MARTÍN OLMOS MEDINA

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El corsario sin fortuna

In Fuera de carta on 30 de diciembre de 2012 at 18:47

Hace 100 años que Emilio Salgari se suicidó con una navaja barbera. A pesar de lo que mantienen las entradas de algunas enciclopedias nunca navegó por los mares del sur y vivió sorteando la miseria

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“¿Cuánto tiempo ha pasado desde que jugaba a los piratas malayos!”
CESARE PAVESE

“Salgari tuvo talento para carecer de él, lo que no es tan fácil como parece”.
FERNANDO SAVATER

“Cuando yo era chico, Julio Verne había sido desplazado en España por Salgari”.
JULIO CARO BAROJA

“Emilio Salgari no era malo. Lo que sucede es que yo no lo  merezco y no sé leerlo; releerlo.”
JUAN BAS

“Salgari no debe ser propuesto como ejemplo de bien escribir y debe, por tanto, dosificarse y alternarse con la lectura de los clásicos.”
UMBERTO ECO

“La relación de Italia con Malasia es extremadamente fantástica y procede de un tal Emilio Salgari.”
ANTHONY BURGESS

“En todas partes hay escritores a los que se elogia y escritores a los que se lee.”
RAMÓN J. SENDER

Hace cien años que a Emilio Salgari le mataron sus editores, que le dieron el hambre y la neurastenia, el frágil asidero de la botella para mantenerse en cordura y la obligación de acometer la pluma como si fuera el remo de la galera. De joven Salgari tenía hambre de mar del sur y bandera de calavera y de hombre tuvo el hambre sin metáforas, el hambre de pan y cama limpia, y prefirió agarrar en la mano a un pájaro, que era un gorrión raquítico, que emprender la caza de los cien que pasaban volando llevándose sus sueños de sal, de alfanjes fieros y de gloria. Salgari quiso ser marino pero no tenía el don de los números y quiso la mesa colmada pero le dieron el plato escuálido y a la prole sin saciar porque firmó, como si fuera con sangre, el contrato feroz de la miseria. Mejor le hubiera ido firmar uno con el diablo Belcebú y arriesgar el alma, pero lo hizo con el editor Antonio Donath, judío y Harpagón, que le ganó la vida.

Emilio Salgari nació en Verona en 1862 en una familia del Negrar-Valpolicella que comerciaba con telas y era ajena al mar y a las letras. En Verona nació el poeta Catulo y se amaron Romeo y Julieta sin la bendición de la familia. El niño Salgari fue chaval renacuajo y poco doncel que dibujaba bergantines en su cuaderno, miraba al mar y huía del pupitre para leer los folletines franceses de Dumas y Eugene Sue y las aventuras de Gustave Aimard, Mayne Reid y el Capitán Marryat. A los 16 años se trasladó a Venecia para estudiar náutica en el Instituto Regio de Paolo Sarpi pero suspendió geometría, navegación oral, astronomía y trigonometría y se quedó sin ceñir la gorra de capitán mercante. Estimó, sin embargo, que el mar era un estado de ánimo y no papel timbrado y a partir de entonces alardeó de patrón de cabotaje y de lobo de océano seco. Con el tiempo llegó a creerse su máscara y libró duelo a espada con el periodista Giuseppe Biasoli porque éste puso en duda sus galones capitanes.  Fue en 1885, Biasoli escribió en el semanario L´Adige que Salgari era marino de agua dulce y el escritor le desafió. Salgari también presumía de consumado esgrimista y de inventor de una estocada mortal. Se batieron a la sombra de la torre del campanario de la Basílica de San Zenón y Salgari hirió ligeramente al periodista, fue duelo a primera sangre para evitar la onerosa consecuencia administrativa  de uno a muerte, y tuvo que penar una semana de mazmorra que le pareció barata por lavar su honor. En realidad Salgari solo conoció el mar Adriático, que es de marea apacible, que navegó a bordo del “trabaccolo” Italia Una, una goleta de cabotaje con carga de carbón en la que sacó billete de turista para rendir viaje desde Venecia hasta Brindisi. Allí acabó su idilio con las sirenas y los siguientes mares se los tuvo que inventar.

ILUATRACION DE MARTÍN OLMOS

Salgari publicó sus primeros relatos de piratas de Java en el periódico L´Arena, en formato de folletín por entregas, cuando tenía veintiún años. Emprendió  noviazgo con Ida Peruzzi, morena rizada de orejas grandes, a la que escribía cartas mentirosas en las que le contaba que había nacido en una noche de tormenta y que había capeado tempestades en los océanos indomables. Ida Peruzzi era actriz de tercera, portadora de sífilis, alcohólica y ninfómana y a Salgari le gustaba disfrutarla vestida de reina mora.  Se casaron en 1892 y tuvieron prole numerosa a la que bautizaron con exotismo, a la hembra la pusieron Fátima, como la heroína de “La favorita del Mahdi”, y a los varones Nadir, Romero y Omar. Los chavales de nombres fabulosos comen igual que los que gastan designación prosaica y Salgari tuvo que afrontar el condumio de la camada, la mujer, la suegra y una asistenta y se obligó a noches de pluma y café negro. Era mal administrador y negociante penoso y firmó contrato con el editor Antonio Donath, logrero y estafador, que le ofreció la seguridad dudosa de un sueldo anual por los derechos de sus novelas pero le escatimó el porcentaje de las ventas. Su literatura fue la del apremio y se sostenía sobre un andamiaje de postal y sin embargo se convirtió en la más leída de Italia, daba igual que sus argumentos sucumbieran al embrollo, sus personajes monolíticos murieran dos veces en la misma trama y su estilo fuera folletín. En el prólogo del Fausto de Goethe el Poeta afirmaba que solo lo verdaderamente grande permanece sin perderse para la posteridad y el Bufón, más juicioso, le replicaba que si él se dedicase a la posteridad no habría nadie que hiciese reír a los contemporáneos. El reembolso en liras se lo apuntaba el editor Donath y Salgari se anotaba la gloria, que no es comestible ni arregla las trampas del colmado, y acabó, con el tiempo, con el chaleco sin botones y los niños sin propina.

ILUSTRACION MARTIN OLMOS

Durante toda su vida Salgari tuvo que escribir mucho para comer poco y el trabajo enfebrecido le pasó la factura y como la golfa del chiste, en vez de tener un cliente de un millón, tenía que aliviar a dos mil de a quinientos. En los últimos años sucumbió al alcoholismo del vino corriente y su mujer enloqueció de pobreza, también contribuyó la sífilis, y besaba a los soldados en las paradas y blasfemaba a gritos por la ventana. La Casa Real le nombró caballero y la reina Margarita de Saboya le escribió ponderando la labor docente de su obra pero en casa no había postre ni lumbre. Salgari, el capitán sin mar, se hacía llamar Almirante y calzaba alzas para disimular que era tapujo pero las cuentas le seguían sin cuadrar. En 1909 la reina mora Ida Peruzzi fue internada en un manicomio de caridad y Salgari intentó matarse clavándose una cimitarra pero solo se rasguñó el pecho. Todos somos un poco como él y añoramos barcos que nunca abordamos porque andábamos en fichar en el tajo que pone en la mesa el plato de hoy y el de mañana ya veremos, que está la cosa muy mal, nos subimos en alzas para parecer gallardos, dejamos los sueños sin cumplir y un día amanecemos pensando: así que vivir es esto. Una tarde, por hacernos la ilusión de que aún nos queda sangre forajida, contestamos mal al jefe o fumamos un pitillo corsario en el retrete del aeropuerto, como los sin ley, pero al cabo volvemos a remar en agua dulce y al piso con hipoteca, que mañana hay que madrugar.

EMILIO SALGARI

El 25 de abril de 1911 Salgari se metió una navaja barbera en el bolsillo y les dijo a sus hijos que no le esperasen a cenar. Vivía en Turín, esclavizado a su mesita coja de escribir por su nuevo editor, el señor Bemporad de Florencia, tenía 150 liras en una caja y un contrato que le obligaba a terminar una novela cada dos meses, tenía en la mano el final. Se dirigió paseando al Valle de San Martino y se rajó el estómago y el cuello. El Valle de San Martino es barrancoso y queda en el camino de Briançon, donde un día se levantó la fortaleza de Pignerol, donde estuvo preso el Hombre de la Máscara de Hierro sobre el que especuló Dumas. Salgari tenía 49 años. A él no le vinieron a salvar los mosqueteros. Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente, despojado de los ojos por los pájaros. A su funeral fue concurrencia escasa porque coincidió con la inauguración de la Exposición Universal. El editor Bemporad no le lloró luto y le resucitó contratando plumas mercenarias que continuaron sus sagas.

MARTÍN OLMOS

PUBLICADO EN EL CORREO ESPAÑOL EL 26 DE ABRIL DE 2011

El héroe sin estatua

In Hazañas bélicas on 27 de diciembre de 2012 at 23:47

Un hombre que jamás existió engañó a Hitler para facilitar la invasión de Sicilia

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Iba el cuerpo del buen Cid/ Con tal arte que admiró:/ Muy religado a la silla/ Encima de su trotón”
JUAN AROLAS.

