MARTÍN OLMOS MEDINA

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El diablo repugnante de GG Allin

In Los raros on 31 de agosto de 2014 at 13:06

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Hasta Dee Dee Ramone le consideraba una mala compañía

“GG Allin es un artista con un mensaje para una sociedad enferma”
JOHN WAYNE GACY. Asesino en serie.

Al rock and roll, yeah, le adorna un mazo la insurrección y todo eso de vivir en la carretera y tal, y diñarla joven y mear en la moqueta de los hoteles, pero como que ya no se cree uno tanta insurgencia para que luego ande cagándose en la manta y exigiendo agua Evian de los manantiales de los Alpes y humidificadores de ozono. El rock and roll, yeah, se viste de anarquía molona y se niega la corbata, como los rojos de tres pesetas, y le saca el rendimiento al cultivo de la trasgresión de invernadero para que no le confundan con Mocedades. Los roqueros se construyen una propaganda de nómadas (Slash: “No tengo un hogar. No tengo un lugar donde almacenar mi mierda”), de borrachuzos (Alice Cooper: “Empecé a beber en 1979 y terminé en 1985, fue un trago muy largo”) y de amotinados (Jim Morrison: “Me interesa cualquier cosa que tenga que ver con las revueltas, el desorden y el caos”) que se la venden muy bien a los chavales de secundaria para que luego les compren camisetas con el dinero de sus viejos, que escuchan a Machín. La vía canalla es una salida de los pimpollos de la Disney para cuando se ponen mazorrales y no pueden seguir cantando pasteles: unos se quedan a verlas venir hasta que les sacan en un programa de viejas glorias enseñando el cartón y otros, que son más vivos, empiezan una carrera de rebeldes porque el mundo les ha hecho así y sacan cuernitos y mean en equilibrio a la salida de los Grammy para ver si hay suerte y les detienen los pasmas como al Kurt Cobain, qué pasada. Les quedan las cuarteladas un poquito impostadas, como de repetidor de octavo que fuma en el retrete, pero las van estirando hasta que pasan a la tercera fase, en la que dicen: buah, colega, pasé una temporada al borde del abismo. Luego se hacen ultracatólicos y dicen que Dios les salvó, aleluya, o acaban amenizando las cenas en el crucero del amor del capitán Stubing. Lo malo de la juventud es que no dura siempre. Lo malo de las revoluciones (también de las artísticas) es que se las acaba apuntando el ministerio; pasó con el jazz, con los prerrafaelistas y con el voto femenino. Frank Sinatra dijo en 1957 que el rock and roll era una farsa tocada por unos cretinos mentecatos, pero tres años después le pagó 125.000 dólares a Elvis Presley para que apareciera seis minutos en uno de sus programas de televisión.

Al rock and roll, yeah, le adorna mucho la autodestrucción, lo que pasa es que Mick Jagger ha cumplido setenta y uno. Los punkis de los setenta adoptaron el nihilismo del no hay futuro y el lema “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, que en realidad es una frase de la película “Llamad a cualquier puerta”, dirigida por Nicholas Ray en 1949 con Humphrey Bogart y John Derek (con lo que seguramente fue una ocurrencia de los guionistas John Monks y Daniel Taradash). El punk mezcló las insignias nazis con las botas de quinto y las cremalleras y la rúbrica salvaje se la puso Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols, que recién salió del trullo por haber asesinado a su novia, la diñó de una sobredosis de heroína que le inyectó su propia madre. Los punkis de los ochenta se dividieron entre los que siguieron en la brecha montando follón, los que pretendieron arrimarse al ministerio para pedir agua Evian y humidificadores de ozono y el increíble hombre-pocilga GG Allin, el cerdo indecente de los conciertos de garaje. GG Allin fue un producto de la Biblia y las garrapatas, del travestismo, la bipolaridad y la adicción al laxante, al whisky Jim Bean, a las camorras, a la coprofagia, a la corriente nudista y al masoquismo. GG Allin grabó profusamente pero sin calidad y en sus conciertos en directo (que no solía finalizar porque los interrumpía la pasma o el hospital) ofrecía en comunión su carne, su sangre y sus fluidos a sus acólitos, porque consideraba que su cuerpo era el templo del rock an roll.

