MARTÍN OLMOS MEDINA

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Al infierno sobre una Biblia

In Ejecuciones y linchamientos on 15 de septiembre de 2015 at 0:04

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Electrocutaron a un niño de catorce años en Carolina del Sur.

“Los culpables es mejor elegirlos que buscarlos”

MARCEL PAGNOL

 

 

El miércoles 17 de diciembre de 2014, la juez Carmen T. Mullen de Carolina del Sur exoneró a George Stinney Jr. de los asesinatos de las niñas Betty June Binnicker, de once años, y Mary Emma Thames, de siete, al considerar que durante el proceso en el que se le condenó se vulneraron sus derechos constitucionales. George Stinney Jr. recogió el veredicto con una ligera displicencia y continuó con sus asuntos aunque, ab imo pectore, su nuevo régimen jurídico le importó más bien la mitad de una mierda porque llevaba setenta años muerto. Los muertos razonan en metáfora porque se manejan en un paisaje intangible y George Stinney Jr. pensó que la justicia a destiempo tiene la consistencia de un pedo en el medio de un huracán. George Stinney Jr. era negro, tenía catorce años, cuarenta kilos de peso y metro y medio de estatura y para freírle el cerebro con una oleada de 2.400 voltios de electricidad le tuvieron que sentar encima de una Biblia para que llegase al casco de los electrodos. George Stinney Jr. era el negro que hubo a mano para arrimarle el marrón. En el aspecto funcional, los negros, los tontos y los forasteros siempre están a mano, bajo la lluvia, como los perros mojados, para que les arrimen el marrón. En el aspecto funcional, jamás una Biblia cumplió con tanta competencia el acercamiento de un mortal a Dios. A George Stinney Jr. le dieron ochenta días de desamparo y un picapleitos con sus propios asuntos en la cabeza y muchos favores que devolver. Le dieron un juicio para apaciguar a la vainilla protestante y un helado, no se sabe de qué sabor, y le dieron tres calambrazos en la mollera que recibió perplejo y sentado sobre una Biblia. Si George Stinney Jr. alguna vez pecó Dios le perdonó, porque ese es su trabajo, y de la justicia de los hombres recogió setenta años después una exoneración que abrazó con una ligera displicencia y siguió con sus asuntos de niño muerto, sean cuales fueren, y pensó que a buenas horas, mangas verdes.

Estallidos de mayo

En Alcolu, en el condado de Clarendon, en Carolina del Sur, se vivía de los aserraderos, no se tomaba café con leche y las chabolas de los negros y las casas de los blancos estaban separadas por las vías del ferrocarril. En las veredas crecían las pasionarias, que las llaman las flores de los Clavos de Cristo. En Carolina del Sur a las flores pasionarias también las llamaban los Estallidos de Mayo en una gracia más bien antojadiza teniendo en cuenta que florecen de julio a octubre. Los negros trabajaban acarreando la escoria de la madera y se mantenían en su lado de la vía y las niñas blancas Betty June Binnicker, de once años, y Mary Emma Thames, de siete, salieron en sus bicis el 23 de marzo de 1944 para recoger flores pasionarias y no regresaron vivas. Un piquete de búsqueda las encontró a la mañana siguiente muertas en una zanja, con las cabezas destrozadas a golpes. El forense Charles Moses Thigpen determinó que les habían roto los cráneos por cinco partes a contundentes estacazos con un objeto parecido a una maza y que habían hurgado en los genitales de Betty June Binnicker, la mayor de las dos niñas. Los polis paletos de Alcolu iniciaron las pesquisas y detuvieron a George Stinney Jr. por la razón de que fue la última persona que las vio vivas cuando las dos chavalas detuvieron sus bicis frente a su casa y le preguntaron por un lugar donde creciesen las pasionarias. Los pasmas paletos de Alcolu se encontraron delante de un buen negro para un marrón, le metieron en una habitación sin abogados y, a cambio de un cono de helado, le sacaron una confesión, que nadie se ocupó de escribir, en la que decía que pretendió la doncellez de Betty June Binnicker y cuando las niñas se defendieron las terminó a palos con una traviesa de ferrocarril que pesaba veinte kilos. Al día siguiente, al padre de George Stinney Jr. le despidieron del aserradero y tuvo que correr la comarca porque un piquete le quiso pegar fuego a la chabola y linchar al resto de su familia. Los negros se quedaron en su lado de la vía. Quedaban dos meses para que estallase mayo en flores de pasión. George Stinney Jr. se quedó desamparado en la cárcel del rostro pálido y le juzgaron conforme a la ley de Carolina del Sur, que determinaba que un chaval de catorce años podía ser evaluado como un adulto, y conforme a la convicción luterana de que los mandingas enhiestan precoces por su proximidad con el mono. No hubo más conos de helado para George Stinney Jr. y le pusieron un picapleitos de cuarta ocupado en sus propios asuntos. Se libró la justicia del dividendo porque todo cristo debía favores.

 GEORGE STINNEY JR.

Se formó un jurado de blancos y a Charles Plowden le tocó defender al negro. Plowden tenía treinta años, era comisionista de impuestos y aspiraba a un cargo en la concejalía para el que necesitaba los votos de los blancos. El juicio empezó el 24 de abril de 1944 un poco después del mediodía en la corte del condado de Clarendon y mil quinientos palurdos sureños se tundieron a codazos para presenciar la ordalía del demonio negrito. Comentaron que a Stinney Jr. le decían el Torito porque se mezclaba constantemente en peleas y que era un mal bicho pardo y lascivo como un gorila. Las niñas blancas Sadie Duke y Violeta Freeman juraron que un día antes de los asesinatos las amenazó de muerte al lado de una iglesia y los palurdos prepararon las hogueras. Las niñas blancas Sadie Duke y Violeta Freeman disfrutaron de sus regalías de atención y recogieron la conmiseración por mártires en tentativa. Todo el mundo andaba buscando su tajada. Charles Plowden rindió una defensa más tibia que el pedo de una monja poniendo un ojo en los futuros sufragios y no se le ocurrió presentar testigos ni mencionar que cualquier patán con un conocimiento instintivo de la física podía concluir que un chavalín de cuarenta kilos no podía blandir con solvencia una traviesa de ferrocarril de la mitad de su peso corporal y golpear con ella con la suficiente violencia como para partir un cráneo en cuatro trozos. Tampoco consideró necesario argüir que la hermana de Stinney Jr. afirmó que el chaval estuvo con ella durante toda la jornada de los asesinatos, ni que no existía refrendo gráfico de la confesión. No ponderó siquiera el precio de mercado de un cono de helado. El resto de los mendas de la corte –el juez Philip H. Stoll, el sheriff Gamble, el forense Charles Moses Thigpen y el gobernador Olin D.T. Johnston- también eran blancos electos para la función pública cuyos traseros debían su confortabilidad a los votos de sus paisanos, con lo que liquidaron la vista en menos de cinco horas y en diez minutos el jurado dictó veredicto y a George Stinney Jr. le condenaron a morir en la silla eléctrica.

Desde su detención hasta la tarde en la que le pusieron en manos de Dios, George Stinney Jr. pasó ochenta días de desamparo, desabrigado en la mazmorra de los bwanas en completa orfandad. En un ciclo igual rindió Phileas Fogg una vuelta al mundo. Charles Plowden, cumplidor con sus intereses, renunció a presentar apelación y el gobernador Johnston no contestó a las plegarias de las iglesias locales ni a la Asociación para el Progreso de las Personas de Color (NAACP). A George Stinney Jr. le sacaron de su celda de la Penitenciaría del Estado de Carolina del Sur en Columbia a las siete y media de la tarde del 16 de junio de 1944, cuando estaban a punto de estallar las pasionarias, y le sentaron en la silla usando de alza una Biblia para que llegase a los electrodos y le metieron una descarga de 2.400 voltios que le hizo perder la máscara facial porque le quedaba grande. Oh, Dios lo sabe, la Biblia estuvo a la altura de las circunstancias, como los tacones de un enano. Le dieron otras dos acometidas y en cuatro minutos la diñó y se puso a esperar setenta años, fue perdiendo el interés y al final como que le que le importó media mierda que le remendasen la reputación.

MARTÍN OLMOS

Solo se muere dos veces

In Ejecuciones y linchamientos on 11 de julio de 2015 at 23:46

ILUSTRACION DE M.O.

A un militar vitoriano le ejecutaron cuando ya estaba muerto, lo que son ganas de trabajar de balde.

 

“Sólo se muere una vez, ¡pero por tan largo tiempo!”

MOLIÉRE

Igual en la intimidad que en público y con ovación, el coronel Blas de Durana Atauri se moría tan bonito que tuvo que hacer un bis. Sin embargo, le sentaban mal las calabazas, que le irritaban la digestión y le ponían extremoso. Las calabazas, no obstante, alivian la sobra del zurrón al contener mucha fibra y previenen los males de la próstata, pero sostenía Francisco del Rosal, médico, lexicógrafo y cordobés, que también simbolizan las esperanzas frustradas cuando son barrigudas, vacías y de poco peso. El coronel Blas de Durana Atauri, además de digerir vinagreras las calabazas, era marcial, vitoriano y galán y se moría tan bonito que le mataron dos veces, para que no se muriese para él solo, avaramente. Matar a un muerto es perfeccionismo o una mala gestión de la productividad.

