martillo Pilón de Ibarra. Cuando tenía nueve años, Paulino Uzcudun le dio un repaso a un chaval de doce en la plaza de su pueblo y con veinte tumbaba robles a hachazos y tenía que dar ventajas en las apuestas rurales de cortar troncos. Hizo la mili en San Sebastián y se interesó por la lucha grecorromana, pero el promotor Justo Oyarzábal le convenció para que se calzase los guantes de cuero y le hizo debutar en París en 1923, donde tumbó al campeón ruso Touroff en el tercer asalto. Al año siguiente se proclamó campeón de España de los pesos pesados al vencer a José Teixidor y en 1926 consiguió el título de Europa ganando a los puntos al italiano Erminio Spalla. Uzcudun peleó en el Madison Square Garden y una vez cenó con Al Capone en su mansión de verano de Miami, que tenía las ventanas a prueba de balas. Encontró al gangster simpatiquísimo, a pesar de que guardaba cadáveres debajo de la alfombra. Combatió contra Max Baer, contra Max Schmeling y contra el Gigante Asesino Primo Carnera en Roma, delante de Benito Mussolini. Isidoro Gastañaga era siete años más joven que Uzcudun, y como él, aprendió el box en las cuadras de Francia, pero decidió librar su carrera irregular en América. Era pegador y guapo y en Nueva York le llamaron el Bello Izzy, peleó contra Primo Carnera y en 1934 estuvo a punto de medirse contra Joe Louis en La Habana, pero el promotor Mike Jacobs pensó que el Martillo de Ibarra era demasiado peligroso para el Bombardero de Detroit. El Bello Izzy era farrista y mujereador, le gustaba beber en el buchinche, invitar las rondas y liarse con las costillas de sus promotores, le gustaba bailar el tango hasta el amanecer y las camorras de quilombo, que huelen a perfume francés. Ostentaba cartel de republicano, pero cuando estalló la guerra no quiso regresar a España porque, con notable criterio, decía que en las guerras se corría el riesgo de palmar. De Uzcudun, en cambio, decía César Ruano que profesaba tres devociones, que eran el frontón, el hacha y la iglesia católica. Durante la guerra abrazó la causa nacional y participó en una operación de comandos que intentó liberar a José Antonio Primo de Rivera de la prisión de Alicante. En la República se decía que se entrenaba golpeando un saco lleno de huesos de fusilados y, más adelante, Umbral corrió el rumor de que mataba a los prisioneros rojos a puñetazos.  Un promotor alemán propuso enfrentar a los dos boxeadores en un combate que concediese una tarde de tregua a la guerra, Gastañaga representaría a la República y Uzcudun al bando nacional. Se habló con ambos y les  llegaron a coser sendos calzones, a uno con los tres colores leales y al otro con los dos de la bandera nacional. El Bello Izzy declinó el frente y prefirió quedarse en los burdeles de Buenos Aires y Uzcudun, dijeron, durmió tranquilo porque temía la derecha demoledora de su paisano.

Uzcudun murió con casi noventa años en Madrid, con la cara rota de las viejas glorias, y al final sus recuerdos le abandonaron y no sabía quién fue. Al Bello Izzy le apioló a tiros un marido al que coronó a la salida de un burdel de La Quiaca, en la frontera entre Argentina y Bolivia, en 1944. Andaba tomando y de zambra,  tenía treinta y siete años de romerías, azumbres de roncito de caña y el millar de hembras tumbadas.

MARTÍN OLMOS

El francotirador

In El Far West on 8 de noviembre de 2012 at 13:23

Tom Horn quiso representar la esencia del Oeste pero solo fue un matón de a seiscientos dólares la pieza

“Tom Horn nunca volvería a ser tan feliz como en los tiempos en los que, por un breve instante, fue apache”
JAVIER LUCINI.

Hubo un tiempo en el que América pareció infinita, como la misericordia de Dios. Siempre había una milla más al oeste y una tierra sin cercar, pero un día se gastó, como  se  gasta la noche del juerguista y la paciencia. Se gastó el país por el oeste porque se dio de bruces con el Pacífico y tuvo el centauro que dejar de vagar. Se acabaron los pastos libres y las manadas de búfalos que parecían islas pardas en mitad de la llanura, se acabó el piel roja y se asentó la civilización con su iglesia con campana y su censo para votar. De aquel tiempo de leyenda quedó el circo de Búfalo Bill y sus salvas de fogueo delante de la reina de Inglaterra y el feroz apache Gerónimo montándose en la noria de la Exposición de San Luis, con ochenta primaveras, las encías secas y cobrando dos dólares por cada fotografía firmada. A Tom Horn le gustaba decir que él era el último vestigio de aquella época, pero en realidad nació en 1860, cuando Etienne Lenoir ya había inventado el primer motor de combustión interna que iba a dejar, a la larga, al caballo en su corral. Horn pretendió personificar al hombre de la frontera, violento, solitario y puro, pero fue un asesino a jornal que acabó colgando de una soga por bravuconear chuleta en una tasca de Denver, por contar cuentos de macho cuando el sentido común mandaba callar. Los años le han ido poniendo simpático porque los anacronismos acaban cayendo bien, aunque sean voluntarios,  y nos gusta pensar en un mister Horn de piernas arqueadas y añoranza de montañas, incómodo en la ciudad como un niño en un camposanto. Tom Horn se hizo célebre por exagerar sus pocos méritos y por matar a distancia por oficio, el resto es el barniz que le ha ido concediendo el tiempo.

