MARTÍN OLMOS MEDINA

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El hombre más peligroso de Europa

In Hazañas bélicas on 15 de noviembre de 2012 at 13:56

Otto Skorzeny, el Jefe de Comandos de Hitler, medía dos metros y tenía la cara dibujada de sablazos

“Otto Skorzeny, gran personaje, especie de invencible mosquetero del siglo XX”
FERNANDO VIZCAÍNO CASAS.

El pirata ario Otto Skorzeny, el Hombre Vitruviano  de Hitler, tenía algo de Rupert de Hentzau, el villano de “El prisionero de Zenda”, que era un malo esgrimista y con monóculo, y como ha escrito Santiago González, “exquisitamente educado en la dispensa de sus crueldades”. Skorzeny era un guerrero teutón, no siempre un caballero, que levantaba dos metros desde los pies a la guinda, que peleó detrás de la insignia de la calavera y llevaba la cara escrita de cicatrices rituales de duelos a espada. A Skorzeny le soñó Nietzsche y le puso música de Wagner. Sus enemigos le divulgaron con membretes terribles; le llamaron el Caracortada y el Hombre Más Peligroso de Europa. Tenía los ojos grises. Acarició al lobo en su guarida de Rastenburg, liberó a Mussolini de las montañas nevadas, alteró la decisión más importante de la vida del almirante Horthy, confundió a Eisenhower en la Batalla de las Ardenas y acaso le hizo el amor a Evita Perón. Skorzeny se rindió a los aliados cuando la guerra ya estaba perdida y comprendió que el último baluarte alpino era una quimera del Führer loco. Salió indemne de los Juicios de Núremberg, se escapó de un campo de desnazificación y encontró refugio en España, al amparo del general Muñoz Grandes, comandante de la División Azul y poseedor de la Cruz de Hierro con Hojas de Roble, y de don José Finat, conde de Mayalde, falangista, antiguo embajador en Alemania, alcalde de Madrid, ganadero de reses bravas y autor de una paliza de campeonato al cantaor Miguel de Molina por maricón.

En Madrid, Skorzeny llevó una vida de playboy rubio, cabalgaba al amanecer frente a las pistas del Real Automóvil Club, fumaba con boquilla y besaba las manos de las señoras del Régimen, que le encontraban fascinador al compararle con los generales del patio, que eran tapujos, barrigudos y cantaban jotas cuando bebían anís de Chinchón. Skorzeny sonaba a vals y a esgrima de sable, y no olía  a puchero porque comía, generalmente, en el restaurante Horcher de la calle Alfonso XII, en donde se servía venado con patatas a la kartoffelpuffer en porcelana de Nymphenburg. Ocupaba una oficina en la calle Montera en la que decían que dirigía la red ODESSA, a través de la que los miembros de las SS escapaban a Sudamérica, y organizaba la creación de la Legión Carlos V, un batallón de reserva integrado en el ejército español que estuviese preparado para la siguiente guerra mundial contra el comunismo. En la oficina de la calle Montera colgaba dos misteriosos mapas de Asia y África, un retrato autografiado del general Perón y el rabo de un búfalo que le regaló un brujo de Katanga.

Las marcas del honor
Otto Skorzeny nació en 1908 en Viena, cuando aún era la cabeza orgullosa del Imperio Austro-Húngaro. La Primera Guerra Mundial le cogió en primaria y cuando acabó, su familia tuvo que humillarse ante el Tratado de Versalles y comer a base de las raciones de la Cruz Roja. Ya nadie tuvo nada y, sin embargo, los chiquillos siguieron respetando sus castas y se agrupaban en bandas de hijos de obreros y de burgueses para combatir a pedradas en batallas callejeras de las que Skorzeny solía regresar con el hocico fardado. Las muescas de aquellas riñas las borraba el tiempo y la árnica y Otto quería vestigios bárbaros más duraderos. Los consiguió en la Universidad de Viena, donde se graduó en ingeniería y se afilió a una “studentenverbindung”, una sociedad de estudiantes que libraban combates de “mensur”, un duelo a espada de filo en el que no mediaba ninguna ofensa entre los contendientes y solo se probaban como hombres. En el mensur se prohibían las posturas defensivas y se obligaba a luchar en actitud de ataque, no se usaban caretas de protección y se evaluaba el coraje y no la victoria. Lo que se ganaba era el “schmiss”, la cicatriz ritual recibida en lid, que a veces se frotaba con sal o se insertaba en ella una crin de caballo para evitar su curación y  dibujar la marca. Skorzeny libró quince  combates de honor y llevó con orgullo un tajo formidable que le cruzaba la mejilla izquierda y que se le agudizaba cuando llegaba a la comisura del labio inferior.