Acaso Michael Glydwr tuvo alguna vez una   inquietud, pero en una vuelta del camino la vida se le torció, quién sabe si le rompieron el corazón o le fueron mal los negocios. Entonces le atrapó el diablo de la botella, preferiblemente de gin, y se echó a andar la carretera y a dormir bajo la luna, que se reía de su suerte de galés sin suerte. Un día –quizás se miró en un arroyo y vio a un vagabundo borracho-, se suicidó comiendo una ración de matarratas. Y sin embargo Michael Glydwr fue un héroe de Inglaterra. La patria es una madre que exige a sus hijos el sacrificio de la vida cuando se mezcla en una pelea. La patria cría héroes, generalmente a la fuerza, que son siempre hermosos y tienen en común que, antes de serlo, solían disfrutar de buena salud. Después, por lo general, acaban muertos y les ponen una estatua en cuya peana, donde mean los perros, no se considera necesario especificar, en una placa de bronce,  si alguien les preguntó su opinión. A Michael Glydwr no le preguntaron si quería ser un héroe y nadie se acordó de ponerle una estatua. Sin embargo  no derrochaba salud y cuando le reclutaron a la fuerza para la operación “Carne Picada” estaba más muerto que la misa en latín. Algunos hombres afrontan la tarea del héroe con zozobra, los valientes con coraje, casi todos con inquietud; Michael Glydwr la asumió con frialdad.

Juego de trileros
En la conferencia de Casablanca de enero de 1943, los aliados decidieron separar a Italia de la guerra. Winston Churchill, del que Hitler dijo que era un semiamericano, borrachín y judaico, pensó que el colapso de Italia produciría “un escalofrío de soledad en el pueblo alemán”. El Afrika Korps de Rommel estaba desmantelado pero las bases navales y los aeródromos de Sicilia cerraban el paso a cualquier convoy aliado que se dispusiera a dirigirse a Europa desde el litoral norteafricano. Desembarcar en Sicilia significaría garantizar las líneas de comunicación en el Mediterráneo y reduciría la presión alemana sobre el frente ruso al obligar a las fuerzas del eje a retirar de los Balcanes sus veinticinco divisiones para utilizarlas en la defensa contra un ataque por el sur.  Hitler sospechaba que la ofensiva aliada llegaría a  través de España y Portugal o de Grecia, pero Mussolini y el mariscal Albert Kesselring el Sonriente estaban convencidos de que las barcazas atracarían en Sicilia. Los servicios secretos británicos comprendieron la conveniencia de que los alemanes dispersaran sus tropas distrayéndolas en varios frentes y pergeñaron la operación Carne Picada, que debía ser llevada a término por un hombre que nunca existió. La idea partió del oficial de inteligencia del Almirantazgo  Ewen Samuel Montagu, segundo hijo del Barón de Swaythling, fundador de la Liga de Judíos Británicos. Montagu fumaba en pipa hojas de tabaco Capstan de caja azul, era abogado en su vida civil -defendió con entusiasmo a la célebre asesina Alma Rattembury, que mató a su marido para fugarse con su amante- y fue instructor de ametralladoras durante la Primera Guerra Mundial. Por lo demás era inglés de Times y té, naturalmente de Darjeeling, y hay que suponer que combatía sus insomnios leyendo folletines de la Baronesa de Orczy, porque el plan que urdió para confundir a Hitler fue propio de la Pimpinela Escarlata. Montagu necesitaba un oficial difunto, preferiblemente de la Royal Navy, un maletín con correspondencia confidencial del Estado Mayor, la confabulación de las mareas y la eficacia de la Abwehr, la inteligencia alemana. El espionaje, el Gran Juego que decía Kipling, no es muy diferente a una timba amañada, y dicen los trileros que las ratoneras funcionan porque a los ratones les gusta el queso.

El Mayor William Martin
Ewen Montagu encontró a Michael Glydwr tumbado en una morgue de Cardiff, sobre la que llevaba una semana más muerto que Juan el Bautista, y nadie parecía tener mucha prisa en reclamar su cadáver. Supo que era el borrachín local, que se había suicidado zampándose una ración de veneno para ratas y pensó que se merecía la oportunidad de no haber vivido en balde. De aquel hombre frío y poco protestón quería Montagu su apariencia carnal, que había conocido tiempos mejores, a la que concedió la identidad imaginaria del Mayor William Martin, de los Royal Marines, al que pintó de oficial eficaz en su trabajo, enamorado, fumador y católico, amante del teatro y desordenado en cuanto a sus finanzas. Para eso le otorgó una tarjeta de identidad de la Armada (en la que iba prendida la foto de un hombre que se parecía ligeramente al difunto), unos billetes para los gastos chicos, un paquete de cigarrillos de calibre intermedio de la marca Players, un juego de llavines, puede que de su buzón, las entradas de la función EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIO“Strike a new note” que fue a ver al Teatro Príncipe de Gales del West End de Londres durante un permiso  y una carta del banco Lloyd´s en la que le avisaban, con redacción educada pero apremiante, que tapase un descubierto de 79 libras que sonrojaba su cuenta. Le colgó al cuello una cruz de plata y en un bolsillo, cerca de su corazón, guardó una foto de su novia Pam (que era una amiga de Montagu, taquígrafa, que posó para la ocasión con sonrisa de casamiento) con la factura de un anillo de pedida que había comprado en la joyería Phillips. Después le ató  a la muñeca un maletín que contenía una carta de presentación de Lord  Mountbatten en la que explicaba que el Mayor Martin transportaba informes confidenciales desde Gibraltar a Londres y la correspondencia cruzada entre el segundo jefe del estado mayor imperial, sir Archibald Nye, y el general Alexander, jefe del ejército de Túnez, en la que sugerían que la invasión de Italia empezaría por Cerdeña, desestimando Sicilia como playa de desembarco. Metieron a aquel hombre que nunca existió en una cámara cilíndrica de dos metros de longitud por sesenta centímetros de diámetro, recubierta de amianto y repleta de hielo carbónico y lo embarcaron en el submarino “Seraph”, con base en Greenock, Escocia, que puso rumbo al Golfo de Cádiz. El 30 de abril de 1943 el comandante Jewell cinchó al cuerpo del Mayor Martin un chaleco salvavidas, rezó un responso breve y marinero, y arrojó el cuerpo al Atlántico, cruzando los dedos para que la marea jugase de su parte aquella martingala de farol. Arrojaron también una lancha neumática de la R.A.F. boca abajo, para simular un accidente aéreo.

Aquella misma mañana, el pescador José Antonio Rei María, medio portugués vecino de Punta Umbría, que andaba al camarón, encontró el cuerpo entre las playas de la Mata Negra y El Puntil, lo pescó con su perchel y se lo entregó al Instructor de la Marina de Huelva, don Mariano Pascual del Pobil. Antes de que la pesca llegase al vicecónsul británico, mister Francis Haselden, las autoridades franquistas, en términos de cordialidad con el nazismo, permitieron que el jefe de la Abwehr de la zona, Adolf Clauss, fotografiase las cartas confidenciales con una cámara Leika de lentes de aumento y  enviase los negativos a Berlín. Hitler se tragó el anzuelo y desabrigó Sicilia fortificando, en cambio, las posiciones de Córcega y Cerdeña. Cuando el 9 de julio de 1943 las lanchas de desembarco DUKW de los aliados atracaron en Sicilia solo encontraron una línea de defensa formada por combatientes italianos, que cuando oyeron el primer disparo corrieron a ocuparse de sus asuntos. Dice un chiste que el libro más corto de la historia se titula “Victorias militares italianas”. A partir de entonces Alemania tuvo que pelear a la defensiva, como los púgiles que no aspiran a nada. Ewen Montagu recibió la medalla de la Orden del Imperio Británico y Michael Glydwr, el hombre que vivió una vez y murió dos (la primera por un mal trago y la segunda por Inglaterra), fue enterrado en el cementerio católico de Nuestra Señora de la Soledad de Huelva bajo una lápida, comprada en Casa López, en la que aún se puede leer: Dulce et decorum est pro patria mori.

MARTÍN OLMOS

Funeral en Chicago

In La Cosa Nostra on 27 de diciembre de 2012 at 23:28

Las honras fúnebres del gangster Dion O´Banion inauguraron la tradición de los fastuosos velatorios del hampa

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Nunca le doy la mano a un pistolero zurdo”
JOHNNY GUITAR.

Cada uno interpreta las Escrituras como mejor le conviene y los amigos de la templanza sostienen que el vino de la Biblia era mosto sin fermentar, pero Noé se pescó una trompa, se puso a bailar en cueros y sus hijos tuvieron que correr a taparle las vergüenzas con un manto para que dejase de hacer el ridículo en el vecindario (Génesis , 21). Eso no impidió que la señora Carrie Amelia Nation, que decía de sí misma que era un bulldog que corría a los pies de Jesús, fuese arrestada en cincuenta ocasiones en la primera década del siglo veinte por entrar en las tabernas con un hacha y destrozar el mobiliario mientras cantaba himnos piadosos. La señora Carrie Amelia Nation, de soltera Carrie Moore, era natural de Kentucky, en donde cada aldeano tiene un alambique, su primer marido fue un borracho sin remedio y decía que el aliento de Dios sostenía su hacha pero, con soplo divino o sin él, la naturaleza puso de su parte, porque era una mujer terrible que pesaba noventa kilos en seco,  medía su buen metro ochenta y era capaz de echar abajo un tabique de ladrillos embistiéndolo con una carga de hombro. La señora Nation siempre se mantuvo serena como un obispo y se fue a correr a los pies de Cristo en 1910, una década antes de que el senador Andrew Volstead dictase la decimoctava enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que prohibió la fabricación, distribución y venta de bebidas alcohólicas a excepción de la sidra de manzana, el vinagre y el vino para la misa. En el Libro de los Salmos, entre Job y los Proverbios, se anuncia que el vino alegra el corazón del hombre (Canto de la creación, 103) y la Ley Seca multiplicó por tres a los borrachos y propició la edificación de los imperios del crimen, dando la razón al emperador Adriano, que dijo que una ley constantemente transgredida es una mala ley.

