MARTÍN OLMOS MEDINA

Échale la culpa a Tarantino

In La tierna infancia on 6 de octubre de 2012 at 23:12

La contemplación de espectáculos que recrean la violencia puede provocar el aumento de la agresividad del espectador dependiendo de la tara que padezca antes de sentarse a verlos

“La naturaleza imita al arte”
OSCAR WILDE.

Los embajadores del diablo ya no se visten de serpiente, continuando la simbología del Génesis, sino que se disfrazan de electrodoméstico y se quedan en la salita de estar, en frente de la abuela y su labor y debajo de la foto del niño en la mili, que la hizo en Jaca, en el acuartelamiento de San Bernardo, y pasó mucho frío, el pobrecito. La tentación que vivía arriba en la película de Marilyn ahora no hay que ir a buscarla fuera de casa y a su alrededor gravitan las tertulias de la familia. Antes se celebraban junto al fuego, alrededor del que los guerreros viejos repetían a los jóvenes las antiguas hazañas violentas de la tribu. La violencia hoy la echan por la tele, que al principio fue en blanco y negro, como dicen que sueñan los perros. Exactamente igual que un revólver, la tele no es peligrosa en sí misma sino por lo que lleva dentro y la violencia se extiende por simpatía, como los bostezos. En 1993, la Asociación Americana de Psicología llevó a cabo un estudio en el que determinó que los chavales estadounidenses gastaban tres horas y media al día delante de la televisión, con lo que antes de cumplir catorce años habían presenciado 8.000 asesinatos y 100.000 actos violentos. Con anuncios de Coca Cola en medio. Que es la chispa de la vida. Ese mismo año, dos mocosos de diez años secuestraron en Liverpool a James Bulger, de dos, y le torturaron hasta matarle imitando las escenas finales de la tercera parte de la película “Chucky, el muñeco diabólico”, que vieron en casa la tarde anterior, zampándose un balde de palomitas, porque el padre de uno de ellos la había alquilado en el videoclub para que los niños no le diesen mucha guerra.

 Juego de niños
La tradición de los muñecos con alma puede provenir del mito judío del rabino Jehuda Low Ben Becadel, que por medio de la Cábala descubrió la palabra que utilizó Dios para otorgar el don de la vida y la usó para animar al Golem, un hombre hecho de arcilla que defendió la sinagoga de Praga en el siglo XVI.  En el siglo XVIII se hizo famoso un autómata que jugaba al ajedrez y que ganó una partida a Catalina II en San Petersburgo, le decían el Turco y lo construyó el ingeniero húngaro Wolfgang von Kempelen, pero al final resultó ser un fraude que escondía a un hombre dentro de la maquinaria que animaba al maniquí. Los muñecos inquietan porque son antropomorfos, porque tienen los ojos de cristal que parpadean a destiempo y porque no estamos seguros de lo que hacen cuando les damos la espalda. Y sin embargo les dejamos dormir su sueño de ojos abiertos en la habitación de los niños. Decía Macbeth: “¿Qué miras con esos ojos que no ven?” La literatura fantástica está llena de muñecos perturbadores que van desde el Pinocho de Collodi hasta el Hombre de Arena, de E.T.A. Hoffmann y el cine recogió la tradición en películas como “El trío fantástico”, de Lon Chaney, “El gran Gabbo”, de Erich von Stroheim y “Muñecos infernales”, de Tod Browning.  “Chucky, el muñeco diabólico” (Child´s Play) es una película estrenada en 1988, dirigida por Tom Holland con guión de Don Mancini, que empieza cuando un asesino en serie herido de muerte traspasa su alma por medio de una ceremonia de vudú al juguete de moda, el muñeco Good Guy (el Buen Chico). Chucky, más que inquietar, es definitivamente violento, como un legionario al que le acaban de levantar la novia. Es un muñeco pelirrojo que suelta tacos y tiene cara de hijoputa, con perdón, asesina a cuchilladas jamoneras y no provoca un miedo sobrenatural, sino el puramente físico que puede producir el matón de una whiskería que ha decidido que no le gusta tu cara. La película crió cuatro secuelas y la tercera entrega de la saga es la que inspiró a los niños Jon Venables y Bobby Thompson una tarde de barbarie en Liverpool. El 12 de febrero de 1993, Venables y Thompson, de diez años cada uno, hicieron novillos y se fueron a mangar en las tiendas del centro comercial New Strand. Robaron bastones de regaliz, pilas, un bote de pintura azul para maquetas y un muñeco que representaba a un duende. Les echaron a patadas de una pajarería, hicieron el gandul y decidieron darle el día a James Bulger, un niño de dos años que esperaba a que su madre saliese de una carnicería. No le conocían de nada, le engañaron con el regaliz y se lo llevaron a un paseo violento de cuatro kilómetros que terminó cuando le tiraron de cabeza a un canal. Después le llevaron a una estación de tren abandonada y le rompieron la crisma a patadas, le metieron pilas en la boca y en el recto y le fracturaron el cráneo por diez partes con una plancha de empalmar raíles. Cubrieron el rostro del niño muerto con quincalla y abandonaron su cuerpo cruzado en una vía. Un tren lo seccionó en dos. Lo encontraron el día de San Valentín.