Sangre y heces
GG ALLINAllin nació en 1956 en Lancaster, en el estado de New Hampshire, creció en una cabaña de madera sin electricidad ni agua corriente y a los doce años las garrapatas le infectaron de borreliosis. Su padre, Colby Allin, estaba como una cabra y le puso de nombre Jesucristo porque había tenido la visión de que su hijo iba a ser el Mesías. Colby Allin interpretaba la Biblia con dramatismo y preparó un pacto de suicidio con su familia, por lo que cavó cuatro tumbas en el sótano de la cabaña, pero su mujer, Arleta Gunther, cogió a sus dos hijos y puso pies en polvorosa. Arleta le cambió el nombre al pequeño Jesucristo para que no se riesen de él en la escuela y le puso el de Kevin Michael, pero siempre le llamaron GG. GG Allin no encajó en el instituto, quizá por su costumbre de ir a clase vestido de mujer, pero se graduó milagrosamente en 1975 en la Escuela Secundaría de Concord y montó la banda “Negligencia” con su hermano mayor Merle, que le introdujo en el mundo de la droga metiéndole ácido en un donut. Merle y GG Allin fundaron varias bandas hasta llegar a los Murder Junkies en 1990, en la que enrolaron al batería Dino Sex, un melenudo que tocaba desnudo, creía que era inmortal y había pasado una temporada en el trullo por enseñarle el pijo a una niña. GG Allin encontró su voz cantando las mismas mierdas nihilistas de siempre (“Fui un feto infectado, hijo de puta, estoy sobre un puente que se quema”) y montando cristos en sus conciertos en directo en pocilgas ínfimas. Salía al escenario trompa y desnudo, después de haberse bebido una botella de Jim Bean y otra de laxante. Se ponía a cantar, se cagaba, se comía sus propias heces y se daba de hostias con el público. Una vez se rompió seis dientes pegándose él mismo con el micrófono y en un concierto en Texas le partieron el brazo quince seguidores a patada limpia. En otra ocasión se cayó por las escaleras antes de cantar la primera canción y el público le rompió botellas de cerveza en la cabeza. Generalmente le arrestaban a la mitad del concierto y se hizo íntimo amigo de John Wayne Gacy, alias el Payaso Pogo, un asesino en serie que mató a treinta chaperos entre 1975 y 1978. En un experimento contracultural le invitaron a dar una charla en la Universidad de Nueva York que consistió en aparecer en pelotas en el estrado y meterse un plátano por el culo: cinco minutos después le echaron a patadas los de seguridad. Dee Dee Ramone estuvo una semana escasa en su banda, pero la dejó cuando GG le mezcló en una bronca tirando botellas de cerveza a unas putas desde una furgoneta en marcha.

Inevitablemente le entrullaron durante dos años por violar a una chica en Michigan y cuando salió se saltó la libertad condicional yéndose de gira y rodando el documental “Hated: GG Allin and the Murder Junkies”, dirigido por Todd Phillips. El 28 de junio de 1993, cuando iba a cumplir treinta y siete años,  dio su último concierto en una estación de gasolina abandonada en Nueva York. Se puso hasta arriba de coca y se cargó el equipo de sonido pegándose hostias con el micrófono. Pegó a alguien del público, se cagó encima y salpicó de mierda a la concurrencia. Le tiraron botellas de cerveza y se armaron peleas. GG Allin abandonó el escenario, salió a la calle sangrando y detuvo un autobús a botellazos. Llegó la pasma. Allin pescó un taxi en el que subió en pelotas y se largó a un hotel. De madrugada se fue a una fiesta, le pegó al Jim Bean, a la birra y a la coca y se murió vestido con una chupa, una minifalda y un casco nazi. Sus compadres de festejo pensaron que estaba roncando y se hicieron fotos con él. Cuando la poli llegó a la mañana siguiente dijo: ¿qué clase de imbécil se hace fotos con un cadáver?