El coronel Blas de Durana Atauri consumía sus esfuerzos en el amor y en la guerra, ámbitos extraordinarios ambos en los que todo está permitido, porque el resto de las inquietudes humanas son funcionariado. El oficial Blas de Durana Atauri era rubio y doncel, coronel del Quinto Batallón de Cazadores de Tarifa, hijo del heroico brigadier Durana que murió gloriosamente en la Batalla de Peracamps al lado de los liberales, y dueño de arrebatos venáticos que le habían conducido a entrar a caballo en el Liceo de Barcelona y a rapar la cabeza de los soldados de su regimiento durante una expedición en Italia, hecho por lo que fue reprendido por el general Fernández de Córdoba y apartado del mando. Por lo demás era aficionado al galanteo de señoras, a la ropa de petimetre y a pasear el sable en el teatro. No era aficionado, por el contrario, a que le dijeran que no. Destinado en Barcelona, frecuentó el social en los salones y prendó apasionadamente de doña Dolores Parrella de Plandolit, baronesa de Senaller, y esposa de don Guillermo de Plandolit y de Areny, intendente mayor de Andorra y militar retirado. El matrimonio vivía en Seo de Urgel, pero mantenía familia y casa en el primer piso del treinta y dos de la calle de la Unión de Barcelona. La baronesa de Senaller acogió los requiebros del coronel escondiendo la mirada detrás de un abanico y ni le dio esperanzas ni motivo para fundarlas. El coronel Blas de Durana, en cambio, pretendió rendirla por asedio (quizá por prurito militar) y se puso omnipresente hasta que la extenuó de pura ubicuidad y la mujer se quejó al marido, que al no ser duelista, acudió a pedir favor al capitán general de Cataluña, Juan Zapatero, que intervino para no alimentar escándalo y destinó a Blas de Durana a una guarnición en Lugo, a que le escampase el orvallo y se buscase otra novia. Dijimos, pero es conveniente repetirlo, de lo mal que le asentaban al coronel Blas de Durana las calabazas en el cuajo y desde Lugo regresaba en cada permiso a Barcelona a abanicarse en el teatro frente al palco de la baronesa. Dijimos, pero es conveniente repetirlo, que las calabazas, sin embargo, facilitan el desahucio del almuerzo por ser ricas en fibra y, otrosí, previenen los males de la próstata, a la que llegando a cierta edad es inconveniente descuidar.

Cuchilladas en un portal

El martes 19 de junio de 1855, día de los santos Ciriaco, Leoncio, Marcos, Amando y Germán, el coronel Blas de Durana andaba Barcelona rabioso por el despecho y esperó a la baronesa de Senaller a la salida de su casa de la calle de la Unión y recién la vio en el portal, a eso de las ocho de la tarde, le pegó trece puñaladas con un cuchillo cazador. A los gritos acudió el sargento Miguel Coll y dos cabos del Cuarto Batallón de Milicia, que encararon al coronel a fusil que no fue menester porque se rindió manso, dio su nombre y rango militar y pidió que eludieran los grillos por su condición de oficial. La pobre baronesa de Senaller se fue en sangres y murió en el mismo portal y los milicianos aligeraron al coronel de sus tenencias que eran: el cuchillo de cazador con la punta doblada por las acometidas, un abanico roto, un monóculo, un reloj con cadena de oro y dieciséis duros y medio en monedas de plata. Le llevaron preso al castillo de Montjuic y le dieron juicio, en el que le defendió el ilustre abogado Paciano Massadas, que también era procurador en cortes, que pretendió atenuar la responsabilidad del reo por su carácter vehemente, del que dio razón en el pasado rapando el pelo a su tropa y cabalgando el Liceo, y por la amargura que le provocó el desamor. El letrado Massadas, sin embargo, corroboró la virtud de la baronesa.

El coronel Blas de Durana Atauri, alérgico a las calabazas, al orvallo de Lugo y al no de las baronesas, mantuvo presencia de ánimo y postura marcial cuando el capitán general de Cataluña, Juan Zapatero, le leyó la sentencia que le condenaba a pagar seis mil reales de indemnización a los hijos de su víctima, a abonar las costas del juicio y a morir descoyuntado en el garrote vil. El coronel no puso en duda la justicia del escarmiento, pero pidió ser ejecutado delante de un pelotón de fusilamiento en virtud de su rango de oficial y no sacando la lengua en el palo como un sacamantecas sin honor. Pidió también compartir la última cena con sus compañeros de regimiento y que le hicieran un retrato al daguerrotipo. Las tres demandas le fueron negadas, pero le dejaron pasear la muralla, confesarse para ponerse en paz con Dios y recibir a sus compañeros pero no cenar con ellos. Emplazaron la ejecución para el 14 de julio, día de los santos Francisco Solano, Humberto y Camilo de Lelis, y la noche anterior compartió la cena el coronel con dos hermanos de la Real Cofradía de la Virgen de los Desamparados, que le dieron consuelo espiritual, y con el oficial de guardia, el capitán Ramón Figuerola del noveno de Soria, que le dio un abrazo y dos copas de jerez. Después escribió un recado con sus asuntos, legó el reloj a su hermano Marcelino, dispuso de unos duros para el carcelero y pidió irse a dormir. Cuando se quedó solo se sopló un frasco de cianuro mercúrico, que es de suponer que le facilitó un compañero de armas durante la visita sin cena, y la diñó pretendiendo haber esquivado la humillación del garrote. Le encontró a la mañana siguiente el capellán y como le notó una convulsión, le dio los óleos. El capitán general Juan Zapatero estimó que el popular alegraría la alpargata viendo conspiración por ser el reo militar de grado e hijo del brigadier Durana, héroe de la batalla de Peracamps, y que iba a acabar concluyendo que, mediando reales y conveniencias, el preso salió de una pieza, por lo que ordenó que se celebrase la ejecución igualmente, aunque el muerto ya lo estuviere. Sacaron el cadáver del coronel Durana cuatro presos en una camilla destapada y le sentaron en la banqueta, donde el verdugo procedió a la vista de la concurrencia, que miró la ejecución sin asombro como quien ve a un funámbulo con red. Permaneció el muerto redundante expuesto hasta el mediodía y después le vistieron las monjas el sudario y le acompañaron al camposanto. Los duros del verdugo fueron derroche y el capitán Juan Zapatero los justificó señalando que la inexorable justicia debía ser igual para todos sin distinción de clases y así murió dos veces, y ninguna a su gusto, el coronel Blas de Durana, marcial, vitoriano y galán, alérgico a las calabazas, al orvallo de Lugo y al no de las baronesas que fue don Juan sin Inés, militar sin pelotón de fusilamiento y difunto reincidente, se diría que contumaz.

  MARTÍN OLMOS      

Una vieja, una ventana y un rumor

In Ejecuciones y linchamientos on 15 de noviembre de 2014 at 12:18

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

Como es más fácil buscar un culpable que una solución, de la peste de Milán de 1630 tuvo la culpa un barbero como la tuvo del sida Rock Hudson.

“La crisis del ébola ha enseñado las enaguas de un Estado vulnerable y la paranoia de una sociedad inflamable”
RUBÉN AMÓN

 

Fisiología de la virtud en términos de parangón: las armerías de Baton Rouge, en Luisiana, pasaron de vender veinte armas de fuego al día a un millar inmediatamente después del huracán Katrina. Los paletos sureños se atrincheraron en sus Álamos particulares con una garrafa, una Biblia y un cacharro y esperaron a los saqueadores que se imaginaron que llegarían desde Nueva Orleáns, a cien kilómetros de distancia, para recibirlos a tiros y que no les birlasen el agua, los nabos y la tele. Escondieron a sus hijas en el sótano. Conjugación de la solidaridad en cuanto a compromiso común en términos de adagio tradicional: los buenos vecinos se hacen con muros altos. Enseñanzas paternas de la ley natural en forma de los consejos a un hijo que escribió Ernest Hemingway en 1931: nunca confíes en un hombre blanco, nunca te rasques la urticaria, pon siempre papel en el asiento, nunca te cases con las putas, nunca pagues a un chantajista. Actualización de los mismos con variación de género, tomen lápiz y papel: hija, no enseñes las peras en el internés, no sueltes la copa en la verbena o te echarán la burundanga y amanecerás de segunda mano, no te acerques a un negro que estornuda, jesús, porque no es probable que tenga alergia al polen. Principio elemental del boxeo para bloquear un jab de zurda: papá, el negro es guapo y bailón. Contestar gancheando con la buena manteniendo la barbilla pegada al pecho: hija, el mandingo estornuda, jesús, y trae en su aliento la ira de Dios. Nadie le pidió que viniese. Terapéutica básica para afrontar la ira de Dios durante el periodo en el que se reúne una comisión: primero, buscar un culpable, que lo encontrará aquel que no es capaz de verse las pestañas con sus propios ojos. Segundo, cirugía preventiva: disparar a un perro, disparar a una enfermera, disparar a un cura medio muerto. Interludio hampón que puede utilizarse, si se tiene la intención adecuada y cierta compenetración, como modelo primordial del efecto de acción y reacción ante la génesis de una emergencia: durante los años cuarenta, el triunvirato de los bajos fondos de Nueva York lo formaron Charlie “Lucky” Luciano, que era el cerebro, Meyer Lansky, que era el contable, y Benjamín Siegel la Sanguijuela, que era el músculo atávico. Cuando el balance no cuadraba, Luciano pensaba, Lansky contaba y Siegel la Sanguijuela echaba mano de la cacharra y decía: voy a salir a la calle a matar a alguien. Luciano le respondía que no tenían aún una visión de conjunto y le preguntaba: ¿y a quién vas a matar? Siegel respondía: no lo sé, a alguien. Hay que hacer caso a la Sanguijuela y siempre hay que disparar a alguien. Del sur viene el hambre y la ira de Dios y sus hijos a los que no sacó a tiempo del horno. Del sureste vino el huracán Katrina, desde las Bahamas. Tesis de la misantropía verbalizada en forma de dicho de la vieja: por la caridad entra la peste. Y una pausa publicitaria de nuestro patrocinador Prosegur: cierre las puertas a cal y canto. Hay que disparar al sur porque las balas alcanzan más velocidad por la propia fuerza de la gravedad ¿no? Es pura física.

