MARTÍN OLMOS MEDINA

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Faena de plancha

In El cañí on 15 de marzo de 2013 at 13:18

Cecilia Aznar asesinó a su patrón, que estaba medio loco, se compró ropa, se perdió por Madrid, acabó de juerga en Barcelona, se dejó estafar y buscó un barco en un pueblo del interior

ILUSTRACION DE MARTIN OLMOS

“Los crímenes que tienen por víctimas a los solterones suelen ser muy extraños”
FRANCISCO PÉREZ ABELLÁN. Escritor y criminólogo

Don Manuel Pastor y Pastor tenía la bragueta coloquial de los solteros a los que les gusta disfrutar de una buena tertulia después de cenar y los hábitos excéntricos de los que no tienen que madrugar para ganarse la vida. Dormía vestido, se había convertido al protestantismo, se alimentaba casi exclusivamente de pan con chocolate y tenía, por parte de padre, una renta de tres mil duros anuales que se gastaba en seducir criaditas invitándolas a almorzar en el restaurante Tournié  de la calle Mayor de Madrid. Frecuentaba también el figón de Botín de la calle Cuchilleros, donde Francisco de Goya fregó platos, un poco menos el Lhardy de la Puerta del Sol, en donde desayunó Mata Hari, y siempre, para el postre de bartolillos de crema y vinito de curas, la Confitería de Vizcaíno en la calle de la Montera. Acudía a estos locales en landó de alquiler, de caballo  con penacho y cochero con librea, y era cliente célebre porque llevaba sombreros extravagantes y pantalones cortos de tobillo. En su casa, en cambio, practicaba una dieta estricta de una onza de chocolate al día, una esquina de pan y un vaso de agua de Seltz que le tenía al borde de la desnutrición. Por lo demás, coleccionaba pipas y no se trataba con su familia, que le tenía por orate. Seguramente no andaba muy lejos de creerse Napoleón porque más tarde se descubrió que tenía una placa de degeneración de un centímetro en el surco central del cerebro, en la cisura de Rolando que separa el lóbulo parietal del frontal. En general era caballerete magro, cuarentón, de poca sopa en casa y pitanza en el mesón, desordenado de palomar, mujeriego irrefrenable y residente en un piso de renta en el cuarenta y cinco de la calle Fuencarral en el que decía el eco porque no había gastado un céntimo en muebles. Desde el pragmático punto de vista de una mujer en edad de emparentar no era, sin embargo, mal partido, porque era chiflado manejable y con la petaca solvente y andaba en palabras con una joven de Irún, sobrina de la regente del hotel La Gare, a la que fue a visitar al final de marzo de 1902.

La viuda
En el hotel La Gare, parada de franceses, trabajaba de doncella la briosa Cecilia Aznar Celamendi, mujerona y caballar, de veintipocos, viuda de un valenciano de Gandía que le dejó hecho un hijo y poco más -acaso algún recuerdo-, grande de manos y pies, ganchuda de nariz y con una sola ceja para los dos ojos, que eran pequeños y arteros, afanosa en su trabajo de servir y retirada del oficio de puta. Cecilia tenía un novio en Pasajes y al hijo con la abuelita y le guiñó el ojo (debajo de la mitad de la ceja) a don Manuel Pastor y Pastor, que se la llevó a Madrid para que le atendiese la casa. El caballerito flaco paseó a la viuda por los veladores de Moncloa y por los corros de chotis de Casa Juan, en La Bombilla, y se la llevó a cenar al Tournié y a tomar el postre al Vizcaíno. En el cuarenta y cinco de la calle Fuencarral, sin embargo, el señor seguía ayunando a pesar de que contrató a una cocinera, de nombre Rosario, que más que guisar  oficiaba de medio alcahueta de Cecilia, que unas tardes hacía de camarera y otras de barragana. Fue cogiendo Cecilia aires de señorón y el color de la salud en los mofletes y, por el contrario, se iba quedando don Manuel en un suspiro de comer solo su oncita de chocolate, el chusco y el vasito de Seltz, que no compensaba con los festines ocasionales en el Botín, y como el hambre estropea el juicio, le dio por soñar que moriría asesinado. Empezó a padecer temblonas de pánico en la madrugada que le dejaban en un vilo y se puso tacaño con las rentas, a pesar de que se le incrementaron con una herencia de diez mil pesetas y cuatro mil francos franceses. Cecilia le sisaba por la retaguardia duros para su ajuar y le decía a Rosario que si su novio de Pasajes supiese de dónde los sacaba la mataría  a palos. Le escribía todas las semanas salvajes cartas de amor con promesas de alcoba que hubiesen ruborizado a un francés. Estaba a punto la calamidad en aquel piso raro de la calle Fuencarral de cocinera sin guisar, doméstica con inquietudes y Quijote ayunador.

