MARTÍN OLMOS MEDINA

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Los meandros de las historias

In Los raros, Matanzas on 22 de febrero de 2015 at 21:41

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Una historia desbocada puede derivar en cualquier cosa

“Si la mitad de las piezas de un rompecabezas están faltando, lo más probable es que algo pueda seguir siendo armado”
NORMAN MAILER

Una historia es un organismo vivo al que hay que amaestrar como a una foca de parque acuático para que haga sus gracias con un balón a cambio de una sardina. Una historia se construye a base de una carpintería de diques para que fluya por donde a uno le conviene. De lo contrario, la historia meandra por donde se le antoja y va sacando afluentes que unas veces van a alguna parte y otras no. Norman Mailer decía que un esquiador decente rara vez se preocupa por el camino porque confía en que reaccionará ante los cambios del sendero a medida que se le presenten, pero no todos los esquiadores son lo suficientemente eficaces y entonces les conviene  conocer donde acaba la pista y donde doblan las curvas. A una historia hay que podarle las ramificaciones como al brazo de un árbol si lo que uno anda buscando es que le salga un cayado. Para eso le hace falta un cuchillo de desbrozar y una noción mediana del concepto de la línea recta. Le puede ayudar también calibrar la resistencia del sarmiento para que le sostenga un par de paseos o tres. Puede, sin embargo, que piense que sus piernas son lo suficientemente fuertes como para no necesitar reforzarlas y entonces observa el ramizo con toda su frondosidad y lo conserva sin desbrozarle los afluentes. Una historia sin pelar se parece a un cuadro de Jackson Pollock hecho con salpicaduras de pintura líquida. Uno a Jackson Pollock le tiene poco mirado y se lo tienen que explicar. Si a uno le tienen que explicar un cuadro se cree que está mirando un teorema. A uno le dicen que Pollock hacía “action painting” . Uno va al museo a ver cristos crucificados y bodegones con perdices. A un cuadro de Pollock hay que acercarse con un estado de ánimo receptivo. Uno, cuando le sale un día mundano como de tío que para mucho en Nueva York, se pone delante de un cuadro de Pollock y asiente levemente con la cabeza, no más de tres veces pero perceptivamente para que se sepa que está en el rollo. Uno, cuando le sale un día de porrón como de tío que una vez fue a una Feria de la Herramienta a Valencia, se pone delante de un cuadro de Pollock y va y  suelta la gracia y dice: esto lo pinta mi sobrino con unas témperas. A una historia hay que acercarse con un adecuado estado de ánimo, como si se mirase un cuadro de Pollock o a una mujer madura. Si la historia posee su carpintería de diques asentados redondea de alguna forma conformando un conjunto homogéneo. Si, por el contrario, distrae por afluentes hay que afrontarla con la pericia de un esquiador decente reaccionando a los cambios del sendero y sale San Antón si tiene barba, y si no la Purísima Concepción.