Merle Allin prohibió al forense lavar el cadáver y velaron a GG con olor a mierda, hinchado y vestido con su chupa negra y unos calzoncillos marcadores sobre los que habían escrito: cómeme. Se los bajaron y le movieron el pajarito para ver si arbolaba y después le metieron en el ataúd bolsitas de coca, un micrófono, dos botellas de Jim Bean, unas bragas y un walkman en el que sonaba su disco “Suicide Sessions”.

MARTÍN OLMOS

Sangre y entrañas a todo color

In Los chicos de la prensa on 23 de agosto de 2014 at 19:59

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOSLa reportera Christine Chubbuck se voló la cabeza en directo durante un programa de televisión matinal

 

“Odio la televisión. La odio como a los cacahuetes. Pero no puedo dejar de comer cacahuetes”
ORSON WELLES

György Faludy, húngaro, poeta, preso de Stalin y traductor de Villon, dijo que la mayoría de las cadenas de televisión norteamericanas reproducen en una noche lo que un romano habría visto en el Coliseo durante todo el reinado de Nerón. Christine Chubbuck estaba pasando una mala racha. Iba para vestir santos y le habían extirpado el ovario derecho. Los médicos le dijeron: Christine, no podrás ser mamá. Christine Chubbuck: una mezcla de Pocahontas y de morena de Julio Romero de Torres. Treinta años y virgen; había tenido dos citas en toda su vida. Los tíos no le cumplían las expectativas. Christine Chubbuck: visitaba a un loquero, tomaba píldoras para combatir la depre. Se intentó suicidar en 1970 intoxicándose con medicamentos: perdió la conciencia, se le colapsó el sistema nervioso, sobrevivió. Le gustaba hablar del intento. Amaba a su madre Peg. Amaba a su hermano mayor Tim. Amaba a su hermano menor Greg. Amaba a los niños con enfermedades mentales  del Hospital Sarasota Memorial y les montaba espectáculos de títeres que ella misma construía. Pinochos para los niños locos. Vivía en la casa familiar de Cayo Siesta, en Florida. Trabajaba de reportera en la cadena de televisión WXLT, en el canal cuarenta. Presentaba un programa matinal de interés local. Quería ser la voz de los borrachos, de los solitarios y de los yonquis. Fue la voz de los árboles del distrito de Bradenton-Sarasota. Le estaban a punto de dar un premio de reconocimiento forestal y estaba a punto de volarse la sesera. A veces sacaba los títeres en el programa. Los llevaba en una bolsa de punto que acomodaba en su regazo. Pinochos para la audiencia. Christine Chubbuck creía que la televisión era un medio. Ernie Kovaks, actor, cómico, parásito de Jerry Lewis e insumiso fiscal, dijo que la televisión es un medio porque ni está cruda ni tampoco bien hecha.

Pausa para la publicidad
En 1911, Jack London escribió el cuento “Semper Idem”, en el que un hombre en un asilo se corta el cuello de oreja a oreja con una navaja de afeitar. Ejecuta la operación de pie, con la cabeza inclinada hacia delante para poder contemplar la fotografía de una mujer que tiene apoyada en el cabo de una vela. Se corta la tráquea y la yugular, pero el servicio de ambulancias municipal actúa con presteza y llega vivo al hospital, donde el doctor Bricknell, milagrosamente, le remienda y le devuelve a la vida.

CHRISTINE CHUBBUCKChristine Chubbuck en 1974: guapa, morena y triste, manejaba los títeres. Refractaria a los halagos. Le incomodaban los abrazos. Se sentía mejor con las marionetas. Le hablaba a mamá de cuando se zampó las pastillas. Visitaba a un loquero. Mamá no le dijo a la gerencia del canal cuarenta las tendencias suicidas de su hija: a nadie le gustan los depres. Echan a perder las fiestas. Crean un mal rollo que te cagas. Les acaban despidiendo porque son un coñazo. Según los expertos, en los Estados Unidos un programa de televisión necesita una audiencia  mínima de doce millones de espectadores para que sea económicamente viable. El dueño de la cadena WXLT, Robert Nelson, pidió a sus redactores que se concentrasen en las historias policiales de “sangre y entrañas”. Christine Chubbuck se enamoró de su compañero George Peter Ryan y le hizo un pastel de cumpleaños. George Peter Ryan tenía un romance con la reportera de deportes. Las reporteras de deportes son las plusmarquistas del morbo, colega. Tienen acceso al vestuario de los futbolistas. Trabajan en un ambiente de testosterona y de olor a pinreles. Los hombres respondemos a unos estímulos fetichistas básicos: una tía subida en una Harley, una maestra de primaria que suelta tacos, una reportera de deportes tuteando a machotes en toallitas. Christine Chubbuck jugaba con títeres. Jugaba en la segunda división. Estaba pasando una mala racha. Le gustaba echarse por tierra. Le propuso a su director hacer un reportaje de investigación sobre el suicidio. Le dieron vía. Era buena en su trabajo. Era concienzuda.

