MARTÍN OLMOS MEDINA

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Arrope amargo

In El cañí, Uncategorized on 25 de marzo de 2014 at 11:59

A Manuel Delgado Villegas le gustaban las películas de Cantinflas, la vida nómada y asesinar a los que le estorbaban el camino

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“El Arropiero era una farsa canalla y disfrutaba con la violencia”.
LUIS FRONTELA. Catedrático de Medicina Legal.

Le decían  arrope al dulce hecho con la pulpa del higo, que hervida con paciencia ligaba en consistencia de jalea y era industria de buhoneros, que lo mercaban gritándolo en las fiestas de la Virgen. Era condumio que dejó la morería, que le decía “ar-rurb” al jugo cocido de la fruta. Los arropieros vendían su género en las ferias, con las peladillas y la melcocha, que es la pasta de la miel, y dormían al sereno en las rutas transeúntes. La ganancia les dejaba escasa la chabola, el librillo y la hebra de fumar, que era de tabaco cuarterón y astilla, y en invierno a ponerse a la chatarra. Ya no se vende el arrope en las barracas de agosto como ya no se juega al güito ni al hinque ni al truquemé con una teja.

Manuel Delgado Villegas, el hijo del arropiero de Sevilla, no tuvo que vocear el género en los corros chiquillos pero heredó de su padre el apodo gremial. Vino al mundo el 25 de enero de 1943 saliendo de parto bronco que se llevó por delante a su madre y el viejo, por andar en la trashumancia, le dio en cría a una abuela que le sacó adelante como pudo, con más palos que devoción, hasta que le vio talla para echarlo al mundanal, a vérselas panza arriba, como los bichos de la selva. El chaval era lerdo de entendederas y llenó el pupitre sin consecuencias, porque no consiguió aprender ni a leer ni a escribir ni las cuentas elementales, con lo que sus aspiraciones en la vida se vieron menguadas y tuvo que desestimar un futuro de rapsoda, de notario o de lector de los contadores de la luz. Le quedó la Legión, en donde solo hace falta el valor, el lienzo virgen de la peladura para pintarla de amores y jesucristos crucificados y poco que dejar atrás. En el Tercio aprendió a fumar la grifa y a descoyuntar a un semejante con un golpe con el dorso de la mano pero también empezó a manifestar violentos ataques de epilepsia que hicieron que, por inútil, le licenciasen del cuartel. Ni para novio de la muerte sirvió el Arropiero sin arrope y se vio en el mundo sin más porvenir que correrlo a la buena de Dios. Villegas era pequeñajo pero fuerte como un toro joven, pudo pedir tajo en el andamio pero prefirió vagabundear el país poniendo la gorra en las catedrales y alquilándose de puto en los retretes que frecuentaban los homosexuales. Como padecía de anaspermatismo no culminaba, con lo que  podía repetir faenas sin arrugar y se hizo clientela en los meaderos, en los que sacaba para el vino y para ir a los programas dobles, con una bolsa de maní, a ver  las películas de Cantinflas, que le gustaban tanto que se dejó crecer el bigote peladito. También le copió el andar gañán y los parlamentos sin concierto que les peroraba a las chavalas, impostando el acento mejicano, para pasar por chistoso y llevárselas al huerto porque igual le daba la dieta de carne que la de escama. A veces los bofias le trincaban por “la gandula”, la ley de vagos y maleantes, pero no sufría trena común porque se arrancaba por convulsiones epilépticas que le conducían al psiquiátrico, de donde salía con facilidad saltando la verja después de guindar las pastillas de Rophinol.