Los untadores
Estribillo con letra de Cicerón que cantan los profesores de historia en la fiesta de san Herodoto para que sus cátedras sigan de pie en la época en la que lo que se lleva es estudiar para ser Personal Shopper: los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. La mañana del 21 de junio de 1630, hacia las cuatro y media, una mujeruca llamada Caterina Rosa se encontraba, por desgracia, en una ventana del puente que por entonces había al principio de la calle de la Vetra dei Cittandini, en la ciudad de Milán. La viejuca vio a un hombre con capa negra y los ojos escondidos debajo de un sombrero frotando sus manos contra un muro. En Milán habitaba la peste, que había venido detrás de los soldados alemanes que habían vendido sus zapatos a los ropavejeros, del calor, de la hambruna y del éxodo de los campesinos famélicos que le huían a la mala cosecha. Los milaneses no hicieron caso a Prosegur y relajaron las medidas terapéuticas durante el carnaval y tuvieron que enterrar a 60.000 muertos sobre una población de 130.000. Meyer Lansky echó las cuentas. Siegel la Sanguijuela salió a matar a alguien. ¿A quién? No lo sé, a alguien. Se propagaron los chismes sobre los “untadores” que extendían la plaga manchando los muros de la ciudad con la pestilencia. Se consolidó la crisálida del miedo a la guerra bacteriológica en la era prebacteriológica (diga esto rápido y sin equivocarse) y se persiguió a los extranjeros. Los franceses Paul D´Ethieu y Jean Suffert se sentaron en un banco manchado y se limpiaron la inmundicia contra un muro y una vieja les gritó: ¡Untadori!, y tuvieron suerte y solo se llevaron una paliza. Caterina Rosa dijo que apareció una sustancia pegajosa sobre el muro por el que había demorado la mano el misterioso hombre de la capa negra. Las autoridades le buscaron y resultó ser Guglielmo Piazza, un antiguo lanero que trabajaba de comisario de la Sanidad. Piazza dijo que solo se limpió las manos de tinta y el tribunal de Milán exhibió músculo y le dio el tormento de la maroma, que consistía en penderle del techo a tres metros del suelo con las manos atadas a la espalda hasta descoyuntarle los brazos. Antes le vistieron con los hábitos de la curia, le pelaron el melón y le dieron un purgante porque se pensaba que los reos sometidos a tortura eran capaces de soportarla por medio de amuletos diabólicos que escondían en la ropa, el pelo o los intestinos. Después le rompieron las manos. Piazza huyó del dolor insoportable cantando un chisme que se inventó en el que aseguró que un barbero llamado Gian Giacomo Mora le proporcionó el unto venenoso para propagarlo por la ciudad. Al pobre Mora le dieron el tratamiento y confesó a la fuerza, pelón y cagado como el anterior, y ambos fueron ejecutados el uno de agosto después de ser paseados en un carretón hasta donde hoy se levanta la plaza Vetra. Les mutilaron con unas tenazas al rojo, les cortaron la mano derecha y les dieron el tormento de la rueda, que consistía en romperles todas las articulaciones del cuerpo a golpes con una barra de hierro manteniendo intacta la cabeza y llevando el cuidado de no matarlos de una hemorragia interna para después amarrarles descoyuntados a una rueda de carro con los tobillos tocando la cabeza y esperar a que muriesen lentamente por asfixia al tener las costillas rotas. Al de seis horas los degollaron, quemaron sus cuerpos y los dieron a un arroyo.

La ciudad de Milán enseñó durante la peste “las enaguas de un Estado vulnerable y la paranoia de una sociedad inflamable” y celebró el suceso erigiendo una columna escrita en latín para oprobio de Piazza y Mora que vio Joseph Addison en 1700.  Con el tiempo fue derruida por una posteridad, cuenta Leonardo Sciascia, “avergonzada de la necia ferocidad de sus mayores”.  A la peste se la llevó la lluvia y una cosecha decente. Como siempre, lo que hubo que matar fue el hambre y no a un perro, a una enfermera o a un cura medio muerto, ni a un negro que estornuda, jesús, ni a Rock Hudson, ni a un barbero infeliz ni a un comisario de la Sanidad que tenía una capa negra y pasó debajo de la ventana de una vieja. Enseñanzas paternas de la ley natural en forma de los consejos a un hijo que escribió Ernest Hemingway en 1931 con una adenda apócrifa: nunca confíes en un hombre blanco, nunca te rasques la urticaria, pon siempre papel en el asiento, nunca te cases con las putas, nunca pagues a un chantajista y líbrate de la combinación de una ventana, una vieja y su ocio.

MARTÍN OLMOS

Emasculación y lucha de clases

In Ejecuciones y linchamientos on 24 de julio de 2014 at 0:25

Los sindicalistas norteamericanos de principios del siglo pasado se dejaron los huevos en las reivindicaciones laborales

ILUSTRACION DE MARTÍN OLMOS

“Luché por la democracia en Francia y voy a luchar por ella aquí también”
WESLEY EVEREST

El miedo cuida la huerta. Los cuervos agostan un bonizal en una jornada de hambre y dejan al colono sin mazorcas. En el año 2012, los cuervos anidaron en una castañeda al lado de los maizales de Verdicio, en Asturias, y arrasaron hasta los esquejes de cuarenta hectáreas de cultivo. Los cuervos aprenden que un espantapájaros es un hombre de mentira y le acaban perdiendo el respeto, como los niños al maestro asambleísta.  En la cordillera de los Apalaches no confían la cosecha al espantapájaros (que solo quiere que Dorothy le baje del palo y le lleve a la tierra de Oz a buscarse un cerebro) y cuelgan de un poste un cuervo muerto que disuade a los demás. Los cuervos distinguen a un cuervo muerto y no le equivocan con un hombre de mentira ni con un maestro comicial y dejan el grano para mejor ocasión. Los espantapájaros parecen hombres crucificados. Después de que Craso derrotase a los esclavos rebelados de Espartaco en la batalla del río Silario, mandó crucificar a seis mil prisioneros a lo largo de la Vía Apia separando diez metros de distancia cada cruz para que durante sesenta kilómetros del camino entre Capua y Roma diesen sombra, olor y ejemplo. Los hombres crucificados parecieron espantapájaros, pero los cuervos les comieron los ojos. El emperador bizantino Basilio II de Moscú capturó catorce mil prisioneros búlgaros en la batalla de Belasica y ordenó que les sacasen los dos ojos a trece mil ochocientos de ellos y a los doscientos que quedaban les dejó tuertos para que guiasen a sus camaradas ciegos en el camino de vuelta y difundiesen el terror. La exhibición de los cuerpos empalados de los nobles boyardos ejecutados por el príncipe Vlad de Valaquia presidiendo las cenas con los diplomáticos, los bodegones de cabezas cortadas junto a los que se fotografiaban los soldados turcos durante la revolución macedonia y la difusión por radio del general Queipo de Llano de la talla de la insaciable arboladura de la morisma de Mohammed ben Mizzian, hambrona de milicianas morenas, son los cuervos colgados de los postes de los Apalaches y son el miedo que cuida la huerta. La divulgación del terror distingue a la guerra de un deporte de contacto con lesiones irrevocables. El general von Clausewitz dijo que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Dijo que su finalidad es la destrucción de las fuerzas físicas enemigas y, necesariamente, también de las morales. El miedo cuida la huerta.

Los pobres agostan un bonizal en una jornada de hambre. Los pobres piden pan y trabajo y, si no se les para a tiempo, acaban pidiendo un crucero por el Báltico como Ignacio Fernández Toxo y terminan por confundir las elementales fronteras estamentales que ordenan el mundo como Dios manda. Al pobre le ha enredado la propaganda marxista que clama pan, trabajo y libertad y no se ha dado cuenta de que los dos últimos supuestos entran en contradicción. En verano de 1976, Javier Verdejo, estudiante de Biología y militante maoísta, fue a escribir sobre el muro del balneario de San Miguel, en Almería, la frase “Pan, Trabajo y Libertad”, pero solo pintó “Pan, T” y le acabó la Guardia Civil a tiros de subfusil Z-62 del nueve Parabellum, pero no colgaron su cuerpo en la tapia como si fuera un cuervo en un maizal. Los cuervos y los pobres guardan en común el color y el hambre y también que son monógamos y a veces se les puede enseñar a hablar. Durante las guerras de los sindicatos de los Estados Unidos en el primer cuarto del siglo pasado, los barones colgaron a los sindicalistas capados de los postes del camino para salvar la huerta.