Los Cuatro Pares
Los Tres Grandes del contrabando de alcohol en Chicago eran Johnny Torrio, heredero por la vía del plomo del negocio del Gran Jim Colosimo, Al Capone y Charles Dion O´Banion, que le decían Dinie el Florista. Los tres emprendedores se reunían para repartirse la tajada en la taberna de Los Cuatro Pares, en el 2222 de la avenida South Wabash, un tugurio infecto frecuentado por una alegre parroquia de ciudadanos honrados formada por los seis hermanos Genna, manufactureros de vino corriente; John Scalise y Albert Anselmi, que a pesar de ser solo dos eran conocidos como la Patrulla del Homicidio;  Sam Amatuna, que cantaba con sentimiento espirituales negros y untaba de ajo las balas para que desarrollasen una infección en el caso de que no alcanzaran un órgano vital y Earl Hymie Weiss, que contribuyó a la filología con la expresión “dar un paseo” como sinónimo de la prejubilación forzosa de un rival comercial. La alianza de los Tres Grandes tenía la consistencia de un sueño ligero (y la fragilidad de una buena intención) y se fue al diablo cuando los hermanos Genna, partidarios de Capone, invadieron los distritos 42 y 43 y la zona de la Gold Coast, que eran la cuota de mercado de Dion O´Banion. O´Banion exigió el arbitraje de Johnny Torrio, que miró para otro lado al principio y después cojeó del todo hacía la Unión Siciliana y los alegres camaradas de Los Cuatro Pares tomaron sus referencias. Los Genna, La Patrulla del Homicidio y Sam Amatuna abrazaron el partido de Capone y Hymie Weiss, Vincent Drucci el Maquinador y el Piojo George Moran se alinearon con O´Banion. La Gran Guerra de los Embotelladores de Chicago empezó con el asesinato de O´Banion el 10 de noviembre de 1924 y acabó cuando los torpedos de Capone aniquilaron a la banda del Piojo Moran el día de San Valentín de 1929. A Dion O´Banion le apiolaron en su floristería del 738 de la calle North State, cuando estaba a punto de acabar un centro de crisantemos, patentando el homicidio de la Mano Muerta e inaugurando la temporada de fastuosos funerales mafiosos en los que no se reparaba en plañideras, monaguillos, flores y concejales.

El florista
Charles Dion O´Banion nació en la comunidad católica irlandesa de Maroa, en Illinois, en 1892, era cojo de la pierna zurda porque de niño le atropelló un tranvía y si uno tenía prisa por dejar este mundo solo le tenía que llamar el Tullido. Su padre era un yesero que llevaba poco dinero al hogar y Dion creía en Dios y oficiaba de monaguillo en la catedral del Santo Nombre. El chico se empezó a torcer cuando entró a trabajar en el bar de los hermanos McGovern, en la calle North Clark del Loop de Chicago, en donde DION O´BANIONaprendió a robar a los borrachos y se juntó con Charlie Reiser el Buey, virtuoso del desvalijo de cajas fuertes. Prosperó más adelante hacia el robo con escalo y hacia la difusión de la democracia en los plebiscitos locales conduciendo a palos al electorado titubeante. Cuando entró en vigor la Prohibición tenía untado al Municipio y el dominio de los burdeles de la Gold Coast, refrendado por su banda de matones ilustres entre los que destacaban Moran, Drucci, Weiss, Frank Gusenberg el de los cuatro alias y Dos Pistolas Louis Alterie. O´Banion era ambidextro, rigurosamente abstemio, amaba las flores y la policía le tenía por un psicópata sospechado de veinticinco asesinatos que siempre llevaba encima tres revólveres: uno en el bolsillo delantero de los pantalones, lindando las joyas de la familia, otro en el sobaco izquierdo, al lado del corazón, y el tercero en el bolsillo exterior de la chaqueta. Cuando se quebró la frágil tregua de Los Cuatro Pares cada cual tuvo que defender su predio en las trincheras. Torrio se retiró de la puja cuando cogió tres tiros y le tomó aprensión al plomo, Capone fue a por el monopolio y a Dion O´Banion le aplicaron la licencia de la Mano Muerta. El 10 de noviembre de 1924 estaba cortando los tallos de un ramo de crisantemos cuando recibió la visita de tres clientes que se apearon de un sedán azul. Eran Frankie Yale, Albert Anselmi y John Scalise, que le dijeron que querían gastarse setecientos dólares en flores para el funeral de su paisano Mike Merlo, un político local tan impoluto como las botas de un porquero. O´Banion estrechó la mano derecha a Yale, que se la sujetó en torniquete impidiéndole llegar a los revólveres del corazón y del bolsillo delantero, dejándole solo el albur de la pistola de emergencia, que no pudo alcanzar porque tenía los dedos de la mano izquierda metidos en los ojales de sus tijeras de florista. Scalise y Anselmi, la Patrulla del Homicidio, le pegaron seis tiros: dos en el cuello, dos en el pecho y dos en la cara.

El funeral de Dion O´Banion dejó las exequias del Papa a la altura de un velatorio de pueblo. Durante tres días le enseñaron de cuerpo presente en un féretro de 10.000 dólares expuesto en la funeraria Sbarbaro, propiedad del fiscal adjunto del estado de Illinois, alumbrado por velas rojas que ardían dentro de cuatro candelabros de oro que sujetaban otros cuatro ángeles de plata de tamaño natural. El ataúd tenía dobles paredes de plata y bronce, estaba sellado herméticamente por una placa de cristal y sostenía al difunto sobre un lecho de seda blanca y dos cojines rojos con borlas de festón. El cortejo que le acompañó al cementerio del Monte Carmelo fue precedido por la Orquesta Sinfónica de Chicago, escoltado por un escuadrón de la Policía Montada enviado por el alcalde William Emmett Dever (que lloró con sentimiento a pesar de estar a sueldo de Capone) y seguido por veintiséis camiones cargados de flores por valor de 50.000 dólares para que nadie de los veinte mil asistentes pudiera decir que en el funeral de Dinie el Florista comió el herrero con un cuchillo de palo.

MARTÍN OLMOS

Siéntese, está usted en su casa

In Ejecuciones y linchamientos, Los trastos de matar on 20 de diciembre de 2012 at 13:36

A los ejecutados en la silla eléctrica les arde la cabeza en llamas y su piel chamuscada se queda adherida a las correas de sujeción

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
“Se ha probado que la electricidad impulsa un tranvía mejor que un pico de gas y da más luz que un caballo”
AMBROSE BIERCE

 
Decía la Pasionaria que es mejor morir de pie que vivir de rodillas (la frase tiene en realidad muchos padres y se la han atribuido a Benito Juárez, a Zapata, a Salvador Allende y al Ché Guevara), pero la verdad es que importa más bien poco la postura en la que te pesque la muerte y lo que a uno le apetece es quedarse un rato más. La muerte siempre llega a destiempo, como el marido de tu hermana, y te coge con cosas que hacer y en la flor de la vida y no la puedes atender en condiciones. La muerte de digna tiene poco, y se parece a ir de vientre, que alivia pero no se conoce manera de hacerlo con decoro, y decía Cela que lo peor de morirse es lo que se ríen de ti los que se quedan vivos. Viene mal diñarla a cualquier hora y con independencia de que te toque el trance sentado, yaciendo, decúbito prono o disfrutando el matrimonio. Por igualar por el extremo más incómodo la frase de la Pasionaria, hubo un tiempo en el que los que vivían de rodillas morían también de rodillas y si cazaban una liebre les ponían de hinojos con el cuello apoyado en un tarugo de tronco y un verdugo con antiguos recuerdos en las uñas de los pies les separaba la cabeza del cuerpo con un hacha de talar robles. A la inconveniencia de la muerte se le añadía la genuflexión  y el condenado asumía su perra suerte con la actitud de una res que humilla para que le den el descabello. Según el hombre se fue civilizando no se deshizo de su costumbre de aplicar la ley del talión pero la fue adornando con deferencias para disimular y el verdugo de antaño, al que nadie quería en su mesa, dejó su lugar al electricista y al practicante, que se iban a dormir tranquilos porque se hacían la ilusión de que matando al excedente social sentado le mataba menos. Con matar por lo legal pasa como con rascarse las partes cuando a uno le pican, que se lo pide el cuerpo pero le turba el gesto y hace como que se busca las llaves en el bolsillo del pantalón. Decía San Clemente de Alejandría que no es vergonzoso nombrar los órganos sexuales que Dios no se avergonzó en crear pero los estados que contemplan en su legislación la pena de muerte han ido pasando de exhibirla en la plaza para que el ejemplo, como decía Platón, “limpiase el país de truhanes” a rascarse sus partes en la salita recóndita del penal, donde no les ve nadie. Como si se avergonzasen de ejecutar la sentencia que aplican, que es simular estar buscándose las llaves en el bolsillo del pantalón.