El vencedor de Gerónimo
En la granja de los Horn, en Menphis, se leía la Biblia antes de cenar y se combatía la pereza a tundas de cinturón. Tom pensó que había horizonte más allá de Dios y la correa y se escapó de casa a los quince años para abrirse camino en las obras del ferrocarril. Clavando rieles se hizo hombre para alistarse en el ejército y se hizo explorador en las patrullas del legendario Al Sieber, formadas por apaches hualapai a sueldo blanco que perseguían al renegado  Gerónimo por las montañas de la Sierra Madre. Horn aprendió el español musical de los mejicanos, el zuñí de los indios pueblo y el dialecto atapasco de los apaches chiricahua, aprendió a seguir las pistas de los mocasines y a peinarle la raya a una mosca en pleno vuelo con un rifle del cuarenta y cuatro. El resto de su educación la adquirió en la viril taberna en donde los machos ejercían la hombría sin resquicio. Estuvo presente en el Cañón de los Esqueletos en 1886, cuando Gerónimo se rindió definitivamente ante el general Nelson Miles, pero no destacó sobre los demás intérpretes que tradujeron los términos de la capitulación y, sin embargo, con el tiempo se dedicó a exagerar tanto su participación que parecía que él solito había subyugado a toda la nación apache. Cuando dejó la milicia se hizo desbravador de potros y en 1891 ganó el concurso de rodeo de Phoenix, en Arizona, domando un mesteño de tres años. Le prendieron una guirnalda blanca, azul y roja en el tirante de las chaparreras y le invitaron a un trago de saltatapias. Se lo bebió y contó mentiras de mataindios. Le dieron un cigarro de Savannah y palmadas en el lomo y le agradó el abrigo que le concedía el que otros supieran su nombre. Sin embargo entendió que el rancho ajeno rendía poca ganancia y saludos en los riñones y pensó que era oficio de más relajamiento el de cazador de hombres a distancia.

Seiscientos por cabeza
Para tumbar a un cristiano de un tiro a doscientos metros hace falta buena puntería, paciencia y no darle muchas vueltas al principio caballeroso de la buena lid. Tom Horn tenía buen tino, tiempo libre y cierta laxitud moral. Entre 1890 y 1893 prestó sus servicios como francotirador para la Agencia de Detectives Pinkerton, una institución a sueldo de los magnates del ferrocarril, de los barones del ganado y de la incipiente aristocracia industrial. Durante esos tres años Horn mató a diecisiete hombres y a ninguno en pelea limpia. Su método era la emboscada traicionera y la espera y una vez hecho el tajo les ponía a sus víctimas dos piedras debajo de la nuca para firmar el recado y cobrarlo. Prefería el rifle Winchester del cuarenta y cuatro sobre el más preciso Sharps, que le decían el Cuarto de Milla porque se usaba a distancias de 400 metros, por la razón de que le resultaba más económica la munición, y raramente llevaba revólver de mano. Le gustaba alardear sus muertes cuando se entrompaba en los bebederos y alimentaba su imagen de jinete solitario medio hermano de los indios apaches. Cuando estalló la guerra contra España en el 98 se quiso alistar en el regimiento de los Rough Riders (los Rudos Jinetes) de Theodore Roosevelt, un cuerpo de voluntarios de caballería formado por atletas de las universidades del este, vaqueros de rodeo y jugadores de polo. Horn hablaba español pero había menos caballos que voluntarios y le encargaron del cuidado de una reata de mulas de carga. Siempre parecía quedarse un escalón por debajo de la leyenda que pretendía encarnar, pero igual daba si la contaba convenientemente y con tres copas decía que había estado en la batalla de la Colina de San Juan y que había tenido un número propio en el circo de Búfalo Bill. El siglo XX le pescó en Wyoming, trabajando de ejecutor para la Asociación de Ganaderos, que le pagaba 600 dólares por cada cuatrero muerto. Como matón de oficio era eficaz, salvo por su costumbre de airear sus chismes cuando se emborrachaba, y llegó un momento en el que incluso sus patrones pensaron que tenía la boca demasiado grande para una labor que se maneja mejor en el oscuro. Cuando en 1901 mataron a un muchacho de catorce años llamado Willie Nickel de un tiro de rifle a quinientos metros los propios valedores de Horn entendieron que las hostilidades estaban yendo demasiado lejos. Puede que el chico robase una vaca y puede que no, y puede que Horn no tuviera nada que ver con el asunto, o puede que sí, pero tenía su nombre dentro del sombrero y le detuvieron por asesinato. Para variar, había estado largando en una cantina de Denver, soltando su repertorio de hazañas tremendas, y el detective Joe Lefors le había sacado un testimonio lo suficientemente ambiguo para cargarle el mochuelo cuando ya estaba borracho como una cuba. En el juicio no se presentaron pruebas concluyentes pero le condenaron a la horca igualmente. Le colgaron en Cheyenne en 1903 y hasta su ejecución fue un testimonio de que los tiempos habían cambiado. No le subieron a un penco, lo arrearon y le dejaron bailando bajo un álamo sino que le ahorcaron en el Patíbulo de Julian, un artilugio inventado por el arquitecto James P. Julian que hacía que el peso del reo vaciase un barril de agua cuyo tapón estaba conectado a la viga de la trampilla del cadalso de tal forma que el condenado se ahogaba a sí mismo. Como si les diese vergüenza matarlo a la manera de los viejos tiempos, con un párrafo de la Biblia y las botas calzadas.

MARTÍN OLMOS