Huelgas mineras
En 1914, los mineros del carbón de Ludlow, en Colorado, al pie de las Montañas Rocosas, se declararon en huelga para forzar la jornada de ocho horas, una garantía de las balanzas del pesaje del mineral extraído (y que era el baremo por el que cobraban, renunciando al trabajo improductivo como el de la separación del carbón impuro)  y el derecho a comprar en almacenes independientes en vez de en los economatos de la Colorado Fuel and Iron Company de John D. Rockefeller, que era también el dueño de las minas. Pidieron un crucero por el Báltico con desayuno de bufé. Rockefeller respondió a las reivindicaciones enviando a una legión de detectives de la agencia Baldwin-Felts con un camión blindado armado con una ametralladora Colt Browning M1895 (que le decían la Cosechadora de Patatas y la Muerte Especial y cadenciaba cuatrocientos disparos por minuto) con la que acribillaron el campamento de los huelguistas dejando veinte muertos, entre ellos once niños y dos mujeres. El líder de la revuelta, Louis Tikas, que tenía la cabeza abierta de un culatazo que le dio el teniente de la Guardia Nacional Karl Liderfelt, apareció muerto de dos disparos en las caderas y uno en la espalda, pero no enseñaron su cadáver pendido de  un poste. El cuerpo de Frank Little, en cambio, lo exhibieron colgado y castrado sobre un caballete de ferrocarril en Butte, en el condado de Silver Bow, en Montana. Frank Little era medio indio cheroqui y miembro del consejo del sindicato IWW (Industrial Workers of the World), a cuyos afiliados decían “wobblies”, y había combatido en México al dictador Porfirio Díaz al lado de Joe Hill, anarquista, ferroviario y acordeonista al que más tarde fusilaron en Utah. Frank Little siempre estuvo en la barricada  y en 1917 organizó una huelga de los trabajadores de la Compañía Minera Anaconda Cooper de Butte y los patrones contrataron a la división rompehuelgas de la agencia de detectives Pinkerton y ofrecieron cinco mil machacantes por callarlo. A las tres y cinco de la madrugada del uno de agosto, seis hombres enmascarados le sacaron de la habitación 32 de la casa de huéspedes de la señora Nora Byrne y le arrastraron por la calle atado al parachoques de un coche, le cortaron las pelotas y le colgaron de un caballete del tren con una nota de advertencia a los huelguistas prendida con alfileres de sus calzoncillos manchados. Un mes más tarde, sin embargo, L. O. Evans, abogado y consejero de las minas Anaconda, dijo en la Cámara de Comercio que “los wobblies gruñen sus blasfemias en un lenguaje soez y abogan por el desacato de la ley, por la falta de respeto a los derechos de la propiedad y por la destrucción de los principios que salvaguardan la sociedad”. Cinco años antes, vigilantes privados de los propietarios de San Diego secuestraron a Ben Reitman (socialista, médico de los vagabundos, abortista militante, combatiente de la sífilis, reformador y autor de la novela clásica “Boxcar Bertha”, que llevó al cine Martin Scorsese en 1972 y que ha recuperado este año la editorial Pepitas de Calabaza) y le metieron una paliza, le emplumaron con brea y matas de artemisia, le sodomizaron con una lata, le grabaron en el culo las iniciales de la IWW con un cigarro, le obligaron a cantar el himno y casi lo capan por el procedimiento de empuñarle la huevada y darle vueltas a la bolsa.

La tienta de los huevos sindicales fue la manera de hacer política por otros medios de los barones industriales norteamericanos y WESLEY EVERESTla destrucción de las fuerzas morales del enemigo de la que hablaba Clausewitz; la difusión del miedo primigenio del hombre a perder el macho a navajazos de barbería  con el que vigilaron la huerta. La castración de los revoltosos fue el cuervo colgado del poste, el camino de cruces de la Vía Apia y la articulación en forma de tajo de la inanidad de los cojones del asalariado en el ámbito de las relaciones laborales. En 1919, en Centralia, en Washington, los industriales madereros alentaron la enemistad entre los veteranos de guerra  de la Legión Estadounidense y los “wobblies”, que fueron contrarios a la intervención norteamericana en Europa, que desembocó en una matanza con cuatro muertos por la que fue detenido el sindicalista Wesley Everest, miembro de la IWW (y, sin embargo, excombatiente de Francia). La noche del once de noviembre, los guardianes entregaron a Everest a la turba, que le rompió los dientes a culatazos, le castró y le ahorcó tres veces en tres localidades distintas celebrando una turné violenta que culminó con su enterramiento en una fosa común a la vera del río Chehalis. Las autoridades determinaron, sin embargo, que la causa de su muerte fue el suicidio.

MARTÍN OLMOS

Regicidios, desmembramientos y la cabeza de Enrique IV

In Ejecuciones y linchamientos, Reyes y caudillos on 21 de febrero de 2014 at 19:05

El primer Borbón que reinó en Francia fue asesinado por un místico pelirrojo que fue ejecutado con verónicas en la plaza de la Grêve

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“París bien vale una misa”
ENRIQUE IV

François Ravaillac enloqueció de Cristo y de hambre, afanó un puñal en un hospicio y le pegó dos cuchilladas al rey Enrique IV de Francia, que hasta entonces había demostrado un notable talento para salir vivo de una docena de atentados y para cambiar de confesión según las circunstancias. A Enrique IV París le costó una misa, y puede que también un rosario, contribuyó a la demografía con once hijos bastardos y se pasó la vida rezando en latín o por Calvino dependiendo de la estación del año. Durante su reinado (1589-1610) los protestantes hugonotes pelearon a la Liga Católica de la casa de los Duques de Guisa y se rebanaron pescuezos con desahogo en el nombre de Dios. Enrique IV tuvo que gobernar como Damocles, expuesto a la daga de los jesuitas que pendía sobre su cabeza sujeta por una crin de caballo, y aprendió a soplar frío y caliente con el mismo aliento y a echarse las siestas con un ojo abierto mirando detrás de las cortinas. A su antecesor en el armiño, su cuñado Enrique III, se lo madrugó por la teológica un clérigo dominico llamado Jacques Clément pegándole una puñalada en el vientre. El jesuita Jean Guignard llamó a Enrique III sardanápalo por no llamarle maricón porque el monarca se pintaba los ojos y sacaba mozos de paseo por París. A Jacques Clément le destriparon   a alabardazos y le desmembraron después de muerto atando sus extremidades a cuatro caballos al galope, quemaron sus restos y sus despojos se los dieron de comer a los cerdos. El jesuita Jean Guignard dijo que a Jacques Clément le inspiró el Espíritu Santo, llamó zorro a Enrique IV y acabó asado en una hoguera por llamar a la ejecución de los príncipes herejes.

A Enrique IV le quisieron mandar al purgatorio los de la Liga Católica contratando a un ballestero italiano que al final no tuvo puntería y a la alquimista Nicole Mignon, que era medio bruja y pretendió impregnar el lecho del monarca con un líquido venenoso de su invención. En la Matanza de San Bartolomé (1572) estuvieron a punto de afeitarle a la altura de la corbata y una vez que cruzaba a caballo el Puente Nuevo de París, un loco llamado Jacques des Isles le tiró de la montura agarrándole por la capa. Jacques des Isles decía descender del primer rey francés Faramond y acabó pudriéndose en La Bastilla. El rey se escapó de los atentados de Jean Guesdon, Señor de Haut-Plessis, que fue ENRIQUE IV DE FRANCIAquemado en la Plaza de Grêve, y de los monjes capuchinos Ridicoul y Langlois, a los que les dieron el suplicio de la rueda. En 1594 el joven Jean Châtel le atacó con un cuchillo en mitad de un baile en la casa de su amante Gabrielle de Estreés y le cortó el labio superior y le rompió un diente. Jean Châtel era hijo de un vendedor de telas, había sido educado por los jesuitas y era medio bujarrón. El padre Guéret de la iglesia de Saint André des Arts le bendijo la daga y le dijo que Dios le cuadraría las sodomías en el balance del Juicio Final a cambio de la vida del rey. A Jean Châtel le amputaron la mano derecha, le despellejaron con tenazas al rojo y le descuartizaron atándole a las grupas de cuatro caballos, después le dieron fuego y aventaron sus cenizas en una encrucijada.

François Ravaillac era pelirrojo como decían que fue Judas y probablemente epiléptico. Nació en Angulema en 1578 y de niño vio como los hugonotes usaron la pila del agua bendita de la catedral de San Pedro como abrevadero de sus monturas. Ravaillac era un mazorral roblizo que podía enderezar la duela de un barril a pulso que sin embargo no anduvo en faldas por ser virtuoso y un poquito manso de astil. Propendía al éxtasis y unas veces veía a Jesucristo coronado de espinas y otras al demonio en forma de búho.   Durante un tiempo fue monje bernardino en el convento de Saint Honoré y enseñó el catecismo a los niños, pero generalmente vivió de la mendicidad, dormía en un pajar y acumuló deudas que le llevaron a prisión. Viajó a París pidiendo en los caminos y trató de entrevistarse con el rey para recomendarle combatir a los herejes, pero le acabaron echando de la plaza del Louvre por lunático. En un hospicio birló un cuchillo desmangado, le puso unas cachas de palo y el 14 de mayo de 1610 consiguió acercarse al carruaje real en la calle de la Ferronnerie, en el camino del Cementerio de los Inocentes. Escaló al estribo del coche y le pegó dos puñaladas al rey: la primera le hirió superficialmente el pecho y la segunda se la hundió hasta el mango en el pulmón y le seccionó la aorta y la vena cava matándole en el acto. Después  se dejó prender por el gentilhombre de Courson, que le pegó en la cara con el pomo de su espada.