Esta historia empieza con las suelas de las alpargatas de un hombre asesinado y acaba con un encuentro en la tercera fase. En agosto de 2009 desenterraron de una fosa común en Las Palomas, en la carretera entre Valverde y Villanueva de la Vera, en Cáceres, seis suelas de alpargata, un botón roto y una moneda de perra gorda. Las suelas de las alpargatas eran de Gregorio Recio Marcos, de diecisiete años, de Lorenzo Cordero Ramos, de treinta y cinco, y de Teodoro Tornero Fernández, de veintiocho, asesinados por una patrulla irregular de falangistas en octubre de 1936 durante la represión que sucedió a la toma de la comarca por las tropas de la rebelión. En Villanueva de la Vera hubo dos muertos más célebres que fueron el alcalde socialista Anastasio Arroyo Gironda, antiguo chofer del marqués de Esquilache, y su compadre Pedro González Hernández, cantaor de flamenco, jornalero y caballista de reses bravas. Anastasio Arroyo Gironda hizo campaña por el Frente Popular y Pedro González Hernández le camelaba al auditorio cantando por bulerías. A Anastasio Arroyo, a Pedro González y a otros tres jornaleros les trincaron los falangistas cuando entraron las columnas africanas a Talaveruela camino de Madrid y les pasearon en la carretera de Villanueva de la Vera, a la altura de la fuente de El Pocillo, en Aguasfrías, después de obligarles a cavar sus propias tumbas. Les mataron de noche y les malenterraron y a la mañana siguiente vio un cabrero un brazo brotar de la tierra como un sarmiento de olivo. Los cinco hombres muertos habían posado en tiempos mejores en una fotografía en la que salen tres destocados, uno con una gorra y otro con una boina y los cinco calzando alpargatas esparteñas de suela de cordel y capellada de trapo. Ninguno lleva sombrero y miran a la posteridad. Ninguna de las seis suelas de alpargata que salieron de la fosa de tierra de Las Palomas era de ninguno de aquellos cinco hombres y eran, en cambio, de Gregorio Recio Marcos, de Lorenzo Cordero Ramos y de Teodoro Tornero Fernández. Teodoro Tornero Fernández fue uno de los fundadores del Ateneo de Villanueva de la Vera y pensaba que se progresaba leyendo y cuando los falangistas le llevaron a pasear al yermo de Las Palomas uno de ellos le sacó los dos ojos con los pulgares, le puso delante de un libro quemado y le dijo que lo leyera. Las suelas de sus alpargatas, y una moneda de perra gorda y un botón roto, salieron de la tierra en agosto de 2009. Ochenta años después, en Villanueva de la Vera vive una comunidad sufí naqshbandí, la rama más espiritual del Islam, por donde pasaron antaño los moros de El Mizzian buscando el sexo pálido de las milicianas y las orejas cristianas con las que engarzar un collar para presumir en el Rif. La muerte espantosa de Teodoro Tornero Fernández, que pensaba, pobre loco, que se progresaba leyendo y le sacó los ojos con los pulgares un paisano para pagar, seguramente, una rencilla vieja de pueblo estrecho que espera una guerra para saldar cuentas antiguas y amargas como los negros del Watts esperan al huracán para robar una tele, la refirió José María Zavala en “Los horrores de la Guerra Civil” recogiendo el testimonio de Eduardo Pons Prades, veterano anarquista de la Quinta del Biberón y herido en los bombardeos de Barcelona que siguió peleando por inercia en Francia con el maquis y en la columna del general Leclerc.

Alpargatas y marcianos
Eduardo Pons Prades nació en 1920 en el Raval de Barcelona y su tío cargó al hombro el ataúd de Buenaventura Durruti. En 1937 falseó la edad y se alistó en el Ejército Republicano, en el que llegó a sargento instructor de ametralladoras de la mano del poeta Miguel Hernández. Con la 105 Brigada Mixta combatió en los frentes del Ebro, de Madrid, de Guadarrama, de Brunete y del Segre. Cuando cayó la República cruzó la frontera por Port Bou, apacentó cerdos en Bloumac y se unió al maquis para pelear al alemán en Bélgica y en Luxemburgo. Dirigió un comando guerrillero en el río Ariege y liberó Aude integrado en las tropas de los generales Leclerc y De Gaulle. Después de la guerra cruzó varias veces la frontera en el clandestino para rendir misiones misteriosas a cuenta del Partido Sindicalista y regresó definitivamente a España en 1962 abrigándose  en una amnistía de Franco con motivo de la coronación del papa Juan XXIII. Participó en la fundación de la editorial Alfaguara y escribió una docena de libros sobre las dos guerras que conoció, sobre el exilio y sobre los campos de exterminio hasta que en 1981, en la carretera de Perpiñán, se encontró con una nave espacial de setenta y cinco metros de altura y unos marcianos vestidos con monos blancos le dijeron que venían de la Armoniosa Confraternidad Universal y le hicieron partícipe de un mensaje que le grabaron en la mente por medio de un casco con la forma de un birrete de rabino. Publicó su experiencia en “El mensaje de otros mundos” (Planeta, 1982), a pesar de las reticencias de su editor, que no veía manera de engarzar la obra en el resto de su bibliografía igual porque nunca se paró delante de un cuadro de Pollock hecho de salpicaduras de pintura líquida a la buena de Dios. Esta historia empieza con suelas de alpargatas y cunetas plantadas de represalia, con muertes atroces de villanos que aprovechan el huracán como los negros que saquean teles y se desarrolla a través de la pista de esquí de Norman Mailer hasta derivar, a causa de la ausencia de diques y a base de coser eslabones sin ninguna noción de la línea recta, en un historiador racionalista que acaba viendo marcianos una noche en Perpiñán. Queda entre Buñuel y George Lucas y como un cuadro pintado por tu sobrino con una témperas. Pollock murió en 1956 cuando se estampó con su coche conduciendo trompa.

