MARTÍN OLMOS MEDINA

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La rubia alegre

In El cañí on 15 de noviembre de 2012 at 14:02

El tiempo ha ido adornando la vida de Carmen Broto, una prostituta de primera que fue asesinada por tres chorizos de tercera

“La gente estaba convencida de que en el asesinato de Carmen Broto había porquería bajo la alfombra”
JUAN MARSÉ.

Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena (con los ojos de misterio y el alma llena de pena) porque rubias había pocas. El español golfo, en términos cinegéticos, ha valorado mucho la rubicundez por escasa y, desde el aperturismo de los sesenta, por la épica de las suecas jamonas que venían a veranear. En un país donde las mujeres pasaban de castaño oscuro, el pelo vikingo ofrecía promesas de pecado y se preguntaba el español, con inquietud, de qué color era el pelo recóndito de las  trigueñas. Hoy, con la globalización, las cabelleras blondas ya no extrañan, pero hubo un tiempo en el que de ser rubia se podía hacer oficio. Que fue un tiempo de poco pan.

Pieles de astracán
Carmen Broto Buil era maña de Huesca, de la aldea de Guaso, en la comarca del Sobrarbe, en el alto Pirineo donde los inviernos son muy fríos y hielan el alma. Dios le regaló las gracias rotundas de las mujeres de bandera y ella pensó que el pueblo montañero no la merecía y se fue a Barcelona a prosperar. Se colocó en el servicio, que era el oficio de las rústicas que se querían abrir el paso en la ciudad de los prodigios, y tuvo la intuición de que los señoritos no la miraban el quehacer sino los relieves de su naturaleza que le ahormaban la camisa. Carmen Broto Buil intuyó también que las rubias no nacen, sino que se hacen con tintes de camomila y un adecuado estado de ánimo. En Barcelona, a finales de los años cuarenta, era tiempo de malta en vez de café, cartilla de racionamiento, piedras en los garbanzos  y trampas en la romana, y Carmen Broto manifestó talento en el oficio de hembra de presumir, que le reportaba más rendimiento que dejarse pellizcar el género por el señor de la casa, que luego se iba a misa. Se puso el pelo platino, trepó a tacones vertiginosos y se hizo golfa de ambigú, y de las buenas, y estrechó amistades con los caballeros del Régimen, que la llevaban a ver los toros a la Monumental.

En poco tiempo se compró un abrigo de piel de astracán, que estaba hecho con los pellejos de treinta corderos nonatos del Uzbekistán, y un señor que fumaba puros le puso un piso en el número seis de la calle Padre Claret. Entre puta y mantenida, pasaba por la querida de don Juan Martínez Penas, que la llevaba a comer gambas al Hotel Ritz y a que la mirasen y así él pasar por bravío, cuando era, en realidad, palomo cojo. Además de zurdo de alcoba, Martínez Penas era gallego de Pontevedra, antiguo agregado cultural de la embajada española en París y dueño del teatro Tívoli del Paseo de Gracia y presentó a Carmen Broto a Julio Muñoz Ramonet, el Rey del Estraperlo. Muñoz Ramonet alzaba el brazo derecho por conveniencia, dirigía el contrabando de algodón y tenía negocios a medias con el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, era dueño de los almacenes El Águila y tenía la clase de fortuna que es imposible de amasar de forma honrada (en 1986 tuvo que huir a Suiza para escapar de la justicia y dos meses antes de morir, en 1991, el juez Baltasar Garzón pidió para él once años de prisión por un  delito de estafa y falsedad). El estraperlista estaba casado con doña Carmen Villalonga, hija del presidente del Banco Central, pero a la que le regalaba joyas del rey Faruk era a la rubia Carmen, que las exhibía en juergas de gin-fizz y chachachá que terminaban al amanecer cuando regresaba hermosa, despintada, descalza y borracha, sola o escoltada,  a su piso de Padre Claret. Carmen escondía su ojo derecho debajo de un mechón rubio, como Veronica Lake, pero no escondía nada más; no escondía las gracias de Dios ni los collares y se hizo zorra célebre, pero no de marinería, y comentada en los salones de Barcelona. Volaba en cielos de halcones, y sin embargo la mataron los pichones.