La ejecución
A Ravaillac le encontraron un relicario en forma de corazón y monedas chicas, le llevaron preso a la Torre de Montgomery en la Conciergerie y con una cuña de madera y un mazo de carpintero le rompieron los pulgares, los tobillos y las rodillas. El 27 de mayo de 1610 le condujeron a la plaza de la Grêve sobre un carro de desperdicios vestido con una camisa vieja y sujetando un cirio encendido de dos libras de peso. La muchedumbre le quiso linchar por el camino y se negó a cantar con él el Salve Regina. El padre Filesac no quiso confesarle. En el cadalso le FRANÇOIS RAVAILLACsumergieron la mano derecha en un cubo de azufre fundido y le abrieron con tenazas al rojo tajos en los pezones, los brazos y las pantorrillas sobre los que vertieron plomo fundido, pez blanca ardiendo y cera en ebullición. Después le ataron a cuatro caballos y los fustigaron para descuartizarlo. Los cuatro pencos tiraron durante media hora rompiéndole los huesos pero no consiguieron desmadejarlo y los ciudadanos ofrecieron sus propias monturas para sustituirlos. Ravaillac sostuvo que actuó solo pero probablemente fue un precedente meapilas de Lee Harvey Oswald y un primo para el martirio de un oscuro complot. El cronista del rey L´Estoile aseguró que antes de diñarla dijo: “Se burlaron de mí cuando quisieron convencerme de que el acto que iba a cometer sería bien recibido por el pueblo, que ahora ofrece sus caballos para que me descuarticen”. Arrearon durante más de una hora a los caballos frescos que al final le desmembraron y de Ravaillac solo quedó el torso decapitado, que fue desgarrado por el popular con cuchillos de cocina y quemado en una plaza. Algunos aldeanos se llevaron despojos a sus pueblos para asarlos con los paisanos y los mercenarios de la Guardia Suiza quemaron un trozo debajo del balcón de la reina María de Medici. El alguacil de la villa de Angulema desterró del reino a la madre de Ravaillac prohibiéndole el regreso bajo la pena de estrangularla, derribó su casa natal y obligó al resto de su familia a renunciar a su apellido. No obstante, durante un tiempo se les llamó “ravaillacs” a los pelirrojos.

Enrique IV fue momificado por unos embalsamadores italianos y le enterraron en la basílica de Saint-Denis. En 1793 la chusma de Robespierre profanó su tumba y como el despojo estaba en buenas condiciones lo apoyaron en un pilar para que fuese abofeteado por el popular, que encendido por el entusiasmo lo decapitó. Su cabeza desapareció hasta que un anticuario la compró en 1919 por tres francos y se la dejó de herencia a su hermana, que la vendió a un hombre llamado Jacques Bellanger en 1955. Bellanguer la cedió al forense Phillippe Charlier en 2010, que certificó su autenticidad, y se la regaló a Luis Alfonso de Borbón, al que los monárquicos franceses consideran el legítimo heredero del trono de Francia (Luis XX), que desde entonces es su custodio y ha recomendado que sea devuelta a la cripta de Saint-Denis junto con un pulgar que se conserva del rey en un museo de Pontoise.

MARTÍN OLMOS

41 disparos (o más)

In Ejecuciones y linchamientos on 11 de noviembre de 2013 at 20:56

En un mundo imperfecto, la diferencia está en una pistola

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Será una pistola, será un cuchillo,/ será una billetera, esta es tu vida”
BRUCE SPRINGSTEEN

Proposición primera para la gestión de la lucha contra el crimen: los pasmas no llevan cacharra. Salen desnudos a la selva. Encomiendan su autoridad a llevar un bigote victoriano y un uniforme chulo, puede que amenazador, y a tener pelotas en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Encomiendan su autoridad a un silbato: piiiiiiiiii. Al pito del sereno. Pierden la capacidad coercitiva del plomo. Consecuencia plausible: los malevos les vacilan. Los polis sin chisme están expuestos a la compasión. Los polis ingleses no llevan chisme. Nota de cultura general: les llaman Bobbies en honor a sir Robert Peel, el ministro del interior británico que fundó en 1829 la Policía Metropolitana de Londres, crisálida de Scotland Yard. Hasta entonces la observación del orden público la regulaba el ejército a tiros de fusil a demanda. Sir Robert Peel vistió a sus polis de azul en lugar del rojo de las casacas de la infantería y los desarmó para evidenciar que su obligación primaria era para con la comunidad, más que para el estado. Nota de sucesos: área de Manchester, 18 de septiembre de 2012. Las agentes Fiona Bone y Nicola Hugues recibieron un aviso de un posible robo con escalo en Abbey Gardens. Les recibió Dale Cregan, un camello de drogotas lo suficientemente duro como para seguir en el negocio después de que unos competidores le sacaran el ojo izquierdo por una discrepancia territorial sobre predios de cocaína. Cregan el Tuerto  se había despachado a dos mendas en un año. Fiona Bone y Nicola Hughes no llevaban armas para refrendar la autoridad de la ley. Cregan las mató de treinta tiros con una pistola Glock. No tuvieron oportunidad. Se reabrió el debate sobre armar a los bobbies. El Jefe de la Policía de Manchester, sir Peter Fahy, dijo: “Sabemos por la experiencia en Estados Unidos y otros países, cuyos oficiales están armados, que eso no significa que no los maten”. Dijo: “Nos apasiona el estilo británico”. El Estilo Británico: sombreros raros en el hipódromo, birra tibia, conducir por la izquierda, pasmas sin chisme a merced de la clemencia de las fieras.

Nota de sucesos: Capbreton, en Las Landas francesas, uno de diciembre de 2007. Dos agentes de la Guardia Civil, Fernando Trapero y Raúl Centeno, fueron asesinados a tiros por un comando etarra a la salida de una cafetería. Iban desarmados. No tuvieron oportunidad. Probablemente no la hubieran tenido en cualquier caso, porque les cogieron sentados en el coche, en una posición difícil para sacar y responder a un tiroteo. Hasta entonces los polis españoles tenían que recorrer un proceloso camino burocrático para acarrear un plomo en suelo francés. Los compañeros de los agentes le hicieron pasar una tarde dura a Alfredo Pérez Rubalcaba, entonces ministro del interior: querían jugar con todo el mazo de la baraja, sin quitar los comodines. Consecuencia: un mes después, Zapatero y Sarkozy firmaron un acuerdo que incluía una variación en el protocolo sobre el porte de armas en Francia, que a partir de ese momento se pudo tramitar en 24 horas sin necesidad de una autorización judicial.

Las armas de la ley
Proposición segunda para la gestión de la lucha contra el crimen: los pasmas llevan pistolón. Grande y negro y conminatorio. Acarrean la capacidad coercitiva del plomo. Se dejan de autoridades morales y bigotes victorianos. Consecuencia plausible: a los malevos se les corta el vacilón. Tronco, el madero tiene una fusca. Dan un miedo que te cagas. El miedo cuida la huerta. Nota antropológica: un pasma con un pistolón es un ser humano con un pistolón, y por lo tanto está sujeto a las veleidades propias de la especie. Hay tantos tipos de pasmas como tipos de hombres. Hay pasmas decentes y manchados, templados y nervioooosos, hay pasmas mediterráneos y falleros que se vuelven locos por una traca final. Pim, pam, pum. Hay pasmas con un mal día. Apunte técnico: los tiradores son cada vez más precisos (lo mismo que las armas). Hasta finales de los años 50 se disparaba una pistola con una sola mano, o bien extendiendo el brazo y apuntando o bien de manera instintiva. A veces aparecía la bala en Brasil. Desde 1958 se generalizó la posición Weaver (más tarde perfeccionada por el coronel Jeff Cooper), en la que se dispara sujetando el chisme con las dos manos, formando con los brazos un triángulo isósceles. Se multiplicó el tino. Casi se equiparó al de una carabina. Pueden comprobarlo en el cine: Bogart y los clásicos disparaban con una mano, Bruce Willis y los contemporáneos con las dos (no tengan en cuenta las pelis de Tarantino en las que se tira de medio lado. Un día se van a dar en un pie). Apunte psicológico: disparar es como una claque violenta, es contagioso, como la risa y el estornudo. Jesús. Está demostrado que cuando un miembro de un grupo abre fuego contra un blanco induce al resto a disparar también en la misma dirección, aunque ignoren el motivo. Apunte psicológico: está demostrado que se dispara antes contra alguien que parece que ha dormido con la ropa puesta. Está demostrado que se dispara antes contra los morenos. Consejo: lo decía tu mamá, como te ven te tratan. Vístete como si fueses a pagar una multa. Sé pálido.

Nota de sucesos: 22 de octubre de 2013, condado de Sonoma, California. Andy López Cruz, de trece años, tocaba la trompeta en su instituto. Jugaba en la calle con una réplica de un fusil AK-47. Tres pasmas le encañonaron y le dijeron que tirara el arma. No sabían que era un juguete. Andy estaba de espaldas. No tiró el juguete. Sus padres vivían en una caravana. Le dispararon siete veces y le mataron. Se abrió una investigación. El teniente Denis O´Leary salió en la tele enseñando un AK-47 de verdad y una réplica de balines. Todos los gatos son pardos.

Nota de sucesos: el Bronx neoyorquino, la selva, 4 de septiembre de 1999. Amadou Diallo era un betún guineano que se buscaba la vida. Vendía calcetines en la calle. Cuatro polis le confundieron con un violador en busca y captura. Un AMADOU DIALLOnegro es un negro. Le dieron el alto en un porche con poca luz. Amadou Diallo metió la mano en el bolsillo buscando su cartera negra. Un poli se tropezó y se le disparó la cacharra. La bala se incrustó en el suelo. Se produjo el contagio. Los cuatro polis dispararon. Le pegaron 41 tiros. Le acertaron 19. Un 46 por ciento de blancos sobre el negro. Acertijo: ¿en qué se parece una cartera negra a un pistolón? Las pistolas producen terror, como los payasos a medianoche. Cuando a alguien le apuntan con una en la cabeza suele taparse la cara con las manos. Es una reacción parecida a meterse debajo de una manta cuando vienen los fantasmas. En situaciones de estrés la razón deja paso a la reacción. A Amadou Diallo le hizo una canción Springsteen (“American Skin. 41 Shots”). En la pared sobre la que le acribillaron hoy hay un graffiti junto al que se tiran fotos los turistas. Sonríe. Mira al pajarito.