MARTÍN OLMOS

El torero de Sestao que mató a un morlaco en la Gran Vía de Madrid

In Bichos, El cañí on 15 de febrero de 2015 at 20:31

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Diego Mazquiarán murió loco en Perú y una vez toreó de abrigo

“Diego Mazquiarán, ´Fortuna´, de Bilbao, es otro gran matador de tipo carnicero”
ERNEST HEMINGWAY

Sestao queda lejos, muy lejos, de Sevilla y su Giralda y olé y sus mujeres son matronales y amamantadoras como la loba de Roma y no majas morenas de cuadro de Julio Romero de Torres. En Sestao hay nubes serias y de plomo y no firmamento azul sobre calesas con postillones que cantan. En Sestao no se llevan las patillas rizadas ni los lunares ni los caireles en las botas y se viste de azul marino, como Dios manda, que es color de formalidad y de pasearlo los domingos en combinación con la camisa blanca y planchada y el pantalón de mil rayas. En Sestao hay cuestas que arrancan pedos que no se celebran y se disimulan con una tos, cof, cof. El norte vasco no es de hacer chistes con pedos y si se escapan se pide perdón. En el norte vasco gustan los toros bravos cuanto más grandes mejor y Hemingway decía que la feria de Bilbao era seria, lujosa y sólida y los toreros debían vestir chaqueta y corbata. Al norte vasco, sin embargo, no le va el alrededor del toro, que es de colorines y de majas y de sol y de fino La Ina, y a veces ha tenido la tentación de prohibirlo por español, pero no lo ha hecho porque Jon Idígoras fue novillero con el nombre de Chiquito de Amorebieta, fue subalterno en la cuadrilla del Duque de Boroa y una vez toreó a beneficio de los huérfanos de la Guardia Civil. Con el tiempo se ha ido expandiendo la verbena y las ganas de festejar lo que se ponga delante (igual da que sea el jalowin que la feria de la cerveza) y en el norte vasco se ven ahora venencias y sombreros cordobeses cuando llega abril y parece que estamos esperando a mister Marshall. Sestao queda lejos, muy lejos, de Sevilla y su Giralda y olé, queda a setecientos kilómetros que separan a las matronas de las majas morenas y, sin embargo, tuvo que ir un torero de Sestao a hacerle una faena de abrigo a un toro que se desbocó en la Gran Vía de Madrid y corneó a un ordenanza en el culo. Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele y merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa. La tauromaquia al final es pintoresquismo, tertulias de sobremesa y versos de Lorca.

El torero de Sestao que mató a un morlaco desbocado y molestón en la Gran Vía de Madrid tentándole faena con un abrigo fue Diego Mazquiarán Torróntegui, que le decían Fortuna por la suerte que tuvo de no diñarla un día en la estación de Valladolid arrollado por un tren. Cuenta Roberto Espina que Diego Mazquiarán nació en Sestao a las once y media de la noche del miércoles 20 de febrero de 1895 en la calle Iberia, letra F, quinto piso, y que fue bautizado dos días después en la Parroquia de Santa María de la Anunciación figurando en la partida con el apellido de Marquiarán, con erre en lugar de zeta. De joven fue pinche de laminación en los Altos Hornos con un jornal de 2´25 pesetas diarias pero no duró seis meses en la fragua porque prefería frecuentar las novilladas y salió de banderillero el 15 de octubre de 1911 en la plaza de toros de Indauchu una tarde en la que toreó Agustín Rodríguez, que antes había sido María Salomé. Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele. María Salomé Rodríguez Tripiana, que le decían la Reverte, fue una novillera que debutó en una becerrada en Almería en 1907. Era de Jaén y hembra, y por lo segundo le iban a ver torear, porque en realidad no dejó mucho arte para recordar. En 1908, el ministro de la Gobernación Juan de la Cierva prohibió las corridas femeninas y la Reverte se quitó los pechos postizos y la peluca y resultó que era un hombre que se llamaba Agustín y siguió en la lidia, pero sin gracia y únicamente dejó blasón anecdótico que recogió el Cossío “tan solo por lo singular y desvergonzado de su sexo acomodaticio”. Estas historias de toros y toreros merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa.