Otra pausa, enseguida volvemos
En el cuento de Jack London, el hombre que se cortó el cuello se repone pero no dice una palabra. El doctor Bricknell le da el alta y le pone una mano en el hombro. Después le dice que la mejor manera de decapitarse con rapidez y limpieza es mantener la barbilla en alto, con la cabeza hacia atrás y el cuello en tensión.

Christine Chubbuck era buena en su trabajo. Era concienzuda, Preparó el reportaje sobre el suicidio con minuciosidad. Se entrevistó con un oficial del departamento del sheriff y le preguntó por métodos de suicidio. El oficial le dijo que la gente creía que la mejor manera de volarse la sesera era disparándose en la sien, pero que era mucho más efectivo, limpio y rápido pegarse un tiro en la parte posterior de la cabeza, detrás de la oreja, con una bala con la punta perforada del calibre 38. Balas con la punta perforada: las llamaban “frenahombres” en la Primera Guerra Mundial porque tumbaban a un boche de buen tamaño a la primera en los combates a corta distancia de las trincheras. Una semana antes del 15 de julio de 1974, Christine Chubbuck, guapa, morena y triste, le dijo a su compañero Robert Smith, editor del informativo nocturno, que se había comprado una pipa y le estaba dando vueltas a volarse la cabeza en directo riguroso. El dueño de la cadena WXLT, Robert Nelson, quería historias de “sangre y entrañas”. Christine Chubbuck estaba pasando una mala racha. Guardó en su bolsa de punto los pinochos de los niños locos, un cacharrón negro del 38 y ninguna esperanza. Otto Preminger, dos veces nominado a los Oscar,  no comprendía por qué en la televisión se excusan las interrupciones pero nunca la programación normal.

Excusen la interrupción
El doctor Bricknell del cuento de Jack London termina su jornada poniéndole en su sitio la clavícula a un trapero y, justo antes de largarse a casa, le anuncian el regreso del hombre del cuello cortado con los deberes hechos. Se ha rebanado el pescuezo siguiendo sus pautas incontestables, con la barbilla alta, el cuello en tensión y la cabeza echada hacia atrás y se muere sin remedio.

El 15 de julio de 1974 Christine Chubbuck llegó al canal 40 a las nueve de la mañana en su Volkswagen amarillo con un vestido blanco y negro. Su programa empezaba en media hora. Estaba bronceada. Iba a entrevistar a un tío del departamento forestal, pero la escaleta se cayó porque la noche anterior unos imbéciles se habían pegado de balazos en el restaurante Beef and Bootle, cerca del aeropuerto de Sarasota. Había imágenes. Sangre y entrañas. Hubo un problema técnico y no pudieron emitirse. Christine Chubbuck rindió ocho minutos de programa y después improvisó. Dijo: «Siguiendo  la política del Canal 40 de brindarles lo último en sangre y entrañas a todo color, están a punto de ver una primicia: un intento de suicidio».  Sacó el revólver del 38 y se disparó una bala perforada detrás de la oreja derecha, evitando la sien. El revólver voló de su mano y su pelo negro se movió y su cabeza se derrumbó hacia delante. Un cámara pensó que era una broma. Algunos espectadores llamaron a Emergencias. El regidor ordenó un fundido en negro. Llevaron a Christine al Hospital Sarasota Memorial y certificaron su muerte quince horas después. No hubo títeres para los niños locos. Suspendieron su programa y lo cambiaron por una serie de un chaval  que se hacía amigo de un oso pardo.