Conclusión: no hay conclusión. En un mundo perfecto puedes dejar la puerta de casa abierta. En un mundo imperfecto hay que tomar precauciones: camina por calles iluminadas, si te para la poli muévete des-pa-cio. Como si tuvieses los huesos de cristal. Alguien le hará una canción a Andy López Cruz. Nadie le hizo una canción a Fiona Bone ni a Nicola Hughes ni a Fernando Trapero ni a Raúl Centeno. Si una banda de tíos que hablan raro usan un soplete para sacarte la clave de la visa puedes jurar que preferirás ver aparecer a un escuadrón de maderos con chismes grandes y negros. Si un poli te confunde con el Lute rezas para que tenga un talante dialogador. Para que se haya dejado el alicate en casa. En un mundo perfecto puedes tener a la suegra trompa y el porrón lleno. En este no.

MARTÍN OLMOS

Un elefante se balanceaba…

In Bichos, Ejecuciones y linchamientos on 24 de junio de 2013 at 13:07

A la elefanta Mary, de cinco toneladas, la ahorcaron colgándola de una grúa ferroviaria por matar a un pelirrojo

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Y el señor de la selva era Tha, el primer elefante”
RUDYARD KIPLING

Al pobre rey le crujieron lo que vienen llamando en el castizo el rulé por despachar a un dumbo en Botswana, cuando la culpa fue del elefante, que se puso a tiro. Porque cualquiera sabe que el rey gasta el gatillo ligero, como Wyatt Earp, y le hubiese gustado ser Allan Quatermain, aunque le sostiene mejor el parecido a Denys Finch Hatton, el novio cazador de Karen Blixen, que se iba de safari con el gramófono y la rubia. Al rey los disgustos le vienen por las escopetas y por los yernos. El rey lleva tumbados a tiros a su hermano pequeño Alfonso, al oso Mitrofán, que cayó cuando iba trompa de vodka y miel, y al elefante de Botswana, que murió sin bautizar. Los yernos le han salido fulastres y uno se viste raro y el otro es carterista. El rey podría hacer de su necesidad virtud y disparar a sus yernos, pero seguramente nadie le haya hecho la sugerencia. Cuando nos enteramos de la cacería de Botswana, nosotros, el plebeyerío cañí, que propendemos a enredar y a la canalla, nos pusimos de parte del bicho porque pensamos que los elefantes van por el camino cogiditos del rabo, como en “El Libro de la Selva” (el de Disney, no el de Kipling), cantando eso de “nuestra única ambición/ es marchar con precisión”. Los elefantes marchan con precisión cuando les sale una buena tarde, pero cuando les corre prisa galopan a destajo, en acracia y desbarajuste, yermando todo lo que pisan y barritando como las trompetas que echaron abajo los muros de Jericó, y como no ven media gorda se llevan por delante al que pillan dejándole en superficie y sin espesor. Los elefantes tienen mucha presencia física pero poquita de ánimo y todo lo que tienen de grandes lo tienen de cagones y se asustan de cualquier cosa. En Munich, el último día de julio de 1888, seis elefantes desfilaron con precisión en un pasacalles hasta que se cruzaron con un dragón de cartón que vomitaba fuegos artificiales. Los animales se asustaron, se soltaron de sus cadenas y se pusieron en carrera matando a siete ciudadanos y destrozando una cervecería. Hace apenas dos años, en la ciudad de Mysore, en el estado indio de Karnataka, entraron dos elefantes a los que el bosque desforestado les había dejado sin merienda y lo que les asustaba era el hambre y  mataron a dos vacas y a un vigilante llamado Renuka Prasad, al que le ensartaron en el suelo con los colmillos.

El general cartaginés Anibal Barca intuyó el tanque con el que Patton cruzó Europa y en el año 218 antes de Cristo atravesó los Alpes con un contingente de 50.000 soldados, 10.000 caballos y 37 elefantes africanos del Atlas, sobre los que posicionó a los arqueros. Los romanos contrarrestaban las cargas de los elefantes soltando cerdos a sus pies, que se ponían a gritar y les asustaban. En el capítulo sexto del Primer Libro de los Macabeos se dice que cuando Eupátor emprendió la invasión de Judea, juntó un ejército de cien mil hombres de infantería, veinte mil de caballería y treinta y dos elefantes adiestrados para el combate, a los que les daban de beber zumo de moras y vino tinto antes de entrar en batalla. Con la artillería, las cargas de los elefantes se quedaron para el recuerdo porque eran desbaratadas a tiros de cañón. No obstante, el rey de Siam ofreció el servicio de sus animales para combatir al sureño en la Guerra de Secesión, pero Lincoln los rechazó porque para paquidermos ya tenía al general Sherman y su estrategia de la “tierra arrasada”.

Montañas que caminan
Dicen que los elefantes son montañas que caminan, pero lo malo es cuando corren, que lo hacen a cuarenta kilómetros por hora, con lo que casi seguro que te pescan. También dicen que tienen buena memoria, lo que en vernáculo es confirmar que guardan rencores y tarde o temprano la devuelven. Los machos tienen malas pulgas cuando sufren el “must”, un periodo de enajenación transitorio y muy agresivo en el que buscan camorra con cualquiera. El “must” dura aproximadamente un mes en el que segregan niveles de testosterona sesenta veces mayores de lo normal, multiplican su deseo sexual y se vuelven quisquillosos. Lo que nunca nadie ha visto es a un elefante balanceándose sobre la tela de una araña, pero una elefanta, de nombre Mary, se balanceó en la soga del ahorcado. A Mary la colgaron en Tennessee, en 1916 por asesinar a un pelirrojo medio tonto que pensó que un elefante era la mula de tiro de su tía la del pueblo. Mary era una elefanta asiática de 30 años y cinco toneladas que tenía un número en el circo de los hermanos Sparks en el que bateaba una pelota con la trompa y bailaba veinticinco canciones. Cuando el espectáculo levantó la carpa en Kingsport, Tennessee, el 12 de septiembre de 1916, el entrenador del animal Paul Jacoby contrató a Walter Eldridge el Pelirrojo para que le ayudase a atenderlo. A Eldridge, que era conserje de hotel y no había visto  un elefante ni en un cromo, le dieron un gancho de hierro para hacerse respetar y con él le zumbó a Mary en las orejas para impedir que se comiese una sandía. Mary derribó de un trompazo al zoquete y después le pisó la cabeza haciéndosela pulpa. El sheriff del condado arrestó a la elefanta y la encadenó en la puerta de la comisaría y a la mañana siguiente procedieron a ejecutarla. Pensaron en acribillarla a tiros, envenenarla o electrocutarla, pero al final la colgaron como a un cuatrero de una grúa del ferrocarril. Tres mil paletos del estado del venerable Jack Daniel fueron a presenciar el último saludo en el escenario de la elefanta bailarina y pueden jurar que pasaron una buena tarde con el preámbulo, porque en el primer intento se rompió la cadena con la que le colgaron y la bestia se cayó desde cinco metros rompiéndose los tendones. Mary no fue el único paquidermo de circo que conoció la justicia del talión. En 1907, el elefante Punch, del circo Pinder, fue fusilado en el departamento francés de Tarn-et-Garonne por destripar a dos caballos; a Black Diamond, un ejemplar asiático de más de ocho mil kilos que actuaba en el circo Barnes, le frieron a tiros  en Houston, Texas, en 1929, por matar a una mujer y a Topsy, una hembra del circo Forepaugh de Coney Island, la electrocutaron por asesina reincidente en 1903. Topsy tenía treinta años y poca paciencia y mató a tres de sus cuidadores. Uno de ellos era un patán borracho que le daba de comer cigarrillos encendidos. El 4 de enero de 1903 la cebaron con medio kilo de cianuro y le descargaron más de 6.000 voltios de corriente que la dejaron frita en el acto.

Al rey, cuando se le acaben los yernos, le deberían guardar los elefantes con cuentas con la ley para que los tumbe a tiros, como hacía el gran Jim Corbett con los tigres devoradores de hombres. Le daría gusto al gatillo ligero y de paso ofrecería un servicio público y así no tendría que acabar pidiendo perdón en la puerta del dispensario, poniendo carita de pena, como un pobre a la salida de misa. Que le salió el gesto humano pero quedó menos regio que Bartolo tocando la flauta. Con un agujero solo. Que un rey está para ir a la grande en el mus, y no para andar pidiendo permiso.