Alto voltaje
En 1881 un dentista de Nueva York llamado Albert Southwick vio como un cristiano que se había enganchado una trompa entregaba su alma al Altísimo al tocar los terminales de un generador. El pobre borrachuzo ni siquiera se enteró de que murió y se fue a convalecer la resaca con San Pedro. Southwick comenzó a predicar la utilización de la electricidad para el sacrificio de animales para ahorrarles el sufrimiento mientras que a los bípedos los seguían colgando de una soga que con suerte les rompía el cuello y sin ella les alargaba el trámite hasta que se ahogaban. En 1885 el gobernador del estado de Nueva York David Bennett Hill articuló un apasionado discurso en el que pidió a la ciencia que encontrase una forma de quitar la vida a los condenados a muerte por medio de un proceso menos bárbaro que el ahorcamiento, que era un residuo de la Edad Media. Se formó una comisión que fumó cigarros en salones con moqueta y bebió jerez embrocado desde botellones labrados, que es lo que suelen hacer las comisiones, y el 4 de junio de 1888 se aprobó la ley que permitía la electrocución como forma de abono de las deudas con la sociedad. Las compañías eléctricas de Westinghouse y de Thomas Alva Edison concursaron por hacerse con la contrata del estado que al final se llevó la segunda al demostrar la potencia de su voltaje friendo a un elefante de circo que se llamaba Topsy, que murió por la ciencia; descanse en paz. El ingeniero Harold Pitney Brown diseñó la primera silla eléctrica, que se usó por primera vez en la ejecución de William Kemmler en la prisión de Auburn, en Nueva York, el 6 de agosto de 1890. Kemmler se había aburrido de su novia y cortó con ella por lo sano con un hacha de bombero. En la primera aplicación de corriente le ardió la cabeza en llamas y mientras esperaba la segunda su cuerpo se movió como el de una marioneta manejada por un borracho y después de los espasmos quedó en la habitación olor a churrería. Los reporteros del New York Times escribieron que hubiese sido más humanitario arrojarle al paso de un tranvía.

La Horrible Gertie
A los condenados a la silla les dan de cenar decentemente la noche anterior y les levantan al alba, aunque generalmente han EJECUCION EN LA SILLAdormido mal. Les sientan para la faena con las extremidades cinchadas con correas de cuero para que no practiquen la cortesía si averiguan una dama entre el auditorio y les colocan un electrodo en la cabeza y otro en la pierna izquierda para que la electricidad recorra entre ambos puntos la totalidad de su cuerpo. La primera aplicación de 2.000 voltios les debe dejar inconscientes y la segunda, de menor intensidad para impedir la combustión del cuerpo, les destroza los órganos internos, pero a veces falla y la cabeza arde en llamas como una cerilla rascada. Suele ocurrir que los intestinos se relajen y el reo se deshaga del menú y la piel quemada queda adherida al correaje, que se tiene que limpiar después con un cepillo de púas de alambre y agua muy caliente. La ejecución en la silla eléctrica tiene algo de final de verbena, con olor a freiduría y a pis, con los restos del asado que nadie quiere recoger. A la silla eléctrica la llamaron Sally la Chisposa, la Vieja Humeante y la Horrible Gertie. La Horrible Gertie era viajera y portátil y en una actuación en Luisiana en 1945 la montó un funcionario borracho y la dama tuvo un mal día y se apagó en mitad de la ejecución de Willie Francis, que solo tenía dieciséis años y pagaba por el asesinato de un farmacéutico. El reo quedó poco hecho y lo devolvieron a cocina, de donde le sacaron dos años después para asarlo otra vez. En 1889 el emperador de Abisinia (la actual Etiopía) Menelik II compró a la compañía Edison tres sillas eléctricas con las que quería modernizar los ajusticiamientos en su reino, pero no las pudo estrenar porque la electricidad no había llegado al país y las tuvo que usar de trono. Menelik II fundó la ciudad de Adís Abeba, se dejó robar la cartera por los italianos y en 1913 le dio un ataque al corazón que pretendió curar pidiendo una Biblia y comiéndose el Libro de los Reyes, que no le sentó bien y murió un par de días después.

MARTÍN OLMOS

El traidor reiterativo

In El Far West on 20 de diciembre de 2012 at 13:28

Bob Ford asesinó al bandido Jesse James por la espalda y difundió su gesto en el teatro. Hoy hubiera ido a la tele

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Bob aprovechó que Jesse estaba totalmente indefenso para dispararle en la nuca”.
GREGORIO DOVAL. Escritor.

Bob Ford quiso hacer de una traición un oficio cuando cualquiera sabe que da renta que dura poco. A Judas los treinta denarios no le dieron ni para convidar farra porque salió corriendo a mitigarse la conciencia colgándose de un olivo y todavía no se ha quitado la mala prensa. La traición pesa mucho para lo que paga y hay que gastar poca vergüenza para pasearla por los tablaos en funciones de tarde y noche.  El traidor Bob Ford, pistolerito sin talla, le pegó un tiro felón y cobarde al bandido Jesse James, que le había ofrecido hospitalidad y la espalda, y más tarde hizo comedia de su hazaña, con balas de salva y gesticulación amanerada, porque era mal actor, en los teatrillos del camino. El traidor Bob Ford salía al escenario con su repertorio escaso y enseñaba su reputación maldita como otros enseñan un mérito. Como enseña la mujer barbuda el bigotazo en la feria de los fenómenos. El público pagaba los dólares viles y asistía a la repetición del crimen del asesino zaino y Bob Ford, dos veces cada noche los días de tajo y tres los fines de semana, volvía a ejecutar la traición, inevitablemente, como el parlamento de un tartamudo. El respetable le decía canalla a gritos y se palpaba la cadera despojada de revólver por la precaución del empresario. A falta de plomo le hacían la puntería con la sobra de la olla. A veces le acertaban. A veces Bob Ford comparecía en el proscenio y se echaba a reñir con los de la primera fila, se partía la cara con los insultadores que le llamaban lo que era. Se metía en el papel Bob Ford, como los actores del Método.

Hacer espectáculo del mérito infame de matar por detrás puede parecer romería de tiempos más bárbaros pero hoy, en otros mentideros, se difunden otras hazañas que suelen ser alivios de dormitorio que alguno de los contertulios detalla con profusión de matices y hace renta con lo que antes no salía de la alcoba. Hoy se hace oficio hasta del oficio de vivir y los que no sirven para otra cosa exhiben sus rutinas, sus desacuerdos y sus calcetines sucios y van haciendo su industria. Hoy se exhiben las traiciones con desparpajo, pero se le evitan los muertos, que quedan fatal.

La vida de Bob Ford antes de la traición se cuenta pronto. Nació en el condado de Ray, en Missouri, en 1861 y vivió a la sombra mítica de su primo, el bandolero Jesse James, por el que sentía una devoción enfermiza. Bob quería vida forajida y un lugar en las baladas rancheras, quería mandar a Colt y cabalgar el monte pero era verde para la acción y niño para templar la sangre. Lindaba la delincuencia chica, la que no gana blasón, pero no tenía sitio en la banda en la que había hombrones. Bob Ford iba mezclando la admiración a los bravos con el rencor de verse tercerón, a veces Jesse le usaba de utilero, le ponía a cuidar los pencos y a mandarle a por lo de fumar. Sin embargo el escenario cambió después del desastre de Northfield, en Minnesota, en 1876,  en donde James perdió a los titulares de la banda que cayeron en una trampa de fuego cruzado. Huérfano de cuadrilla, se retiró a Saint Joseph, en Missouri, en donde puso casa para la familia y usó el nombre de Thomas Howard con el que pretendió pasar por hacendado y hacer vida de clase media. Pero para eso necesitaba posibles y sacó al banquillo para asaltar un tren en Blue Cut. El joven Bob Ford participó en el atraco pero James le confío la tarea ingrata de vigilar la vía, de frenar la rienda de la montura y de quedarse en el umbral. Bob Ford, que quería ser bandido fiero, se quedó en ladrón de bulto y se fue a pactar con el gobernador Thomas Critteden la traición. Le ofrecieron 10.000 dólares y limpiarle la credencial y se fue a hacer de Judas.

En abril de 1882 Bob y su hermano Charlie se alojaron en la casa de Jesse James para planear un robo en Platte City. El bandido les dio catre y tertulia, almuerzos con postre y café. Bob le correspondió pegándole un tiro en la cabeza una tarde que vio la BOB FORDoportunidad. James se subió a una silla para corregir la posición de un cuadro, dejó las armas en un diván, ofreció la espalda y recibió un balazo en la nuca. La bala le salió por el ojo. Bob Ford salió al porche y gritó: “He matado a Jesse James”. Buscó el aplauso pero no lo oyó. Por ecuación simple matar a un célebre otorga posteridad. A José Antonio Rodríguez Vega, el asesino de ancianas de Santander, le pegó ciento cuatro puñaladas otro preso en el penal de Topas, en Salamanca. Le decían el Zanahorio y salió en la tele gritando: “He matado al Mataviejas”. Es de imaginar que tendrá crédito en el economato de la cárcel, es de imaginar que fumará de gorra.

A Bob Ford le timaron la bolsa y casi le cuelgan por conspiración para asesinar. Le quedó el camino y la mala fama y se dedicó a vender fotos en las que posaba con el revólver matón, que era un Smith and Wesson calibre 44 que años más tarde se subastó en Londres y alcanzó los cien mil dólares. Las fotos del bandido conservado en hielo se vendían mejor. Lucía más el héroe muerto que el felón coleando. Luego llegaron las candilejas y recreó su hazaña en las tablas, salía maquillado y pretendía matizar de honrosa su infamia pero recogía abucheos. No le pedían bises. Libraba peleas a puñetazos al salir del camerino. A su hermano Charlie, que oficiaba de comparsa en las farsas, le pesaba más la traición, era tuberculoso y adicto a la morfina y se suicidó en 1884 disparándose en la cabeza. El espectáculo dejó de dar rendimiento y Bob Ford abandonó el teatro y su oropel. Le quedaba la vida por delante, no tenía ni treinta años, y le llamaban el Pequeño y Sucio Cobarde. Puso tasca en Las Vegas pero la tuvo que abandonar huyendo del bravo José Chávez, que le desafió a pelea limpia y se conoce que no se encontró cómodo encarando a un enemigo de frente. Puso tasca en Kansas City pero quebró y escapó a dos intentos de asesinato. Puso tasca en Creede, en Colorado, la puso con pianola y grifo de cerveza rubia en forma de águila real, pero se la quemaron porque nadie quería beber en la casa del traidor. Tres días después del incendio echó cuentas y constató su ruina, era su cumpleaños pero no hubo tarta, hacía treinta y uno y no cumplió más. Salió a pasear entre el escombro de su cantina y Edward O´Kelly le llamó por su nombre para marcarlo. Ford contestó. O´Kelly era del partido del Sur de los guerrilleros y de la banda antigua de James. Le disparó en la cara con una escopeta del diez y lo mató en el acto. Bob Ford está enterrado en el cementerio de Richmond, en el condado de Ray, en Missouri, debajo de una lápida en la que pone: “El hombre que mató a Jesse James”. A Edward O´Kelly le mataron en 1904 durante un tiroteo con la poli. Está enterrado en el cementerio de Fairlawn, en Oklahoma City, debajo de una lápida en la que pone: “El hombre que mató al hombre que mató a Jesse James”.