En la tele sale un skin zurrando a un chino en el metro y las domingas de Sabrina y unos oligofrénicos follando encerrados en una casa y diciendo: qué fuerte, tía, es todo tan intenso. En junio de 2011 la BBC echó un reportaje en el que se veía al millonario Peter Smedley suicidándose con un cóctel de barbitúricos, pero no enganchó audiencia. Días después del asesinato de Kennedy, el New York Times dijo que fue a causa de la violencia televisiva, pero a Kennedy no le disparó una tele. Christine Chubbuck hizo Nuevo Periodismo y que se joda Hunter S. Thompson y sus reportajes gonzos en los que fumaba porros y hacía el chorra con los Ángeles del Infierno. Federico Fellini, italiano de Rimini, neorrealista, director melancólico y cultor de las tetas grandes, dijo: “Condenar la televisión sería tan ridículo como excomulgar la electricidad o la teoría de la gravedad”.

MARTÍN OLMOS

Riña de café con resultado de mutilación

In Con buena letra on 9 de agosto de 2014 at 10:41

…o cómo Valle-Inclán perdió el brazo izquierdo de un bastonazo

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Al llegar a Madrid, en el otoño de 1899, volví a reunirme con la gente literaria. Los tipos de las reuniones eran los mismos. Allí estaba Valle-Inclán, a quien ahora le faltaba el brazo”
PÍO BAROJA

Umbral le heredó el dandismo a Valle-Inclán y el estado de ánimo que dicen los franceses “vivir en escritor”. Valle hizo un dandi de capa, bohemia e intemperie, y de botines blancos de piqué que acababan la jornada, sin embargo, impecables después de pisar “la arena vieja, meada y numerosa de las plazas sin luz” (Umbral). Antes que su obra, Valle se hizo una biografía de heráldicas falsas y de cigarrillos egipcios; de barbas de chivo que se peinaba con las manos, de heroicidad económica, de riñas de ateneo y de carlismo estético (que le aprovechó la derecha), cuando el que le quitó el hambre fue Azaña, que le arregló un cargo de director del Instituto de España en Roma para que comiese caliente (“es un puesto sin problemas, bueno para Ramón, pero los problemas ya se los creará él”, escribió Azaña en su diario). Valle-Inclán no se subió jamás a un metro, consideraba que cecear era elegante y una vez le fue a desafiar al rey Alfonso XIII al Palacio Real llamándole austriaco y usurpador. Otra vez, le pegó una patada en el culo a la primera actriz del teatro de Lara, en Malasaña, que le decían la Bombonera de San Pablo. Valle-Inclán se construyó la biografía en estado de simulacro y según su conveniencia y se inventó hasta su nombre, que era, en realidad, Ramón Valle y Peña. La vida se la acabó escribiendo Ramón Gómez de la Serna apuntándole un duelo con un cacique indio en el Méjico inolvidable y la doma de un caimán, al que rindió metiéndole los pulgares en los ojos.

Valle fue bravío, pero no le acompañó el cuero, que apenas le abrigaba la raspa porque no engordaba de hambre duradera y de observar un régimen vegetariano que solo se saltaba cuando comía carne  de toro, pero en una ocasión acometió a bastonazos a una cuadrilla de mozos convenientemente comidos partidarios del dictador Primo de Rivera. Y en otra, se pegó un tiro en su propio pie cuando cabalgaba las minas de Almadén con Ricardo Baroja buscando un yacimiento de plata. Umbral le intuyó a Valle la víspera del marketing moderno, el lanzamiento del personaje antes que el de la obra. Umbral más tarde lanzó su personaje de dandi de la Movida y se vistió de melenas, de pañuelo de Jean-Paul Gaultier y de verbo abismal, “nublando su pasado” e inventándose que fue bautizado en la misma pila que Larra. Como Valle, también se inventó su nombre (que era Francisco Pérez Martínez), y sufrió la mutilación: Valle perdió un brazo y Umbral fue manco de hijo, del niño Pincho que murió de leucemia con seis años.