Diego Mazquiarán viajó de tifus en los topes de los vagones para ir a hacerse lunas y una vez, en la estación de Valladolid, casi le descoyuntó un tren en el que se quería subir sin papel y por suertudo le dijeron Fortuna. Después anduvo Salamanca en capeas hasta que llegó a Sevilla, que quedaba lejos, muy lejos de Sestao y sus nubes de plomo, en donde encontró tajo en una panadería que servía a Rafael Gómez el Gallo, maestro dinástico y calé que duró un año escaso de marido de Pastora Imperio,  que le dio la alternativa el 17 de septiembre de 1916 en la plaza de Madrid cediéndole el toro Podenquero, de la ganadería de Benjumea, que era bragado y negro. De Fortuna dijo Hemingway que era un torero valiente y carnicero, “bravo como el toro y solo un poco menos inteligente”, que tenía los cabellos rizados, las muñecas gruesas y que se casó con una mujer rica. Dijo que era rudo y fanfarrón. En el Cossío le dicen de virtuoso de la estocada a volapié y Hemingway dijo también que no tenía ningún nerviosismo durante la lidia, y sin embargo se murió loco en un manicomio de Lima, en Perú, en 1940. Entre 1918 y 1926 despachó casi trescientas corridas pero su cartel empezó a decaer y en 1927 solo cumplió tres contratos hasta que recuperó el favor del respetable después de matar al toro de la Gran Vía.

Faena de abrigo
Estas historias de toros y toreros son pintorescas como una andaluza de cartón encima de la tele. El 23 de enero de 1928, sobre las ocho de la mañana,  se escapó de la manada un toro que era conducido al matadero de Madrid y entró en la ciudad por el Puente de Segovia, desde Carabanchel Bajo, y a la altura de Leganitos corneó en el culo a un ordenanza, embistió a dos paseantes y casi mató a una señora de sesenta y seis años. Hacia las once apareció por la Gran Vía (la antigua avenida del Conde de Peñalver) y se cruzó con Mazquiarán, que iba con su mujer a comer en casa de sus suegros. Mazquiarán apartó a la legítima y templó al bicho usando su abrigo como engaño  con un público entregado de madrileños paseantes que le gritaron olés. Del Casino Militar le trajeron un sable que Fortuna desdeñó por endeble y porque era matador y no un húsar y pidió que le fuesen a buscar un estoque a su casa del número 40 de la calle Valverde. Le hizo al toro faena de abrigo y lo mató de media estocada y descabello con la dificultad del suelo mojado de lluvia que resbalaba al animal. Toreó el vasco como dijo Hemingway que obligaba Bilbao, de chaqueta y corbata y zapatos de cordón. El respetable agitó pañuelos pidiendo que le diesen la oreja y le llevó a hombros hasta el café Regina de la calle de Alcalá, en donde le convidaron a anís,  y el ministro de la Gobernación le concedió la Cruz de Beneficencia, que se la entregó don Nicanor Villalta en la corrida de la Asociación de la Prensa.  Diego Mazquiarán Fortuna, torero que huyó de la fundición y que murió loco en un sanatorio limeño, dejó un sobrino novillero y tiene una placa en la calle donde nació en Sestao, al final de Iberia, frente a la estación de cercanías, encerrada en una urna fea y metálica con un cristal que cuando se empaña de lluvia no la deja ver. Estas historias de toros y toreros merece la pena contarlas porque te levantan una sobremesa y son pintorescas como una andaluza de cartón encima de una tele y hay que decirlas debajo de un pasodoble.