En 1964 tenía veinte años y buscaba lecho en la playa de Llorach, en Tarragona, iba inspirado de grifa y vino peleón y vio a un hombre dormido que se protegía del viento de enero echado junto a un muro. Con una piedra le abrió la cabeza hasta matarlo y le robó cuarenta duros y un reloj de quincalla que al de dos días se le paró. Le daba mayor beneficio el apaño sórdido de la EL ARROPIEROletrina pero el Arropiero no eligió matar por oficio sino porque se lo mandaba el cuero. Tres años después una chica francesa que estaba viviendo su ración de la Era del Acuario en Ibiza se emborrachó de hachís y de paz y dejó la puerta abierta de su casa de Can Planas. Se llamaba Helene Boudrie, tenía veintiún años y no encontró la respuesta que estaba flotando en el viento. Villegas entró porque la andaba acechando para verla dormir en cueros y la mató de una cuchillada, la abusó mientras se enfriaba y le robó un colgante de plata con la medalla de un santo. Al año siguiente se cruzó en Chinchón con Venancio Hernández Carrasco y le pidió caridad. Carrasco tenía olivares, llamaba al pan por su nombre y al vino por el suyo y se había inventado el eslogan “Chinchón, anís, plaza y mesón” con el que quería atraer a la comarca a las suecas y sus parneses. Carrasco le dijo a Villegas que si quería duros se los ganase, que tenía dos brazos en ejercicio y correa para manejarlos y el Arropiero le descoyuntó con su golpe legionario, le robó los pantalones de faena y un par de calcetines y lo tiró al río Tajuña.

Siguió el Arropiero feroz alpargateando el país sin planear rumbo, recortándose el bigote con intermedio del Cantinflas y viviendo del pedir,  del choro magro y de la chapa vil del urinario. Dejó por el camino su rosario sangriento, dejó en Barcelona a Ramón Estrada con el cuello roto por negarle doscientos duros y a Anastasia Borella, que tenía setenta años, con la cabeza abierta de un ladrillazo por yacerla una vez muerta. La dejó en el túnel Riera Sirena, en Mataró, y durante cinco noches fue a buscarla para cubrirla como un animal. En 1970 regresó al arrope y fue a buscar a su padre al Puerto de Santa María, en Cádiz, para ayudarle en el tajo de las ferias. Aprendió a hervir sin prisa la pulpa del higo y se echó novio de contrabando con el que se iba a pasear en moto. Se llamaba Paco Marín y lo descoyuntó de un puñetazo en el cuello y lo echó al Guadalete. Después engatusó con sus gracias mejicanas a Antonia Rodríguez, que era obtusa de juicio e iba para vestir santos y la engañó con promesas. Una tarde que la fue a disfrutar a una campa la estranguló con sus leotardos y la dejó de festín de las alimañas cubriéndola apenas con una rama. Le cogieron al año siguiente y frente al foco se atribuyó cincuenta víctimas y se inventó una banda marsellesa y amores con millonarios de la Costa Azul. La policía investigó veinte muertos sin dueño a lo largo del país y le demostraron siete. Su abogado, Juan Antonio Roqueta, echó una tarde con él en la reja por sacar argumento para su defensa y cuando salió dijo que si le soltasen, alguien tendría que seguirle con una carretilla para recoger los fiambres.

Al Arropiero le metieron en el manicomio y tiraron la llave, primero en el de Carabanchel, donde huyó de las reyertas reclusas corriendo donde los guardias, y después en el de Fontcalent, en Alicante, donde se dejó barba ermitaña y manifestó autismo. Yo solo como y duermo, decía, que darle vueltas al tiesto te vuelve majareta. Se le olvidó decir que también fumaba hasta el centenar de pitillos diarios y murió en 1998 con los pulmones obstruidos. El arrope ya no se vende en las ferias de agosto, como ya no se juega al güito ni al hinque ni al truquemé con una teja pero matar se sigue matando con regularidad, y a veces con entusiasmo, porque siempre hay alguien furioso que cree disponer de motivo. En cuanto a fumar, lo justo, donde a uno le dejan y si le alcanzan los posibles, que se ha puesto el pito al precio del azafrán.
MARTÍN OLMOS