MARTÍN OLMOS

El auténtico Sherlock Holmes

In Con buena letra on 13 de diciembre de 2012 at 13:50

Las milagrosas deducciones del detective de Baker Street estaban inspiradas en el método del doctor Joseph Bell

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Hay una sola cosa que me preocupa. ¿Podría ser Sherlock Holmes mi viejo amigo Joe Bell?”
ROBERT LOUIS STEVENSON

Decía Borges, en cuartetos alejandrinos, que Sherlock Holmes estaba hecho de azar, sin la contribución de la progenie, como Don Quijote y Adán. Decía que pensar en él de tarde en tarde es una de las buenas costumbres que nos quedan. Otras son la muerte, la siesta, convalecer en un jardín o mirar la luna. Se equivocó, sin embargo, al afirmar que “lo soñó un irlandés, que no lo quiso nunca”, porque Arthur Conan Doyle era escocés de Edimburgo y le soñó apenas. Le soñó el celibato, el esforzado violín, la solución al siete por ciento de cocaína y el evangelista asombrado. No le soñó la gorra de cazador de doble visera, que fue aportación del dibujante Sidney Paget, ni la pipa “meerschaum”, de espuma de mar, que le otorgó el actor William Gillette porque pensó que le afilaba el perfil. Tampoco le soñó las deducciones prodigiosas sino que las tomó del método del doctor Joseph Bell, que se fundaba en la observación de las nimiedades. El doctor Bell era capaz de descubrir por un golpe de vista si un hombre era del mar o del sequedal, si era soldado, capellán de parroquia, tahúr de la fullería o zapatero remendón y sostenía que la importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable y que los hombres, que son idénticos en sus rasgos generales, se distinguían por las pequeñas diferencias.

Elemental
El doctor Joseph Bell era el resultado de cinco generaciones de médicos ilustres (su tío abuelo sir Charles Bell identificó la parálisis facial periférica) y el tipo de británico victoriano que practicaba la diversidad de disciplinas: era un ornitólogo notable, leía a Byron, jugaba al cricket, era un hábil pugilista y tiraba esgrima de florete como Scaramouche. Además, estudiaba estrategia militar y analizaba los pormenores de los crímenes execrables en los semanarios amarillos como si fueran jeroglíficos intelectuales, componía versos y jugaba al tenis. Se licenció en medicina con apenas veinte años y trabajó con el doctor Joseph Lister, que desarrolló la asepsia en la práctica quirúrgica para evitar que los pacientes la diñasen por lo que pescaban en la camilla. Después empezó a dictar clases en la Enfermería Real de la Universidad de Edimburgo, donde perfeccionó su método de deducción basado en la observación de las particularidades: concluyó que los hombres, a los que Dios hace iguales (a parte de ciertas diferencias de cálculo en gramaje y estatura), van por su cuenta amanerando sus rasgos determinados por sus biografías. El doctor Bell era capaz de identificar a un zapatero remendón por el desgaste de su pantalón a la altura de la parte interior de la rodilla, que era donde apoyaba la piedra de batir el cuero,  o inferir que una vieja fumaba en pipa por una úlcera en el labio inferior. En una ocasión, un hombre entró en el dispensario y Bell le adivinó la marcialidad, el acento de las Tierras Altas y cierta disposición de su cadera a cargar una gaita, lo que unido a su escasa estatura (que le hacía tapón para la infantería) le inclinó a identificarle como un soldado de un regimiento de Escocia al que habían destinado a la banda. El paciente, sin embargo, dijo que era un zapatero que jamás había pisado un cuartel. Cuando se desnudó para el reconocimiento dejó al descubierto una “d” tatuada debajo de su pecho izquierdo, que era la marca que grababan a los desertores, y no le quedó más remedio que reconocer que había pertenecido a la banda de un regimiento de Highlanders durante la Guerra de Crimea. Las exhibiciones del doctor Bell parecían trucos de magia que él mismo se ocupaba de dramatizar apoyándose en su imponente delgadez, su perfil ascético y sus profundos ojos grises, pero cuando explicaba el proceso de análisis reconocía que los resultados eran “elementales”.

Por las clases de Bell pasaron Robert Louis Stevenson, sir James Barrie y Arthur Conan Doyle, que compartió con su profesor la afición al pugilismo y a las novelas de Walter Scott. Doyle se graduó en medicina en 1881 y puso consulta en Southsea, en EL DOCTOR JOSEPH BELLPortsmouth, donde los vientos recios del Canal de la Mancha hacían que sus habitantes estuviesen como robles y no pescasen ni un triste catarro. El joven doctor tuvo que empeñar su reloj para pagar el alquiler y mató las horas escribiendo novelas de misterio al estilo de Poe y Gaboriau. Sherlock Holmes nació de la salud de los paisanos de Southsea, que se iban al pub a soplarse pintas y a cantar baladas del mar en vez de dejarse caer por la consulta a que les pusiesen el termómetro, y Doyle usó de modelo a su antiguo profesor calcándole sus intuiciones asombrosas, su perfil de halcón y sus métodos de percepción. Cuando difundió su servidumbre, el buzón del pobre doctor Bell se llenó de cartas de lunáticos que le pedían que encontrase a su tía Edna, que se fugó con un marinero.

El doctor Joseph Bell murió en 1911, viudo, abstemio y cojo por un accidente de caza. En su funeral tocaron la gaita los Seaforth Highlanders y la tierra se estremeció. Fue distinguido por la reina Victoria por su actuación durante la epidemia de difteria, cultivó la amistad con Florence Nightingale y contribuyó decisivamente a la dignificación del oficio de enfermera, que durante sus años de juventud era la parada de una manada de borrachas que echaban a los pacientes de sus camillas para ocuparlas ellas en dormir la mona. Participó activamente en la investigación de los crímenes del Destripador y envió al cadalso al siniestro asesino francés Eugene Chantrelle, que cuando afrontó la horca se fumó un puro y, con gran presencia de ánimo, le dijo al verdugo: “Felicite a Joe Bell de mi parte, hizo un trabajo perfecto para enviarme al patíbulo”. Veinte años después murió Arthur Conan Doyle, que acabó odiando a Sherlock Holmes, poniendo los cuernos a su mujer y hablando con fantasmas. Llegó a refrendar la existencia de las hadas, le timaron los echadores de cartas de las ferias  y predicó el espiritismo, traicionando el método científico de su detective, lo que no se le puede reprochar teniendo en cuenta que sobrevivió a su hijo Kingsley, que murió a causa de una neumonía que contrajo en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Después de un acontecimiento tan antinatural, a uno le queda afrontar sus noches agarrándose a la botella, a la desesperación o a los espectros. Las tres cosas sirven, como sirve la fe en la resurrección del alma o un tiro en la cabeza.

MARTÍN OLMOS

La batalla de Nueva York

In Matanzas on 13 de diciembre de 2012 at 13:33

Las revueltas contra la ley de reclutamiento dejaron más de 2.000 muertos en las calles de Nueva York en el sangriento mes de julio de 1863

ILUSTRACION de Martin Olmos

“Se debe acabar con esa gentuza de inmediato. Denles metralla, y mucha”.
HENRY J. RAYMOND. Periodista del New York Times

A morir se manda al pobre, que abulta, y el rico se queda en el club, leyendo el almanaque y metiéndole prisa al camarero para que le traiga el jerez. Esto es así desde que se inventó la sangre azul. Napoleón dijo que el nervio de la guerra es el oro, así que las peleas las empiezan los nerviosos y a las trincheras se manda al hospiciano para que encuentre un sitio donde caerse muerto. Y en tiempos de paz al campo, a desterronar, bajo el sol grande, con un botijo y una flauta de pan para que entretenga sus ocios silbando romancillas pastoriles y haga un paisaje bucólico. Y que la hinque, que la mies no se recoge sola. El pobre abunda, y en la  batalla, cuanta más gente mejor. En la guerra no se espera que el descamisado se comporte como un Cid, basta con que haga montón y que la diñe cuando haga falta. El coronel S. L. A. Marshall comprobó que solo quince de cada cien soldados destacados en el teatro del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial habían disparado en alguna ocasión contra posiciones enemigas, mientras que más del 80% de la tropa, disponiendo de ocasión, había preferido darle la tarde libre al gatillo. En términos de productividad es para despedir al sargento, sin embargo, el coronel Marshall, especializado en técnicas de adiestramiento militar agresivo, comprendió que el personal combatiente pasivo cumple una función de abrigo que tranquiliza al contingente que pelea. A excepción de los 300 de Leónidas, que les daba lo mismo pelearse contra ocho que contra ocho mil, por regla general, cuando se va a una bronca cuanta más gente se lleve mejor, aunque la mitad tenga la pegada de un monaguillo. A este montón se le llama técnicamente infantería pero, para entendernos, es la carne de cañón.

