Una historia desbocada puede derivar en cualquier cosa
“Si la mitad de las piezas de un rompecabezas están faltando, lo más probable es que algo pueda seguir siendo armado”
NORMAN MAILER
Una historia es un organismo vivo al que hay que amaestrar como a una foca de parque acuático para que haga sus gracias con un balón a cambio de una sardina. Una historia se construye a base de una carpintería de diques para que fluya por donde a uno le conviene. De lo contrario, la historia meandra por donde se le antoja y va sacando afluentes que unas veces van a alguna parte y otras no. Norman Mailer decía que un esquiador decente rara vez se preocupa por el camino porque confía en que reaccionará ante los cambios del sendero a medida que se le presenten, pero no todos los esquiadores son lo suficientemente eficaces y entonces les conviene conocer donde acaba la pista y donde doblan las curvas. A una historia hay que podarle las ramificaciones como al brazo de un árbol si lo que uno anda buscando es que le salga un cayado. Para eso le hace falta un cuchillo de desbrozar y una noción mediana del concepto de la línea recta. Le puede ayudar también calibrar la resistencia del sarmiento para que le sostenga un par de paseos o tres. Puede, sin embargo, que piense que sus piernas son lo suficientemente fuertes como para no necesitar reforzarlas y entonces observa el ramizo con toda su frondosidad y lo conserva sin desbrozarle los afluentes. Una historia sin pelar se parece a un cuadro de Jackson Pollock hecho con salpicaduras de pintura líquida. Uno a Jackson Pollock le tiene poco mirado y se lo tienen que explicar. Si a uno le tienen que explicar un cuadro se cree que está mirando un teorema. A uno le dicen que Pollock hacía “action painting” . Uno va al museo a ver cristos crucificados y bodegones con perdices. A un cuadro de Pollock hay que acercarse con un estado de ánimo receptivo. Uno, cuando le sale un día mundano como de tío que para mucho en Nueva York, se pone delante de un cuadro de Pollock y asiente levemente con la cabeza, no más de tres veces pero perceptivamente para que se sepa que está en el rollo. Uno, cuando le sale un día de porrón como de tío que una vez fue a una Feria de la Herramienta a Valencia, se pone delante de un cuadro de Pollock y va y suelta la gracia y dice: esto lo pinta mi sobrino con unas témperas. A una historia hay que acercarse con un adecuado estado de ánimo, como si se mirase un cuadro de Pollock o a una mujer madura. Si la historia posee su carpintería de diques asentados redondea de alguna forma conformando un conjunto homogéneo. Si, por el contrario, distrae por afluentes hay que afrontarla con la pericia de un esquiador decente reaccionando a los cambios del sendero y sale San Antón si tiene barba, y si no la Purísima Concepción.
Esta historia empieza con las suelas de las alpargatas de un hombre asesinado y acaba con un encuentro en la tercera fase. En agosto de 2009 desenterraron de una fosa común en Las Palomas, en la carretera entre Valverde y Villanueva de la Vera, en Cáceres, seis suelas de alpargata, un botón roto y una moneda de perra gorda. Las suelas de las alpargatas eran de Gregorio Recio Marcos, de diecisiete años, de Lorenzo Cordero Ramos, de treinta y cinco, y de Teodoro Tornero Fernández, de veintiocho, asesinados por una patrulla irregular de falangistas en octubre de 1936 durante la represión que sucedió a la toma de la comarca por las tropas de la rebelión. En Villanueva de la Vera hubo dos muertos más célebres que fueron el alcalde socialista Anastasio Arroyo Gironda, antiguo chofer del marqués de Esquilache, y su compadre Pedro González Hernández, cantaor de flamenco, jornalero y caballista de reses bravas. Anastasio Arroyo Gironda hizo campaña por el Frente Popular y Pedro González Hernández le camelaba al auditorio cantando por bulerías. A Anastasio Arroyo, a Pedro González y a otros tres jornaleros les trincaron los falangistas cuando entraron las columnas africanas a Talaveruela camino de Madrid y les pasearon en la carretera de Villanueva de la Vera, a la altura de la fuente de El Pocillo, en Aguasfrías, después de obligarles a cavar sus propias tumbas. Les mataron de noche y les malenterraron y a la mañana siguiente vio un cabrero un brazo brotar de