Alfredo Evangelista le aguantó quince asaltos a Muhammad Ali y catorce gramos de coca le llevaron al trullo
“Evangelista me pareció un tipo noble y sin malicia, un campeón que sabía conservar el temple de campeón incluso en la derrota”
JESÚS QUINTERO
En el campeonato mundial de catecismos que nadie se cree ocupa el segundo lugar la frase del barón Pierre de Coubertin que dice: lo importante es participar. El primer puesto indiscutible lo tiene la sentencia que asegura que el trabajo ennoblece. Participar está bien en una orgía (en la que se ama al bulto y no hay que andar pendiente de dejar alto el pabellón) y en poco más, pero tomar parte en una pelea y no ganarla le deja a uno para los coyotes. El resto es eufemismo y uno acaba pronunciando, dolorosamente y con las encías yermas como un campo en agosto: yo también zurré lo mío, cuando está seguro de que más le hubiese aprovechado salir pitando. Que corriendo se entiende la gente. En la pared de una escuela de gladiadores se encontró grabada una recomendación: “Ut quis quem vicerit occidat”, degüella al vencido, sea quien sea. No hay piedad para el caído, que tiene que adoptar en el suelo la posición fetal, si le quedan tripas, esconder entre las piernas sus partes y cubrirse con los brazos la cabeza para que no se la pataleen hasta reventarla: en el campeonato mundial de espectáculos que avergüenzan a la humanidad ocupa el primer lugar el de un hombre apaleando a otro que ya cayó, y sin embargo es uno de los más queridos placeres de los que no saben ganar.
Alfredo Evangelista, el Lince de Montevideo, quedó segundo en la pelea más importante de su vida. La disputó el 16 de mayo de 1977 en el Capitol Centre de Landover, en Maryland, contra Muhammad Ali cuando Muhammad Ali ya solo peleaba para alimentar su ego y a su corte de gorrones pero era, inevitablemente, Muhammad Ali. Evangelista tenía veintidós años y no le conocía nadie fuera de los reñideros españoles, en los que había peleado contra Urtain en mayo del 76 y contra otros quince pugilistas de cuarta. Alfredo Evangelista, oriental montevideano del barrio de la Villa Española, paisano del Negro Varela, nació el 3 de diciembre de 1954 en un ranchito de techo de lata que más que atenuar la solana la multiplicaba por tres y ponía a sudar a la prole, que entre hijos y carnales estiraba lo de los veinte guachos que tenían a todas horas ganas de comer. Lo que no se multiplicaba era el pan, que entraba poco, y Alfredito, por ser el mayor de la recua, se lo tuvo que ganar desde bien pibe acarreando sacos a los albañiles. Su padre, que se llamaba Vicente, estaba lisiado desde niño y no podía doblar la raspa, pero tuvo el sueño del box, que le estaba vedado por tullido y se tuvo que limitar a mirarlo en los gimnasios y a inculcárselo a su hijo, al que enseñó a fintear con los puños envueltos en toallas sobre el ring de un colchón viejo. Con el tiempo se inició en los circuitos amateur y con veinte años ganó el campeonato sudamericano de los semipesados no profesionales, emigró a la Argentina, trabajó en los docks del puerto de Buenos Aires estibando la lana y ofició de sparring del campeón Víctor Galíndez, el Leopardo de Morón.
El aspirante
A Evangelista le intuyó el futuro el campeón cubano Kid Tunero y se lo trajo a España, donde Urtain estaba en la cuesta abajo. Evangelista se nacionalizó español y derrotó a pesos pesados que habían tenido días mejores; a Vepi Ros, a Neville Meade, que le rompió dos dientes, y a Willy de la Cruz. Por aquí pasó por cholo buenito, por indiecito grandón que decía que le gustaba ver por la tele el “Un, dos, tres” y las películas de Lina Morgan. Le preguntaron qué clase de literatura prefería y contestó: la instructiva. Sin embargo había que llevarle al gimnasio a rastras y tiraba a fondón, le gustaba poco combear la soga y sudarle a la sombra y cuando descuidó la forma fue derrotado en Bilbao por Lorenzo Zanon, un italiano de segunda clase. En 1977, Muhammad Ali tenía treinta y cinco años y disputaba peleas inofensivas. Ya no le salía tan rápido su verbo bufón ni su esgrima. Un año antes se había estrenado la película “Rocky”, que es como un vídeo de Jane Fonda de abdominales en el que al final hay una pelea. Uno tenía que tomarse un suplemento de glucosa después de verla. En la película, el campeón indiscutible le daba una oportunidad a un muerto de hambre en un combate publicitario que casi le salía al revés. El mentor de Ali, Don King, le brindó a Evangelista su jornada mítica, pero Kid Tunero no lo vio claro. Evangelista sí; pensó que si ganaba lo ganaba todo y si perdía, no perdía nada. Era lo mismo que rezar a Dios: si Dios existe se gana todo, y si no existe no se ha perdido nada. Evangelista se apartó de Tunero por precavido y se hizo pupilo del promotor José Luis Martín Berrocal. El combate se celebró en Maryland, pactado a quince asaltos, la prensa norteamericana llamó gordito a Evangelista y Ali cumplió con su número y quiso pegar al uruguayo en el pesaje. Evangelista no contestaba a los insultos porque. como no sabía inglés, no los entendía. En contra del pronóstico de Tunero, Evangelista aguantó los quince asaltos de una pieza, y en el capítulo duodécimo acorraló al campeón contra las cuerdas y le administró una serie de manos. Cada uno tiene su día y Evangelista se ha pasado la vida diciendo que pudo tumbarle en aquel asalto, pero nadie le reprochó no haberlo hecho y su nombre fue predicado en los mentideros. Después fue dos veces campeón de Europa y peleó contra Leon Spinks y contra Larry Holmes, con el que perdió por K.O. en el Palacio del César de Las Vegas (Evangelista dijo que se tiró porque andaba flojo por una otitis que pescó en un jakuzzi).
La naturaleza le obligó a retirarse en 1988, después de pelear contra Arthur Wright, un boxeador de Brooklyn de palmarés vergonzoso. Miró su cartera y no encontró los buenos tiempos. Riñó con Martín Berrocal, que había hecho las cuentas con llevadas. Se ganó la vida echando a los borrachos de una sala de fiestas y le buscaron la madre curdas valientes de copas. Intentó mantenerse sereno, pero al macho que le dio la cara a Muhammad Ali se le puso cuesta arriba el chuleo de los bravos del sábado y les contestó. Se encontró con la ley. En 1995 le condenaron a ocho años de trullo cuando le pescaron menudeando con 14 gramos de cocaína en el pub El Lugar, en Vallecas, en el que oficiaba de apaciguante. El boxeo volvió a oler a canalla, cuando de canallas es el chalaneo de mulas, el negocio de la banca y el chulerío de putas. La sección XVI de la Audiencia Nacional apreció en Evangelista un bajo nivel de inteligencia que junto a los “abundantes traumatismos recibidos en su actividad como boxeador” le convertían en una persona manejable. Como si a los demás no nos zurrase la vida. Evangelista salió de la cárcel de Carabanchel en 2000, por buen comportamiento. En la reja entrenó en el patio, trabajó de pintor y puede que leyese libros instructivos. No se mezcló en pleitos y hoy está de pie, como en Maryland, atiende un restaurante en Calafell y sueña con el asalto duodécimo en el que pudo ganar el mundo.
MARTÍN OLMOS