En la Guerra de Secesión americana los generales aún conducían a sus tropas utilizando las tácticas napoleónicas, generosas en cargas frontales, pero la artillería había evolucionado por su cuenta sin esperar a que West Point se pusiese al día, se habían desarrollado armas de fuego más precisas y se generalizó el uso del rifle Spencer de siete tiros y de la ametralladora Gatling de seis cañones rotatorios, lo que convirtió los campos de batalla en mataderos.  En Antietam cayeron 13.000 hombres, 30.000 en Chancellorsville, 12.000 en Fair Oaks, 25.000 en Stone´s River. Solo en la batalla de  Gettysburg se contaron  40.000 bajas, y eso que empezó siendo una escaramuza. Y si en la escuela sientan en las primeras filas a los que apuntan un porvenir y atrás dejan a los zoquetes, para que se pasen la clase grabando a navaja corazones enamorados en el pupitre, en la guerra a los primeros que sueltan es a los muertos de hambre y así la diñan por una causa, de una vez y rápido, y no de inanición y afeando las avenidas. Las dos primeras líneas de combate durante la Guerra de Secesión eran prescindibles por obligación, como la cáscara de un plátano, y los que abrían la formación ni siquiera llegaban a ver al enemigo y caían mucho antes de meterse en harina, así que la carne de cañón se convirtió en un género de demanda. Y para eso estaban los irlandeses. Los sargentos de reclutamiento les iban a buscar a sus cobijuelas de los Five Points de Nueva York, donde eran legión, les prometían rancho y ropa del estado y les mandaban al frente, a desfilar. Al irlandés, tradicionalmente, le gusta la camorra, pero cuando las listas de bajas fueron casi tan largas como las del censo hasta el más belicoso de Dublín dejó de firmar y prefirió quedarse en el bar porque, después de todo, había cruzado el océano para matar el hambre y no para que le matasen a él. Entonces, en marzo de 1863, el presidente Lincoln emitió una declaración en la que convocaba a 300.000 hombres para el ejército y el Congreso aprobó la Ley de Reclutamiento Obligatorio por la que cualquier individuo con las cuatro extremidades más o menos en ejercicio podía ser alistado, a excepción del que pudiera pagar 300 dólares al gobierno. Que el dinero no puede comprar la salud se quedó en frase bienintencionada y a Lincoln se le olvidó que había dicho que ningún hombre es lo bastante bueno para gobernar a otro sin su consentimiento.

El reclutamiento empezó en Nueva York el 11 de julio de 1863, se abrieron oficinas militares en los distintos distritos y en tres días empezaron los disturbios. Se dijo que el primer núcleo de la insurgencia fue organizado por Los Caballeros del Círculo de Oro, un grupo político contrario a la ley de recluta, pero en seguida salieron los saqueadores, los incendiarios y los que no tenían nada que perder, los cuchilleros, las lumias y los profesionales de la gresca. “Esta multitud no es el pueblo -aseguró el New York Times-. La componen en su mayor parte los elementos más viles de la ciudad”.   El lunes 13 la compañía de bomberos voluntarios de la calle Treinta y Tres, que se hacía llamar La Broma Negra, pegó fuego a la oficina de reclutamiento de la calle Bowery haciendo correr a la poli, que se tuvo que retirar a la Segunda Avenida. El fuego se extendió y arrasó toda la manzana. El superintendente de la policía John A. Kennedy salió de ronda de paisano llevando una caña de bambú para respaldar su autoridad pero un grupo de revoltosos le zumbó una de campeonato y le dieron por muerto, le recogió el ciudadano John Egan, que le llevó al médico y le contaron 72 golpes de estaca y una docena de cuchilladas. Con la cabeza del sargento McCredie, que le llamaban Mac el Peleas, tiraron una puerta de un edificio de la Tercera Avenida y al negro William Jones le colgaron de un árbol en la calle Clarkson. A otro negro le tumbaron a golpes y las mujeres le abrieron el cuerpo a cuchilladas y vertieron alcohol en sus heridas. Los insurgentes culpaban de la contienda a los abolicionistas de la esclavitud y durante aquella  semana no fue saludable pasear la  piel de chocolate por las calles tomadas por los rebeldes. Ni exhibirse con una camisa limpia, porque entonces suponían  que su dueño era un señorito con 300 dólares para librarse de la obligación militar y le bajaban a golpes de adoquín. Al coronel H. J. O´Brien le acorralaron en una taberna de la calle Diecinueve, le abrieron la cabeza a palos y le arrastraron por el pavimento por los tobillos atados a una maroma. Un sacerdote católico intercedió por él pero solo le dejaron administrarle la extremaunción y lo entregaron a las mujeres furiosas, que tardaron más de tres horas en matarle a cuchilladas y pedradas. Los rebeldes saquearon las armerías y se hicieron con carabinas, quemaron el Colored Orphan, de la Quinta Avenida, que acogía a los huérfanos negros y prendieron fuego al museo del circo Barnum, dejando que un elefante africano se escapase y se pasease enloquecido entre las peleas a muerte. Por si alguien no se había dado cuenta, el gobernador Horatio Seymour  declaró el martes 14 que la ciudad se había sublevado y pidió la ayuda del ejército. El Secretario del Departamento de Guerra envió a la ciudad cinco regimientos y doce cañones, y la marina un acorazado, dos corbetas y cuatro lanchas cañoneras. La batalla de Nueva York continuó dos días más y acabó el jueves 16 de julio a cañonazos. Los cálculos más prudentes anotaron 2.000 muertos durante las revueltas, casi todos manifestantes que murieron en los bombardeos. Veinte negros fueron linchados,  doscientas tiendas saqueadas y cien edificios quemados, entre ellos un orfanato, un circo, un arsenal,  tres comisarías y una iglesia protestante. Durante esos cuatro días salvajes se suspendió cualquier actividad comercial y solo se mantuvieron abiertas 5.000 tabernas, que hicieron su agosto en julio y confirmaron que no hay jornada tan dura en este patio de pícaros que no se pase mejor empujándola con un trago.

MARTÍN OLMOS

La pirámide de doña Baldomera

In El cañí, Timadores y burlangas on 13 de diciembre de 2012 at 13:24

Más de un siglo antes que Bernard Madoff, la hija de Mariano José de Larra puso en práctica un tinglado de financiación  piramidal

ILUSTRACION de martin olmos

“¿Qué es mayor delito, robar un banco o fundarlo?”
BERTOLT BRECHT

A vueltas con el concepto del europeismo, don Miguel de Unamuno, que acometía las polémicas ideológicas como si fuesen combates de lucha libre, le dijo a Ortega y Gasset: “¡Que inventen ellos!”, y desde entonces al español le ha quedado la impresión de que mientras él se iba a los toros, los rusos mandaban al espacio a la perrita Laika. Parece ser que don Miguel pronunció por primera vez su sentencia durante una discusión a voces en el Café Gijón, pero la repitió, por lo menos, en otras tres ocasiones: en una carta a Ortega en 1906, en el funeral del político regeneracionista Joaquín Costa y en el ensayo “El pórtico del templo”, en el que añadió que “la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó”. La perrita Laika apenas duró cuatro horas viva a bordo del Sputnik 2 y se murió por las taquicardias que le produjo el pánico y medio asada por las altas temperaturas de la nave, como un pavo en un horno, pero sin sus hojitas de laurel. Ortega le llamó a don Miguel energúmeno, africanista y morabito, que es el moro que vive como un ermitaño cristiano. No es lo peor que le llamaron a don Miguel. A la perrita Laika le levantaron una estatua en 2008. Antes de ser astronauta fue chucho callejero y meaba a los pies de las farolas de Moscú, daba vueltas sobre sí misma intentándose morder el rabo y tenía sangre diversa, de husky, de samoyedo y de terrier; tenía la pobre perrita Laika una vida sencilla y sin pretensiones. Sin embargo el español, que cuando quiere matar a un perro lo cuelga de un olivo sin tanto aparato, ha inventado lo suyo y, a pesar de la frase de Unamuno, ha contribuido al bienestar de la humanidad con el ingenio de los pueblos hechos a base de bailar con el hambre con la intimidad de los que se tienen confianza. Inventos españoles son el submarino de Peral, anterior al Nautilus del capitán Nemo, el autogiro de Juan de la Cierva, el futbolín y la fregona; la siesta de después de comer y la siesta del cordero, que es menos común y se ejecuta antes del almuerzo, la pausa para el cafelito, la tortilla de papas y los seis días de Moscoso. Español es el Chupa Chups, el porrón y las figuritas de Lladró, los zapatos de rejilla (que decía el difunto Umbral que cuadriculan el pie), el Calendario Zaragozano y el cóctel Molotov, que lo copiaron los finlandeses y le pusieron el nombre del ministro de asuntos exteriores soviético. Y tan cañí como el pasodoble de Marcial (eres el más grande) es el estraperlo, el timo del tocomocho, el de la estampita y la estafa piramidal, que no la inventó Bernard Madoff, sino Baldomera, la hija del poeta romántico Mariano José de Larra.