MARTÍN OLMOS

Siéntese, está usted en su casa

In Ejecuciones y linchamientos, Los trastos de matar on 20 de diciembre de 2012 at 13:36

A los ejecutados en la silla eléctrica les arde la cabeza en llamas y su piel chamuscada se queda adherida a las correas de sujeción

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS
“Se ha probado que la electricidad impulsa un tranvía mejor que un pico de gas y da más luz que un caballo”
AMBROSE BIERCE

 
Decía la Pasionaria que es mejor morir de pie que vivir de rodillas (la frase tiene en realidad muchos padres y se la han atribuido a Benito Juárez, a Zapata, a Salvador Allende y al Ché Guevara), pero la verdad es que importa más bien poco la postura en la que te pesque la muerte y lo que a uno le apetece es quedarse un rato más. La muerte siempre llega a destiempo, como el marido de tu hermana, y te coge con cosas que hacer y en la flor de la vida y no la puedes atender en condiciones. La muerte de digna tiene poco, y se parece a ir de vientre, que alivia pero no se conoce manera de hacerlo con decoro, y decía Cela que lo peor de morirse es lo que se ríen de ti los que se quedan vivos. Viene mal diñarla a cualquier hora y con independencia de que te toque el trance sentado, yaciendo, decúbito prono o disfrutando el matrimonio. Por igualar por el extremo más incómodo la frase de la Pasionaria, hubo un tiempo en el que los que vivían de rodillas morían también de rodillas y si cazaban una liebre les ponían de hinojos con el cuello apoyado en un tarugo de tronco y un verdugo con antiguos recuerdos en las uñas de los pies les separaba la cabeza del cuerpo con un hacha de talar robles. A la inconveniencia de la muerte se le añadía la genuflexión  y el condenado asumía su perra suerte con la actitud de una res que humilla para que le den el descabello. Según el hombre se fue civilizando no se deshizo de su costumbre de aplicar la ley del talión pero la fue adornando con deferencias para disimular y el verdugo de antaño, al que nadie quería en su mesa, dejó su lugar al electricista y al practicante, que se iban a dormir tranquilos porque se hacían la ilusión de que matando al excedente social sentado le mataba menos. Con matar por lo legal pasa como con rascarse las partes cuando a uno le pican, que se lo pide el cuerpo pero le turba el gesto y hace como que se busca las llaves en el bolsillo del pantalón. Decía San Clemente de Alejandría que no es vergonzoso nombrar los órganos sexuales que Dios no se avergonzó en crear pero los estados que contemplan en su legislación la pena de muerte han ido pasando de exhibirla en la plaza para que el ejemplo, como decía Platón, “limpiase el país de truhanes” a rascarse sus partes en la salita recóndita del penal, donde no les ve nadie. Como si se avergonzasen de ejecutar la sentencia que aplican, que es simular estar buscándose las llaves en el bolsillo del pantalón.

Alto voltaje
En 1881 un dentista de Nueva York llamado Albert Southwick vio como un cristiano que se había enganchado una trompa entregaba su alma al Altísimo al tocar los terminales de un generador. El pobre borrachuzo ni siquiera se enteró de que murió y se fue a convalecer la resaca con San Pedro. Southwick comenzó a predicar la utilización de la electricidad para el sacrificio de animales para ahorrarles el sufrimiento mientras que a los bípedos los seguían colgando de una soga que con suerte les rompía el cuello y sin ella les alargaba el trámite hasta que se ahogaban. En 1885 el gobernador del estado de Nueva York David Bennett Hill articuló un apasionado discurso en el que pidió a la ciencia que encontrase una forma de quitar la vida a los condenados a muerte por medio de un proceso menos bárbaro que el ahorcamiento, que era un residuo de la Edad Media. Se formó una comisión que fumó cigarros en salones con moqueta y bebió jerez embrocado desde botellones labrados, que es lo que suelen hacer las comisiones, y el 4 de junio de 1888 se aprobó la ley que permitía la electrocución como forma de abono de las deudas con la sociedad. Las compañías eléctricas de Westinghouse y de Thomas Alva Edison concursaron por hacerse con la contrata del estado que al final se llevó la segunda al demostrar la potencia de su voltaje friendo a un elefante de circo que se llamaba Topsy, que murió por la ciencia; descanse en paz. El ingeniero Harold Pitney Brown diseñó la primera silla eléctrica, que se usó por primera vez en la ejecución de William Kemmler en la prisión de Auburn, en Nueva York, el 6 de agosto de 1890. Kemmler se había aburrido de su novia y cortó con ella por lo sano con un hacha de bombero. En la primera aplicación de corriente le ardió la cabeza en llamas y mientras esperaba la segunda su cuerpo se movió como el de una marioneta manejada por un borracho y después de los espasmos quedó en la habitación olor a churrería. Los reporteros del New York Times escribieron que hubiese sido más humanitario arrojarle al paso de un tranvía.

La Horrible Gertie
A los condenados a la silla les dan de cenar decentemente la noche anterior y les levantan al alba, aunque generalmente han EJECUCION EN LA SILLAdormido mal. Les sientan para la faena con las extremidades cinchadas con correas de cuero para que no practiquen la cortesía si averiguan una dama entre el auditorio y les colocan un electrodo en la cabeza y otro en la pierna izquierda para que la electricidad recorra entre ambos puntos la totalidad de su cuerpo. La primera aplicación de 2.000 voltios les debe dejar inconscientes y la segunda, de menor intensidad para impedir la combustión del cuerpo, les destroza los órganos internos, pero a veces falla y la cabeza arde en llamas como una cerilla rascada. Suele ocurrir que los intestinos se relajen y el reo se deshaga del menú y la piel quemada queda adherida al correaje, que se tiene que limpiar después con un cepillo de púas de alambre y agua muy caliente. La ejecución en la silla eléctrica tiene algo de final de verbena, con olor a freiduría y a pis, con los restos del asado que nadie quiere recoger. A la silla eléctrica la llamaron Sally la Chisposa, la Vieja Humeante y la Horrible Gertie. La Horrible Gertie era viajera y portátil y en una actuación en Luisiana en 1945 la montó un funcionario borracho y la dama tuvo un mal día y se apagó en mitad de la ejecución de Willie Francis, que solo tenía dieciséis años y pagaba por el asesinato de un farmacéutico. El reo quedó poco hecho y lo devolvieron a cocina, de donde le sacaron dos años después para asarlo otra vez. En 1889 el emperador de Abisinia (la actual Etiopía) Menelik II compró a la compañía Edison tres sillas eléctricas con las que quería modernizar los ajusticiamientos en su reino, pero no las pudo estrenar porque la electricidad no había llegado al país y las tuvo que usar de trono. Menelik II fundó la ciudad de Adís Abeba, se dejó robar la cartera por los italianos y en 1913 le dio un ataque al corazón que pretendió curar pidiendo una Biblia y comiéndose el Libro de los Reyes, que no le sentó bien y murió un par de días después.

MARTÍN OLMOS

El distinguido público

In Ejecuciones y linchamientos on 21 de septiembre de 2012 at 12:31

Un mirón que asistió a una ejecución avisó de que uno de los reos coleaba y exigió que lo finaran, que ir para nada es tontería

“¿Qué pensáis que os sucederá cuando la justicia os entregue a vuestros enemigos, atados y rendidos, encima de un teatro público, a la vista de infinitas gentes, y a vos blandiendo el cuchillo encima del cadalso, amenazando el segarles las gargantas, como si pudiera su sangre limpiar, como vos decís, vuestra honra? ¿Qué os puede suceder,  sino hacer más público vuestro agravio?”

MIGUEL DE CERVANTES

Cuando uno va a la ópera quiere que al final cante la gorda. Al respetable hay que sorprenderle lo justo y no darle gato por liebre, y si se anuncia un dramón de mucho llorar en el liceo no se puede sacar al escenario a un tío contando chistes de suegras. Hasta no hace tanto tiempo se consideraba que el elemento disuasorio más eficaz contra el crimen era el espectáculo del castigo terrenal, así que los ajusticiamientos se saldaban a la vista del popular, para que se educase y pusiese sus barbas a remojar, pero la concurrencia, más que a un ejercicio educativo, iba a la ejecuciones a pasar una tarde de parrandeo, iba en tromba con almendras y el botijo, a la farra y al jolgorio, y lo que quería ver era cómo la diñaba el reo. Frustrarle al pueblo su solaz estaba muy mal visto, quitarle el circo, sobre todo en épocas de poco pan, llegaba a ser debate parlamentario. Cuando el asesino John Williams, que mató a siete personas a golpes de tubería en Londres en 1811, se colgó en su celda unos días antes de su ejecución,  se convirtió en plática del Primer Ministro en la Cámara de los Comunes, que le llamó burlador del patíbulo y se refirió al condenado como “el villano Williams, que últimamente ha frustrado la justa venganza de la nación soslayando violentamente en su persona el castigo que le esperaba”. Se permitió, para compensar, que el cadáver del desgraciado fuese paseado sobre un carretón abierto, cinchado sobre un plano inclinado para que quedase expuesto a la audiencia, desde San Jorge hasta la calle Cannon, en donde fue enterrado con una estaca clavada en el pecho. El público congregado insultó con terrible violencia al asesino difunto, no se sabe si por criminal o por aguafiestas,  y arrojó a la fosa barro del camino y adoquines de la calle pero, por cualquier lado por el que se mire, no fue lo mismo que verle bailar en la soga. Una ejecución, además, era gratis, como mucho uno tenía que madrugar para coger sitio y andarse listo para que no le levantasen la petaca de los parneses, porque donde había reunión había urracos,  con lo que después del esfuerzo, del bulto y de los empujones, lo que se exigía, cuando menos, era que el espectáculo tuviese su fin natural y que no se quedase la función a medias. Igual que la ópera, que no acaba hasta que canta la gorda, y lo mismo que un bautizo, que carece de refrendo administrativo si el padrino no se la engancha y llora con sentimiento, el pueblo piadoso no desalojaba la plaza hasta que el ilustre no tomaba, tieso, la avenida de San Pedro.