Deudas del hampa
Jesús Navarro Manau vivía de saltar la mata, generalmente del contrabando de cocaína y de dar sablazos, y no tenía claro su orden de prioridades: por un lado paseaba novia, de nombre Josefina (a la que tenía preñada y por casar), y por otro se acostaba con el pianista Eusebio López Sert, concertista de talento. Frecuentaba los bailongos de la calle Rosellón y la cafetería Alaska, que era cubil de bofias y de soplones, y compartía noches de zambra con Carmen Broto, a la que en alguna ocasión le había pedido propina. Carmen le tenía por mariposa pero le apreciaba por buscavidas, por mozo de buena planta y por buen escuchador. Al padre de Jesús Navarro le decían en los ambientes el Espadista, y era un notorio reventador de cajas fuertes que andaba en  proceso de redención, había escrito un libro que se titulaba “Técnica del robo” y tenía deudas con el hampa, de las que no prescriben y cargan interés, de las que conviene satisfacer por conservar las tripas en su sitio. Para pagarlas convenció a su hijo para asesinar a Carmen Broto, robarle las joyas y mercarlas a través de un perista. La noche del diez de enero de 1949, Jesús Navarro Manau, en compañía de su compinche Jaime Viñas Pla, aprendiz de vidriero y ambidextro sexual, invitaron a Carmen a festejar hasta la madrugada. Llevaron buga de alquiler, un Ford Sedán, y la intención de tumbarla a copas, llevarla al piso de Padre Claret y ponerla en manos de Dios. Aquella noche, Carmen cumplió con un mecenas, estrenó medias del estraperlo, negras con costura, y salió de romería con sus asesinos llevando el sortijerío y los collares y las ganas locas de bailar. No la tumbaron los dos mendas porque la Rubia sabía beber mejor que ellos y perdieron la paciencia, se les hizo larga la noche y la mataron a golpes, en el mismo coche, con un martillo de encofrador. Fue crimen chapucero que se torció, afanaron las joyas y enterraron de mala manera a la mujer en una huerta que trabajaba el padre de Jesús Navarro detrás de un solar en la calle Legalidad.

Carmen Broto no era golfa de farola sino señorita de acompañar a caballeros de solvencia y camisa azul, y Jesús Navarro padre, el Espadista, comprendió que les quedaban horas contadas. Cuando sintió el aliento de la pasma arrugándole la nuca, se suicidó tragándose una pastilla de cianuro. Jaime Viñas Pla hizo lo mismo, pero a Jesús Navarro hijo le cogieron con 120.000 pesetas en joyas, un brillante del tamaño de un melón y cara de haberse comido al canario. Se pasó treinta años en el penal de Ocaña intentando dignificar su crimen charanguero  haciéndolo pasar por una conspiración política y convirtió a la pobre Carmen Broto, rubia en tiempo de pardas, en una Mata Hari maña, cuando solo fue una chavala fetén que se quiso quitar las ganas de comer. Insinuó que fue espía de los nazis y soplona de los polis de la cafetería Alaska, que mandó a guerrilleros maquis al paredón y que oficiaba de alcahueta de las galleguitas que dejaban el terruño para servir y acababan sirviendo para otra cosa. Se dijo que guardaba fotos de falangistas practicando la equitación y que proporcionaba doncellitas al obispo Gregorio Omodrego Casaus, que gastaba fama de menorero y era cura castrense, amigo del general Yagüe y comendador general de la Bula de la Santa Cruzada. Se fue inventando el tiempo, Juan Marsé y las ganas de enredar a una Carmen Broto novelesca, con dobladillo y más talento que el que realmente debió tener, que fue el de dejarse querer por rubia en un país de morenas que las pasaban moradas.
MARTÍN OLMOS