Vida de Larra
Larra nació en 1809 en la calle Segovia de los madriles, en el edificio de la antigua Casa de la Moneda, y era el hijo de un médico afrancesado que tomó el camino de París después de la batalla de Arapiles. El doctor Larra regresó a España abrigado  por la influencia del infante don Francisco de Paula, hermano de Fernando VII, pero su hijo tuvo que pasar por el calvario de ser considerado un medio gabacho por sus compañeros de pupitre. Empezó entonces a sospechar que su país era tierra de partidos y más tarde escribió: “Aquí yace media España; murió de la otra media”. No obstante, con dieciocho años compuso una Gramática Castellana y tradujo del francés los versos de La Ilíada. Por aquella época se enamoró de una mujer a la que escribió poemas para descubrir, más tarde, que era la querida de su padre. No tuvo suerte con las hembras y con veinte años se casó pronto y mal con Pepita Wetoret, una mujer infantil que le dio tres hijos que fueron Luis Mariano, que se hizo libretista de zarzuelas, Adela, que fue amante de trastienda del rey Amadeo de Saboya, y Baldomera, que creó la ilusión de la fertilidad del capital sin sacarlo de debajo de una teja, cogió su parte y tomó las de Villadiego. Larra abandonó a su mujer apenas cinco años después, se enredó con una cantante y, más tarde, pretendió a la mujer de otro hombre. Se llamaba Dolores Armijo y le dio calabazas y Larra, que tenía veintisiete años,  se apoyó una pistola entre la oreja y la sien derecha y se pegó un tiro a las nueve menos cuarto del trece de febrero de 1837. La bala le salió por encima de la sien izquierda, atravesó una puerta vidriera y se incrustó en la pared de su habitación del tercer piso del tres de la calle de Santa Clara. Le enterraron en el cementerio de Fuencarral, en tierra de Dios, y fue el primer suicida español que fue cubierto en sagrado.

La Caja de Imposiciones
Baldomera tenía cuatro años cuando su padre se mató, pero se las supo apañar y cuando tuvo la edad de emparentar se casó con el doctor Carlos de Montemayor, médico del rey Amadeo de Saboya, que era figurín, gafe y tontorrón y andaba en ayuntamientos adúlteros con su hermana Adela. Cuando Alfonso XII fue restaurado en el trono de España, el doctor Montemayor se exilió en las colonias de Cuba y dejó a  Baldomera en Madrid, habituada al lujo y sin posibles, y con la suerte torcida  la mujer se enredó con BALDOMERA LARRAprestamistas. Un día le pidió prestada a una vecina una onza de oro y se la devolvió al mes doblada en dos, la paisana corrió el suceso y los ahorradores del barrio le confiaron a Baldomera sus parneses para que se los multiplicase con la misma suerte. La mujer prometía un rendimiento del treinta por ciento en el plazo de un mes y lo cumplía, y en poco tiempo montó tinglado, que llamó la Caja de Imposiciones, detrás de la calle de Alcalá. La oficina era una habitación con estufa y un recadista que se llamaba Nicanor, un fichero con papelería y la caja de los dineros. En poco tiempo triplicó la clientela y todos se iban contentos y cuando alguien le pedía una garantía le señalaba el viaducto que unía la calle Mayor con el barrio de la Morería y que era el lugar desde el que se arrojaban los suicidas. Baldomera tiraba a mofletuda e inspiraba confianza, y como convirtió a los carboneros en financieros la llamaron La Madre de los Pobres. En realidad pagaba los intereses a los primeros inversores con el dinero de los siguientes, con lo que no ponía en el negocio ni un céntimo ni arriesgaba nada. Un día de diciembre de 1876 Baldomera se esfumó con el capital y dejó en la ruina a sus impositores, en la oficina de la Caja quedaron apenas cien reales y ningún libro de contabilidad. Dos años después la detuvieron en Auteuil, en Francia, donde vivía con desahogo con un nombre falso, y la condenaron a seis años de prisión por un delito de alzamiento de bienes. El Tribunal Supremo, sin embargo, la absolvió en 1881 y Baldomera se reunió con su marido en Cuba, en donde vivió sin hacerse notar hasta que enviudó, regresó a España y acabó sus días haciéndose llamar la Tía Antonia en la casa de su hermano Luis Mariano, que se había hecho famoso por escribir el libreto de la zarzuela “El barberillo de Lavapiés”, con música de Barbieri. La estafa piramidal se puede disfrazar de ingeniería financiera pero en realidad tiene la costura del timo clásico, en el que es necesario el carisma del burlón y la codicia del panoli. El refrán es también invento español que consiste en usar la sabiduría prestada, y hay uno que asegura que nadie da duros a cuatro pesetas.

MARTÍN OLMOS

El hombre gris

In Caníbales, Destripadores y sacamantecas on 6 de diciembre de 2012 at 21:40

Albert Fish, uno de los hombres más perversos del mundo, gastaba la pinta de un vendedor de enciclopedias en horas bajas

EL HOMBRE GRIS POR MARTIN OLMOS

“En medio de sus éxtasis masoquistas, en los que se clavaba agujas en los testículos, Albert Fish gritaba: “¡Soy Cristo, soy Cristo!”.
JESÚS PALACIOS.

Tres de las más notables aportaciones de Satanás a este mundo pícaro han sido las resacas, los contratos de aprendizaje, que son un disfraz de las galeras, y el despreciable Albert Fish, que fue, y no por este orden, castrador de negritos del arrabal, ladrón y estafador, devoto del dolor -tanto de otorgarlo con sadismo como  de sufrirlo  con delectación-, violador y mentiroso compulsivo, comedor de carne humana, precursor del piercing genital, escritor de correspondencia lasciva con faltas de ortografía, polígamo y asesino de niños. Aparte de esto y sin embargo, salió de un vientre humano. Albert Fish nació en 1870 en Washington D.C. dentro de una familia que frecuentaba la demencia: dos de sus tíos murieron en habitaciones acolchadas, uno de ellos perseguido por una manía religiosa, su madre oía voces y tenía alucinaciones, uno de sus hermanos murió de hidrocefalia y otro era un borracho sin remedio y un  incansable cuentista al que le encantaba presumir de haber vivido con una tribu de caníbales en las islas de Java con los que compartió la gastronomía de la región. Su padre, el señor Randall Fish, había sido piloto de un barco de palas en el río Potomac y tenía cuarenta años más que su mujer, así que el matrimonio nunca compartió temas comunes de conversación y practicó una convivencia fundamentada en el ayuntamiento desordenado y los monosílabos. El viejo murió cuando se le rompió el corazón en la estación de Pensilvania y dejó a la familia sin un centavo, Albert tenía cinco años y su madre le envió a un orfanato para que pudiese disfrutar de una escudilla de sopa de tropiezos escasos y una manta limpia.

La juventud excéntrica de Albert Fish
En el Refugio de San Juan las monjitas eran partidarias del concepto educacional de la vara de eucalipto sobre las nalgas de los revoltosos, a los que antes dejaban en cueros para que a la paliza se le uniese la humillación pública delante de sus compañeros. Albert Fish era meón nocturno, ladrón de comida y escapista de cierta eficacia, con lo que tomó lo suyo con frecuencia y descubrió que el dolor le producía satisfacción. Las monjas observaron con turbación que el trasto del muchacho se ponía belicoso con cada flagelación y decidieron que era un ser sin posibilidades de redención. En una ocasión, impregnó de queroseno la cola de una mula y la prendió fuego y las largas noches huérfanas las gastó perfeccionando el ejercicio sedante de la masturbación. Cuando su madre encontró un trabajo decente le reclamó y el chico volvió al hogar humilde y al baldío y un día se cayó de un árbol y el golpe le dejó de por vida vértigos, jaquecas y tartamudez. A los doce años se echó un novio telegrafista que le introdujo en la práctica de la coprofagia, que es la merienda de heces humanas para la obtención de satisfacción sexual. Su romance fue bonito mientras duró, y la parejita frecuentaba a las lumias de pago para pedirles jarras de sangre del menstruo y salía a cazar a los niños negros del gueto para castrarles con una navaja de afeitar. Cuando Albert talló, inevitablemente derivó a la prostitución homosexual en los meaderos de Washington y Nueva York. En 1890 violó a su primer niño y en 1910 asesinó a un amante ocasional.

Poe y el Antiguo Testamento
Al contrario que los librepensadores, que se entregan con fruición a la lectura desordenada de cualquier agrupación encuadernada de frases impresas en letras de molde, Fish únicamente frecuentó la parte del Génesis en la que se relata el sacrificio de Isaac y el relato de Poe “El pozo y el péndulo”, que es la larga descripción de una tortura. Además, coleccionaba semanarios de sucesos, ALBERT FISHespecialmente los que contaban los crímenes del asesino caníbal Fritz Haarmann, el Carnicero de Hannover. Se instaló en Nueva York y encontró trabajo de pintor de brocha gorda, se casó con una mujer diez años más joven que él y la concedió seis hijos y una vida desgraciada. De vez en cuando pasó por el trullo por endosar cheques falsos y en el penal de Sing Sing se convirtió en el preso más popular de los retretes. Para entonces ya estaba más loco que una cabra. A veces se introducía en el ano una bola de algodón impregnada de gasolina y se la prendía fuego y se pasaba días envuelto en una alfombra porque decía que así se lo había ordenado el arcángel San Gabriel. También le gustaba clavarse agujas de tejer en el escroto y en la base del pene y las tardes del domingo se ponía en cueros y  obligaba a sus hijos a azotarle en el salón. Su mujer le abandonó por considerar sus costumbres excéntricas cuando menos y Fish empezó a escuchar en su cabeza la voz del Apóstol Juan, multiplicó los merodeos alrededor de los patios donde jugaban los niños y en Georgetown asesinó a un muchacho corto de entendimiento al que atrajo a un erial para abusarlo. En las noches de luna llena sentía apetito de carne cruda.