MARTÍN OLMOS

El día en que los tíos empezaron a dormir con un ojo abierto

In Destripadores y sacamantecas, Los raros on 7 de febrero de 2015 at 12:06

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
Cuando Lorena le cortó a Johnny el rabito o el circo americano

“Y las esposas dóciles palpan el filo del trinchante”
RAYMOND CHANDLER

Los tíos casados que vieron las noticias el 24 de junio de 1993 decidieron dormir con un ojo abierto. Se fueron a mear cuidando de no pillársela con la cremallera. Repasaron sus pecados y pensaron que no era la hora de tirar piedras. Los tíos solterones no lamentaron su lecho para uno. Se la machacaron felizmente y sin riesgo. Eclosionaron los símbolos. Se desarrolló en el macho el dolor por empatía y los tíos se la tocaron y musitaron: uy. Una peluquerita de metro y medio fue la nueva Simone de Beauvoir. Le taló la pija al vaquero y la tiró a un jardín que no prendió. La peluquerita era una medio chola cuencana de la provincia del Guayas del Ecuador y sabía poquito inglés. El tío al que iba prendido la picha era un protestante no mal parecido si te gustan los idiotas. La picha aquella se puso simbólica y fue antiimperialista y fue feminista. No fue, por un pelo, la merienda de un perro. La picha aquella fue la hostia. Fue una proeza médica. Fue una industria de la que vivir una temporada. Fue una manera de hablar. Fue una polla insolvente y totémica. En la Edad Media se creía que el semen y el pis que regaban los ahorcados alimentaba a la planta de la mandrágora, cuya raíz tenía la forma de un niño. La pichita cortada del protestante que más bien era idiota prendió en alegorías que cada cual interpretó según su estado de ánimo. Fue una polla de partidarios. Fue una polla sandinista para la América ingenua que dijo Rubén Darío que tenía sangre indígena, que aún rezaba a Jesucristo y aún hablaba en español. Fue la polla del talión para la feroz mensajera de las valquirias Camille Paglia, una tía que daba miedo. Fue al final una polla para hacer chistes malos en el cabaret. Fue la polla aquella polla. Dio bien de sí, como la de Jorge.

John Wayne Bobbit tenía los ojos verdes y era un imbécil de campeonato. Era moreno y galán y cuadraba su mandíbula entre dos ángulos rectos sin rumores de curvas. No servía para gran cosa. Sirvió para la milicia. Se alistó en los marines fieros. Cantó en la fila: “Aquí mi fusil, aquí mi pistola. La una pega tiros y la otra me consuela”. Era un guaperas de boliche con billar y birra floja. Era el resultado de mezclar la Biblia con las películas de Troy Donahue y la doctrina Monroe. Balbuceaba parlamentos elementales que no merecieron posteridad y contaba chistes de otros. Estaba en condiciones de ligarse a chicas sin expectativas.

Lorena Gallo era una pequeñaja de metro y medio, tenía expectativas pero no entendía bien el inglés. Era una chola católica del Ecuador en el estado baptista de Virginia. Les hacía los pies a las señoras en una pelu. No quería ser Emmeline Pankhurst. Quería un novio gringo y electrodomésticos. Quería comer pavo el Día de acción de Gracias y quería ser Pocahontas. Rezaba a la Virgen del Quinche. Se la ligó John Wayne Bobbit con su mandíbula de cartabón y sus chistes prestados. A Lorena le pareció guapo el chulo de ojos verdes como el verde limón. Le gustaron sus músculos acerados en la infantería y su pinta de macho ancestral y de grandullón con pocas luces. Pensó, quizás, que era la clase de tío que se quita el sombrero cuando entra en cerrado. Se casaron el 18 de junio de 1989 y los colegas de Bobbit les tiraron arroz.