Opiniones sobre un duelo
Valle-Inclán dejó Galicia para robarle Madrid a Pérez Galdós y se lo disputó en los cafés, paseando la capa y trasnochando. Valle se caminaba por las tardes la ronda de las tertulias, en las que se pedía un café con leche, decía poesías de Espronceda y reñía. En el Café de la Montaña de la Puerta del Sol perdió el brazo izquierdo por faltón y por dandi. Por faltón porque le dijo majadero al periodista Manuel Bueno Bengoechea y le quiso dar un botellazo en la molondra y por dandi porque gastaba gemelos de botón. El Café de la Montaña lo frecuentó el torero Frascuelo y tenía mesas de billar francés y quince puertas de salida, por lo que le decían el Café Pulmonía. En la tarde del 24 de julio de 1899 sostuvieron tertulia los habituales a cuenta de un duelo que debían solventar el dibujante portugués Tomás Julio Leal da Câmara y una crisálida de poeta que se apellidaba López del Castillo, señorito granadino al que llamaban “Le poisson du Chateau” y era protegido de Jacinto Benavente. Parece ser que unos días antes los dos hombres riñeron una discusión de patrias en un chigre de Recoletos, bien mamados de pitarra. López del Castillo dijo que los portugueses eran cagones y que su país se podía invadir en una tarde con un regimiento de tambores y Leal da Câmara le ofreció partirle la cara. Manuel Bueno Bengoechea, periodista bohemio, derechón y de Bilbao (que nació en Pau porque le salió de los cojones), se prestó de padrino del granadino y Leal da Câmara se apresuró a tomar clases de esgrima de un capitán cubano porque en su vida había muñequeado un florete.

En la tertulia del Café de la Montaña del 24 de julio se sentaron seguro el dibujante Francisco Sancha Lengo, malagueño y colaborador del “Blanco y Negro”, el historiador taurino Tomás Orts Ramos, el futuro editor José Ruiz Castillo y el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, del que se sospechaba que le escribía las obras su mujer, María de la O Lejárraga. Valle llegó el penúltimo desde su cuarto pobre de la calle de San Bernardo (en el que tenía un clavo por perchero y un cajón de mesa de noche), ordenó un café con leche y disertó con erudición sobre los antiguos códigos del duelo acotados por Diego de Valera sosteniendo que Leal da Câmara no podía batirse por ser menor de edad.  El último en comparecer fue Manuel Bueno Bengoechea, que defendió la necesidad de que se celebrase el quite y Valle se acaloró y le llamó majadero. Bueno movió el bastón y Valle le atacó con una botella de agua que sostuvo por el cuello. Salpicó a la concurrencia pero marró el golpe que le dirigió a la cabeza. Bueno le dio un bastonazo en la cresta que le desgarró el cuero cabelludo y otro en la muñeca izquierda que le astilló el hueso y le clavó un gemelo en la carne. Valle sangró en abundancia y los bacantes apaciguaron la tángana y Tomás Orts pasó la gorra, no para recoger el rendimiento del espectáculo (que probablemente mereció el gasto), sino para recaudar unos duros para pagarle al gallego el dispensario. A Valle le pusieron en la muñeca una tirita de tafetán en la casa de socorro de la calle Concepción Gerónima y a la mañana siguiente amaneció con el brazo negro e hinchado como un odre de vino. La herida se le infectó extensamente y principió la gangrena y veinte días después el doctor Manuel Barragán, más tarde célebre urólogo, le tuvo que amputar el brazo en la Casa de Salud Santa Teresa del siete del Paseo de la Castellana. Valle afirmó que se lo cortaron sin anestesia mientras se fumaba un cigarro habano y que pidió que le afeitasen la parte izquierda de la barba para seguir la operación, pero don Jacinto Benavente contó que rindió el trance dormido y cuando despertó le dijo: “Me duele este brazo”. Benavente le contestó: “Ese ya no, Ramón”.