Cortocircuito
En 1928 al mundo le quedaba un año para declararse en bancarrota, Albert Fish tenía 58 primaveras, se había vuelto a casar tres veces sin pasar por el registro y había asesinado a cinco niñas en Brooklyn por las que había pagado con su pellejo un vagabundo negro que tenía la cara pasmada de los que siempre han sido sospechosos de algo. La familia Budd, pobre pero honrada (una combinación que recomienda la iglesia pero a la que todavía no se ha encontrado rendimiento en el terrenal), andaba escasa de liquidez y el hermano mayor Edward puso un anuncio en el New York World en el que se ofrecía para el tajo del campo. Contestó Albert Fish, que se hizo pasar por el hacendado Frank Howard, granjero de Farmingdale, y se presentó en el hogar de los Budd con una tarta de queso y fresas. Prometió contratar al joven y sentó en sus rodillas a la pequeña Grace, de diez años; dijo que le encantaban los niños, escondió al diablo detrás de un traje gris. El encantador señor Howard le adelantó al muchacho una semana de sueldo y consiguió que le dejasen llevarse de paseo a la niña Grace, que no tenía muchas oportunidades de que la invitasen a regaliz. La metió en un tren y se la llevó al condado de Westchester, a una casa vieja que se sostenía de milagro, no la invitó a regaliz ni a bastones de caramelo. Se desnudó delante de ella y cuando la chiquilla lloró la estranguló, la descuartizó y se la comió. A lo largo de nueve días se zampó su antebrazo cocido con cebollas y zanahorias y las nalgas cortadas en juliana, asadas al horno con láminas de panceta. La madre de Grace Budd padeció durante seis años el martirio de no saber que fue de su hija, hasta que en 1934 recibió una carta del señor Howard en la que le detallaba sin ahorrarse truculencias el último día de la pequeña. El matasellos del sobre condujo al jefe de detectives William King al cuarto de alquiler de  Albert Fish, que le recibió blandiendo una cuchilla de afeitar de cinco céntimos la media docena. El vejestorio que se sentó ante el tribunal no tenía cuernos ni rabo, así que no podía ser el diablo, el traje le quedaba grande, era llorón y tartamudo y parecía el dependiente jubilado del ultramarinos. Los periódicos le llamaron el Hombre Gris. Le condenaron a morir en la silla eléctrica y Fish reconoció sentirse excitado ante el último chispazo. Le ejecutaron el 16 de enero de 1936 al segundo intento. El primero marró porque llevaba incrustadas en el escroto veintisiete agujas de marinero que provocaron un cortocircuito. Estaban infectadas y herrumbrosas, algunas cerca del colon. Llevaban allí veinte años.

MARTÍN OLMOS

Cuando el marido estorba

In El cañí on 6 de diciembre de 2012 at 21:33

Como Ramona se entendía con el mancebo y le sobraba el legítimo, buscó la solución en un hacha y en la cuadra de los gorrinos

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Mi primer contacto con la poesía eran las visitas al pueblo de algún ciego que cantara romances como el de El Crimen de Tardáguila”.
JOSÉ-MIGUEL ULLÁN. Poeta.

A pesar de ser hombre de campo, Domingo Laso de Vega nunca acabó de entender que no es la mejor idea meter al zorro en el corral de las gallinas. Dicen en el rústico, con esas metáforas que hacen con  bichos, que no llames a los pájaros, que bajan a comer. Domingo Laso de Vega metió en su cortijo a un gañán para que le ayudase en la labor y le dio confianza, mantel y un sitio donde dormir. Y es seguro como que el sol sale por el este que si metes a un hombre en tu casa empieza por sentarse en tu retrete, dejando en el asiento su incómodo calor, sigue por saber dónde guardas el vino bueno y acaba por usarte a la mujer. Sobre todo si ésta te salió pendón. A Domingo Laso le coronaron la cresta, después se la abrieron con un hacha y le enterraron en la cuadra de los gorrinos, debajo de una capa de cemento y el pueblo hizo del suceso una copla que empezaba diciendo: “Sagrada Virgen María/ Madre del Dios Creador/ darme para que cuente/ este crimen tan traidor”.

Domingo Laso y su mujer Ramona tenían en común el apellido, porque eran primos carnales, y poco más y en el casamiento influyeron más las fincas que los amores, con lo que el matrimonio se edificó sobre el suelo, más bien frágil, de la conveniencia. Se casaron el 7 de septiembre de 1940 en la iglesia de Santa Engracia, previo acuerdo de los parientes que querían juntar las haciendas, pusieron casa en Tardáguila, en el camino de Topas, en la provincia de Salamanca y tuvieron una hija a la que llamaron  Amparito. En Tardáguila le levantaron una iglesia a Santa Engracia porque hizo una noche en su camino a Zaragoza, donde Publio Daciano le cortó el pecho izquierdo para ver cómo le latía el corazón. Después, Publio Daciano, que era prefecto de Hispania en la era de Diocleciano, le cogió afición al martirio y le perforó los oídos con un hierro candente a Santa Aquilina, encerró a Santa Eulalia en un corral de pulgas después de haberla matado a palos y a San Zoilo le arrancó los riñones desde un ojal que le hizo en la espalda.

Tres bandas
Domingo Laso no era un santo pero iba camino de ser el mártir de un triangulo amoroso de pueblo. Con el tiempo le cogió gusto al naipe y a perder en la taberna y para que le atendiese la tierra contrató a un gañán de Zamayón que se llamaba Lino Herrero y era joven y con ganas de medrar. Lino se instaló en la casa del matrimonio, haciendo multitud de tres, y una tarde que Domingo andaba en la timba Ramona le enseñó al mozo unos roces de jara que se había hecho en las piernas y se expuso en cuero vivo y como el chaval no era de piedra acabaron haciendo la intersección sobre la mesa del hogar. El descuido se hizo derecho y en la casa de Tardáguila se jugaron las tres bandas. La copla dijo: “Pues esta mujer ingrata/ la que al vicio se entregó/ con el criado mancebo/ causa de su perdición”. A Domingo dejó de calzarle la boina pero no se enteró y palmó en el tapete una apuesta que tuvo que satisfacer vendiendo por lo bajo un pajar de Ramona, ésta hizo el cálculo de la pérdida y le salió que le sobraba una de las tres patas de la banqueta. Mal le pinta el porvenir a un marido cuando se convierte en estorbo. “Ramona le dice a Lino/ con muchísimo salero/ matamos a mi marido/ y nos vamos al extranjero”.

El ciervo y la fresca
La noche del 7 de abril de 1952 llegó Domingo de perder en el burle y con tres chatos, llegó pendenciero y riñó con Lino a cuenta de un buey, que dijo que el mancebo se lo mancó, y luego se sentó a cenar, se regó con media frasca y se quedó frito en el postre sin levantarse de la mesa. Ramona le metió un hachazo con un destral de mano que le levantó la tapadera del cráneo y le sacó del puro golpe la masa encefálica. Lino por precavido valía por dos y le dijo a la mujer que le diese otro por rematar. Cogieron los dos al muerto, lo enterraron en la cuadra envuelto en una manta y le dieron una capa de cemento a la sepultura para que no la enredasen los cochinos. Lino salió a la mañana siguiente para Madrid y desde allí puso un telegrama firmado por Domingo en el que decía que se marchaba a Buenos Aires. En Tardáguila, donde hizo noche Santa Engracia camino del martirio, no se extrañó el compadraje de que Domingo se fuese a por las de Villadiego porque ya le andaban pregonando de ciervo y a la mujer de fresca y nadie se jugaba una gorda por el futuro de aquel hogar. Poco tiempo después Lino se puso a pactar negocios con las tierras de las que no era amo y a portarse de señor y dejó a la viuda en secano, porque le perdió el interés, y los dos cómplices riñeron. LINO HERRERORumoreaba Tardáguila en corros de lavar y en el barbero. Hicieron dos malas patas para un buen banco aquellos dos criminales de villorrio y cogieron cada uno su camino. Lino volvió a Zamayón y Ramona quiso pasar por doliente pero ya estaba sospechada. La Guardia Civil encontró en agosto el fiambre en la porquera –“empezaron a picar/ con la malvada presente/ y al descubrir el cadáver/ reía cobardemente”-,  le calzó las pulseras a la viuda y a Lino le puso un galgo. El jornalero huyó a Pamplona con la intención de tomar por Irún el camino de Francia pero se le antojó duro el exilio, volvió a su pago y en la casa de su padre le prendieron.

En el juicio Ramona pretendió pasar su vida por calvario, dijo que se casó a la fuerza y que su marido fue borrachuzo, burlanga y pegón y Lino se presentó como un zagal de poco candil, cumplidor pero inocente, al que engatusó la doña con sus artes de mujer. El fiscal, sin embargo, determinó que Ramona era una mujer de una “psicología difícil y extremadamente lujuriosa” y en una exhibición de pedagogía behaviorista afirmó que si su marido la calentaba era por enderezarle la conducta desordenada. Que la templanza se enseña a guantazos. Les dieron a ambos treinta años de presidio y pudieron dar las gracias de no sentarse, por un pelo, en el garrote. Aquel crimen fue agrario, con hachazos y cuadra, y pasional, de la modalidad triangular, casi de manual, con dos amantes furtivos y un descarte pero escribió blasón en el pueblo de Tardáguila, en donde no pasaba nada desde que hizo noche Santa Engracia camino del martirio y si a ésta le levantó una iglesia, al suceso le puso rima: “Así termina la historia/ de Domingo infortunado/ que Dios lo tenga en la gloria/ por nacer tan desgraciado”. Échenle un duro al ciego, que también tiene que comer.

MARTÍN OLMOS