Cortar por lo sano
La vida matrimonial se convirtió en zurras y en polvos de caballería. John Wayne Bobbit practicó la doctrina Monroe en el dormitorio y cuando se entrompaba sacaba un falo violento como un puñal. Lorena Gallo se preñó y su marido la obligó a abortar. La Virgen del Quinche lloró lágrimas amargas de madre seca. Lorena Gallo se confesó y Bobbit le dio una paliza y entró en su claustro al galope sin llamar a la puerta. John Wayne Bobbit se las enganchaba y ligaba con las camareras. Volvía a casa de balde y tomaba el premio de consolación para no irse a dormir con las pelotas llenas. Era un paleto animal. El papanatas le dio la última mano de leña a su mujer la noche del 23 de junio de 1993 y usó unilateralmente de su matrimonio a través de un polvo borrachuzo y trotón y después durmió la curda. Se le desmayó el chisme aturdido y en tregua no pareció ni violento ni puñal. Lorena se levantó, fue a la cocina, cogió un cuchillo, le apañó la polla y se la cortó. Luego salió a la noche y condujo sin concierto guiando el volante con una sola mano porque en la otra aún llevaba el saldo. Cuando se dio cuenta, lo tiró a un jardín baldío a través de la ventanilla. Después llamó a la pasma y les dijo que se la había cortado a su marido. A John Wayne Bobbit le llevó un colega al hospital y el médico dijo: atiza. Le hicieron un torniquete y los pasmas buscaron el saldo en un jardín en el que no había perros. Lo encontraron de chamba y lo guardaron en hielo que pidieron en un 7 Eleven. Los pasmas aquella noche les dijeron piropos a sus esposas. Tal vez las besaron en la frente. Buenas noches, cariño, hoy he tenido un día raro, pero fregaré los platos. Lorena Gallo tumbó de un tajo que duró un segundo el mito que le costó a Freud una vida levantar. Los doctores James T. Sehn y David E. Berman, del hospital de Manassas,  echaron sus buenas nueve horas en coserle el saldo a John Wayne Bobbit y el palurdo salió del quirófano  con un calibre corto como de santo del Greco y un cañón de un cuarto de millón de pavos con el sistema sanitario. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en disparate. Una semana después los dos tenían representante artístico.

Lorena se libró del trullo por trastorno psíquico transitorio y el juicio lo echaron por la tele con anuncios. Pasó cuarenta días en un sanatorio. En Ecuador salieron los cholos a la plaza a celebrarlo. El cuchillo de Lorena fue allá en el sur la espada de Bolívar y la pija demediada la estatua tumbada del tirano. El presidente de Ecuador Abdalá Bucaram la invitó a cenar al palacio de Carondelet. A Lorena, no a la pija. No trascendió el menú, pero mejor si fue consomé y platos de cuchara. La feminista Camille Paglia dijo: “Lorena Bobbit ha consumado el acto definitivo del feminismo moderno”. Camille Paglia es de esa clase de tías conciliadoras que van de buen rollo. Los casados empezaron a dormir con un ojo abierto. Los solterones durmieron de lujo en sus lechos monoplaza. Lorena Bobbit se tiñó de rubia del gringo y perfeccionó su inglés. John Wayne Bobbit fue a fiestas en la mansión de Playboy con su cara de idiota sin remedio. Hizo tres pelis porno de éxito notable. La última se tituló “Frankenpene”, haciendo la gracia con la criatura hecha de los despojos del cementerio. El tío que no servía para nada se lo pasó en grande haciendo la versión paleta del Imperio de los Sentidos. Durante el juicio demostró su talento y entendía las preguntas al revés. Su abogado dijo: “Mi cliente no es el tipo más listo del mundo”. Cuando se le acabó el porno quiso ser luchador de catch en Las Vegas, como Hulk Hogan. Era una monda de tío. Lorena Gallo se volvió a casar y montó una asociación para aconsejar a las mujeres maltratadas. Dijo que John Wayne Bobbit le mandaba rosas el día de San Valentín. Dijo que su segundo marido dormía de un tirón. Qué quieren que les diga. En el país se consolidó la expresión “hacer un Bobbit” como sinónimo de castración. El asunto Bobbit empezó de infierno doméstico, viró a la carnicería y acabó en etimología. John Wayne Bobbit trabajó un tiempo de reverendo de pega casando a los turistas de Las Vegas vestidos de Elvis Presley. Ambos, a su manera, arrimaron unos gramos de bosta al ventilador. Recogieron la siembra una temporada. John Wayne Bobbit, el tío que no era el más listo del mundo, acabó en la ruina y le detuvieron por mangar ropa en una tienda y por zurrar a su novia Kristina Elliot, artista del cine guarro. Le pidió a la corte de Manassas el cuchillo capador para venderlo en el internet. Su agente Jack Gordon dijo que era un pedazo de la historia del país. John Wayne Bobbit probó la suerte del samaritano y dijo que iba a donar la mitad de lo que apañase a los niños pobres.  La corte de Manassas le mandó a tomar por saco.

MARTÍN OLMOS