Huída disparatada
El 21 de junio de 1902 don Manuel decidió que no le servía de mucho una cocinera a un hombre que solo comía pan con chocolate y despidió sin avisar a Rosario, argumentando, y con razón, que le salía cara. Cecilia, que le salía más cara aún, calibró  muy corto CECILIA AZNAR CELAMENDIsu porvenir de cenas en el Tournié y sisas y se tomó la liquidación por su cuenta. A la mañana siguiente se acercó al dormitorio del amo y le atizó doce estacazos en la cresta con una plancha y le dejó en el sitio. Tomó después todo el dinero que pudo encontrar y salió a comprarse ropa de presumir. Vestida fina regresó al piso y se hizo el saco, escondió torpemente un mandil lleno de sangre y la plancha rota y le escribió al novio de Pasajes una carta de amor en la que añadió un billete de cien pesetas y un caracol de su pelo genital. Pensaba que se agarraba al burro por la alfalfa. O quizás fuera romántica. Después emprendió una huída de disparate en la que, para empezar, se perdió varias veces por Madrid buscando la estación de Mediodía, en Atocha, en donde tomó un tren para Barcelona. Hizo parada en Zaragoza, la vieron dos mujeres y un señor, pagó vagón de primera, que para eso podía, y cuando rindió el viaje ya la estaba buscando la pasma, que había encontrado al pobre don Manuel difunto en su cama. Encontraron también su cartera vacía, sus raciones de chocolate envueltas en papel de seda, el delantal manchado y la plancha rota por el mango, sucia de trozos de sesera. Cecilia Aznar se apeó en Barcelona pregonada por la prensa pero ella no lo sabía porque iba vestida de dama y llevaba duros en el leotardo y dos carteristas de estación la reconocieron y le vieron oportunidad. Se llamaban Iglesias y Garreta, con foto en el cuartelillo, y eran estafadores de rústicos, calaveras para la farra y vivos para el parné sin sudor. Cecilia era ligera y los dos vagos guapos y se fueron los tres a bailar, a una marisquería y a ver el amanecer. La limpiaron de dinero y le dijeron que si quería librarse de un apuro se hiciese a la mar tomando un barco en Puigcerdá, que era puerto discreto, tanto que quedaba a cien kilómetros del Mediterráneo, y a Cecilia la pescó la bofia preguntando por el barrio marinero en un pueblo de secano. En la comisaría dijo que don Manuel le había querido robar la honra en un arrebato de pasión que le embargó en la cocina, cuando la vio gallarda desplumando un pollo capón, y que la atacó con un estoque de bastón. La autopsia demostró, sin embargo, que al difunto le plancharon mientras dormía y el juez Primitivo González de Alba, cuya recapitulación fue descrita por el periódico El Imparcial como un modelo de oratoria forense, la condenó a morir en el garrote. Cecilia Aznar Celamendi se libró de la corbata porque le conmutaron la pena por la de cadena perpetua y cumplió en la cárcel de Alcalá de Henares hasta que en 1937 los milicianos de la República abrieron las puertas de las prisiones y su rastro se perdió. El resto es suponer, es seguro que salió en la ronda de los sesenta, acaso vivió de la mendicidad y si buscó tierras lejanas para empezar de nuevo, es fácil imaginar que miró de embarcarse en el puerto de Burgos, hermosa capital costera.

MARTÍN OLMOS