Camisetas y rififis
Una encuesta que se celebró en una cárcel americana concluyó que el 25 por ciento de los presos se habían inspirado en cosas que vieron en la tele para la ejecución de sus crímenes. La influencia de la televisión (y del cine) es un hecho sin discusión y cuando Clark Gable salió sin protegerse la pechuga del relente en “Lo que el viento se llevó” se dejaron de vender las camisetas imperio, que se volvieron a poner de moda cuando las sacó Marlon Brando en “Un tranvía llamado deseo”. Sin embargo, el doctor Luis Rojas Marcos reconoce que un ser humano normal, aunque utilice la imitación para incorporar ciertas conductas, diferencia con claridad la fantasía de la realidad. Una película violenta induce a la agresividad al individuo que por naturaleza ya está predispuesto a reaccionar con hostilidad, con lo que no se le puede cargar toda la culpa a Chucky, el muñeco diabólico, de los desbarajustes de dos chavales sanguinarios que acarreaban una infancia complicada, se saltaban las clases y mangaban en el super. Jon Venables, uno de los niños matones de Liverpool, fue puesto en libertad cuando cumplió la mayoría de edad y le adjudicaron una nueva identidad. En 2010 le volvieron a entalegar por distribuir pornografía infantil y por hacerse pasar por una mamá que abusaba de su hija y la ofrecía al mejor postor. Siempre se sospechó un matiz sexual en el asesinato del niño Bulger, al que introdujeron pilas por el recto. Venables tenía 27 años, se había hecho adicto a la cocaína, a la mefedrona y se había mezclado en peleas de bar, había mandado al infierno santo su segunda oportunidad. En 1955 se estrenó la película “Rififi”, de Jules Dassin, en la que una banda de atracadores limpiaba una joyería en París accediendo por un boquete abierto desde un edificio anejo. Desde entonces se multiplicaron los robos por el método del butrón, pero es fácil suponer que los chorizos que los ejecutaron ya eran chorizos antes de pasar una tarde en el cine. En 1979 se estrenó “The Warriors”, de Walter Hill, que contaba una noche interminable de peleas de bandas en Nueva York y en algunos cines de los núcleos urbanos americanos se libraron batallas entre pandillas rivales que terminaron con las salas reducidas a escombros y la poli recogiendo muertos. En Inglaterra estuvo a punto de prohibirse para evitar un estallido de violencia pero hace falta caldo para hacer una sopa decente y en Londres ya no era la época de la quadrophenia y no había bandas, así que se estrenó en los circuitos habituales y no pasó absolutamente nada.

MARTÍN OLMOS

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