Valle hizo un manco distinguido y trolero y adornó el muñón con historias disparatadas: dijo que perdió el brazo porque se lo comió un león, por una pelea a navajazos con un indio mejicano y porque quería estrecharle la mano al escritor Barbey d´Aurevilly en París, y al no tener posibles para el viaje, le envió el brazo por correo. Dijo que se le perdió entre las barbas. Se acabó midiendo, por manco, con Cervantes y Jacinto Benavente le tuvo que recordar que la riña en el café no fue Lepanto. A Manuel Bueno le acabó estrechando la mano que le quedaba y le dijo que no se preocupase, que aún guardaba el brazo de escribir. A Manuel Bueno Bengoechea, que era de Bilbao y nació en Pau porque le salió de los cojones, le mataron los milicianos en Montjuich en agosto de 1936 por derechón y antiguo diputado conservador. Gastaba, decían, bastón de estoque, que era más pesado que uno de madroño por esconder el ánima de acero y era arma prohibida. Valle murió siete meses antes de un cáncer de vejiga cuyo tormento combatió fumando cáñamo en una pipa de kif. Le enterraron el día de Reyes de 1936 en el cementerio de Boisaca, en Santiago de Compostela, con una ceremonia civil en la que había dicho que no quería “ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo”. A los falangistas les molestó el anticlericalismo del sepelio, en el que un joven arrancó el crucifijo que adornaba la tapa del ataúd, y un dirigente al que decían Víctor el Alemán organizó el enterramiento de un perro al lado de la tumba del escritor y paseó al animal muerto sobre una tabla por las calles de Santiago.

MARTÍN OLMOS

El destripador de Vitoria

In Destripadores y sacamantecas, El cañí on 2 de agosto de 2014 at 0:15

El Zurrumbón era macho difícil de colmar y se apañaba en las veredas

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“La maldad física se pretende asociar a la maldad moral”
JULIO CARO BAROJA

Los niños exhiben con su inconsciente atrevimiento una sinceridad descarnada que  sus papás  celebran con regocijo y al prójimo que la sufre le sienta como una coz en el vientre y se ríen de los cojos y de los calvos, de los más feos que Picio y de las señoras gordas. A los niños hay que podarles las ocurrencias desde meones y no aplaudirles el chiste para que comprendan que la franqueza sin tamiz no es una virtud cristiana, por mucho que lo parezca, y que la educación y las mentiras, piadosas o no, se inventaron para algo. La hija de un labriego de Alegría, a trece kilómetros de Vitoria, decía al paisanaje que su padre había contratado de gañán para la tarea de la huerta al tío más feo del mundo. El hombre se llamaba Juan Díaz de Garayo y Ruiz de Argandoña, había nacido en 1821 cerca del dolmen de las brujas de Eguílaz y era horrible hasta para el circo de la mujer barbuda, alto como un campanario, bracilargo, ojijunto y con la cabeza tan difícil que había que hacerle la boina con ángulos rectos y aún así no le calzaba porque tenía hundido el occipital y un bulto en el parietal derecho. De remate era analfabeto, mordía con la irregularidad de los que han ido perdiendo el nácar  y olía mal. El alguacil del Ayuntamiento de Vitoria Pío Fernández de Pinedo andaba buscando a un feo del que sospechaba que había apuñalado a María Dolores Cortázar en las carboneras de Ordumbre, a treinta kilómetros de la ciudad por el camino de Amurrio. La muchacha lucía el relieve espontáneo, la promesa del tacto del melocotón y el rubor a punto y el feo se la encontró en la vereda, la puso en charlas de viajero, que suelen estar plagadas de mentiras, y la JUAN DÍAZ DE GARAYOconvidó a almorzar en la venta de El Grillo, donde ofrecían intermedio de judías a los caminantes. Al postre el feo se puso cortejón y como andaba escaso de gracias le ofreció un real de plata por yacerla en un atajo de la senda y que rindiesen ambos el viaje con el relajo cumplido pero la muchacha fingió un novio quinto que la esperaba y se acordó que llevaba prisa. La asimetría del par proporcionó a la parroquia del Grillo hablilla para el naipe, la moza bella y  en recelo y el hombre alimañado, hecho, de prisa y corriendo, por un dios que se levantó con un mal día. El feo alcanzó a la chica más tarde en el camino y como no la pudo tener por la moneda la tomó por el puñal, la acuchilló quince veces y la cubrió mientras agonizaba, como un animal de la selva, sobre un lecho de acebos y ortigas. Pero el feo no tenía colmo y a la mañana siguiente, el 8 de septiembre de 1879, el cuero le volvió a pedir desahogo y se echó a la carretera para satisfacerlo con el jamonero presillado al cinto, aún pringón de sangre sin secar. Manuela Audícana volvía de Vitoria, de poner puesto en la feria, camino de Nafarrete, tenía cincuenta años y llevaba en la cesta pan francés y atún en escabeche y envueltos en un paño de queso los duros de la ganancia. El feo la cruzó a la altura de Gamarra y le propuso lujuriar debajo de un árbol y como recibió el desaire la dejó inconsciente sofocándole con el delantal, la violó y la mató de cuatro cuchilladas. Después la abrió en canal con su machete montañero, le sacó las entrañas y un riñón y se comió el pan francés. El periódico “El Pensamiento Alavés” empezó a llamar al asesino el “Sacamantecas”, aunque técnicamente no lo era,  porque más bien se trataba de un violador de camino con final de cuchillo, como mucho un destripador, pero no un mercader de untos como lo fue Francisco Leona o los hermanos Carricedo, que vendían la grasa de sus víctimas como remedio para la tuberculosis o, se decía, para lubricar los cojinetes del ferrocarril. En las piedras de lavar las viejas hicieron lo suyo y sacaron cuento de que el criminal era el mismo diablo Belcebú con sus patas de chivo y el rabo.