la tierra como un sarmiento de olivo. Los cinco hombres muertos habían posado en tiempos mejores en una fotografía en la que salen tres destocados, uno con una gorra y otro con una boina y los cinco calzando alpargatas esparteñas de suela de cordel y capellada de trapo. Ninguno lleva sombrero y miran a la posteridad. Ninguna de las seis suelas de alpargata que salieron de la fosa de tierra de Las Palomas era de ninguno de aquellos cinco hombres y eran, en cambio, de Gregorio Recio Marcos, de Lorenzo Cordero Ramos y de Teodoro Tornero Fernández. Teodoro Tornero Fernández fue uno de los fundadores del Ateneo de Villanueva de la Vera y pensaba que se progresaba leyendo y cuando los falangistas le llevaron a pasear al yermo de Las Palomas uno de ellos le sacó los dos ojos con los pulgares, le puso delante de un libro quemado y le dijo que lo leyera. Las suelas de sus alpargatas, y una moneda de perra gorda y un botón roto, salieron de la tierra en agosto de 2009. Ochenta años después, en Villanueva de la Vera vive una comunidad sufí naqshbandí, la rama más espiritual del Islam, por donde pasaron antaño los moros de El Mizzian buscando el sexo pálido de las milicianas y las orejas cristianas con las que engarzar un collar para presumir en el Rif. La muerte espantosa de Teodoro Tornero Fernández, que pensaba, pobre loco, que se progresaba leyendo y le sacó los ojos con los pulgares un paisano para pagar, seguramente, una rencilla vieja de pueblo estrecho que espera una guerra para saldar cuentas antiguas y amargas como los negros del Watts esperan al huracán para robar una tele, la refirió José María Zavala en “Los horrores de la Guerra Civil” recogiendo el testimonio de Eduardo Pons Prades, veterano anarquista de la Quinta del Biberón y herido en los bombardeos de Barcelona que siguió peleando por inercia en Francia con el maquis y en la columna del general Leclerc.
Alpargatas y marcianos
Eduardo Pons Prades nació en 1920 en el Raval de Barcelona y su tío cargó al hombro el ataúd de Buenaventura Durruti. En 1937 falseó la edad y se alistó en el Ejército Republicano, en el que llegó a sargento instructor de ametralladoras de la mano del poeta Miguel Hernández. Con la 105 Brigada Mixta combatió en los frentes del Ebro, de Madrid, de Guadarrama, de Brunete y del Segre. Cuando cayó la República cruzó la frontera por Port Bou, apacentó cerdos en Bloumac y se unió al maquis para pelear al alemán en Bélgica y en Luxemburgo. Dirigió un comando guerrillero en el río Ariege y liberó Aude integrado en las tropas de los generales Leclerc y De Gaulle. Después de la guerra cruzó varias veces la frontera en el clandestino para rendir misiones misteriosas a cuenta del Partido Sindicalista y regresó definitivamente a España en 1962 abrigándose en una amnistía de Franco con motivo de la coronación del papa Juan XXIII. Participó en la fundación de la editorial Alfaguara y escribió una docena de libros sobre las dos guerras que conoció, sobre el exilio y sobre los campos de exterminio hasta que en 1981, en la carretera de Perpiñán, se encontró con una nave espacial de setenta y cinco metros de altura y unos marcianos vestidos con monos blancos le dijeron que venían de la Armoniosa Confraternidad Universal y le hicieron partícipe de un mensaje que le grabaron en la mente por medio de un casco con la forma de un birrete de rabino. Publicó su experiencia en “El mensaje de otros mundos” (Planeta, 1982), a pesar de las reticencias de su editor, que no veía manera de engarzar la obra en el resto de su bibliografía igual porque nunca se paró delante de un cuadro de Pollock hecho de salpicaduras de pintura líquida a la buena de Dios. Esta historia empieza con suelas de alpargatas y cunetas plantadas de represalia, con muertes atroces de villanos que aprovechan el huracán como los negros que saquean teles y se desarrolla a través de la pista de esquí de Norman Mailer hasta derivar, a causa de la ausencia de diques y a base de coser eslabones sin ninguna noción de la línea recta, en un historiador racionalista que acaba viendo marcianos una noche en Perpiñán. Queda entre Buñuel y George Lucas y como un cuadro pintado por tu sobrino con una témperas. Pollock murió en 1956 cuando se estampó con su coche conduciendo trompa.
MARTÍN OLMOS