A Skorzeny le sedujo la retórica encendida del doctor Goebbels en un discurso que le escuchó en Viena en verano de 1932. Cuando estalló la guerra ingresó en la 2ª División Das Reich de las SS y obtuvo la Cruz de Hierro en la campaña de Rusia. Hitler le recibió en la Guarida del Lobo, en Rastenburg, y encontró a su superhombre. Le nombró Jefe de Comandos y Skorzeny organizó el Jagdverbande 502, un grupo de elite formado por la crema de las mejores unidades del Reich. Los hombres de Skorzeny debían ser expertos submarinistas, paracaidistas, políglotas y artificieros. El propio Skorzeny era capaz de acertar 56 blancos de 60 y de cubrir una distancia de treinta kilómetros a la carrera con una carga de cincuenta kilos. Cuando los aliados invadieron Sicilia en 1943, el rey Victor Manuel mandó encerrar a Mussolini en el Hotel Campo Imperatore, en el macizo del Gran Sasso, en la cordillera de los Apeninos, al que solo se podía acceder por medio de un teleférico. Skorzeny y sus comandos aterrizaron en planeadores sobre la montaña y se llevaron al Duce a Viena a bordo de una avioneta Fieseler Storch rindiendo a los carabineros sin disparar un solo tiro (los italianos siempre encuentran algo que hacer cuando llaman a fregar). Al año siguiente secuestró al almirante Horthy sacándole de su despacho envuelto en una alfombra roja para evitar que rindiese Hungría a los soviéticos y en la batalla de las Ardenas infiltró a sus guerreros entre las tropas aliadas vestidos de oficiales americanos que masticaban chicle, ponderaban el culo de  Betty Grable y desviaban a las unidades hacia destinos inciertos. Los periódicos le empezaron a llamar “el Hombre más peligroso de Europa” y Caracortada y a Skorzeny le disgustó compartir apodo con Al Capone y en sus memorias escribió que él había obtenido sus cicatrices de un modo “honrado”.

Otto Skorzeny hizo una guerra imaginativa y sin frentes, de comandos de guerrilla, como de novela de Alistair MacLean, y si llega a ganarla hubiese sido un héroe, pero como la perdió se quedó en villano molón, en un Rupert de Hentzau de dos metros y un cisco en la cara cuyas memorias entusiasmaron a Ian Fleming, el creador de James Bond. Por lo menos, no disimuló en ellas su fidelidad sin fisuras al Führer, como hizo Albert Speer, que en su autobiografía (publicada en España por Plaza y Janés) dejó la impresión de que él pasaba por allí. Después de la guerra se adaptó a las circunstancias, dirigió la red secreta ODESSA, hizo viajes a Sudamérica para visitar a sus viejos camaradas Josef Mengele y Adolf Eichmann, organizó la guardia pretoriana de Juan Domingo Perón, formada por antiguos guerrilleros croatas de la Ustacha, e intimó con Evita, tal vez más allá de lo conveniente. Fue asesor del presidente egipcio Nasser, se hizo millonario con la industria del acero y se rumoreó que el jefe de la CIA Allen Dulles le encargó adiestrar a un comando de paracaidistas para secuestrar a Fidel Castro. Otto Skorzeny murió a los 67 años en Madrid de cáncer de pulmón, en la habitación 388 de la Ciudad Sanitaria Francisco Franco, el 5 de julio de 1975. A su mujer Ilsa Lüthje, condesa von Finkenstein, le dejó una fortuna en cuentas en paraísos fiscales que ella dilapidó sin mesura hasta morir en la indigencia en un centro de beneficencia  en Tres Cantos.

MARTÍN OLMOS