El alguacil Pío Fernández  de Pinedo no se demoró en buscar a un demonio sino en abrir pesquisas en la venta del Grillo, de donde sacó en limpio que la joven María Dolores Cortázar había parado con un hombre alto, de boina azul y con pinta de estar más cerca de un cavernario a medio erguir que de un ser humano en condiciones de razonar. Los feos abundan, aunque descartase a los chaparros, pero oyó de uno que se llevaba el premio y que le hacía la labor a un aldeano de Alegría cuya hija pequeña le hacía el chiste de que parecía el Sacamantecas. El alguacil le identificó como Juan Díaz de Garayo, que le decían el “Zurrumbón”,  agrario de Eguílaz con casa en Vitoria, tres veces viudo y con mancha en la ley porque había estado tres meses en la cadena por agredir a la dueña de un molino. El Zurrumbón tenía un historial de  grescas con fulanas a las que solía escatimar el salario y hacía poco que había tenido que callar con veinte pesetas a una mendiga vieja a la que desordenó las enaguas. Fernández de Pinedo le echó el guante en Vitoria, cuando iba a su casa para recoger un hato de ropa, y Garayo aflojó en el repaso y dijo que el Diablo se le aparecía a los pies de su cama y por eso se echaba al camino a matar. Una vez comido y bebido, Juan Díaz de Garayo solo vivía para satisfacer sus necesidades de macho, para las que siempre tenía ganas y vigor para cumplirlas. Con su primera mujer todo fue bien porque le concedía alivio diario pero cuando murió, es de suponer que de agotamiento, no encontró pareja adecuada y el resto de sus esposas le salieron zánganas, con lo que tuvo que buscarse los jolgorios fuera de casa. Desde 1870, con cincuenta años cumplidos, empezó a acechar las veredas y asesinó a tres prostitutas –la Riojana, la Morena y la Valdegoviesa-, a una chiquilla que repartía por los portales las cantinillas de leche, a la muchacha del Grillo y a la ferianta de Nafarrete, a la que también robó media libra de atún escabechado y un panecillo francés. De Alicante llegó el doctor José María Esquerdo, seguidor de la doctrina alienista de Philippe Pinel, para medirle las protuberancias de la cocorota y la extremada longitud de sus brazos pero un equipo de once médicos vitorianos concluyeron que Garayo era imbécil, pero no tanto como para tener la conciencia inhibida y que los asesinatos posteriores a las violaciones respondían al deseo de no dejar las lenguas desatadas. El diablo al pie de su cama no tuvo nada que ver. A Garayo le dieron garrote en el Polvorín Viejo de Vitoria el 11 de mayo de 1881. Pío Baroja se equivocó y escribió que ofició el verdugo Gregorio Mayoral, pero el trance lo ejecutó el maestro Lorenzo Huertas, que cobró 700 pesetas.

MARTÍN OLMOS