El hecho ocurrió en Sevilla en 1565, lo recogió Luis Astrana Marín en su ciclópea biografía de Miguel de Cervantes y Cervantes mismo lo aprovechó para adornar “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Al tabernero Silvestre de Angulo le brotó cornamenta porque su legítima andaba en festejos con un mulato de las Indias, que como se sabe la gastan complacida. En aquella época la ley castigaba a los actores del adulterio y a los que, por debilidad de carácter, lo consentían y las penas podían ser de escarnio, de picota o de muerte. El tabernero Angulo probó la culpa de la doña y el moreno y los metieron presos en la Cárcel Real, donde estuvieron dos años hasta que un tribunal decidió entregarles al esposo para que él mismo les diese justicia. Levantaron las tablas en la Plaza de San Francisco, al lado de la Sala de Audiencias, el 19 de enero de 1565, a dos varas cumplidas del suelo para que no se quedasen sin junar los retacos y pusieron a los reos hincados de rodillas y amarrados de muñecas. El verdugo usó el tocado de la señora para vendarles los ojos y entre vítores de la concurrencia compareció el tabernero para limpiarse el apellido, que llevaba dos años a la par de los cascos de las mulas. Detrás de él le iban con cruces de madera varios frailes franciscanos y los curas jesuitas, que trataron de meterle en razón y que perdonase a los pecadores para hacer honor a la pasión de Jesucristo, pero el marido dijo que la  honra se lava con sangre y, animado por la chusma, se sacó de una bota un cuchillo puntón y les metió de puñaladas, primero a la hembra, por viciar en la trastienda, y después al negro, por aprovechar la ocasión. Cuando ya no le daba el cuero para seguir clavando y les dio por muertos fue a bajar de las tablas para coger resuello pero un mirón le gritó “¡el mulato aún se mueve!” y el marido, colérico, pidió prestada una espada y volvió a la escena a rematar el escarmiento. Sin aire por la faena se plantó a saludar, como un cómico de corrala, sucio de sangre y sudor,  hizo una reverencia, se quitó el sombrero dejando la frente a la intemperie y gritó: “¡Cuernos fuera!”

El final del suceso ofrece la moraleja discutible porque no está demostrado que muertos los lujuriantes desaparezca la cuerna del ciervo. El mesonero matón, en todo caso, se fue a dormir crecido después de una noche de celebración pero, en rigor, el que terminó satisfecho fue el gritón que avisó que el mulato coleaba. No ha quedado su nombre, ni falta que hace, pudo ser cualquiera que quiso acabar la tarde con aprovechamiento y no quedarse con la diversión a medias y uno se pregunta qué más le daba a él si el mulato quedaba tieso o maltrecho si ni los cuernos, ni la mujer, ni el negocio le iban ni le venían. El suceso, recogido en los anales de Sevilla, pudo ocurrir en cualquier parte y no explica la idiosincrasia de un país que luego tendió a la tauromaquia sino la naturaleza del público que exige su espectáculo, con sus reglas, su liturgia y su final, y si va a una comedia quiere reír, llorar en un velorio y que la palme alguien en una ejecución, que para la piedad ya tiene el domingo y su misa. Que ir para nada es una tontería.

MARTÍN OLMOS

El oficio del Corujo

In Ejecuciones y linchamientos on 7 de septiembre de 2012 at 13:37

Hubo un tiempo en España que hombres como el Corujo, Copete y Bascuñana, tenían el oficio de matar

“¿Qué no es hombre ni siente el verdugo
Imaginan los hombres tal vez?
¡Y ellos no ven
Que soy de la imagen divina copia también!”

JOSÉ DE ESPRONCEDA.“La canción del verdugo”.

El último aliento de un hombre huele a ocena que apesta y el vientre, por miedo o porque la naturaleza deja los mejores chistes para el final, se afloja y despeña las churrias por la canilla. Al verdugo se le queda el olor a muerte en la camisa y nadie le aplaude la faena ni le tira claveles ni botas de vino y se vuelve solo a la fonda, a yacer la raspa sobre una sábana que mañana tirará el hospedero al fuego haciéndose la cruz. El verdugo vuelve a casa en vagones de tercera, con los gitanos y los gañanes de la labor, y se hace el dormido para que no le empiecen tertulia y le pregunten el oficio. No se come las magras al pasar por Ciudad Real, no sea que le vean la herramienta al sacar la tartera de la talega. Nadie quiere al verduguito pobre, qué culpa tendrá él, si no sirve para la vendimia. El oficio de verdugo lo abrazaban los del hambre, como la tauromaquia, pero saciaba lo justo y había que buscarse un apaño para engordar. No era raro que pusiese la carne en el caldo afanando una gallina.

A salto de mata
A Antonio López Sierra le decían el Corujo porque alguien le vio aire de búho. Era extremeño de Badajoz y de chico suerteó en la linde con Portugal y aprendió a pasar el matute por el rincón y a vivir saltando la mata. Estimaba que, más o menos, nació en 1913, pero no lo tenía por seguro. Aprendió el oficio de cerrajero pero no lo dedicó y cuando estalló la guerra se alistó con los rebeldes en un tambor de la Legión. Tenía hambre congénita y se iba adonde se la quitase. Estuvo en Rusia con la División Azul y en Alemania con las brigadas de trabajadores que envió Franco al Tercer Reich. Le pusieron de barrendero en Berlín pero no le gustó el tajo y consiguió que le repatriasen haciéndose pasar por sifilítico. Volvió a España y a la carpanta, con una mano delante de la otra, no sabía ni leer ni escribir y se manejaba con los billetes identificando las efigies, tenía la ambición básica de una comida diaria y un chato de peleón, un poco de solecito en primavera y un periódico debajo de la camisa en el sereno. Trabajó en un matadero, premonitoriamente, y alpargateó los caminos vendiendo dulces de arrope en un carro, barquillo parisién y malvaviscos para la tos. Después se asoció con su paisano Vicente López Copete y se dieron a la estafa magra de los que no derrochaban cautela. El Copete fue legionario de los que reprendió a los mineros de Asturias, analfabeto como el Corujo, de peor prez, pelo carbón y algo más alto. El Corujo era nervudo y más bajo, insomne y fumador, parco en el decir y castaño de palambrera no muy limpia. Los dos frecuentaban a las putas de la infantería y al anís de Chinchón, dormían en el camino y hospedaban piojada numerosa en el calzón, coqueteaban con la tiña y con la zurda de la ley. Se hicieron mulas del estraperlo y contrabandistas de café en el España de la achicoria y alguna vez los carabineros les aligeraron el saco y les dieron la punición en la vereda escribiéndoles la jeta de dos sopapos. Un inspector de policía de Badajoz que les tenía ley les dijo para cambiar los atajos por el servicio público y les inscribió en la convocatoria oficial de concurso de plazas para verdugo que se publicó en el Boletín Oficial del Estado del 7 de octubre de 1948. Los dos hombres aprobaron el examen con solvencia, a pesar de ser rigurosamente analfabetos, con lo que hay que suponer que pasaron las pruebas por instinto. Les dieron en franquicia el hierro de matar, el garrote, y les pusieron en guardia permanente.

Al Corujo le enseñó el oficio Bernardo Sánchez Bascuñana, verdugo alegre y sevillano, antiguo guardia civil que le gustaba bailar flamenco, decir solemne y vestir de capa. Don Bernardo recitaba a Bécquer haciendo pasar los versos por suyos para  enredar a las señoras, iba a misa todos los días y murió de cirrosis en Granada, en 1972. La primera faena de Antonio Sierra el Corujo fue agarrotar al tonto Monchito, un medio lerdo que asesinó a la mujer de su patrón para darle un ajuar a su novia y comprarse un acordeón. Le dieron dieta de sesenta pesetas y el billete del tren. Como se vio hombre derecho, puso piso en la calle Concepción del Arenal y formó familia, y como no sabía leer ni le llamaban las timbas consagró sus asuetos a la siembra con dedicación y tuvo quince hijos, de los que le vivieron solo dos. El Corujo llamaba al garrote la Máquina y la acabó por tomar destreza pero a veces arrugaba y le daban calambres y se iba a la labor soplado de anís. Observaba el miramiento de agarrotar hembras y cuando tuvo que ejecutar a Pilar Prades, la Envenenadora de Valencia, subió al cadalso con una cogorza de campeonato para arrimarse el ánimo. En las vigilias bebía en silencio y no hacía vida social, guardaba el garrote debajo de la cama y escondía su oficio en la cantina y cuando le salía tarea, cogía la maleta y tomaba el tren. A su hijo le prometía traerle un balón de reglamento.

El Corujo les hizo la maniobra a los quinquis Guirado y Romero, al célebre Jarabo, a los anarquistas Antonio Abad y Joaquín Delgado y al Asesino de las Quinielas. Su última faena se la hizo al anarquista Salvador Puig Antich el 2 de marzo de 1974 y le salió sin profesión porque la ejecutó borracho. A Antich le tenía que haber agarrotado su compadre el Copete, pero no pudo presentarse por estar preso de un delito de estupro. Cuando se abolió la pena de muerte Antonio Sierra encontró tajo de conserje de finca en la calle de Monteleón y hogar en la portería sin ventanas en la que vivió apuradamente, enfermo del pulmón, calladito, que estaba más guapo y en la compañía de su mujer y de un canario. Paseaba al anochecer. Murió en 1986. Su hijo Cándido salió torcido y de pequeño le llamaban el Hijo del Guillotinas. Después se dejó melenas y le dijeron el Kung-Fú y se sabe de él que lleva una foto de su padre en la cartera, que les baila tangos a las señoras y que come de la caridad.

En 1955, en Castellón, esperaba el Corujo en capilla para agarrotar a Carlos Soto Gutiérrez y un fiscal le vio pasta de paleto y le preguntó si a su edad no era capaz de encontrar oficio más decente. El Corujo le contestó:  Más joven es usted. ¿No ha encontrado otro trabajo mejor que condenarlos a muerte para que luego les mate yo?.

MARTÍN OLMOS